Capítulo veintitrés

La inactividad de los piratas no sería de muy larga duración; al salir el sol una brisa procedente de tierra se hizo sentir en el mar, y puso al barco en movimiento. Durante toda esta jornada las velas estuvieron desplegadas, el barco se dirigía hacia el sur. Las horas se sucedieron unas a otras, y la noche reemplazó al día en el cual el rumbo no había sufrido ningún cambio. Al fin se fueron descubriendo una a una las azuladas islas en el horizonte. Las prisioneras del Corsario, pues como tales se veían obligadas a considerarse las mujeres, observaban silenciosamente cada montículo, cada roca desnuda y estéril, y cada flanco de montaña ante el que pasaba el barco, hasta que, según los cálculos de la institutriz, se encontró en medio del archipiélago occidental.

Durante todo este tiempo ninguna pregunta se hizo que pudiera producir en el Corsario la menor sospecha de que sus huéspedes sabían muy bien que no se les llevaba al puerto que deseaban. Gertrudis lloraba pensando en el sufrimiento de su padre cuando creyera que ella había seguido la misma suerte que el barco mercante de Bristol. Ella evitaba a Wilder, en la idea de que él había querido persuadirla; pero ante todos los ocupantes del barco se esforzaba por conservar una aparente serenidad y normalidad. Por otra parte el comandante del barco y su lugarteniente procuraban no tener con las damas otra relación diferente a la que la cortesía parecía exigirles.

Durante varios días el barco luchó contra los estables vientos de estas regiones. Una vez que hubo pasado por los lugares que dividían la cadena de las Antillas, llegó al vasto océano que les separaba del continente español. Desde el momento en que este paso se realizó, y que un vasto y claro horizonte se extendía por todas partes, se produjo un cambio muy marcado en los rasgos de todas las personas de la tripulación. Incluso la frente del Corsario perdió su severidad; su inquietud y reserva fueron desapareciendo, y adquirió ese aspecto fantástico de indiferencia del que ya hemos hablado. También los marineros, cuya vigilancia no había necesitado acicate para pasar por estos parajes frecuentados por numerosos cruceros, parecieron respirar un aire más libre, y las notas de alegría sucedieron a las de tristeza y de desconfianza que habían imperado durante tanto tiempo en el barco.

Por otra parte la institutriz vio un nuevo motivo de alarma en la dirección que tomaba el navío Todas las gratas esperanzas que se había forjado desaparecieron al ver desaparecer la última isla por detrás de ella en el mar, y al barco navegar solo en un océano que no mostraba ningún otro objeto en su superficie. Como si estuviera ahora dispuesto a quitarse la máscara, el Corsario ordenó cargar las velas, aprovechando la brisa favorable. En efecto, del mismo modo que si no fueran necesarios los cuidados de la tripulación, el Delfín quedó inmóvil en medio del agua, y los oficiales y marineros se entregaron a sus placeres y recreos, según sus gustos o caprichos.

—Esperaba que nos permitiera desembarcar en una de las islas de Su Majestad —dijo mistress Wyllys hablando por primera vez desde que sus sospechas se habían despertado en ella acerca de su situación, y dirigiéndose a aquel que se hacía llamar capitán Heidegger—. Espero que no encuentre incómodo estar tanto tiempo privado de su camarote.

—No puede estar mejor ocupado —respondió él de una manera evasiva, aunque el ojo inquieto y observador de la institutriz creyó ver en su aspecto más osadía y menos contenido que cuando abordó en otra ocasión el mismo tema—. Si la costumbre no exigiera que un barco llevara un determinado color de alguna nación, el mío sería siempre el representativo de la belleza.

—¿Y ahora?

—¡Oh! ahora izo los emblemas que requiere el servicio en que me encuentre.

—Hace ya quince días que estoy importunándole, y nunca hasta ahora he visto ondear esos colores.

—¿No? —dijo el Corsario fijando en ella su mirada, como queriendo penetrar en lo más profundo de sus pensamientos—; entonces el día que haga el dieciséis cesará su desconocimiento. Pero ¿quién es ése?

—Ni más ni menos que Richard Fid —respondió el individuo en cuestión asomando la cabeza por la escotilla como si buscara algo, y añadiendo—: Siempre a las órdenes de Su Honor.

