—¡Sí! —murmuró el Corsario con amarga ironía, mientras que su chalupa pasaba bajo la popa del crucero de la corona—; sí, mis oficiales y yo gustaremos de su banquete, pero los manjares serán tales que no agradarán mucho a esos esclavos pagados por el rey. Remad, mis amigos, coraje, remad; en menos de una hora tendréis como recompensa todo aquello que hay en los pañoles de ese viejo loco.
Los ávidos piratas que manejaban los remos, apenas pudieron evitar el dar gritos de alegría; tan sólo les contuvo la necesidad de conservar la moderación que la política les exigía todavía, pero su ardor se notó al aumentar los esfuerzos para hacer avanzar a la lancha. Un minuto después nuestros aventureros estaban seguros bajo la protección de los cañones del Delfín.
Por los rasgos de soberbia que brillaban en los ojos del Corsario cuando puso el pie de nuevo en el puente de su barco, toda la tripulación dedujo que en ese momento se tramaba algo importante. Permaneció un instante en el castillo de popa, examinando con una especie de satisfacción y de orgullo todo cuanto estaba bajo sus órdenes; después, sin decir nada a nadie, bajó precipitadamente a su camarote, ya sea porque olvidara lo que había prometido a los otros, ya porque en el estado de exaltación de su espíritu, se inquietaba poco. Las damas, en razón a las relaciones amistosas que parecían reinar entre los dos barcos, se atrevieron a salir de su oculto refugio, cuando un imprevisto golpe de gong les anunció no solamente la presencia del Corsario, sino también su humor.
—Que se comunique al primer lugarteniente que le espero —dijo con voz severa al hombre que llegó para ponerse a sus órdenes.
Durante el corto espacio de tiempo que transcurrió antes de que hubieran podido obedecer este mandato, el Corsario pareció luchar contra una emoción que le agobiaba. Pero cuando la puerta de su camarote se abrió y Wilder apareció delante de él, el observador más suspicaz y penetrante hubiera buscado en vano algún síntoma de la viva cólera que su corazón había experimentado. Recobrando el control de sí mismo se acordó de la forma en que acababa de entrar en un lugar que él mismo había ordenado que se considerara como privilegiado. Fue entonces cuando sus ojos buscaron a las dos damas asustadas, y se apresuró a calmar el terror que estaba impreso visiblemente en la fisonomía de ambas, dirigiéndoles algunas palabras de excusa y explicación.
—Apremiado porque tenía una visita con un amigo —dijo—, había olvidado que tengo en mi casa a unas damas que me alegra recibir, aunque no pueda darles una acogida tan digna como merecen.
—Ahórrese las excusas, señor —dijo mistress Wyllys con dignidad—. Y para que esta interrupción no nos sorprenda, tenga la bondad de comportarse aquí como dueño.
El Corsario rogó a las damas que se sentaran; y a continuación, pensando que la ocasión podía permitir prescindir un poco de las formas del trato social, hizo señas a su lugarteniente con una agradable sonrisa, para que las imitara.
—Los empleados de Su Majestad no han lanzado al océano peor barco que el Dardo, Wilder —dijo con una mirada expresiva como para advertirle de que su inteligencia debía suplir lo que sus palabras no expresaran suficientemente—; pero sus ministros podían haber elegido mejor observador a quien dar el mando.
—El capitán Bignall tiene reputación de hombre valiente y honrado.
—Sí, y realmente la merece; pero quítele esas dos cualidades, y lo que le quedará será poca cosa. Me ha dado a entender que ha sido enviado especialmente a estos parajes en busca de un navío del que todos hemos oído hablar, ya para bien, ya para mal, ¡quiero decir el Corsario Rojo!
El que así hablaba vio sin ninguna duda a mistress Wyllys estremecerse involuntariamente, y a Gertrudis coger con una emoción repentina el brazo de su institutriz; pero su comportamiento no dio de ninguna manera a conocer lo que había visto. Su control sobre sí mismo fue admirablemente imitado por su compañero, quien respondió con una tranquilidad que ninguna sospecha hubiera podido creer que era supuesta:
—Su viaje será peligroso, por no decir que realmente no tendrá éxito.
—Podrá suceder lo uno y lo otro; y sin embargo tiene grandes esperanzas de triunfar.
—Comparte, quizás, el error general sobre el carácter del hombre que busca.
