La aproximación de la vela desconocida era cada vez más manifiesta. El pequeño punto blanco que se veía apenas visible en el horizonte, semejante a una gaviota flotando sobre la superficie de una ola, se iba casi imperceptiblemente acrecentando y después de media hora presentaba sobre el agua una pirámide elevada de tejidos y aparejos. Mientras que Wilder contemplaba este objeto que engrosaba a cada instante, el Corsario le puso unos anteojos en la mano, mirándole de una forma que parecía querer decir: «¡Puede ver que la negligencia de su hombre nos ha traicionado!».
—Nuestro vecino está al acecho, como puede ver —dijo el Corsario—. Ha virado viento adelante, y se dirige directamente hacia nosotros. ¡Bien! dejemos que se aproxime; vamos a dejarle que nos muestre su batería, y entonces podremos decidir cómo habrá de ser la conferencia que tengamos con él.
—Si deja que se aproxime más, podríamos vernos en serias dificultades y no poder impedir que nos den caza, en caso de que nos veamos en la necesidad de evitarlo.
—Hace falta que un barco esté bien hecho para que pueda igualar al Delfín en la carrera.
—No lo sé; la vela que tenemos a la vista va de prisa. Raramente he visto a un barco agrandarse tan rápidamente como éste desde que lo hemos visto.
El joven hablaba con tanto ardor, que su compañero desvió los ojos el objeto que estaba examinando, para fijarlos sobre él.
—Querido Wilder —dijo vivamente y con tono muy decidido—, ¿conoce ese barco?
—Tengo un presentimiento: si no me equivoco, será demasiado fuerte para el Delfín, y además es un barco que no debe tener a bordo nada que nos pueda interesar.
—¿Su dimensión?
—El negro se la ha dicho.
—¿Sus hombres le conocen también?
—Sería difícil que se equivocara un viejo marino en la forma y arranque de sus velas entre las cuales ha pasado meses e incluso años.
—Lo comprendo, y ello explica que las velas nuevas estén en el gran mastelero de juanete. Amigo Wilder, su marcha de ese barco ¿tuvo lugar hace mucho tiempo?
—No más que el que hace de mi llegada a éste.
El Corsario quedó durante algunos minutos sin pronunciar una sola palabra; parecía reflexionar profundamente. Su compañero no intentó interrumpirle, aunque le lanzaba a menudo miradas furtivas de reojo para tratar de leer en sus ojos el motivo que había de conducirle a conocer el resultado de sus reflexiones.
—¿Y cuántos cañones tiene? —preguntó al fin bruscamente el comandante.
—Cuatro veces más que el Delfín.
—¿El metal?
—Es aún más pesado. En todos los sentidos es un barco más grande que éste.
—¿Pertenece al rey?
—Ciertamente.
—¡Muy bien!, ese barco cambiará de dueño. ¡Por el cielo que será mío!
Wilder movió la cabeza, contentándose con responder con una sonrisa de incredulidad.
—¿Lo duda? —replicó el Corsario—. Venga aquí, y mire sobre el puente. Ese que tan recientemente ha abandonado ¿tiene a sus órdenes tales hombres que estén dispuestos a hacer todo lo que se les mande? Wilder, vamos ahora a mostrar nuestras velas.
El comportamiento del Corsario cambió tan pronto como su lenguaje. Perdiendo el tono sarcástico y de ligereza que había tomado para adoptar un aire más en armonía con el cargo que ocupaba, se puso a pasear solo, y mientras su lugarteniente daba las órdenes necesarias para poner en práctica la voluntad del jefe Nightingale, dio la señal acostumbrada y su ronca voz dejó oír el grito de: «¡Eh!, ¡a toda vela!».
Las órdenes se sucedieron unas a otras con extraordinaria rapidez dadas por Wilder que, en virtud del puesto que ocupaba en ese momento, tenía el poder ejecutivo.