—¡Ah! ¡Es el amigo de nuestro amigo! —dijo el Corsario a mistress Wyllys, en un tono que ella comprendió perfectamente—. Me servirá de intérprete. Venga aquí, amigo mío; he de decirle algo.

—Mil veces a su servicio, señor —replicó Richard obedeciendo al momento—; bueno, no soy un gran orador, tengo siempre algo dando vueltas por mi mente pero no soy capaz de expresarlo cuando me encuentro en la necesidad de hacerlo.

—Espero que su estancia en este barco le parezca agradable.

—No digo que no, Su Honor; sería difícil encontrar un navío mejor, estoy seguro de ello.

—¿Y el viaje?, espero que también sea de su gusto.

—Mire, señor, he salido de mi casa sin saber gran cosa; por ello no siempre me es posible adivinar las órdenes que pretende dar el capitán.

—A veces son de su gusto ¿no? —dijo mistress Wyllys con firmeza y resuelta a llevar el interrogatorio mucho más allá de lo que el Corsario había pretendido.

—No digo que me falte un sentimiento que es natural a todos los hombres, señora —respondió Fid esforzándose en poner de manifiesto su admiración por el sexo débil con el saludo que hizo a la institutriz—, aunque haya encontrado gran número de adversidades y otro tanto de contratiempos. Creía que Catherine Whiffle y yo estábamos atados juntamente con un nudo tan fuerte como jamás haya podido hacerse en un cable de escota, cuando la ley se presentó con sus reglamentos y artículos de policía, se interpuso ante mi felicidad, y se vinieron abajo todas las esperanzas de la pobre chica a la que obligaban a tener un solo…

—¿Se supo que ella tenía otro marido? —dijo el Corsario moviendo la cabeza de un modo significativo.

—Cuatro, Su Honor. A la chica le gustaba la compañía, y nada le afligía más que encontrarse en casa sola; pero entonces, como era raro que pudiera haber más de uno de nosotros a la vez en el mismo puerto, no había por qué hacer tanto ruido por tan pequeña bagatela.

—¿Y desde esa desafortunada aventura, desconfía usted del matrimonio?

—¡Desde entonces, Su Honor! ¡Oh!, se lo aseguro —respondió Fid.

—¿Y todo eso ha ocurrido después de haber conocido a míster Wilder?

—Antes, Su Honor, antes. Yo era aún un muchacho en aquel tiempo, tenga en cuenta que hará veinticuatro años el próximo mes de mayo que el amo Harry me lleva a remolque. Pero desde entonces he tenido algo muy parecido a una familia, no he tenido necesidad de ir a deslizarme a la cama de nadie más, ¿comprende?

—¿Dice usted —interrumpió mistress Wyllys—, que hace veinticuatro años que conoció a míster Wilder?

—¡Conocerle!, señora, en aquel tiempo yo no sabía apenas lo que era conocer. Pero si esta señora y Su Honor tienen deseos de conocer el caso tal como fue, no tienen más que decirlo, y yo les contaré todo lo que sé con palabras claras y honorables.

—¡Ah! Me parece una proposición muy razonable —respondió el Corsario haciendo a mistress Wyllys una señal para que le siguiera a un lado de popa donde se encontrarían menos a la vista de probables curiosos.

—Ahora explíquenos el asunto claramente, y puede estar seguro de que al final le daremos nuestra opinión.

—Mi padre me envió, por cierto muy joven, al mar, Su Honor, —dijo Fid, después de pronunciar aquellos pequeños preliminares—. Era, igual que yo, un hombre que pasaba más tiempo en el agua que en tierra firme, aunque no era más que un pobre pescador. Cuando yo me eché a la mar, y doblé el Cabo de Hornos en mi primer viaje, lo que no era poca cosa para un principiante, entonces, como sólo tenía ocho años…

—¡Ocho años! ¿Habla de su edad en ese momento? —interrumpió la institutriz con gran sorpresa.

—Ciertamente, señora, y se podría hablar de otras personas de aquella época que son mucho más importantes. He comenzado mi historia por uno de sus extremos; pero como he creído que la señora no quería perder el tiempo oyendo lo que a mi padre y madre se refiere, he considerado oportuno ir al grano a partir de los ocho años, dejando a un lado lo que afecta a mi nacimiento y nombre, y otros mil detalles de este tipo que se suelen intercalar generalmente, sin ton ni son, en todas las historias de hoy.