—¿En qué se equivoca?
—Suponiendo que encontrara a un pirata corriente, grosero, rapaz, ignorante, inflexible como los otros…
—¿Qué otros, señor?
—Iba a decir los otros individuos de su clase; pero un marino como ése al que nos hemos referido es el cabecilla de su profesión.
—Le daremos, pues, el nombre bajo el cual es conocido, señor Wilder, el de Corsario. Pero, dígame, ¿no es extraño que un capitán tan mayor, tan experimentado, venga a navegar a estos mares casi desiertos para buscar un barco que por su oficio debe estar en otros parajes más frecuentados?
—Puede haberle visto a través de los estrechos que separan las islas, y haberse dirigido a continuación tras la ruta que le haya visto tomar.
—Es posible —respondió el Corsario con profunda reflexión—. Los excelentes marinos de usted saben calcular las probabilidades de los vientos y de las corrientes, tan bien como el pájaro encuentra su camino en el aire; pero todavía les falta la descripción del navío que él persigue.
—Es posible que haya obtenido esa información.
En tanto que Wilder daba esta respuesta, bajó los ojos a pesar de todos sus esfuerzos por evitarlo, al no poder soportar la mirada penetrante que encontraron.
—Muy posible —dijo el Corsario—. En efecto, no sólo me ha dado a entender que tiene un agente que sabe los secretos del enemigo, sino que ha ido más lejos aún, pues prácticamente me lo ha confesado, y ha reconocido que su esperanza de triunfo depende del talento de ese individuo y de las informaciones que recibe; ya que tiene, sin duda, medios especiales por los que sabe acerca de todos y cada uno de sus movimientos y por los que se vale igualmente para comunicarse.
—¿Ha dicho su nombre?
—Sí.
—¿Cuál es?
—Enrique Arca, de otro modo sería Wilder.
—Es inútil tratar de negarlo —dijo nuestro aventurero levantándose con un aire de soberbia bajo el que trataba de ocultar la sensación poco agradable que realmente experimentaba—, veo que usted me conoce.
—Como un traidor, señor.
—Capitán Heidegger, está seguro aquí valiéndose de esos términos injuriosos.
El Corsario hizo un violento esfuerzo para dominar la cólera que se levantaba en él, y este esfuerzo tuvo resultado, pero no sin que salieran de sus ojos al mismo tiempo exhalaciones del más amargo desprecio.
—Comunicará también este hecho a sus superiores —dijo con una insultante ironía—. Les dirá que el monstruo de los mares, el que saquea a los pescadores sin defensa, quien devasta las costas sin protección y que huye al pabellón del rey Jorge, como las serpientes se refugian en sus guaridas al oír los pasos del hombre, puede decir su forma de pensar con seguridad en su propio camarote, a la cabeza de ciento cincuenta piratas. Quizá sepa también cómo respira en el ambiente de mujeres pacíficas y amigas de la paz.
Pero el primer movimiento de sorpresa del objeto de sus sarcasmos había pasado, y ni la cólera podría hacerle replicar con aspereza, ni el temor le hacía bajar a los ruegos. Cruzando los brazos con calma, Wilder respondió sencillamente:
—He corrido ese riesgo con el fin de librar el océano de un azote que ha hecho fracasar todas las otras tentativas que se han llevado a cabo para exterminarle. Sabía a lo que me exponía, y la suerte que me espera no me hace temblar.
—Muy bien, señor —respondió el Corsario golpeando de nuevo el gong con un dedo que parecía tener la fuerza de un gigante—. Que el negro y su compañero sean encadenados, y que no se les permita, bajo ningún pretexto, tener comunicación de viva voz o por signos con el otro barco. —Después de la marcha del verdugo que llegó al primer sonido de una llamada que conocía perfectamente, se volvió hacia el individuo firme e inmóvil que se mantenía de pie ante él—. Señor Wilder —prosiguió—, la sociedad en la que he sido tan traidoramente insinuado está sometida a una ley que le condenaría, a usted y a sus miserables cómplices, a ser ahorcados en el palo mayor en el instante en que su perfidia fuese conocida por los míos. No tengo nada más que abrir esta puerta y proclamar la naturaleza de su traición, para ponerle a merced de mi tripulación.