Como lugarteniente y tripulación parecían animados por un mismo espíritu, no pasó mucho tiempo antes de que los mástiles desnudos del Delfín fuesen cubiertos por un vasto volumen de tela tan blanca como la nieve. Las velas fueron desplegadas rápidamente y las vergas izadas a lo más alto de los mástiles. El barco empujado por la brisa era balanceado hacia uno y otro lado, pero no avanzaba todavía a causa de la posición de sus vergas. Cuando estuvo todo preparado para la marcha, y en la dirección que se juzgó conveniente seguir, Wilder subió de nuevo a la popa para dar consejo a su superior. Encontró al Corsario ocupado en mirar atentamente el barco cuyo casco sobresalía entonces del mar y presentaba una larga línea amarilla y saliente, que todos reconocieron en las portas por donde salían los cañones que constituían su poder. Mistress Wyllys, acompañada de Gertrudis, estaba cerca de él, pensativo como de ordinario, pero demasiado al acecho para dejar escapar la menor ocasión.
—Estamos preparados para marchar —dijo Wilder—, esperamos tan sólo la indicación de la ruta.
El Corsario se estremeció y se aproximó más a su lugarteniente antes de responder. A continuación le miró de frente, y con una expresión muy peculiar, le preguntó:
—¿Está usted seguro de que reconoce a ese barco, señor Wilder?
—Estoy seguro —respondió éste con calma.
—Es de la marina real —dijo en seguida la institutriz.
—Sí, ya lo he dicho.
—Señor Wilder —respondió el Corsario—, pondremos a prueba su rapidez. Disminuya las velas bajas y exponga las velas de proa.
El joven marino hizo una señal con la cabeza para indicar que iba a obedecer, y se apresuró en ir a ejecutar la voluntad de su comandante. Había cierto ardor y quizá también una especie de temblor en la voz de Wilder al dar las órdenes oportunas, que ofrecía un notable contraste con la calma que caracterizaba al Corsario. Estas inflexiones desacostumbradas no escaparon a los oídos de algunos de los más viejos marineros; y éstos cambiaron entre sí unas miradas muy significativas; pero sus palabras no se vieron seguidas de una obediencia menos rápida que la que producían las palabras que salían de la boca de su temido jefe. Las velas de proa que estaban ya preparadas, fueron hinchadas por el viento, y esta mole, que había estado durante tanto tiempo inerte, empezó a cortar las aguas. El barco alcanzó pronto toda su rapidez, y la lucha entre los dos navíos rivales cobró el más vivo interés.
El otro barco se hallaba entonces a una distancia de media legua, exactamente a sotavento del Delfín. Un examen más preciso y más detallado no había dejado duda a ninguno acerca de la fuerza y naturaleza de ese barco. Los rayos de un sol brillante caían de lleno sobre su borda, mientras que la sombra de sus velas se reflejaban a lo lejos sobre las aguas en dirección opuesta a las suyas. Había momentos en los que la vista con la ayuda de los anteojos podía penetrar a través de las portas en el interior del barco, y tener una idea segura de los movimientos que allí se llevaban a cabo. Se distinguían algunas formas humanas en diferentes partes de sus aparejos; pero por lo demás todo estaba en calma y tranquilo, todo indicaba mucho orden y una perfecta disciplina.
Cuando el Corsario oyó el ruido que hacían las olas al cortar las aguas y vio a la espuma surgir a todo su alrededor, llamó a su lugarteniente para que se reuniera con él en la popa. Durante algunos minutos sus ojos permanecieron fijos sobre el barco, como si toda su atención estuviera concentrada en examinar su poder.
—Señor Wilder —dijo al fin con voz como de quien acaba de esclarecer sus dudas sobre algo que le preocupa—, he visto ya este barco.
—Es probable, ha recorrido casi todas las aguas del Atlántico.
—¡Sí, no es la primera vez que nos lo encontramos! Un poco de pintura le ha cambiado el exterior, sin embargo creo reconocer la forma en que los mástiles están dispuestos.
—Es cierto que hacen más la cuesta que lo normal.
—Sí, es notable. ¿Ha servido mucho tiempo a bordo de él?
—Varios años.
—Y lo abandonó…
—Para unirme a usted.
—Dígame, Wilder, ¿se le ha tratado como a una persona de clase inferior? ¡Ejem, ejem! ¿consideraban su mérito provinciano?, ¿decían que todo lo que usted hacía olía a América?
—Yo lo abandoné, capitán Heidegger.
—¡Ah!, ellos le dieron motivos. Es por eso por lo que estoy obligado con ellos. ¿Pero estaba usted en él durante el equinoccio de marzo?