—Siga —replicó la institutriz con una resignación muy forzada.

—Bien, pues, como decía, yo había doblado el Cabo de Hornos. Esto me llevó cuatro años de travesías entre las islas y los mares de esos parajes que no eran muy conocidos entonces, y que tampoco ahora podemos decir que lo sean. Después de esto, serví en la flota de Su Majestad durante toda una guerra, y adquirí allí tanto honor como pude. Entonces fue cuando encontré a Guinea, ese negro, señora, que ha visto allá abajo moviendo una polea para la vela de proa.

—Muy bien; entonces se encontró usted con el africano —dijo el Corsario.

—Sí, entonces nos conocimos; y aunque su color no sea más blanco que el lomo de una ballena, no me importa, que digan de ello lo que quieran, para mí después del amo Harry no hay otro hombre sobre la tierra al que yo tenga más afecto. Guinea y yo nos hicimos compañeros y muy buenos amigos; hacía más de cinco años que estábamos juntos cuando se produjo el naufragio en las Indias Occidentales.

—¿Qué naufragio? —preguntó su comandante.

—Ruego a Su Honor que me perdone; yo nunca he izado una vela sin asegurarme antes de que está en buenas condiciones, es preciso que ordene mis ideas para que no se me olvide nada de lo que deba ser mencionado.

El Corsario que notó la impaciencia de la institutriz por lo que tardaba en llegar el final de un relato que marchaba tan lentamente, y como se impacientaba aún más al hacerse alguna interrupción, le hizo una señal para que dejara al prolijo relator contar a su manera la historia, como único modo de hacerle llegar a los hechos que con tanta impaciencia deseaban conocer ambos. Hecho de esta manera, Fid repasó, como había dicho, las diversas circunstancias, y viendo que, afortunadamente, nada que considerase inherente a su historia se le había pasado por alto, empezó la parte del relato que más interesaba a sus auditores.

—Así pues, como le decía a Su Honor —continuó diciendo—, Guinea era entonces un marinero del palo mayor, y yo estaba destinado en el mismo lugar a bordo de La Proscrpina, cuando nos encontramos con un barco contrabandista entre las islas y el continente español. El capitán consiguió su presa, y detuvo a parte de la tripulación para llevarla hasta el puerto, lo que estaba de acuerdo con las instrucciones, al menos así lo he supuesto yo siempre, puesto que pude comprobar que era un hombre con gran sentido de la responsabilidad. Pero que esto fuera así o no, poco importa, lo cierto es que, el navío había llegado a su fin, y que corría hacia un terrible huracán que se produjo quizá cuando estábamos a unos dos días de nuestro puerto. Era un barco pequeño, créame; y como le pareció bien ponerse de costado antes de irse a dormir para toda la eternidad, el contramaestre y otros tres cayeron por encima del puente y fueron a parar al fondo del mar, según he creído siempre, y puedo asegurar que jamás oí a nadie-decir lo contrario. Fue en esta ocasión cuando Guinea me dio su mano por primara vez; habíamos pasado juntos momentos de hambre y sed, era la primera vez que se tomó la libertad de golpearme para impedir que bebiera agua salada como un pescado.

—¿Él impidió que usted se ahogara como los demás?

—Yo no diría tanto, Su Honor; pues quién sabe si algún feliz acontecimiento no habría llevado al mismo resultado. Cualquiera que sea la razón, yo siempre he preferido dar el mérito al negro, aunque hayamos hablado de ello en muy pocas ocasiones, por la sencilla razón, y así lo creo, de que el día de ajustar ciertas cuentas no ha llegado aún. Así pues, nos dispusimos a botar la barca y a depositar en ella algunas provisiones, lo necesario para impedir al alma y al cuerpo que tirasen cada uno por su lado, y nos dirigimos hacia tierra, ya que según creíamos no teníamos otra alternativa.

—Pero ¿qué tiene que ver su naufragio con míster Wilder? —preguntó la institutriz incapaz de seguir oyendo por más tiempo las prolijas explicaciones del marinero.

