Como se ha visto, la actitud de Wilder no era precisamente la que concernía a un oficial de su categoría en un momento semejante.
La vista aguda y celosa del Corsario había estudiado su comportamiento varias veces, sin poder explicárselo totalmente. El joven aventurero tenía unos colores tan vivos en las mejillas, una forma de andar tan segura como en sus momentos de total tranquilidad; pero sus miradas errantes, la duda e indecisión que se veía en su cara en la que hubieran debido dominar sentimientos tan opuestos, daban a su comandante serios motivos de reflexión. Como para hallar explicación al enigma en el comportamiento de los compañeros de Wilder, las miradas del Corsario buscaron a Fid y al Negro.
Estaban colocados uno y otro tras el cañón más próximo al lugar donde él estaba, el primero desarrollando las funciones de capitán del cañón.
El barco no estaba más firme sobre su quilla que el viejo marinero sobre sus piernas, mirando de reojo por el tubo de hierro macizo que se hallaba bajo su comandante, y las cosas que hacía no estaban desprovistas de ese interés paternal que el marinero manifiesta por el objeto especial que le ha sido confiado. Sin embargo un aire de sorpresa inexplicable se había posesionado de sus groseros rasgos, y cuantas veces sus ojos se apartaban de Wilder hacia el barco enemigo, no era difícil darse cuenta de que se asombraban de verle en oposición. No se permitía sin embargo quejas ni comentarios sobre unas circunstancias que le parecían evidentemente tan extraordinarias, y todo demostraba lo contrario de lo que estaba establecido para no compartir nada de esa obediencia pasiva que caracteriza al marino. En cuanto al negro, todos sus miembros estaban enteramente inmóviles; sus ojos, como los de su compañero, iban continuamente de derecha a izquierda, llevándolos primero sobre Wilder, después sobre la vela extranjera, y expresaban un asombro cada vez mayor.
Impresionado por estas señales evidentes, de extraordinaria sensación, y común a ambos, que le inquietaban, el Corsario se aprovechó de su situación y de la distancia en que se encontraba su lugarteniente para dirigirles la palabra. Apoyándose sobre la pequeña barandilla que separaba la popa de la tilla, dijo, en ese tono familiar que el comandante tiene por costumbre tomar con sus inferiores cuando le son muy necesarios sus servicios:
—Espero, maestro Fid, que se haya colocado junto a un cañón que sepa hablar.
—No hay en todo el barco, Su Honor, una boca más bella y más grande que la del Brillante Billy —respondió el viejo marinero pasando la mano sobre el cañón como para acariciar el objeto de sus elogios—. Todo lo que exijo, es un escobillón limpio y un taco que ajuste bien. Guinea, haz una cruz, a tu manera, sobre una media docena de balas; y cuando el asunto esté concluido, los que aún vivan podrán ir al barco enemigo y ver la forma en que Richard Fid sembró su grano.
—¿No es ésa tu prueba, maestro Fid?
—¡Que el cielo bendiga a Su Honor!, mi nariz está tan acostumbrada al tabaco seco como a la pólvora de cañón, aunque, a decir verdad…
—¡Bien!, continúa.
—Es que a veces toda mi filosofía cae por tierra por efecto del razonamiento en encuentros como éstos —respondió el viejo marinero llevando los ojos primero sobre el pabellón francés, y a continuación, alejándolos, sobre las armas de Inglaterra—; supongo que el amo Harry tiene todo esto en su bolsillo en negro y en blanco; pero todo lo que yo puedo decir, es que cuando tengo que arrojar piedras, prefiero que quiebren los cristales de un vecino, y no los de mi madre. ¡Eh! Guinea, marca dos o tres balas más, muchacho; ya que si es necesario ir a las demostraciones, quiero que el Brillante Billy mantenga su buena fama.
El Corsario se retiró pensativo y callado. Sorprendió entonces una mirada de Wilder, al que hizo algunas señas para que se aproximase.