—¡Usted no hará nada!, ¡no, usted no hará nada! —gritó a su lado una voz que hizo vibrar todos sus nervios—. Usted ha roto todos los lazos que unen al hombre con sus semejantes, pero la crueldad no es un sentimiento innato en su corazón. En nombre de los recuerdos de los tiempos más felices de su juventud, en nombre del cariño y de la piedad que vigilaron su infancia, en nombre de ese ser poderoso que lo sabe todo y que sufre si se le arranca impunemente un solo cabello a un inocente, yo le suplico que reflexione antes de que se exponga usted a tan terrible responsabilidad. ¡No, usted no será tan cruel, no podrá, no se atreverá a serlo!
—¿Qué suerte nos esperaría a mí y a mis compañeros, cuando terminase ese pérfido proyecto? —preguntó el Corsario con voz ronca.
—Las leyes de Dios y la de los hombres están para eso —respondió la institutriz que bajó los ojos al encontrarse con la mirada severa del Corsario, quien la sostuvo con intrepidez—; es la razón la que le habla por mi voz, y sé que la gracia intercede por él en su corazón. La causa, el motivo, justifica la conducta de este hombre, y la suya no puede encontrar excusas en ninguna de las leyes divinas ni humanas.
—Basta, señora, mi decisión fue tomada desde el primer instante, y ni las advertencias ni el temor por lo que sucediera pueden hacer que la cambie. Señor Wilder, es usted libre. Si no me ha servido con tanta fidelidad como yo esperaba, al menos me ha dado en el arte de la fisonomía una lección que me hará más sabio para el resto de mi vida.
Wilder continuó de pie, humillado, y condenado por su propia conciencia. El dolor de su alma se notaba fácilmente en sus rasgos, que no trataban de disimularlo, y que expresaban la vergüenza y el disgusto más profundo. Sin embargo su lucha interior duró muy poco.
—Tal vez usted no conoce en toda su extensión mi plan, capitán Heidegger —dijo—; comprendía la pérdida de su vida, y la destrucción o la dispersión de su tripulación.
—Obrar así es conforme a los usos establecidos entre esos hombres que, investidos del poder, se complacen en oprimir a los demás. Váyase, señor; vaya a bordo del barco que le conviene, le respeto como si fuera libre.
—No puedo abandonarle, capitán Heidegger, sin unas palabras con las que me justifique su postura.
—¡Qué!, ¿el pirata perseguido, denunciado, condenado, puede dar una explicación? ¿Su opinión es necesaria a un virtuoso servidor de la corona?
—Utilice todos los términos de triunfo y de reproche que le plazca, señor —dijo Wilder ruborizándose—, sus palabras no pueden ahora ofenderme; sin embargo no quisiera quitarle la carga de todo el desprecio que usted cree que merezco.
—Hable libremente, señor; actualmente es usted mi huésped.
—No le enseñaré sin duda nada nuevo —dijo—, al decirle que el ruido general dado a su conducta y a su carácter tiene un color que no puede asegurarse la estima de los hombres.
—Puede encontrar placer en oscurecer los matices —dijo el Corsario, aunque su voz temblorosa por la emoción anunció evidentemente cuán sensible era la herida que le producía la opinión de la gente, que él trataba de menospreciar.
—Si se me obliga a hablar, capitán Heidegger, mis palabras serán la verdad; pero ¿encuentra sorprendente que lleno de ardor para una misión que incluso usted en otras circunstancias hubiera encontrado honorable, haya estado dispuesto a arriesgar mi vida e incluso a tomar la máscara de la duplicidad para realizar un plan que, si hubiera tenido éxito, hubiese sido no solamente recompensado, sino también unánimemente aprobado? Fue con tales sentimientos como me encargué de esta misión; pero pongo al cielo por testigo de que su confianza y su franqueza me habían medio desarmado casi antes de poner los pies en su barco.
—Y sin embargo usted persistió.
—Podía tener poderosas razones —respondió Wilder mirando casi involuntariamente a las dos damas—; tuve que darle mi palabra en Newport, y si mis dos compañeros no hubieran sido retenidos en su barco, nunca hubiera regresado.
—Quiero creerle, muchacho, y creo que adivino sus razones. Usted ha jugado un juego muy delicado, y en vez de apenarse por perder la partida, se alegrará algún día. Márchese, señor, una barca le llevará a bordo del Dardo.