—Una relación muy simple y natural, señora, como podrá comprobar cuando haya oído la parte conmovedora de mi historia. Así pues hacía dos noches y un día que Guinea y yo recorríamos el océano, desprovistos de todo, excepto de trabajo, y nos dirigíamos hacia las islas; pues bien, aunque nosotros no seamos grandes navegantes, vislumbramos la tierra, y remamos vigorosamente como quien siente que está haciendo un recorrido en el que le va la propia vida, entonces una mañana, me parece como si estuviera viéndolo ahora mismo, descubrimos hacia el sudoeste un navío, si es que se le puede dar el nombre de navío a una cosa en la que no quedaba expuesto al aire más que el armazón de sus tres mástiles, sin aparejos, sin cuerdas, sin un pequeño pabellón que anunciara a qué nación pertenecía. Sea lo que fuere, echando una mirada a estos tres palos desguarnecidos, le tuve por un barco de alto rango, y cuando estuvimos lo suficientemente cerca para mirar con detenimiento el armazón, no dudé en afirmar que era de construcción inglesa.

—¿Subió a bordo? —preguntó el Corsario.

—No fue cosa difícil, Su Honor, pues toda la tripulación se componía tan sólo de un perro hambriento. Era un espectáculo impresionante, nos acercamos a sus puentes, —continuó diciendo Fid que adoptaba cada vez un aire más serio—; un espectáculo que me estremece aún el corazón cada vez que pienso en él.

—¿Estaba, pues, el barco abandonado?

—Sí, señor; la tripulación lo había abandonado, o había sido aniquilada por la tempestad que le hizo zozobrar. No he podido saber nunca la verdad acerca de ello. El perro sin duda había sido muy travieso por cubierta pues se veía que tuvieron que amarrarlo a un piquete; lo que le salvó la vida, puesto que afortunadamente para él se encontró en la parte a salvo del barco cuando éste se inclinó poco después que todos se marcharan. Así pues, señor, como le digo, tan solamente había un perro, y por lo que nos parecía, ninguna otra cosa, aunque estuvimos todo el día buscando por todas partes, por ver si encontrábamos algo que pudiera sernos útil; pero como la entrada del fondo de la bodega y la del camarote estaban cubiertas por el agua, no conseguimos buenos resultados en nuestra búsqueda.

—¿Y abandonaron ustedes entonces el barco naufragado?

—No, aún no, Su Honor. Cuando estábamos atareados buscando con gran interés por todas partes, dijo Guinea: «Señor Dick, parecer oír alguien quejarse allá abajo». Ha de saber, señor, que también a mí me había parecido oír esos quejidos, pero los tomé en un principio, por los gemidos de los espíritus de la tripulación, y no quise decir nada, por temor a acrecentar la superstición del negro; porque estos negros son todos muy supersticiosos, señora; de tal manera que consideré oportuno guardar silencio y no decir nada acerca de lo que había oído hasta que fuera él mismo quien empezara a hablar de ello. Entonces ambos nos pusimos a escuchar con gran atención, y los gemidos no tardaron en parecemos que procedían de un ser humano. Lo mejor era hacer un agujero en la popa para asegurarme si algún desgraciado había sido sorprendido en la cama en el momento en que se produjo el fatal desenlace. Y así, con buena voluntad y una hacha, pudimos saber de dónde venían esos lamentos.

—¿Encontraron ustedes a un niño?

—Y a su madre, señora. Afortunadamente, estaban en buen lugar, y el agua aún no había llegado hasta ellos; pero la falta de aire y alimentos pudo serles fatal. La dama estaba agonizando cuando la sacamos de allí; y en cuanto al niño, que puede usted ver allí abajo junto a aquel cañón, tan robusto y soberbio, en aquel entonces estaba en un estado tan triste, señora, que no nos importó en absoluto darle el poco de vino y agua que el Señor nos había dejado, para que, como he pensado después tan frecuentemente, llegara a ser lo que es actualmente, ¡el honor del océano!

—Pero ¿y la madre? hambre y sed, era la primera vez que se tomó la libertad de golpearme para impedir que bebiera agua salada como un pescado.

—¿Él impidió que usted se ahogara como los demás?

—Yo no diría tanto, Su Honor; pues quién sabe si algún feliz acontecimiento no habría llevado al mismo resultado. Cualquiera que sea la razón, yo siempre he preferido dar el mérito al negro, aunque hayamos hablado de ello en muy pocas ocasiones, por la sencilla razón, y así lo creo, de que el día de ajustar ciertas cuentas no ha llegado aún. Así pues, nos dispusimos a botar la barca y a depositar en ella algunas provisiones, lo necesario para impedir al alma y al cuerpo que tirasen cada uno por su lado, y nos dirigimos hacia tierra, ya que según creíamos no teníamos otra alternativa.