—Señor Wilder —dijo afectuoso—, comprendo su pensamiento. Todos los que están en ese barco no le han ofendido por igual, y usted preferiría que el rencor que le lleva a ese pabellón altanero se señalara primeramente sobre cualquier otro barco. Por otra parte en el combate sólo hay honor sin provecho. En consideración a usted, lo evitaré.
—Es demasiado tarde —dijo Wilder moviendo tristemente la cabeza.
—Reconocerá su error. La prueba puede costamos una descarga, pero saldrá bien. Baje un instante cerca de nuestras invitadas, y a su regreso la escena habrá sufrido un gran cambio.
Wilder descendió rápidamente al camarote al que mistress Wyllys se había retirado con Gertrudis, y después de comunicarles la intención de su comandante de evitar la acción, las llevó a la bodega del barco para que estuviesen aún más resguardadas de todo accidente. Después de cumplir con este deber con tanta prontitud como atención, nuestro aventurero subió precipitadamente a la tilla.
Aunque su ausencia no duró nada más que un momento, la escena estaba efectivamente bastante cambiada, toda apariencia de hostilidad había desaparecido. En lugar del pabellón de Francia ondeaba el pabellón de Inglaterra en el palo mayor del Delfín, y se hacía un rápido cambio de señales entre los dos barcos. De todo ese nubarrón de velas que cubría tan recientemente el barco del Corsario, no quedaban desplegadas nada más que las gavias; las demás colgaban en festones o se apretaban alrededor de las vergas por la brisa que había. El barco se dirigía directamente hacia el otro navío, que por su parte ataba tristemente sus velas altas, como si sintiera decepción al ser privado de una ocasión que buscaba con ardor.
—Los bribones se enfadan cuando aquellos con los que se vanaglorian en luchar, resultan ser amigos —dijo el Corsario haciendo ver a su lugarteniente que con aquella confianza sus vecinos se dejaban engañar por unos signos con los que él había sabido sorprenderles—. Es una acción muy tentadora; pero sabré resistirla Wilder, por consideración hacia usted.
El lugarteniente parecía casi no dar crédito a sus oídos, pero no respondió nada. No era momento, es cierto, de distraerse prolongando la conversación. El Delfín continuaba rápidamente su carrera, y la niebla que ocultaba los objetos a bordo del navío extranjero, se esclarecía a medida que se aproximaba. Los cañones, las cuerdas, los hombres, los rasgos incluso de la cara podían distinguirse, y se vio pronto al barco ponerse en dirección al viento, después colocar sus velas de popa en cuadro para recibir la brisa sobre su superficie interior, y permanecer inmóvil en su sitio.
Los marineros del Delfín, imitando la confianza de la tripulación engañada del barco de la corona, habían también plegado las velas altas, descansaban totalmente en la prudencia y en la audacia del ser singular que sentía placer en aproximarse con semejante temeridad a un enemigo tan temible; cualidades que las habían visto con la más extraña dicha en unas circunstancias incluso más delicadas que aquellas en las que se encontraban.
Fue con aspecto franco y abierto como el temido Corsario se dirigió hacia su desconfiado vecino, hasta que tan sólo a unos cien pies del bao, el barco se encauzó contra el viento y permaneció también en una situación estática. Pero Wilder que observaba todos los movimientos de su superior con un mudo asombro, se dio cuenta de que la proa del Delfín estaba en distinta dirección a la del otro barco, y que su marcha había sido detenida por la disposición en sentido inverso de sus vergas de proa, circunstancia que permitía maniobrar más fácilmente al navío, si era necesario utilizar de pronto las baterías.
El Delfín navegaba todavía lentamente a consecuencia del movimiento que le había sido dado, cuando un grito ronco y apenas claro, atravesando la distancia que les separaba, se oyó, según la costumbre, preguntando su nombre. El Corsario, después de mirar a su lugarteniente significativamente, puso la bocina en sus labios y dijo el nombre de un barco al servicio del rey que sabía que era del poder y del volumen de su barco.
