Capítulo veintiocho

El capitán del Dardo y su lugarteniente, todavía distraído, llegaron al castillo de popa antes de que volvieran a hablar. El barco del Corsario aún estaba a la vista, mostrando sus bellas y admirables proporciones. Pero en vez de reinar la quietud que había en él cuando lo abandonó, las vergas de proa habían cambiado, y el viento hinchaba las velas, ese barco majestuoso comenzaba a moverse sobre las olas, aunque lentamente. No parecía por sus maniobras que intentase escapar de una persecución. Por el contrario, las velas más altas y más ligeras estaban plegadas, y la tripulación se ocupaba activamente en ese momento de enviar al puente las pequeñas palanquetas que eran absolutamente necesarias con el fin de extender las velas que se necesitarían para la marcha del navío Wilder volvió los ojos de ese espectáculo casi temblando, pues sabía muy bien que esos preparativos eran los que acostumbraban a hacer los marinos hábiles cuando se preparan para un combate determinado.

—¡Pues bien! —dijo Bignall descontento—, he ahí a su marino cortesano con sus tres velas de gavia desplegadas y también la de mesana, como si hubiera ya olvidado que tiene que cenar conmigo, y que su nombre está escrito al comienzo de la lista de los comandantes y el mío al final; pero supongo que le veremos llegar en el momento oportuno, cuando su apetito le recuerde que la hora de cenar ha llegado. Podría también arbolear su pabellón en presencia de un oficial que tiene sobre él el grado de antigüedad; no degradará por eso su nobleza. ¡Por el cielo! Harry Arca, ¡maneja sus vergas a las mil maravillas! Le aseguro que tiene en su borda al hijo de algún hombre valiente que se ha visto frustrado bajo la forma de primer lugarteniente, y le veremos vanagloriarse durante toda la cena, diciéndonos: «¡Cómo mi barco hace esta maniobra!» y «Yo no permito eso en mi barco». ¿No es así? Sí, sí, hay en él oculto un excelente marino.

—Pocas personas conocen mejor nuestra profesión que el capitán de ese barco —respondió Wilder.

—¡Qué demonio! ¿Le ha dado usted algunas lecciones a ese respecto, señor Arca?, ha imitado algunas maniobras del Dardo. Descubro un misterio con la misma rapidez que cualquier otro.

—Le aseguro, capitán Bignall, que sería una gran equivocación considerar ignorante a un hombre tan extraordinario.

—Sí, sí, empiezo a adivinar su carácter. El joven perro es un guasón, y quiso divertirse a costa de un marino de esos que se consideran de la vieja escuela. ¿Me equivoco, señor? ¿Este viaje no es el primero que hace por el mar?

—Puede considerarse como hijo del mar, ya que en él ha pasado más de treinta años de su vida.

—En ese caso, Harry Arca, le ha tomado el pelo pues él me ha dicho que mañana cumple veintitrés años.

—Palabra, señor, le ha engañado.

—Dudaba de que los tuviera, señor Arca; es más fácil decirlo que tenerlos. Sesenta y cuatro años hacen que un hombre no sea tan ingenuo como para creerse ciertas cosas. Podría equivocarme menospreciando el talento de un muchacho; pero en cuanto a su edad, no puedo cometer semejante error. ¡Pero dónde diablos va! ¿Necesita ir a pedir un comicalla a milady su madre para venir a cenar a bordo de un barco de guerra?

—¡Mire!, ¡se aleja realmente de nosotros! —dijo con una vivacidad y un placer que hubieran hecho sospechar a cualquier mejor observador que su comandante.

—Si sé distinguir la popa de la proa de un barco, lo que usted dice es cierto —respondió el capitán amargamente—. Escúcheme, señor Arca, me propongo dar una lección a ese presumido sobre el respeto que debe a sus superiores, le dejaré que camine para aguzar el apetito. ¡Por el cielo, que lo haré! y en sus primeros partes que lo comunique a Inglaterra si quiere. Guarnezcan las vergas de popa, señores, guarnézcanlas. Puesto que ese honorable muchacho quiere divertirse haciendo una regata, no le puede parecer mal que los demás tengamos los mismos gustos.

El lugarteniente de guardia, a quien iba dirigida esta orden, obedeció en seguida, y un minuto después el Dardo empezaba a caminar, pero en dirección opuesta a la que tomaba el Delfín. El viejo estaba satisfecho por la decisión que había tomado, y hacía ver lo contento que estaba de sí mismo por su aspecto de triunfo y de alegría. Estaba muy ocupado en la maniobra que acababa de ordenar para recordar en ese momento lo que había pensado instantes antes, y no reanudó la conversación hasta que los dos navíos tuvieron entre sí un espacio bastante considerable, cada cual navegando continuamente, aunque sin prisa, en sentido opuesto.