—Pero ¿qué tiene que ver su naufragio con míster Wilder? —preguntó la institutriz incapaz de seguir oyendo por más tiempo las prolijas explicaciones del marinero.

—Una relación muy simple y natural, señora, como podrá comprobar cuando haya oído la parte conmovedora de mi historia. Así pues hacía dos noches y un día que Guinea y yo recorríamos el océano, desprovistos de todo, excepto de trabajo, y nos dirigíamos hacia las islas; pues bien, aunque nosotros no seamos grandes navegantes, vislumbramos la tierra, y remamos vigorosamente como quien siente que está haciendo un recorrido en el que le va la propia vida, entonces una mañana, me parece como si estuviera viéndolo ahora mismo, descubrimos hacia el sudoeste un navío, si es que se le puede dar el nombre de navío a una cosa en la que no quedaba expuesto al aire más que el armazón de sus tres mástiles, sin aparejos, sin cuerdas, sin un pequeño pabellón que anunciara a qué nación pertenecía. Sea lo que fuere, echando una mirada a estos tres palos desguarnecidos, le tuve por un barco de alto rango, y cuando estuvimos lo suficientemente cerca para mirar con detenimiento el armazón, no dudé en afirmar que era de construcción inglesa.

—¿Subió a bordo? —preguntó el Corsario.

—No fue cosa difícil, Su Honor, pues toda la tripulación se componía tan sólo de un perro hambriento. Era un espectáculo impresionante, nos acercamos a sus puentes, —continuó diciendo Fid que adoptaba cada vez un aire más serio—; un espectáculo que me estremece aún el corazón cada vez que pienso en él.

—¿Estaba, pues, el barco abandonado?

—Sí, señor; la tripulación lo había abandonado, o había sido aniquilada por la tempestad que le hizo zozobrar. No he podido saber nunca la verdad acerca de ello. El perro sin duda había sido muy travieso por cubierta pues se veía que tuvieron que amarrarlo a un piquete; lo que le salvó la vida, puesto que afortunadamente para él se encontró en la parte a salvo del barco cuando éste se inclinó poco después que todos se marcharan. Así pues, señor, como le digo, tan solamente había un perro, y por lo que nos parecía, ninguna otra cosa, aunque estuvimos todo el día buscando por todas partes, por ver si encontrábamos algo que pudiera sernos útil; pero como la entrada del fondo de la bodega y la del camarote estaban cubiertas por el agua, no conseguimos buenos resultados en nuestra búsqueda.

—¿Y abandonaron ustedes entonces el barco naufragado?

—No, aún no, Su Honor. Cuando estábamos atareados buscando con gran interés por todas partes, dijo Guinea: «Señor Dick, parecer oír alguien quejarse allá abajo». Ha de saber, señor, que también a mí me había parecido oír esos quejidos, pero los tomé en un principio, por los gemidos de los espíritus de la tripulación, y no quise decir nada, por temor a acrecentar la superstición del negro; porque estos negros son todos muy supersticiosos, señora; de tal manera que consideré oportuno guardar silencio y no decir nada acerca de lo que había oído hasta que fuera él mismo quien empezara a hablar de ello. Entonces ambos nos pusimos a escuchar con gran atención, y los gemidos no tardaron en parecemos que procedían de un ser humano. Lo mejor era hacer un agujero en la popa para asegurarme si algún desgraciado había sido sorprendido en la cama en el momento en que se produjo el fatal desenlace. Y así, con buena voluntad y una hacha, pudimos saber de dónde venían esos lamentos.

—¿Encontraron ustedes a un niño?

—Y a su madre, señora. Afortunadamente, estaban en buen lugar, y el agua aún no había llegado hasta ellos; pero la falta de aire y alimentos pudo serles fatal. La dama estaba agonizando cuando la sacamos de allí; y en cuanto al niño, que puede usted ver allí abajo junto a aquel cañón, tan robusto y soberbio, en aquel entonces estaba en un estado tan triste, señora, que no nos importó en absoluto darle el poco de vino y agua que el Señor nos había dejado, para que, como he pensado después tan frecuentemente, llegara a ser lo que es actualmente, ¡el honor del océano!