—¿No se equivoca, capitán Heidegger?; no crea que un acto de generosidad por su parte pueda cerrarme los ojos sobre lo que exige mi deber. En cuanto llegue a presencia del comandante del barco que acaba de nombrar, comunicaré quién es usted. Y mi brazo no permanecerá ocioso durante el combate que debe producirse. Puedo morir aquí, víctima de mi misión; pero tan pronto como sea liberado, me convierto en su enemigo.
—¡Wilder! —dijo el Corsario cogiéndole la mano con una sonrisa análoga a la singularidad extraña de ese gesto—, ¡deberíamos habernos conocido antes! Pero las lamentaciones son inútiles. ¡Márchese! Si los míos llegan a conocer la verdad, todas mis advertencias serían como palabras pronunciadas en voz baja en medio de un huracán.
—Cuando llegué a bordo del Delfín, no venía solo.
—¿No es suficiente —dijo el Corsario con frialdad y dando un paso hacia atrás—, que le haya ofrecido la libertad y la vida?
—¿De qué utilidad pueden ser unas desgraciadas mujeres sin fuerzas, sin valor, a bordo de un navío dedicado a las aventuras y que busca el Delfín?
—¿Y debo verme privado para siempre de toda relación con lo mejor que hay de los seres humanos? Márchese, señor, y déjeme al menos la imagen de la virtud, ya que estoy privado de su esencia.
—Capitán Heidegger, en el calor de un sentimiento loable me hizo una promesa en favor de estas dos damas, y espero que le haya salido del corazón.
—Le entiendo, señor; lo que le dije entonces no lo he olvidado, ni lo olvidaré; pero ¿a dónde llevará a sus compañeras? ¿no están tan seguras aquí como en cualquier otra parte de la superficie de los mares? ¿debo ser despojado de todos los medios para hacer amigos? Déjeme, señor, márchese: por poco que tarde, la licencia que le doy podría no serle de ninguna utilidad.
—No abandonaré jamás el depósito del que estoy encargado —respondió Wilder con firmeza.
—Señor Wilder, o mejor debería, según creo, decir, lugarteniente Arca —replicó el Corsario—, puede jugar con mis buenas intenciones hasta que sea demasiado tarde para aprovecharse de ellas.
—Haga conmigo lo que quiera: muero en mi puesto, o marcho con aquéllas a las que he acompañado hasta aquí.
—Señor, su amistad con ellas, esa amistad a la que es tan fiel, no es más antigua que la mía. ¿Cómo sabe si ellas prefieren su protección? Me equivoco mucho o he expresado muy mal mis intenciones, tal vez ellas tengan aunque sea una sola queja que hacer desde que me encargué de cuidarlas y protegerlas: Hablad, bellas señoras, ¿a quién queréis por protector?
—¡Déjeme!, ¡déjeme! —gritó Gertrudis llenándosele los ojos de terror, como si hubiera evitado la mirada mortuoria de un basilisco, cuando le vio aproximarse con una sonrisa malévola—. ¡Oh! si su corazón es asequible a la piedad, permítanos abandonar su barco.
Una sonrisa glacial y forzada se dibujó en los rasgos del Corsario, y mientras se volvía hacia mistress Wyllys, murmuró con una voz que trataba en vano de suavizarse.
—He comprado el odio de todo el género humano, y el precio debe ser pagado muy caro. Señora, usted y su amable pupila son dueñas de sus actos. Este barco, este camarote, están a su disposición; o si por el contrario desean abandonarlo, otros les recibirán.
—Las mujeres no pueden hallarse seguras nada más que bajo la protección bienhechora de las leyes —respondió mistress Wyllys—. Ruego al cielo…
—Basta —dijo el Corsario—, acompañarán a su amigo. Este barco estará tan vacío como mi corazón cuando me abandonen ustedes.
—¿Ha llamado, señor? —preguntó una voz suave junto a él, tan dulce y tan quejumbrosa que no podía dejar de llegar a sus oídos.
—Roderick —respondió deprisa—, tienes trabajo. Déjanos, mi buen Roderick, déjame unos minutos.