—Sí, sí —respondió una voz que salía del otro navío—, era ése el que yo reconocí por vuestras señales.
El Delfín pronunció a su vez, el quién vive; se respondió diciendo el nombre del crucero real, y esta respuesta fue seguida de una invitación de su comandante al capitán del Delfín de ir a ver a su superior.
Hasta aquí, no sucedió nada que no fuera acostumbrado entre marinos de la misma nación, pero la cosa llegaba rápidamente al punto en que parecía bien difícil llevar aún más adelante el ardid. Sin embargo la mirada atenta de Wilder no descubrió ninguna señal de duda o de indecisión en el comportamiento de su jefe. El redoble del tambor a bordo del crucero anunció la retirada y el permiso acordado a la gente de la tripulación de abandonar el puente en el que habían estado colocados para el combate. Con una sangre fría imperturbable el Corsario hizo la misma señal a los suyos; y en menos de cinco minutos todo parecía indicar una perfecta inteligencia entre los dos barcos que estuvieron a punto de librar un combate a muerte, si la verdadera identidad del uno hubiera sido desconocida del otro. Fue en esta situación crítica, y en el momento en que la invitación de ir a bordo resonaba aún en los oídos de Wilder, cuando el Corsario llamó a su lugarteniente junto a él.
—Usted sabe que me han dicho que vaya a rendir visita a ése que es más antiguo que yo al servicio de Su Majestad —dijo con una sonrisa de ironía y de desprecio—: ¿le gustaría a usted tomar parte?
El estremecimiento con que Wilder recibió esta arriesgada proposición era demasiado natural para provenir de una simulada emoción:
—¿Está lo suficiente loco para correr ese riesgo? —gritó cuando recobró la voz.
—Si teme por usted, puedo ir solo.
—¡Si temo! —repitió el muchacho, y un fuego nuevo asomó también a sus ojos ya centelleantes—. Eso no es temor, capitán Heidegger, es la prudencia quien me dice que me oculte. Mi presencia traicionaría el secreto de este barco. Usted olvida que soy conocido por todos los que están a bordo de ese crucero.
—Olvidaba en efecto esa parte del enredo. Quédese pues, mientras que yo voy a divertirme a expensas de la credulidad del capitán de Su Majestad.
Sin esperar la respuesta, el Corsario hizo señas a su compañero de que le siguiera a su camarote. Pocos minutos fueron suficientes para peinar los bellos rizos de sus cabellos, para dar a su rostro aspecto de vivacidad y de juventud. El pequeño traje de fantasía que llevaba corrientemente fue desplazado por un uniforme completo de oficial de la graduación que él había tomado, uniforme que había sido hecho con el mayor cuidado y que servía para hacer resaltar las gracias verdaderamente notables de su persona. El resto de su vestimenta estaba de acuerdo con el papel que quería desempeñar. Apenas se realizaron los cambios, tan rápidos y precisos que demostraban suponer unos artificios que le eran familiares, cuando se dispuso a marchar.
—Ojos mejores que los que adornan la cara del capitán Bignall se han fijado en él —dijo tranquilamente apartando sus miradas del espejo en que se arreglaba y llevándolas sobre su lugarteniente.
—¡El capitán Bignall! ¿Le conoce?
—Señor Wilder mi situación me impone la obligación de saber muchas cosas que otros hombres desconocen. Nada es más simple y más fácil, por ejemplo, que esta visita que, lo veo en sus ojos, le hace a usted pensar que todo está perdido. Estoy convencido de que ninguno de los oficiales o marineros que están a bordo del Dardo jamás han visto el barco del que me ha placido dar el nombre; ha salido hace demasiado poco tiempo de los astilleros para eso. Además hay pocas probabilidades de que no me reconozcan como si fuera el otro, pues sabe muy bien que han transcurrido algunos años desde que su antiguo barco estuvo en Europa; y con una mirada a estos papeles, podrá ver que soy un mortal con suerte —el hijo de un lord— y que no soy capitán, y podría decir incluso hombre, después de mi partida de Inglaterra.