—Que anote esto en su diario, señor Arca —dijo el viejo marino irritado regresando al lugar que Wilder no había abandonado durante todo este tiempo—; aunque mi cocinero no sepa cocinar para tal señor, es preciso venir a buscarle si se quiere juzgar su talento. ¡Por el cielo!, Harry, le costará trabajo si intenta reunirse con nosotros. ¿Pero cómo ha sido que usted se hallara en ese barco? No me ha dicho nada aún sobre esta parte de su viaje.

—Naufragué, señor, después de la última carta que le escribí.

—Así que fue recogido por el barco de Su Majestad el Antílope. Sí, sí, ya comprendo. Dé, solamente, a un viejo lobo de mar la ruta y la brújula, y sabrá entrar en el puerto la noche más oscura. ¿Pero cómo ha sido que míster Howard no le haya conocido, cuando vio la lista de mis oficiales?

—¡No se dio cuenta! ¿No pareció conocerme? Quizás…

—¡No diga nada más, mi valiente Harry, no diga nada más! —dijo el comandante—. Incluso yo he experimentado semejantes mortificaciones. Pero nosotros estamos por encima de ellos, señor, muy por encima de ellos y de sus impertinencias. Nadie debe avergonzarse por haber hecho su encargo al igual que usted y yo lo hemos hecho en la calma y la tempestad. ¡Por mil diablos!, Harry, alimenté una semana entera a uno de esos individuos, y cuando me lo encontré por las calles de Londres, le vi volver la cabeza hacia otro lado para mirar una iglesia, para hacer creer a un hombre sencillo que sabía por qué hacía aquello. No piense más en ello Harry; he sufrido su insolencia aún más que usted, puede estar bien seguro.

—Yo era conocido en ese barco —añadió Wilder sobreponiéndose—, bajo el supuesto nombre con que me hacía llamar. Estas damas, compañeras de mi naufragio, no me conocían tampoco por otro.

—¡Ah! era prudente; y después de todo, ese muchacho no tenía por qué conocerle. ¡Oh! Fid, sea bienvenido a bordo del Dardo.

—Eso es lo que me he tomado la libertad de decirme yo mismo, Su Honor —respondió el marinero que estaba cerca de los dos oficiales, de forma que parecía atraer la atención de éstos—. Es un excelente barco ese que vemos allí, y tiene un famoso comandante y una valiente tripulación; pero por lo que a mí respecta, teniendo una reputación que cuidar, prefiero navegar en un barco que puede decir su misión cuando se le pregunte adecuadamente.

Wilder palideció y enrojeció a continuación, como se ve en la noche el firmamento adornado de colores que cambian de matices a cada instante, y sus ojos se volvieron hacia todas partes, excepto hacia donde hubiera encontrado las miradas asombradas de su viejo amigo.

—No estoy muy seguro de entender lo que quiere decir ese bribón, señor Arca —dijo el capitán—. Todo oficial, desde el capitán hasta el contramaestre, en las flotas del rey, es decir todo hombre en su juicio, lleva con él la orden que le autoriza a ir por los mares, sin que pueda encontrarse en una situación tan embarazosa como un pirata.

—Eso es exactamente lo que yo decía, señor —respondió Fid—; pero Su Honor ha estado en la escuela y tiene más experiencia, y eso hace que sepa hablar mejor. Guinea y yo frecuentemente hemos hablado sobre este particular, y hemos tenido que hacer más de una vez serias reflexiones, capitán Bignall. «Supon —decía yo al negrito—, que uno de los cruceros de Su Majestad se encuentre con este barco, y que se envíe un cañonazo, decía yo; ¿qué podrían hacer dos hombres como nosotros en semejante situación? ¡Pues bien! —dijo el negro—, nosotros servir nuestros cañones al lado del patrón Harry», y yo no tuve nada que oponer a eso; pero yo me he tomado la libertad de añadir que en mi pobre opinión sería más agradable morir a bordo de un barco del rey que en el puente de un corsario.

—¡Un corsario! —repitió el comandante abriendo al mismo tiempo los ojos y la boca.