Como si le urgiera terminar con esta situación lo más rápidamente posible, dio un nuevo golpe de gong, y dio la orden de que bajaran Fid y el negro a una barca a la que hizo llevar también el poco equipaje de las dos damas. Cuando hubieron terminado estos preparativos preliminares, dio la mano a la institutriz con una estudiada cortesía, la llevó a través del puente por entre su asombrada tripulación, y se quedó en la borda del barco hasta que la vio sentarse en la lancha con Gertrudis y Wilder. Dos marineros manejaban los remos, el Corsario dio su adiós en silencio con la mano, y desapareció ante los ojos de aquéllas a las que costaba trabajo creer en su liberación como les había costado creer en su cautividad.
Sin embargo la amenaza de la intervención de la tripulación del Delfín resonaba aún en los oídos de Wilder. Dijo a los marineros que remasen con fuerza, y procuró maniobrar de forma que pudiera poner la barca lo más rápidamente posible fuera del alcance de los cañones de los piratas, al pasar bajo la popa del Delfín vio que se llamaba al Dardo, y la fuerte voz del Corsario atravesó las aguas dirigiéndose al comandante de este última barco.
—Le envío parte de los convidados que usted ha invitado —gritó sarcásticamente—, y además todo lo que tengo de divino en mi barco.
La travesía fue muy corta, y ninguno de los que habían sido puestos en libertad tuvo tiempo de coordinar las ideas, cuando llegó el momento de subir a bordo del crucero de la corona.
—¡Que el cielo nos proteja! —gritó Bignall al ver a las mujeres en la barca—; ¡que el cielo nos proteja a los dos, padre! ¡Ese joven loco nos envía a bordo una pareja para el baile! y ¡he ahí lo que el impío llama sus divinidades! Se puede fácilmente adivinar de dónde ha sacado a semejantes criaturas.
La sonrisa graciosa del viejo comandante del Dardo demostraba que estaba medio dispuesto a excusar la presunción audaz de la que creía poder acusar a un oficial de grado inferior, dando de esta forma a todos los que le oían una garantía de que ningún escrúpulo fuera de lugar perjudicaría a la alegre reunión. Pero cuando Gertrudis, con el rostro aún encendido a consecuencia de lo que había sucedido, y resplandeciente por una belleza que hacía subir el encanto de su inocencia, estuvo sobre el puente, el viejo marino se frotó los ojos con una sorpresa que no hubiera podido ser más grande, si uno de los seres celestiales que el Corsario había nombrado cayera del cielo sobre cubierta.
—¡El miserable no tiene ni corazón ni alma —gritó el digno marino—; haber pervertido a una criatura tan joven y tan amable! ¡Eh!, ¡por mi vida, aquí también está mi lugarteniente! ¿Qué quiere decir esto, señor Arca? ¿Ha llegado la época de los milagros?
Una exclamación que salió del corazón de la institutriz, y un grito ahogado y lúgubre saliendo de los labios del capellán, para responder, interrumpieron las expresiones de su indignación y de su asombro.
—Capitán Bignall —dijo el capellán señalando a la dama que apenas podía mantenerse y que se apoyaba en el brazo de Wilder—; ¡por mi vida se equivoca usted sobre el carácter de esta dama! ¡Hace más de veinte años que no nos hemos visto; pero puedo garantizar por mi honor que tiene derecho a nuestros respetos!
—Lléveme al camarote —murmuró mistress Wyllys—. Gertrudis, mi querida amiga, ¿dónde estamos? Lléveme a algún lugar apartado.
Se cumplieron sus deseos, y este pequeño grupo desapareció a los ojos de los espectadores que llenaban el puente. Una vez en el camarote, la institutriz se recobró en parte, y sus ojos errantes buscaron el rostro dulce y compasivo del capellán.
—¡Es un encuentro muy tardío y muy conmovedor! —dijo ella besando la mano que éste le presentaba—. Gertrudis, ve, en el señor, al sacerdote por el que fui unida en otra época al hombre que fue el orgullo y la dicha de mi existencia.
—No llore su pérdida —dijo el reverendo padre inclinándose sobre su asiento con un interés paternal—; murió pronto, puro murió como todos los que le querían hubieran podido desear.
—¡Y nadie quedó para transcribir a la posteridad su nombre glorioso y el recuerdo de sus cualidades! Dígame, mi buen Merton, ¿la mano de la Providencia no es visible en este juicio? ¿No debo humillarme por ese castigo que bastante he merecido al desobedecer a un padre cariñoso aunque demasiado severo? ¿Y a usted, digno y buen Merton, qué tal le ha ido desde la última vez que nos vimos?