—Son ciertamente unas circunstancias que le favorecen, y que no había tenido la sagacidad de descubrir; ¿pero por qué se expone a ese peligro, cualquiera que sea?
—¿Por qué?, quizás es un proyecto profundamente complejo para saber si hubiera sido una brillante captura; quizás… es un capricho. Hay un terrible atractivo para mí en esta empresa,
—Y el peligro no es menos terrible.
—No calculo nunca el precio de estos goces. Wilder —añadió mirándole sinceramente y lleno de confianza—, pongo mi vida y mi honor bajo su cuidado, pues sería una infamia para mí comprometer los intereses de mi tripulación.
—Ese depósito será respetado —repitió nuestro aventurero con voz tan baja que apenas se oyó.
Después de mirar un instante con atención a su compañero que parecía menos comunicativo, el Corsario sonrió, como si estuviera contento por esta seguridad, movió la mano en señal de adiós, e iba a salir de su camarote cuando apareció un tercer personaje que se mantenía inmóvil en la puerta. Pasando ligeramente la mano sobre el hombro del niño que se hallaba en su camino, le preguntó con cierta brusquedad:
—¿Roderick, por qué esa vestimenta?
—Para seguir a mi patrón en la barca.
—Muchacho, tus servicios no son necesarios.
—Raramente lo son desde hace mucho tiempo.
—¿Por qué habría de exponer una vida más, cuando no se puede esperar ningún beneficio?
—Al arriesgar la suya, lo arriesga todo para mí —dijo Roderick con una voz tan suave, y tono tan resignado, que las palabras llegaron tan sólo a los oídos de aquél para quien habían sido pronunciadas.
El Corsario esperó algún tiempo antes de responder; con su mano siempre apoyada sobre el hombro del niño, y sus ojos fijos en su fisonomía con la expresión que éstos toman generalmente cuando se esfuerzan en penetrar en el misterio profundo del corazón humano.
—Roderick —dijo con voz más dulce y afectuosa—, tu suerte será la mía, marcharemos juntos.
Entonces, pasando rápidamente la mano sobre su frente, subió la escalera, acompañado del niño, y seguido de aquél en quien tenía tanta confianza. El paso con que el Corsario caminaba sobre 1^ tilla era firme y seguro, como si no corriera ningún riesgo en lo que iba a hacer. Siempre ocupado por los deberes de su cargo, paseaba sus miradas de vela en vela, de verga en verga, antes de dirigirse hacia el costado del barco en que había ordenado ya preparar la barca. Un poco de desconfianza y nerviosismo apareció por primera vez en sus rasgos viriles y decididos, y su pie se detuvo un momento en la escalera.
Permaneció un instante en actitud de profunda reflexión, después su frente se despejó totalmente, y más abierto y confiado añadió:
—¡Wilder, adiós!, le hago capitán del barco y dueño de mi suerte; estoy seguro de que lo uno y lo otro no podrían estar en manos más dignas.
Sin esperar respuesta, como si desdeñara inútiles protestas, bajó lentamente a la barca, que poco después se dirigía descaradamente hacia el barco enemigo. El Corsario subió a bordo en medio de los honores de su imaginaria categoría, con una gracia y una soltura que no podían dejar de causar impresión. La acogida que recibió del viejo y valiente marino, cuyos largos y penosos servicios no habían sido nada más que pobremente recompensados por el mando del barco que se le había entregado, fue sincera y cordial; y después de los saludos acostumbrados, llevó a su huésped a su camarote.
—Tome el asiento que le plazca, capitán Howard —dijo el viejo marino, sentándose sin ceremonia e invitando a su compañero a que siguiera su ejemplo—. A un hombre de mérito tan extraordinario no le debe gustar perder el tiempo con palabras inútiles, aunque usted sea bastante joven, ¡bastante joven seguramente para el mando honorable que debe a su dichosa estrella!
