Capítulo veinticuatro

La presencia de una vela en un mar tan poco frecuentado como aquél donde se hallaba el Corsario, reanimó a la tripulación. Según sus cálculos, varias semanas había perdido ya totalmente su jefe en planes quiméricos y sin resultado. No eran gentes que pensaran que la fatalidad les había arrebatado el barco de Bristol; bastaba a sus espíritus groseros que ese rico botín se les había escapado. Se presentaba al fin una ocasión para reparar sus pérdidas. El extraño barco iba a su encuentro en una parte del océano en la que era imposible que pudiesen encontrar ayuda, y donde los piratas tendrían tiempo de aprovecharse completamente del triunfo que pudieran obtener.

Incluso el Corsario mostraba más satisfacción que de costumbre por la idea de hacer esta captura. Sentía la necesidad de alguna hazaña brillante o provechosa para mantener a la tripulación en la obediencia, y una larga experiencia le había enseñado que no podía estrechar los lazos de la disciplina en ningún momento mejor que en aquellos que parecían exigir más su valor y su habilidad. En consecuencia se puso en medio de sus marineros, con aire desenvuelto y natural, hablando a varios que llamaba por sus nombres, y a los que no desdeñaba incluso preguntarles su opinión sobre la naturaleza de la vela que había sido divisada. Después de darles a entender directamente de esta forma, que sus últimas ofensas habían sido perdonadas, convocó a Wilder, al general y a uno o dos de los otros oficiales superiores, y subió con ellos a la popa, donde se dispusieron a hacer las observaciones más particulares y más reales, con ayuda de media docena de magníficos anteojos.

Se pasaron unos minutos examinando en silencio y con atención el objeto que tenían a la vista. El día era claro, el viento fresco, sin ser duro, el mar estaba en calma, y el horizonte descubierto por todas partes. En una palabra, todo se reunía no solamente para facilitar su observación, sino también para favorecer las maniobras que, según toda probabilidad, serían necesarias.

—¡Es un barco! —dijo el Corsario bajando sus anteojos, y comunicando de este modo el primer resultado de su largo y atento examen.

—¡Es un barco! —repitió el general, cuyos impasibles rasgos parecían tratar de horadar un rayo de satisfacción.

—Un barco con todos sus aparejos —prosiguió un tercero volviendo a elevar la cabeza.

—Hace falta algo para mantener todas esas palanquetas —respondió el comandante—. Debe llevar un cargamento valioso. ¡Pero no dice nada, señor Wilder! Es, según usted…

—Un barco de alta borda —respondió nuestro aventurero que, aunque había guardado hasta entonces silencio, no hacía sus observaciones con el menor interés—. Pero mis anteojos me engañan, o…

—¿O qué, señor?

—Le veo venir de proa.

—Yo también. Es un gran barco que se deja ir a una bolina y que está preparado para marchar con rapidez, y se dirige hacia este lugar. Acaba de izar sus velas en cinco minutos.

—Eso me ha parecido. Pero…

—¿Pero qué? No hay duda de que se dirige hacia el noroeste. Puesto que quiere evitarnos el trabajo de darle persecución, procuraremos no precipitar nuestros movimientos. Dejémosle venir tranquilamente. ¿Qué le parece la marcha que desarrolla en estos momentos ese barco, general?

—¡Nada de militar, pero muy atractivo! Hay en él, incluso en sus masteleros, algo que lo da a entender.

—Y usted, señor, ¿cree también que se trate de un galeón por sus gavias?

—Podría creerlo —respondió un oficial—. Según se dice los españoles toman con frecuencia esta ruta, a fin de evitar todo trato con aquéllos cuya misión es, como la nuestra, piratear.

—¡Ah! ¡ese español es el príncipe de la tierra! Sería una obra de caridad liberarle de su rico cargamento, ya que se podría ir a pique con tal carga al igual que ese romano que pereció aplastado bajo el peso de los escudos de las sabinas. Creo que no ha notado algo extraño en esos vivos colores, señor Wilder.