—Pero ¿y la madre?

—La madre había dado el único pedazo de pan que tenía a su hijo, y moría tratando de prolongar la existencia de aquel ser al que ella un día diera la vida. Estaba allí, blanca como la vela que durante mucho tiempo se ha visto azotada por la tempestad, con su brazo desvalido puesto alrededor del cuello de su hijo, e intentando hacerle vivir algún tiempo más.

—¿Qué hizo ella cuando la sacaron fuera?

—¡Lo que ella hizo! —repitió Fid con voz que se le había tornado ronca y oprimida—; hizo algo endiabladamente extraño: dio al niño la mitad de una galleta, y nos hizo una señal, lo mejor que pudo dado su estado, con la que nos daba a entender que cuidásemos de él hasta que fuera capaz de valerse por sí mismo.

—¿Y eso fue todo lo que dijo?

—Creo que luego rezó; porque se oyó hablar algo entre ella y alguien que no podía ser visto, que parecía ser una plegaria, a juzgar por la manera en que ella elevaba los ojos al cielo y movía los labios. Me pareció que, entre otras cosas, dijo una palabra en favor de un tal Richard Fid; pues es seguro que no tenía necesidad de pedir por sí misma. Por lo demás, nadie sabrá jamás lo que ella dijo, pues desgraciadamente su boca se cerró entonces para no volver a abrirse nunca más.

—¿Murió?

—Murió, sí; la pobre dama estaba ya casi muerta cuando la tomamos en nuestros brazos, y nosotros no teníamos ayuda alguna que ofrecerle. Un poco de agua, una pinta, más escasa, de vino, una galleta y un puñado de arroz, no eran gran cosa para dos hombres vigorosos que teñían que hacer setenta leguas en una barca, a través de los trópicos. Sea lo que fuere, cuando vimos que no podíamos coger nada del barco, y que el navío se hundía cada vez más, consideramos que lo mejor era emprender la marcha, y lo hicimos a tiempo, pues el barco se hundió, justamente en el momento en que pusimos el pie en nuestra barca.

—¿Y el niño?… ¿el pobre niño abandonado?… —preguntó con gran interés la institutriz, con los ojos llenos de lágrimas a punto de salir y correr por sus mejillas.

—Se equivoca, señora. En lugar de abandonarlo lo llevamos con nosotros, así como a la otra criatura viviente del barco naufragado; pero teníamos aún que hacer un largo viaje, y lo que es peor no estábamos en la ruta de los barcos mercantes. Por ello nos reunimos en consejo, el negro y yo, pues el niño estaba demasiado débil como para hablar, y además, ¿qué habría podido decir él de la situación en que nos encontrábamos? Entonces comencé yo: «Guinea, le dije, es preciso que nos comamos al perro o al niño. Si nos comemos al niño, nos pondremos a la misma altura de los hombres de tu país»; como usted sabe, señora, son caníbales; «en cambio si nos comemos al perro, por muy delgado que esté, podremos sostener nuestros cuerpos y almas, y dar al niño parte de la víctima». Entonces Guinea respondió: «Yo, dijo, no tener necesidad de comer todo; tú dar al niño, porque él ser pequeño y tener necesidad de fuerza». No sé por qué el amo Harry no le gustó la carne de perro, nosotros comimos de él y le obligamos a comer, aunque se acabó pronto dado que estaba muy delgado. Después de esto aún tuvimos tiempo de pasar hambre.

—¿Y alimentaron, pues, al niño a pesar de que ustedes entre tanto se morirían de hambre?

—No, nosotros no nos quedamos sin nada, y además aún nos quedaba la piel del perro, pero no me atreveré a decir que sea, precisamente, una de las comidas más sabrosas. Y después, como no teníamos ocasión para entretenernos nadando, siempre estábamos dándole a los remos y a pesar de eso no avanzábamos muy de prisa. Por fin llegamos a una de aquellas islas, después de algún tiempo; y, ni el negro ni yo, podíamos vanagloriarnos de tener mucha fuerza ni de contemplar el paisaje cuando caímos sobre nuestra posible primera comida.

—¿Y el niño?