—¡Muy joven! Le aseguro lo contrario ya que me parece que soy del tiempo de Matusalén —respondió el Corsario sentándose tranquilamente al otro extremo de la mesa, de donde podía ver de frente la cara poco satisfecha de su compañero—. ¿Lo creería, señor?, alcanzaré la edad de veintitrés años si paso de este día.
—Le hubiera echado algunos años más, muchacho; pero Londres puede ennegrecer el rostro tan rápidamente como el Ecuador.
—Lo que dice usted es muy cierto, señor. ¡De todos los cruceros, que el cielo me libre sobre todo del de San Jaime! Le aseguro Bignall, que el servicio es suficiente para minar la constitución más robusta. ¡Hubo momentos en que creí honroso morir bajo los vestidos de ese pobre diablo llamado lugarteniente!
—Hubiera sido necesario que su enfermedad le consumiese muy activamente —murmuró el viejo marino indignado—. Han terminado por darle un hermoso barco, capitán Howard.
—Sí, pasable, pero extremadamente pequeño. Dije a mi padre que si el gran almirante no regeneraba rápidamente el servicio construyendo barcos más cómodos, pronto la marina sólo-tendrá marinos vulgares. ¿No encuentra el movimiento excesivamente desagradable en el puente de estos barcos, Bignall?
—Cuando un hombre ha sido traqueteado por los mares durante cuarenta y cinco años, capitán Howard —respondió pasando la mano sobre sus cabellos canosos para tratar de contener su indignación—, le es bastante indiferente que su barco tenga un pie de más o de menos.
—¡Ah!, eso es lo que llamo longanimidad muy filosófica, aunque haya poca en mi carácter; pero en cuanto a este crucero es totalmente necesario que yo lo arregle; ¡utilizaré mis recomendaciones para que me den un barco guarda-costas en el Támesis!, pues, como usted sabe, todo se hace actualmente a base de recomendaciones, Bignall.
El valiente marino disimuló su mal humor lo mejor que pudo, e intentó cambiar de conversación, como medio más adecuado para poder mantenerse en situación de cumplir los deberes de la hospitalidad.
—Espero que entre las nuevas corrientes que hay hoy día, capitán Howard —dijo—, el pabellón de la vieja Inglaterra continúe ondeando en el Almirantazgo. Llevó usted tanto tiempo los colores de Luis esta mañana, que, ¡por mi fe! un cuarto de hora más, y las balas rojas le hubieran comenzado a llover.
—¡Oh!, ¡es una excelente astucia militar! y quisiera describir los detalles al Almirantazgo.
—¡Maravilloso, señor!, tal hazaña puede valerle el título de caballero.
—¡Oh, no!, ¡horror! Bignall. Mi noble madre se sentiría desgraciada sólo por esta idea. Eso estaba bien para los tiempos en que la caballería era algo necesario; pero en la actualidad, le aseguro que nadie de mi familia…
—Basta, basta, capitán Howard… Pero ¡pardiez! es una suerte para los dos que su fantasía haya desaparecido rápidamente; pues un instante después le hubiera soltado toda mi descarga. ¡Por el cielo, señor, los cañones de este barco se hubieran disparado solos!
—Sí, como bien dice, ha sido una suerte. Pero ¿cómo emplea el tiempo en esta insípida parte del mundo, Bignall? —preguntó el Corsario burlándose.
—A fe mía, señor, entre los enemigos de Su Majestad, el cuidado de mi barco y la compañía de mis oficiales, es raro que me sobre tiempo.
—¡Ah! ¡Sus oficiales! Es cierto, usted debe tener oficiales a bordo, aunque su edad debe impedir que su compañía sea bastante agradable para usted. ¿Me permite ver la lista?
El comandante del Dardo se la puso en las manos sin ni siquiera dignarse a dirigir una mirada a un ser que no le inspiraba más que desprecio.