—¡Es un navío de grandes dimensiones!

—Razón de más para creer que lleva un rico flete. Aún es usted novato en este oficio, señor, o no sabe que la dimensión es una característica que tenemos en cuenta en los barcos que visitamos. Si están cargados de bolas, les dejamos caminar a su gusto; pero si su cargamento consiste en un metal tan precioso como el de Potosí, van por lo general más rápidos, después de pasar algunas horas en nuestra compañía.

—¿No hace señales el barco? —preguntó Wilder pensativo.

—Es muy pronto para que nos vea. Es preciso que vigile muy bien para ver desde tan lejos a un barco que utiliza tan sólo sus velas de estay. La vigilancia es un índice infalible de un rico cargamento.

Hubo entonces un momento de silencio durante el cual los anteojos, por iniciativa de Wilder, se dirigieron de nuevo hacia el navío extranjero. Las opiniones no estaban de acuerdo, unos afirmaban, otros negaban que hubiera señales. El Corsario guardó silencio, aunque observaba con una atención continua.

—Hemos terminado por tener la vista enturbiada a fuerza de mirar —dijo—. Siempre me ha parecido bien emplear unos ojos que tuviesen aún todo su poder cuando los míos no pueden prestarme su servicio. Ven aquí —prosiguió dirigiéndose a un hombre que estaba ocupado en algún trabajo en la popa, a poca distancia del lugar en que estaba el grupo de oficiales—; ven aquí: dime lo que piensas de la vela que vemos al suroeste.

Este hombre resultó ser Escipión, que había sido elegido a causa de su destreza para el trabajo en cuestión. Poniendo su gorro sobre el puente, con un respeto todavía más profundo que el que el marinero acostumbra a mostrar a su superior, levantó los anteojos con una mano, mientras con la otra tapaba el ojo que no le era de utilidad por el momento. Sin embargo tan pronto vio el lejano objeto, cuando volvió a bajar el instrumento y fijó los ojos sobre Wilder con una especie de asombro estúpido.

—¿Has visto la vela? —preguntó el Corsario.

—Patrón, poder verlo con los ojos.

—Sí, pero ¿qué ves con la ayuda de los anteojos?

—Ser un barco, señor.

—Eso es cierto. ¿Pero tiene arboladas señales externas?

—El tener tres velas nuevas en el mástil de juanete, señor.

—¿Has visto su pabellón?

—El no tener.

—Eso es lo que yo creo. Es suficiente… Un momento… Se encuentra con frecuencia una buena idea si se busca allí donde parece que no existe. ¿Qué dimensiones crees que tiene ese barco?

—El ser aproximadamente de setecientas cincuenta toneladas, patrón.

—¡Pues sí! la lengua de su negro, señor Wilder, es tan exacta como la regla de un carpintero. El bribón habla del tamaño de un barco que apenas se ve con tanta seguridad como un aforador de la aduana real que le hubiera medido.

—Tenga cuidado con la ignorancia de este negro; los hombres de su clase raramente pueden responder a ciertas preguntas.

—¡Ignorancia! —repitió el Corsario llevando sus miradas de uno a otro con esa vivacidad que le era peculiar, y volviéndolas a dirigir a continuación sobre el objeto que se divisaba en el horizonte—. No lo sé muy bien, pero me parece que la opinión de este hombre no ofrece la menor duda. ¿Crees que su tonelaje es precisamente el que me has dicho?

Escipión miró con sus grandes ojos negros a su nuevo comandante y a su antiguo patrón, y durante un momento pareció haber perdido el uso de sus facultades; pero esta incertidumbre no duró nada más que un instante. Tan pronto vio fruncir el ceño a este último, cuando la confianza con la que había emitido su primera opinión dio lugar a una estupidez tan marcada, que parecía imposible que a un ser así pudiera jamás ocurrírsele una idea.