Wilder hizo una señal afirmativa con la cabeza.
—Es lo que pensaba. ¿Y combatió un barco extranjero en la tempestad? ¿Los vientos, el océano y el hombre estaban todos juntos en disputa?
—Es verdad. Le habíamos reconocido, y creímos por un momento que la hora de usted había llegado.
—Me gusta su sinceridad. Hemos combatido valientemente uno contra otro, y seremos amigos muy fieles, ahora que la amistad se ha establecido entre nosotros. No le interrogaré más sobre este punto, Wilder; pues no se traiciona a los que se ha abandonado cuando se gana mi favor. Basta que esté ahora enrolado bajo mi pabellón.
—¿Cuál es ese pabellón? —preguntó una voz suave pero firme cerca de él.
El Corsario se volvió en seguida, y vio a la institutriz cuyos ojos tranquilos y escrutadores estaban fijos en él. Su rostro expresaba a la vez diversas pasiones que parecían contradecirse en su espíritu; después de repente tomó ese aire rebuscado de cortesía que le afectaba siempre cuando se dirigía a sus prisioneros.
—¡Es una mujer que recuerda a los marineros su obligación! —dijo—. Hemos faltado a la cortesía al no mostrar al barco extranjero nuestro pabellón. Levantémosle, señor Wilder, para no faltar a ninguna de las etiquetas náuticas.
—El barco que vemos no lo lleva.
—No importa, nos adelantaremos a él.
Wilder abrió el pequeño armario que encerraba los pabellones más usados, pero dudó sobre el que debía escoger entre una docena que estaban enrollados en los diferentes compartimientos.
—No sé cuál de estos emblemas le gustará a usted mostrar —dijo dando a entender que esperaba una respuesta.
—Pruebe con el pabellón holandés. El comandante de tan hermoso barco debe conocer todas las lenguas de los pueblos cristianos.
El lugarteniente hizo una señal al segundo contramaestre de servicio; y poco después el pabellón de las Provincias Unidas ondeaba en lo alto del Delfín. Los dos oficiales observaron atentamente el efecto que produciría al barco extranjero, que se negó sin embargo a responder a la falsa señal que acababan de enarbolar.
—Se dan cuenta de que tenemos un barco que no ha sido hecho para los bajos fondos de Holanda. ¿Nos habrán reconocido? —dijo el Corsario pareciendo interrogar con el ojo a su compañero.
—No lo creo. Se utilizan demasiados colores en el Delfín para que incluso sus amigos estén seguros de reconocerle.
—Es un barco que tiene coquetería, de acuerdo —respondió el Corsario sonriendo—. Probemos con el pabellón portugués: veamos si los diamantes del Brasil son agradables a sus ojos.
El primer pabellón fue bajado, y en su lugar se puso al viento el emblema de la casa de Braganza. Sin embargo el extranjero proseguía su ruta sin al parecer, prestarle atención, persiguiendo cada vez más el viento, para disminuir en la medida de lo posible la distancia que existía entre él y el navío al que trataba de alcanzar.
—Un aliado no conocería la excitación —dijo el Corsario—. ¡Pues bien! hagámosle ver la bandera blanca.
Wilder obedeció en silencio. El pabellón portugués bajó al puente, y el pabellón de Francia ondeó en los aires. Apenas había alcanzado lo alto del mástil cuando grandes y resplandecientes blasones se elevaron, parecidos a un enorme pájaro que toma su vuelo, del puente del otro navío, y se esparcieron por encima de las aguas. Al mismo tiempo una columna de humo salió del costado del barco, y ya había sido despedido hacia atrás por el viento, cuando el ruido de los cañones llegó a los oídos de la tripulación del Delfín.
—He aquí una prueba de la amistad de dos naciones —dijo secamente el Corsario—. ¡Guarda el silencio para el holandés y para la corona de Braganza; pero toda su cólera está en movimiento a la vista de una simple tela blanca! Dejémosle contemplar este pabellón que le gusta tan poco, señor Wilder; cuando nos cansemos de enseñárselo, nuestros armarios podrán proveer otros.