—¿Qué es lo que veo?, ¡todos se llaman Yarmouth, Plymouth, Portsmouth o Exmouth! ¡Ah!, ahí tenemos alguno que podría ser muy útil en un diluvio. ¿Quién es Enrique Arca, que veo como su primer lugarteniente?
—Un muchacho al que no le haría falta nada más que unas gotas de la noble sangre de usted, capitán Howard, para ser algún día el jefe de la flota de Su Majestad.
—Si es un oficial de un mérito tan distinguido, ¿sería demasiado atrevido pedirle a usted, capitán Bignall, que me lo presentara? Podemos recibirle sin inconveniente. Concedo siempre a mi lugarteniente media hora todas las mañanas, si es un hombre noble.
—¡Pobre muchacho! ¡Dios sabe dónde estará ahora! Este noble joven se ofreció él mismo para una misión bastante peligrosa, e ignoro tanto como usted si ha tenido éxito. Mis advertencias e incluso mis ruegos han sido inútiles. El almirante necesitaba un oficial de confianza; estaba en juego el bienestar de la nación; y además como usted sabe los que no son nobles deben, para ascender, contraer méritos… el valiente muchacho, recogido en un naufragio, debe a esa circunstancia el nombre que usted encuentra tan singular.
—Sin embargo aparece siempre en sus libros como primer lugarteniente.
—Y espero que siempre será así hasta que obtenga el navío que tanto merece. ¡Santo cielo!, ¿le parece mal, capitán Howard? Grumete, trae un vaso de ponche.
—Se lo agradezco, señor —respondió el Corsario sonriendo tranquilamente y rechazando la bebida que se le ofrecía, mientras que la sangre se le subía a la cabeza, tanto que parecía que iban a reventar sus venas—. ¿Así que, ese Arca no es nada, después de todo?
—No sé a lo que llama nada, señor, pero si un verdadero valor, un conocimiento profundo de su profesión y una firmeza leal cuentan para algo en los últimos viajes de usted, capitán Howard, Enrique Arca tendría pronto el mando de una fragata.
—Puede ser, si sabe exactamente sobre qué apoyar sus recomendaciones —prosiguió el Corsario con una sonrisa tan suave y una voz tan insinuante que el efecto de su falsa apariencia se hallaba medio deshecho—, se podría decir en una carta a Inglaterra una palabra que no perjudicara al muchacho.
—¡No quiera el cielo que yo me atreva a revelar la naturaleza del secreto que le ocupa! —gritó vivamente y con voz animada el viejo marino, olvidando tan rápidamente su disgusto como tardó en concebirlo—. Puede usted decir con toda seguridad, además de su carácter normal, que ese servicio es honorable, arriesgado, y no tiene otras miras que el bienestar de los súbditos de Su Majestad. En efecto, hace apenas una hora que creía que había tenido un éxito total. ¿Acostumbra, capitán Howard, a desplegar sus velas altas, mientras que las demás están enrolladas alrededor de las vergas? Un barco dispuesto de esa manera me recuerda al hombre que se pone el traje antes de meter las piernas en los pantalones.
—¿Hace usted alusión al accidente ocurrido a mi vela del mastelero mayor que se desató cuando nos divisó?
—Exactamente. Habíamos visto sus aparejos por medio de los anteojos; pero le habíamos perdido de vista, cuando esa vela ondeando en el aire, fue divisada por un vigía. Por no decir nada más, eso ya era notable, y hubieran podido ocurrir consecuencias lamentables.
—¡Ah! hacía esas cosas con el fin de ser original. La originalidad es señal de talento, como usted sabe. Pero también yo he sido enviado a estos mares con una misión especial.
—¿Y cuál es la misión? —le preguntó sin desviarse su compañero, cuyo ceño fruncido demostraba una inquietud que su franqueza no le permitía ocultar.