—¡Oh! iba muy bien; como nos dijeron en seguida los médicos, la dieta a que se había visto sometido no le había hecho ningún daño.

—¿Buscó usted a sus parientes?

—¡Oh!, en cuanto a esa señora, puede estar segura de que él había encontrado a sus mejores amigos. No teníamos ninguna referencia con la que ponernos a buscar su familia. Él nos dijo que se llamaba amo Henry; está claro, después de esto, que era de buena cuna, como se puede comprobar con nada más que mirarle; pero no pude saber ni una palabra más de su familia o de su patria, excepto que hablaba inglés y que había sido encontrado en un barco de esa nación, naturalmente es evidente que él fuese también inglés.

—¿No ha podido saber el nombre del barco? —preguntó el Corsario que escuchaba el relato con la mayor atención que se pueda imaginar.

—¡Oh! en cuanto a esto, Su Honor, las escuelas eran escasas en mi país; y en África, como usted sabe, no hay una gran instrucción. Así pues, había un cubo de cuero en el puente, afortunadamente lo habíamos encontrado amarrado a las bombas, de tal manera que no pudo caer al mar y lo trajimos con nosotros. Había un nombre escrito en ese cubo, y cuando tuvimos tiempo, ordené a Guinea, que tiene un talento muy peculiar para tatuar, que lo incrustara en mi brazo con pólvora, como el mejor medio de consignar estos pequeños detalles. Su Honor podrá comprobar por sí mismo lo bien que el Negro cumplió con lo que le había mandado.

Diciendo esto, Fid se quitó la chaqueta tranquilamente, y descubrió hasta el codo uno de sus vigorosos brazos, en el que el tatuaje impreso aún era bastante visible. Aunque las letras estuviesen groseramente imitadas no era difícil leer en la piel estas palabras: El Arca de Linn-Haven.

—De esta manera tuvo usted un medio para encontrar la familia del niño —dijo el Corsario después de haber descifrado estas letras.

—No lo crea, Su Honor; pues tomamos al niño con nosotros a bordo de La Proserpina, y nuestro digno capitán puso todas las velas al viento para tratar de encontrar cuanto antes algunos datos sobre este particular; pero nadie de a quien se le preguntó había oído hablar nunca de un navío que llevara el nombre de El Arca de Linn-Haven, y después de un año, sobre poco más o menos, nos vimos obligados a abandonar la búsqueda.

—¿El niño no pudo dar ninguna referencia acerca de sus parientes? —preguntó la institutriz.

—Bien poco, señora, por la sencilla razón de que no sabía gran cosa de ellos, como podrá ver por lo que ahora le diré. Lo cierto es que abandonamos la búsqueda por completo; Guinea y yo, así como también el capitán, nos cuidamos de educar al niño. Aprendió el oficio de marino a través de mí y del negro. En cuanto al latín que era necesario para la navegación, el capitán se encargó de enseñárselo, ¡era un hombre muy instruido!, y demostró ser un buen amigo hasta que el pequeño estuvo en situación de empezar a aprender por sí mismo, lo que ocurrió unos años más tarde.

—¿Y cuánto tiempo permaneció míster Wilder en la marina real? —preguntó el Corsario fingiendo adoptar un aire de indiferencia.

—El tiempo suficiente para saber cuanto allí podía aprender,

—Su Honor —respondió Fid eludiendo muy hábilmente la pregunta que se le había hecho.

—Si no se quedó allí, ha sido el rey quien ha salido perdiendo. Pero ¿qué veo allí abajo entre el estay y la berlinga? Se diría que es una vela; ¿o acaso no es más que una gaviota que bate sus alas antes de tomar el vuelo?

—¡Eh!, ¡una vela! —gritó el marinero que estaba en el puesto de vigía en lo alto del palo mayor—. ¡Eh!, ¡una vela! —se repitió por todas partes, desde lo alto de las gavias hasta el puente; pues a pesar de la sutileza de ella al avanzar, la vela había sido descubierta al mismo tiempo por una docena de hombres. El Corsario por tal motivo se vio obligado a prestar atención a un grito tan frecuentemente repetido, y Fid aprovechó esta circunstancia para abandonar la popa con la precipitación propia de un hombre qué no se ha ofendido por una interrupción de este tipo. La institutriz se levantó a continuación, y se marchó muy triste y pensativa a su camarote.