—Tan sólo soy un humilde y pobre pastor de un rebaño poco sumiso —respondió el capellán suspirando—. He recorrido mares lejanos, y he visto en mis viajes muchas cosas nuevas y caracteres que lo eran todavía más para mí. De las Indias orientales he regresado hace poco al hemisferio donde nací, y por autorización de mis superiores he venido a pasar un mes al barco de un antiguo compañero; ya que la amistad que me une al capitán Bignall se remonta aún más atrás que la nuestra.
—Sí, sí señora —respondió el digno Bignall que no pudo impedir emocionarse un poco durante esta escena—; hace casi medio siglo que el reverendo y yo éramos compañeros del colegio; y hemos renovado muchos antiguos recuerdos durante este viaje. Soy dichoso de que una dama dotada de cualidades tan notables haya venido a embellecer nuestra reunión.
—Esta dama es la hija del capitán, y la viuda del hijo de nuestro antiguo comandante, el contraalmirante de Lacey —respondió deprisa el capellán, como si supiera que podía contar con el honor y las buenas intenciones de su amigo más que con su discreción.
—Los he conocido y los dos eran valientes y excelentes marinos. Señora, sea bienvenida al igual que su amigo Merton; pero ella 1c es por dos veces como hija y como viuda de los dos oficiales que acaba de nombrar.
—¡De Lacey! —dijo una voz inquieta al oído de la institutriz.
—La ley me da derecho a llevar ese nombre —dijo la dama a la que continuaremos llamando con el nombre que se había dado, y apretando contra su pecho con afecto a su pupila desecha en lágrimas—. El velo ha sido desgarrado de manera inesperada, y no trataré de ocultarme más. Mi padre era capitán del barco almirante. La necesidad le obligó a dejarme en la compañía de su joven pariente más veces que si lo hubiera hecho previendo las consecuencias. Pero yo conocía demasiado bien su pobreza y su orgullo para atreverme a hacerle juez de mi suerte, cuando mi imaginación y mi falta de experiencia me presentaron la alternativa como más temible que su misma cólera. Nos casamos en secreto, y ninguno de nuestros familiares supo de este matrimonio. La muerte…
La voz faltó a la viuda, e hizo señas al capellán, para que continuase el relato.
—El señor de Lacey y su suegro perecieron en la misma acción un mes después de la ceremonia —añadió Merton con voz temblorosa—. Usted incluso, señora, nunca ha sido instruida en los tristes detalles de la muerte de ellos. Yo fui el único testigo, pues estuvieron confiados a mis cuidados en la confusión del combate. Sus sangres se mezclaron, y su padre dio su bendición al joven héroe y no cabe duda de que la daba a su yerno.
—¡Oh!, ¡no comprendí la nobleza de su alma, y he sido cruelmente castigada por ello! —gritó la viuda—. Dígame, Merton, ¿llegó a saber mi matrimonio antes de morir?
—No, señora. El señor de Lacey murió primero, con la cabeza echada sobre el pecho de su padre que lo había querido siempre como a un hijo.
—Gertrudis —dijo la institutriz como arrepentida—, tan solamente hay paz para nuestro débil sexo en la sumisión; sólo se puede esperar la dicha con la obediencia.
—Todo ha terminado por el momento —dijo Gertrudis llorando—; todo ha terminado y se ha olvidado. Yo soy su niña, su Gertrudis, la criatura que usted ha educado.
—¡Harry Arca! —gritó Bignall después de aclararse la voz por un ejem, ejem, tan fuerte que el ruido se oyó hasta en el puente.
Y cogiendo del brazo a su lugarteniente que parecía absorto en sus reflexiones, le llevó fuera del camarote, diciéndole: ¿En qué diablos piensa usted? Olvida que durante todo este tiempo he sabido tanto de sus aventuras como el primer ministro de Su Majestad sabe de navegación. ¿Qué ha sucedido para que llegue aquí en un crucero de la corona, mientras que le creía disfrazado de pirata a bordo de un barco pirata? ¿Y con qué noble vástago se encuentra a la cabeza de tan buena tripulación y de tan hermoso barco?
Wilder suspiró profundamente como quien despierta de un sueño agradable, y se dejó llevar sin resistencia fuera del lugar donde hubiera permanecido siempre.