—Buscar un barco que me proporcionará bastante trabajo, si tengo la suerte de encontrarlo. Durante algún tiempo, le he creído a usted precisamente el objeto del viaje; y si no hubiera sido por las señales que nos hizo, le aseguro que algo serio habría sucedido entre nosotros.
—Se lo ruego, señor, ¿con quién me confundió?
—Pues nada menos que con ese famoso malvado del Corsario Rojo.
—¡Qué diablos! ¿Y supone, capitán Howard, que existe en la superficie de los mares un pirata en su sano juicio que tenga las velas que hay a bordo del Dardo; con aparejos tan bien preparados, y con mástiles de tales carlingas? Por el honor de su barco, señor, espero que solamente el capitán tenga esa equivocación.
—Hasta que no distinguimos las señales, por lo menos la mitad de los más instruidos de mi tripulación estaba predispuesta totalmente contra usted, Bignall. En efecto, el Dardo tiene en el mar toda la apariencia de un corsario. Usted no se puede dar cuenta, pero yo se lo garantizo, tan sólo a título de amigo.
—Y puesto que me hace el honor de confundir mi barco con el de un pirata —respondió el viejo marino, sofocando su cólera para tomar un aire de ironía chistosa que cambió el gesto de la expresión habitual de su boca—, ¿no se ha imaginado también que el honrado hombre que está viendo sea nada menos que Belcebú?
Al hablar así, el comandante del barco cargado de una imputación tan odiosa dirigió los ojos desde su compañero hacia un tercero que había entrado en el camarote con la libertad de un ser privilegiado, pero con un paso tan ligero que no se le había oído. Cuando las miradas vivas e impacientes del pretendido oficial de la corona recayeron sobre este individuo, llegado tan inesperadamente, se levantó con un movimiento involuntario, y durante medio minuto ese imperio admirable que tenía de nervios y músculos, y que le había sido tan útil para sostener su personalidad, pareció abandonarle totalmente. Sin embargo, sólo perdió el control de sí mismo durante unos instantes en los que nadie reparó, y devolvió con mucha sangre fría, y con la cortesía y amabilidad que sabía tan bien tomar, el saludo que le hizo un anciano que por su aspecto exterior parecía agradable y sosegado.
—Señor, ¿es su capellán?, a juzgar por su vestimenta, lo parece —dijo después de cambiar algunos saludos con el extraño.
—Sí, señor. Un valiente y honrado hombre que no me avergüenzo de tenerle por amigo. Después de una separación de treinta años, el almirante ha querido que me acompañe en este viaje, y aunque mi barco no sea de primera clase, creo que se encuentra tan bien como si se hallase en el barco de un almirante. Doctor, el señor es el honorable capitán Howard, manda el barco de Su Majestad el Antílope. No creo necesario hablar de sus notables méritos; la graduación que le ha sido dada a su edad es testimonio suficiente sobre ese particular.
Había en los ojos del capellán sorpresa e incluso miedo cuando su primera mirada recayó Sobre el supuesto vástago de una familia noble; pero la expresión era menos sorprendente que la que había puesto el individuo que estaba delante de él, y duró todavía menos tiempo. Saludó nuevamente, muy agradable, y con ese profundo respeto que una antigua costumbre hace nacer incluso en los espíritus mejor organizados cuando se hallan ante la superioridad ficticia de un rango hereditario; pero no parecía creer que la ocasión exigiera que dijera otra cosa más que la fórmula de cortesía ordinaria. El Corsario se volvió tranquilamente hacia su viejo compañero, y continuó la charla.
—Capitán Bignall —dijo volviendo a tomar los ademanes graciosos que le iban tan bien—, mi deber es seguir sus movimientos en esta entrevista. Ahora voy a regresar a mi barco; y si, como empiezo a sospechar estamos en estos mares para la misma misión, podemos concertar con tiempo un sistema de cooperación que, siendo adecuadamente madurado por su experiencia, podía servir para conducirnos al objeto común al que tendemos.