—Te pregunto si ese barco no puede ser una docena de toneladas más grande o más pequeño que lo que has dicho —continuó el Corsario, cuando vio que no era posible que de inmediato diera una respuesta a su pregunta anterior.

—El ser exactamente como patrón quiera —respondió Escipión.

—Yo quisiera que fuese de mil, pues la presa sería más rica aún.

—Yo creer él ser de mil.

—Un bonito barco de trescientas toneladas también nos satisfaría si está bien provisto de oro.

—El parecer de trescientas.

—Me parece que es un gran bergantín.

—El parecer también un gran bergantín para mí.

—Puede ser, después de todo, nada más que una goleta con muchas velas.

—Una goleta tener frecuentemente una vela de juanete —respondió el negro decidido a consentir todo lo que el otro decía.

—Quién sabe si será incluso una vela. ¡Eh! es bueno tener varias opiniones sobre un asunto de esta importancia. ¡Eh! que se haga venir al marinero Fid. Sus compañeros son tan inteligentes, señor Wilder, que no debe sorprenderle si experimento tanto placer interrogándoles.

Wilder se mordió los labios, y los demás del grupo mostraron una gran extrañeza; pero estos últimos estaban desde hacía mucho tiempo acostumbrados a los caprichos de su comandante, y el primero era demasiado prudente para hablar en un momento en que el Corsario parecía querer mantener solo la conversación.

Sin embargo, el viejo marinero no tardó en aparecer, y el jefe rompió de nuevo el silencio.

—¿Y tú pones en duda que aquello sea incluso una vela? —prosiguió.

—Yo ponerlo —dijo el negro obstinado.

—Oyes lo que dice tu amigo, Fid; él cree que ese objeto que se dirige tan veloz hacia nosotros no es una vela.

Como Fid no vio razón para ocultar su asombro al oír esta singular opinión, manifestó con todos los embellecimientos que él acostumbraba a revestir las impresiones que experimentaba para hacerlas más sensibles.

Después de mirar un momento en la dirección de la vela para asegurarse de que no se equivocaba, volvió los ojos con desprecio hacia Escipión, como para disculparse de tenerlo por compañero mostrando la equivocación que le causaba su ignorancia.

—¿Y por qué diablos tomas eso, Guinea? ¿por una iglesia?

—Sí, mí creer ser una iglesia —respondió el negro complaciente.

—¡Buen Dios! ¡el imbécil del negrillo! Vuestro Honor sabe que la conciencia es una cosa excesivamente olvidada en África y el negro podía equivocarse en cuanto a religión; pero él es un buen marinero, y debe saber distinguir una vela de juanete de un cataviento. Entonces, veamos, Escipión, por el honor de tus amigos, si no tienes amor propio, di a su…

—Es inútil —interrumpió el Corsario—. Toma estos anteojos tú, y dime tu opinión sobre la vela que se ve.

Fid hizo una profunda inclinación para agradecer la atención; y depositando a continuación sobre el puente su pequeño gorro embreado, se dispuso con mucha tranquilidad, y como él se preciaba, capaz, para hacer lo que se le pedía. El viejo marinero estuvo mucho más tiempo mirando del que había estado el Negro, su compañero, y sus observaciones debieron ser en consecuencia mucho más precisas. Sin embargo en vez de dar a continuación su opinión, cuando se cansó de mirar, bajó los anteojos y al mismo tiempo la cabeza, y quedó en la actitud del que está coordinando sus ideas.

—Espero tu opinión —dijo su comandante atento, cuando creyó que Richard Fid había tenido tiempo para madurar su opinión.

—¿Vuestro Honor quiere decirme el día que hoy es del mes, así como el de la semana, si no le supone mucha molestia?

Tuvo en seguida respuesta a sus dos preguntas.