—Capitán Bignall —dijo Wilder—, puedo haber cometido una falta que no admite perdón, al guardar durante tanto tiempo silencio; pero cuando oiga mi relato, encontrará algunos incidentes que constituirán mi excusa. El barco que usted ve es el del famoso Corsario Rojo. Escúcheme primero, se lo suplico por todas las atenciones que usted ha tenido conmigo durante tanto tiempo, y repréndame después si lo cree conveniente.

Las palabras de Wilder, unidas a su aspecto viril y serio, retenían la indignación que se producía en el espíritu del veterano irritable. Escuchó seriamente y con atención el relato que su lugarteniente se apresuró a hacerle con tanta precisión como claridad, y antes de que éste terminase de hablar, comprendía los sentimientos de gratitud y, ciertamente, de generosidad que habían inspirado al joven marino tanta repugnancia para dar a conocer el verdadero carácter de un hombre que se había portado tan lealmente con él. Algunas exclamaciones de sorpresa interrumpieron de tiempo en tiempo la narración; pero en general Bignall reprimió su impaciencia de forma notable para un hombre de su carácter.

—¡Es ciertamente extraordinario! —dijo cuando Wilder hubo terminado su historia—; y es una lástima que tan valiente hombre sea tan gran bribón. Pero a pesar de todo, Harry, no podemos permitir que se nos escape; nuestra lealtad y nuestra religión nos lo prohíben. Hay que virar y darle alcance; y si buenas palabras no le hacen entrar en razón, no veo otro remedio que utilizar la fuerza.

—Creo que con eso cumpliremos con nuestro deber, señor —dijo el muchacho suspirando.

—Es un caso de conciencia. Así que el joven charlatán que me ha enviado a bordo no es capitán, después de todo. Sin embargo tenía el aspecto y las maneras de un noble; es imposible equivocarse a este respecto. Creo que debe ser algún joven réprobo de buena familia. Es preciso tratar de ocultar su nombre, señor Arca, a fin de no deshonrar a su familia. Nuestros colonos autócratas, aunque un poco degradados y deteriorados, son sin embargo, todavía, los pilares del trono, y no nos conviene permitir a los ojos del pueblo que se den cuenta de su poca solidez.

—El individuo que ha venido al Dardo era el mismo Corsario.

—¡Qué!, ¡el Corsario Rojo en mi barco y en mi propia presencia! —gritó el viejo marino con horror—. Usted quiere, señor, jugar con mi credulidad.

—Olvidaría todo lo que le debo a usted, si pudiera permitirme tal atrevimiento. Le juro solemnemente que era el Corsario en persona.

—¡Es inconcebible, extraordinario, milagroso!, su disfraz era perfecto, y debo reconocerlo, ya que ha engañado a tan buen fisonomista. No me ha parecido exagerado su bigote, señor; no he visto que su voz sea brutal; no me he dado cuenta de ninguna de esas deformidades monstruosas que le caracterizan, según he oído decir de él.

—Es que eso son sólo exageraciones que se le atribuyen por rumores populares, señor. Con respecto a los vicios, mucho me temo que los más grandes y más peligrosos estén frecuentemente ocultos por la más agradable apariencia.

—Pero si ni siquiera es un hombre muy alto, señor.

—Su cuerpo no es grande, pero encierra el alma de un gigante.

—¿Y cree usted, señor Arca, que haya sido ese navío contra el que luchamos en el equinoccio de marzo?

—Ciertamente.

—Escuche, Harry, en consideración a usted obraré generosamente con el bribón. Antes se me ha escapado, por culpa de la caída del mastelero de gavia y del mal tiempo, pero hoy tenemos el mar muy tranquilo y una buena brisa que puede ayudarnos. El barco será mío cuando quiera, ya que no parece tener intención seria de huir.

—Temo que no la tenga —dijo Wilder descubriendo sus pensamientos por sus palabras, sin darse cuenta de ello.

—No puede luchar con nosotros pensando que va a salir victorioso; y como parece ser un individuo muy distinto de como yo lo suponía, trataremos de hacer una negociación. ¿Se encargará usted de llevarle mis proposiciones? Sin embargo podría arrepentirse de su generosidad, y en ese caso se expondría usted a…

—Garantizo su buena fe —dijo Wilder con vivacidad—. Haga disparar un cañonazo a favor del viento. Piense, señor, que todas nuestras señales deben ser pacíficas. Haga enarbolar en el palo mayor un pabellón parlamentario, y me expondré a todos los peligros para llevarle a la sociedad.

—¡Por el cielo! eso sería al menos actuar como cristianos —dijo el comandante después de unos instantes de reflexión—, y aunque nuestro éxito pudiese hacernos perder los honores de la caballería en este mundo, obtendremos con toda seguridad un camarote mejor allá en lo alto.