Considerablemente adulado por esta concesión hecha a su edad y a su categoría, el comandante del Dardo hizo a su huésped proposiciones hospitalarias y terminó sus cumplimientos invitándole a compartir una comida de marino un poco más tarde ese mismo día. El supuesto Howard rechazó todas las demás proposiciones, pero aceptó la última invitación, y de esta manera tuvo un pretexto más para regresar a su barco, con el fin de escoger a aquellos de sus oficiales que juzgara más dignos para ser admitidos al banquete que le era prometido. El viejo Bignall, oficial realmente de mérito, a pesar de su carácter brusco y áspero, había vivido mucho tiempo en la pobreza y casi en la oscuridad para no experimentar deseos de la naturaleza humana con vistas a un ascenso que tenía bien merecido y que jamás obtuvo. En medio de toda su honradez natural y sincera, no perdía de vista los medios que podrían valerle para conseguirlo. Así que no es de sorprender que el final de su entrevista con el supuesto hijo de un individuo tan poderoso en la corte, fuese más amistoso que el comienzo.
El Corsario fue llevado desde el camarote hasta la tilla con grandes reverencias, y con la apariencia al menos de un afecto renaciente. Al llegar al puente, sus ojos siempre en acción, miraban a la ligera, con desconfianza y quizás inquieto, todas las caras reunidas alrededor del pasamanos, por el que iba a abandonar el barco; pero por las expresiones de esos individuos recuperó en seguida la tranquilidad e incluso un poco de orgullo a fin de desempeñar bien su papel en la comedia que le gustaba jugar en ese momento. Apretando entonces con cordialidad la mano del viejo y digno marino que era totalmente su víctima, tocó su sombrero para saludar a los oficiales subalternos, de una forma mitad orgullosa, mitad condescendiente.
Iba a bajar a la chalupa cuando vio al capellán decir de prisa algunas palabras al oído de su capitán. Este se dispuso rápidamente a volver a llamar a su huésped que se iba, y le rogó con seria inquietud le concediera aún un momento de atención especial. Dejándose llevar a parte, el Corsario quedó de pie entre el capellán y el capitán, esperando con sangre fría que en las circunstancias en que se encontraba haría honor a la firmeza de sus nervios.
—Capitán Howard —preguntó Bignall—, ¿tiene usted algún religioso a bordo?
—Tengo dos, señor.
—¡Dos! Es extraño hallar un sacerdote supernumerario en un barco de guerra. Pero supongo que con su influencia en la corte podría tener un obispo si quisiera —murmuró entre dientes—. Es usted afortunado por ello, muchacho, ya que yo debo al afecto más que a la práctica la compañía de éste mi digno amigo. Sin embargo él desea particularmente que incluya en mi invitación a su religioso, o mejor dicho a sus reverendos capellanes.
—Bajo mi palabra, usted tendrá toda la teología que haya en mi barco.
—Creo no haber olvidado nombrar especialmente a su primer lugarteniente.
—¡Oh! ¡Muerto o vivo, ciertamente, formará también parte! —respondió el Corsario con una vivacidad y una vehemencia que hicieron estremecerse de sorpresa a sus dos auditores—. No es el arca que usted precisa para descansar; pero tal como es, está totalmente a su servicio. Y ahora le renuevo mi adiós.
Saludando nuevamente, avanzó tomando su aspecto deliberado hacia el pasamanos; y bajando del barco, sus ojos quedaron fijos sobre la tripulación del Dardo, con la misma expresión que la de un petimetre que examina el corte de los vestidos de un recién llegado de provincia. El capitán le reiteró su invitación con ardor, e hizo un gesto con la mano para darle el adiós momentáneo, dejando así, sin la menor idea de lo que hacía, escapar de sus manos al hombre cuya captura le hubiera al fin valido ese ascenso tan aplazado, y que deseaba ocultamente con todo el ardor de una esperanza tantas veces decepcionada.