Parecía en efecto que la vista del pabellón que el Corsario había enarbolado producía en aquel barco el mismo efecto que la muleta produce en el toro enfurecido. Una multitud de pequeñas velas que no podían ser de gran utilidad, pero que servían al menos como para querer acelerar su velocidad, fueron desplegadas rápidamente en su borda; y no había ni un brazo ni una bolina que no tratara de coger ventaja. Los dos barcos desplegaban toda la fuerza de sus velas, sin que la ventaja pareciera ser notable ni para uno ni para otro. Si bien el Delfín era famoso por su rapidez, su rival no parecía desmerecerle en nada. El barco del pirata se inclinaba al viento, y la espuma resplandeciente que despedía por delante de él se elevaba cada vez más; sin embargo cada impulso de la brisa era igualmente notado por el otro navío, cuyos movimientos sobre el mar turbulento parecían tan rápidos y tan graciosos como los del Delfín.
—Ese barco corta el agua como la golondrina corta el aire —dijo el jefe de los piratas al joven lugarteniente que estaba aún a su lado y que trataba de ocultar una inquietud que aumentaba a cada instante—. ¿Es célebre por su rapidez?
—El chorlito apenas vuela más rápido que él. ¿Estamos ya lo suficientemente cerca de unos hombres que navegan tan sólo por placer?
—¡Que iguale al águila en su vuelo elevado y rápido —gritó él—, y no nos dejará aún atrás! ¿Por qué esa repugnancia suya a encontrarse a media milla de distancia de un barco de la corona?
—Porque conozco su poder y sé que no se puede tener ninguna esperanza de atacar con éxito a un enemigo tan superior —respondió Wilder con seguridad—. Capitán Heidegger, usted no puede combatir ventajosamente contra ese barco; y a menos que no aproveche la distancia que nos separa, no podrá escapar de él; no sé si ya incluso sería demasiado tarde para hacer esto último.
—Esa opinión, señor, es la de un hombre que valora demasiado la fuerza de su enemigo, porque con tanto oír hablar de él se ha acostumbrado a mirarle como algo sobrenatural. Señor Wilder, no hay nadie más atrevido ni más modesto a la vez que aquellos que se han habituado durante mucho tiempo a confiar en ellos mismos. No es la primera vez que me aproximo a un pabellón del rey, y sin embargo, ya lo ve, estoy aún en mi barco.
—¡Escuche!, es el tambor, preparan sus cañones.
El Corsario prestó atención un momento y pudo distinguir el redoble que llamaba a la tripulación de un barco de guerra a sus puestos. Después de mirar primeramente a sus velas, y dar una mirada a todo lo que le rodeaba, respondió con serenidad:
—Nosotros imitaremos su ejemplo, señor Wilder. Dé la orden.
Hasta entonces toda la gente de la tripulación del Delfín había estado ocupada, bien cumpliendo los deberes que les habían sido asignados a cada uno de ellos, bien observando con curiosidad el barco que intentaba con tanto apresuramiento aproximarse a ellos. El murmullo bajo, pero continuo, de sus voces sofocadas indicaba solamente el interés que se tomaban por este espectáculo; pero desde el momento que el primer sonido del tambor se oyó, cada hombre ocupó su puesto rápidamente. Todo esto sucedió en un instante, y poco después reinó en todas partes ese silencio profundo del que ya hemos tenido ocasión de hablar en unas circunstancias parecidas. Los oficiales solamente se movían para ir a recibir las órdenes que les concernían, mientras que las municiones para la guerra eran sacadas del almacén anunciando unos preparativos más importantes de lo ordinario. El Corsario había desaparecido, pero no tardó en mostrarse de nuevo en la popa, equipado para el combate que parecía aproximarse, y ocupado, como siempre, en estudiar el poder y los cambios de su contrincante. Aquellos que le conocían mejor decían que la gran cuestión aún no estaba decidida; y sus miradas ávidas se dirigían hacia su jefe como para descubrir el misterio con el que él gustaba envolver sus deseos. Había arrojado el gorro de marino, y sus cabellos iban al capricho del viento sobre una frente que parecía hecha para dar nacimiento a pensamientos mucho más nobles que los que parecían haber ocupado su vida, mientras que una especie de casco de cuero estaba depositado a sus pies. Poco después de que se pusiera el casco, sería la señal de que el momento del combate había llegado; sin embargo hasta entonces nada anunciaba que él se preparase a darla.