—Tuvimos el viento del sureste el primer día de navegación; después cambió en la noche y sopló con fuerza al noroeste, y así continuó durante una semana. Después hubo una borrasca importante que nos agitó durante un día; a continuación llegamos a estos parajes, que desde entonces han permanecido siempre tan en calma como el capellán de un barco sentado ante un tazón de ponche.

—¿Pero qué piensas de ese barco? —preguntó el Corsario con un poco de impaciencia.

—No es una iglesia, eso es bien cierto, Vuestro Honor —dijo Fid muy decidido.

—¿Muestra algunas señales?

—Es posible que hable con sus velas, pero sería necesario uno más sabio que Richard Fid para saber lo que quieren decir. Veo tres velas nuevas en su mastelero mayor, pero eso es todo.

—El barco es dichoso por tener tan buen velamen. Y usted, señor Wilder, ¿ve también las velas más oscuras en cuestión?

—Hay ciertamente algo que podría tomarse por lona más nueva que las demás. Creo que como el sol se refleja sobre las velas, es eso lo que tomé primero por las señales de que le hablé.

—Entonces no se nos ve, y podemos permanecer todavía algún tiempo tranquilos, mientras tenemos la ventaja de poder examinar ese barco en todas sus partes, hasta las velas nuevas que lleva en su mastelero.

El Corsario hablaba en un tono que tenía parte de sarcasmo y parte de reflexión. Entonces hizo señas a los marineros impacientes para que se retiraran. Cuando estuvieron solos, se volvió hacia sus oficiales que guardaban un respetuoso silencio, y dijo dulce, grave y al mismo tiempo afectuosamente:

—Señores, el tiempo de descanso ha pasado, y la suerte nos ofrece al fin la ocasión de ejercitar nuestro valor. No sabría decir si el navío que está a la vista es exactamente de setecientas toneladas, pero hay una cosa que todo marino puede ver: la anchura de sus altas vergas, la simetría con la que están dispuestas y la fuerza de la tela que presenta al viento, por todo ello digo que es un barco de guerra. ¿Alguien difiere de mi opinión? Hable, señor Wilder.

—Noto que su observación es justa, y pienso como usted.

La especie de desconfianza que se había extendido sobre la frente del Corsario durante la escena anterior se disipó un poco cuando oyó la confesión franca y directa de su lugarteniente.

—¿Cree que se trate de un barco del rey? Quiero sinceridad en esta respuesta. Le preguntaré otra cosa: ¿le atacamos?

No era tan fácil dar una respuesta decisiva. Los oficiales trataban de leer unos en los ojos de los otros, lo que pensaban sus compañeros, cuando al fin su jefe creyó conveniente hacer la pregunta de forma más directa.

—¡Y bien! general —dijo—, usted que es un hombre inteligente, ahí tiene una pregunta que le espera: ¿libramos batalla con un barco del rey, o desplegamos nuestras velas para huir?

—Mis valientes no han sido formados para la retirada. Dígales cualquier cosa para que la hagan, y yo respondo de ellos.

—¿Pero nos vamos a aventurar sin estar seguros de que haya un motivo para ello?

—El español envía frecuentemente sus lingotes a España bajo la protección de los cañones de un barco de guerra —dijo uno de los subordinados que no encontraba inoportuno el peligro cuando se veía compensado por alguna esperanza de provecho—. Podemos tantear al extranjero: si lleva otra cosa además de sus cañones, se verá por su repugnancia en respondernos; pero si es pobre, le hallaremos tan terrible como un tigre hambriento.

—Su advertencia es sabia, Brace, y se tendrá en cuenta. Vamos, señores, que cada uno ocupe su puesto. Pasaremos la media hora que tardemos en divisarle bien, examinando nuestras armas y subiendo los cañones. Como el combate no está decidido, que todo se haga sin ruidos. La tripulación no debe ver que se retrocede ante una decisión apresurada.