Cuando el capitán del Dardo, que tenía un gran corazón, aunque la cabeza un poco extraña, y su lugarteniente Henry Arca, estuvieron decididos a tomar esas medidas, los dos se ocuparon seriamente de los medios para asegurar el éxito. El timón del barco fue dirigido para recibir la ayuda del viento, y mientras que su proa giraba para tomar el viento, una llamarada salía de la porta de proa, enviando a través de las olas el aviso pacífico de costumbre, para hacer ver que aquellos que dirigían los movimientos del barco, querían ponerse en comunicación con los patrones del que estaba a la vista. Al mismo tiempo un pequeño pabellón blanco fue desplegado en el mástil más elevado, y el pabellón de Inglaterra fue bajado. Medio minuto de inquietud profunda sucedió a estas señales en el corazón de aquellos que las habían ordenado; pero la incertidumbre no duró mucho tiempo. El viento llevó hacia adelante una nube de humo que salía del barco del Corsario, y el ruido de la explosión del cañonazo que respondía, llegaba sordamente a sus oídos. Se vio ondear un pabellón semejante al de ellos, como una paloma que extiende sus alas en lo más alto de sus mástiles pero ningún emblema de ninguna clase hacía ver los colores que anuncian generalmente a qué nación pertenece un barco.

—El bribón es bastante modesto para no enarbolar pabellón en nuestra presencia —dijo Bignall haciendo notar esta circunstancia a su compañero como si fuera un augurio favorable de su triunfo—. Avancemos hacia él hasta que estemos a una distancia razonable, y entonces usted cogerá la chalupa.

Debido a esta determinación, el Dardo viró de borda, y desplegó varias velas para acelerar la marcha. Cuando estuvo a medio tiro de cañón, Wilder dijo a su oficial superior que no era conveniente avanzar más a fin de evitar toda apariencia de hostilidad. Se botó una chalupa, y bajaron los que iban a remar, se puso un pabellón parlamentario en la proa, y se comunicó que todo estaba preparado para que embarcase el portador del mensaje.

—Le puede decir el estado de nuestras fuerzas, señor Arca; como es un hombre razonable, se dará cuenta de nuestra supremacía sobre él —dijo el capitán después de darle múltiples instrucciones y repetirlas varias veces—. Creo que puede ir hasta él para prometer amnistía con respecto al pasado, siempre que acepte mis condiciones; pero en todo caso dígale que toda mi influencia será utilizada para obtener el perdón total, al menos para él. ¡Que Dios le proteja Harry! Tenga cuidado de no decirle nada de las averías que sufrimos en nuestro encuentro de marzo último, ya que… si… el viento del equinoccio era furioso en esa época. ¡Adiós, que tenga éxito!

La chalupa se alejó del barco cuando terminó de hablar, y al cabo de unos instantes Wilder estaba fuera del alcance de la voz del capitán. Nuestro aventurero tuvo bastante tiempo para reflexionar sobre la extraña situación en que se hallaba, durante el trayecto que había de hacer para llegar al otro navío Una o dos veces su espíritu se vio agitado por un ligero movimiento de inquietud y de desconfianza, y apenas sabía si las gestiones que estaba haciendo serían muy prudentes; pero el recuerdo del elevado espíritu del hombre en cuyas manos se iba a poner se presentó siempre ante él para impedir sus temores de vencer.

Las miradas feroces y amenazadoras que Wilder encontró desde el momento en que puso los pies sobre el puente, fueron la causa de que se detuviera un instante; pero la presencia del Corsario de pie en el castillo de popa, con el aspecto imponente de autoridad que le era tan peculiar, le animó a continuar su marcha, después de un instante de indecisión demasiado corto para ser notado. Iba a abrir la boca cuando un signo del Corsario le hizo guardar silencio hasta que estuvieron en el camarote.

—Corren sospechas entre mi gente, señor Arca —dijo el Corsario cuando llegaron, remarcando notablemente el nombre que le daba—. Estas sospechas se propagan entre ellos, aunque apenas saben aún lo que deben creer. Las maniobras de nuestros dos barcos no son muy corrientes que se hagan; y las voces no faltan para cuchichear a los oídos de los demás cosas que no son favorables para los intereses de usted. Ha sido un error, señor, el que haya vuelto aquí.

—He venido por orden de mi comandante, y bajo la protección de un pabellón parlamentario.