El grupo se separó entonces y cada uno se dispuso a cumplir la tarea que le había sido encomendada según el puesto que ocupara en el barco. Wilder fue a retirarse al igual que los demás; pero una señal le retuvo cerca de su jefe que quedó solo en la popa con su nuevo compañero.

—La monotonía de nuestra clase de vida va, probablemente, a ser interrumpida, señor Wilder —dijo el primero después de mirar a su alrededor para asegurarse de que estaban solos—. He estudiado bastante su carácter y su valor para estar seguro de que si algún accidente me aparta de mi tripulación, mi autoridad caerá en unas manos firmes y hábiles.

—Si tal desgracia ocurre, deseo que su esperanza no se vea decepcionada.

—Tengo confianza en usted; y cuando un valiente pone su confianza en alguien, tiene derecho a esperar que no se equivocará. ¿Tengo razón?

—Sin duda.

—Hubiera querido, Wilder, que nos hubiéramos conocido antes; pero ¡de qué sirven unos lamentos! ¿Sus bribones tienen la vista lo suficientemente aguda para haber visto esas velas?

—Es la observación de los hombres de su clase. Las señales más astutas que demuestran que es un barco de guerra las hemos obtenido de usted.

—¿Y las setecientas cincuenta toneladas del negro?… era emitir una opinión con mucha confianza.

—Es propio de la ignorancia opinar de todo.

—Tiene razón. Mire un poco ese barco, y dígame cuál es su ruta.

Wilder obedeció, encantado, evidentemente, de librarse de una conversación que podía ser embarazosa. Permaneció unos instantes examinándolo con los anteojos, y durante ese tiempo su compañero no dijo una palabra. Sin embargo, cuando Wilder se volvió para darle cuenta del resultado de sus observaciones, se encontró que sus miradas, fijas en él, parecían penetrar hasta el mismo fondo de su ser. Molesto por la desconfianza que esta conducta demostraba, su rostro se ruborizó vivamente, y entreabriendo los labios, continuó guardando silencio.

—¿Y el barco? —preguntó el Corsario con marcada intención.

—El barco ha aumentado ya de velas; en pocos minutos veremos el casco.

—Es un excelente velero; se dirige directamente hacia nosotros.

—No lo creo; su popa está dirigida más hacia el este.

—Será conveniente asegurarse de eso. Tiene usted razón —continuó después de examinar el barco—; tiene usted razón. Hasta la presente no nos ha visto. ¡Eh! cargad esa vela de estay de proa; mantendremos el barco con sus vergas. Ahora que nos miran con sus ojos, será preciso que los tengan bien abiertos para que vean las berlingas desguarnecidas a tal distancia.

Nuestro aventurero no respondió, y se contentó con hacer una simple inclinación de cabeza para reconocer la veracidad de lo que había dicho su compañero. Emprendieron a continuación su paseo a lo largo y ancho de tan estrechos límites, sin mostrar, sin embargo, impaciencia por reanudar la conversación.

—Estamos tan preparados para la huida como para el combate —dijo al fin el Corsario dirigiendo una mirada rápida hacia los preparativos que se habían hecho en secreto desde el momento en que los oficiales se dispersaron—. Le confesaré, Wilder, que experimento un oculto placer al pensar que ese audaz navío pueda estar al servicio de Alemania y que lleva la corona de Inglaterra. Si es demasiado fuerte para que se pudiese pensar en atacarlo, tendría al menos el placer de provocarle, puesto que la prudencia prohibiría ir más lejos; y si estamos en igualdad de fuerza, ¿no sería un espectáculo agradable ver a san Jorge ir al fondo del agua?

—Yo creo que los hombres de nuestra profesión dejan el honor para los imbéciles, y que nosotros damos un golpe que raramente no cae sobre un metal más precioso que el hierro.

—Ese es el carácter que la gente nos atribuye; pero en cuanto a mí, preferiría humillar el orgullo de los favoritos del rey Jorge antes que poseer la llave de su tesoro. ¿Pero qué quiere decir esto? ¿Quién se ha atrevido a desplegar esa vela de juanete?

El cambio repentino que se produjo en la voz del Corsario hizo estremecerse a todos los que le oían. El descontento y la amenaza estaban en su acento, y todos levantaron los ojos para ver sobre la cabeza lo que provocaba la indignación del jefe. Como nada impedía la vista más que los mástiles desguarnecidos y las cuerdas replegadas, todos se dieron cuenta de lo que ocurría. Fid estaba de pie en lo alto del mástil que pertenecía a la parte del barco donde estaba su puesto, y la vela en cuestión flotaba a capricho del viento: todas las drizas habían sido desatadas. El ruido que hacía la vela probablemente le impedía oír la voz del capitán, pues en lugar de prestar atención y responder al grito del que acabamos de hablar, parecía contemplar su obra muy complacientemente sin mostrar ninguna inquietud por el efecto que producía sobre los que estaban debajo de él; pero a pesar de toda su preocupación, le fue imposible no oír una segunda pregunta pronunciada con una voz demasiado terrible como para que no llegara hasta él.

—¿Por orden de quién te atreves a desplegar esa vela? —preguntó el Corsario.

—Por orden del viento, que es un rey al que el mejor marinero debe obedecer cuando una borrasca empieza a ganar terreno.

—¡Plégala! ¡Subid todos y que se recoja al momento! —gritó el jefe encolerizado—. ¡Que se recoja y se haga bajar al bribón que se ha atrevido a reconocer otra autoridad que la mía en este barco, aunque fuese la de un huracán!

Una docena de ágiles marineros subieron para ayudar a Fid. En un instante la vela fue plegada y Richard Fid se dirigía hacia la popa. Durante ese corto intervalo, la frente del Corsario aparecía sombría y terrible como la superficie del elemento sobre el que vivía cuando se veía agitado por la tempestad. Wilder, que hasta entonces no había visto nunca a su nuevo comandante con gran cólera, temió por su viejo compañero, y se dispuso, al ver aproximarse a este último, a interceder en su favor si las circunstancias parecían exigir su mediación.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó el jefe al culpable en tono severo—. ¿Cómo se explica que tú, a quien yo he estado a punto de felicitar, te hayas atrevido a desplegar una vela en un momento en el que es tan importante dejar al barco sin ninguna?

—Si he soltado la cuerda, Su Honor —respondió Richard de forma resuelta—, es una falta que estoy dispuesto a expiar.

—Dices la verdad, pagarás cara tu falta. ¡Que le lleven a la tilla y se le ponga en contacto directo con el látigo!

—¿Me está permitido interceder por el culpable? —interrumpió Wilder apresuradamente—. A veces comete equivocaciones, pero se equivocaría difícilmente, si tuviera algunos conocimientos en vez de tanta buena voluntad.

—No diga nada sobre este punto, amo Harry —dijo Richard con un guiño de ojo muy peculiar—. La vela ha sido totalmente puesta al viento, y ahora es demasiado tarde para negarlo; así que el castigo debe recaer sobre la espalda de Richard Fid, y eso es todo.

—Quisiera obtener su perdón. Puedo prometer, en su nombre, que ésa será la última ofensa que haga.

—Bien, olvidémoslo todo —respondió el Corsario haciendo un esfuerzo violento para vencer su cólera—. No quiero en un momento como éste turbar la buena armonía que reina entre nosotros, señor Wilder, rehusando a una petición tan pequeña; pero no creo que sea necesario decirle las desgracias que podría acarrear semejante negligencia. Dadme los anteojos; quiero ver si esa vela desplegada ha escapado a la vista del barco extranjero.

Richard lanzó a hurtadillas una mirada de triunfo sobre Wilder, que le hacía señas para que se alejara rápidamente.