—Nosotros no entramos fácilmente en razonamientos sobre las distinciones legales del mundo, y podríamos equivocarnos en cuanto a los privilegios del nuevo carácter bajo el cual llega usted. Pero —añadió él en seguida dignamente—, si es portador de un mensaje ¿puedo presumir que es para mí?

—Y para ningún otro más. Nosotros no estamos solos capitán Heidegger.

—No preste atención a este niño; es sordo cuando yo quiero.

—Desearía comunicar solamente a usted las ofertas que tengo que hacerle.

—Le digo que Roderick no oye más que ese mástil —replicó el Corsario con calma, pero con tono decidido.

—Es preciso pues que hable, a pesar de todo. El comandante de ese barco, portador de una misión de Su Majestad Jorge II, nuestro dueño, me ha ordenado someter a sus reflexiones las proposiciones siguientes: bajo la condición de que le entregue usted este barco con todos sus aprovisionamientos, toda su artillería y todas sus municiones, sin que se estropee nada, se contentará con tomar como rehenes a diez hombres de su tripulación sacados a suerte, usted y uno de sus oficiales; pondrá a los demás al servicio de Su Majestad, o les permitirá dispersarse para que se dediquen a un trabajo más honorable, y menos peligroso.

—¡Es una generosidad de príncipe! ¡Debería arrodillarme y besar con la boca ante el que pronuncia tales palabras de merced!

—No hago más que repetir las de mi superior. En cuanto a usted personalmente, le promete, por otra parte, utilizar todo su crédito para obtenerle el perdón total, con la condición de que abandonará el mar y que renuncie para siempre al nombre de inglés.

—Esta última condición es fácil de cumplir; ¿pero puedo saber por qué razón se muestra tan indulgente con un hombre cuyo nombre ha sido proscrito hace ya mucho tiempo?

—El capitán Bignall se ha enterado de la forma generosa con que usted ha tratado a uno de sus oficiales, y la delicadeza de su proceder con respecto a la viuda y a la hija de dos de sus antiguos hermanos de armas; y está de acuerdo en que lo que cuenta la gente, no hace justicia totalmente a su persona.

—Y no tiene otro motivo que su voluntad para que yo me decida a cambiar de una forma tan radical todas mis costumbres; para que abandone el mar que ha llegado a ser para mí tan necesario como el aire que respiro.

—Hay otros. Sus poderes, que usted es libre de examinar con sus propios ojos, si lo desea; debe convencerse de que toda resistencia sería inútil, y usted decidirá, por lo que él cree, aceptar sus ofertas.

—¿Y cuál es la opinión de usted? —preguntó el Corsario con una expresiva sonrisa, y con gran énfasis, avanzando la mano para coger lo que le era ofrecido.

—Reconozca nuestra superioridad de fuerzas; ¿pensaba que sería como yo le había dicho?

—Estoy de acuerdo.

—¿Puedo preguntarle ahora, cuál es su respuesta a las proposiciones del capitán Bignall?

—Dígame primero lo que me aconseja su propio corazón. Estas proposiciones no son nada más que el lenguaje de otro.

—Capitán Heidegger —respondió Wilder ruborizándose—, no trataré de ocultarle que si este mensaje no hubiera dependido nada más que de mí, podría haber sido concebido en términos diferentes. Pero como hombre que conserva profundamente el recuerdo de su generosidad, como hombre que no quisiera llevar a un enemigo a cometer un acto deshonroso, yo le ruego que acepte las condiciones que se le ofrecen. Me perdonará si le digo que, a causa de las relaciones que he tenido con usted, he llegado a creer que se daba cuenta ya de que ni la reputación que podía usted desear ni la satisfacción, que es el objeto de los deseos de todos los hombres, pueden encontrarse en la vida que usted lleva.

—No creía tener en mi barco, en el señor Wilder, un casuista tan profundo. ¿No tiene usted nada más que decirme por el momento?

—No, no tengo nada más —respondió el enviado del Dardo con tristeza y decepción—. Puesto que he venido aquí como mensajero de otro, capitán Heidegger, es a usted a quien le corresponde decirme la respuesta que debo llevar a las proposiciones que le he transmitido.

El Corsario cogiéndole del brazo le llevó a un lugar desde el que se podía ver todo el exterior del barco. Mostrándole entonces los mástiles, y haciéndole ver las pocas velas que había desplegado, se limitó a decirle:

—Señor, es usted marino, y creo que esta vista le debe ser suficiente para hacerle ver mis intenciones. Yo por mi parte, no buscaré ni tampoco evitaré a vuestro tan alabado navío del rey Jorge.