El Corsario había codicio su camarote a mistress Wyllys y a Gertrudis, desde el momento en que llegaron al barco. No hace falta decir el efecto que produjeron los acontecimientos de aquel día en ellas. Por lo que decimos a continuación se verán las conjeturas y suposiciones que se hicieron. La lámpara de plato maciza que colgaba del techo esparcía por el camarote una luz tenue y dulce que caía oblicuamente sobre los rasgos de la institutriz que aparecía pensativa e inquieta, mientras que a Gertrudis, la luz le daba de lleno en el rostro que no parecía estar entregado a pensamientos tan serios. Al fondo, dormía Casandra, su tez morena daba sombra a este cuadro. La joven hablaba a su institutriz y trataba de leer en sus ojos una respuesta a sus preguntas, que aquélla parecía querer eludir.
—Repito, mi querida señora —dijo Gertrudis—, que la forma y el material de estos ornamentos son extraordinarios en un barco…
—¿Y qué quiere decir con ello?
—No sé… Pero me gustaría que estuviésemos ya en casa de mi padre.
—¡Válgame Dios! Tal vez sea imprudente permanecer calladas más tiempo… Gertrudis, horrorosas, horribles sospechas han aparecido en mi pensamiento a causa de todo lo que hemos presenciado hoy.
La jovencita palideció, y sus rasgos expresaron una inquietud mortal, al mismo tiempo que intentaba leer en los ojos de su compañera la explicación de su pensamiento.
—Hace mucho tiempo que conozco las costumbres de los barcos de guerra —continuó la institutriz, que no se había detenido más que para repasar en su interior las causas de sus suposiciones—; pero nunca he visto nada parecido a lo que está pasando cada momento en este barco.
—¿Qué supone usted?
—Desconfío de este barco y de cuantos individuos forman parte de él.
—¿De todos? —repitió su pupila lanzando a su alrededor una mirada temerosa y casi extraviada.
—Sí, de todos. Me remo que los seres que nos rodean no reconocen otras leyes que las que ellos dictan, ni otra autoridad que la suya.
—Pero si esto es así, ¡serán piratas!
—Eso me temo.
—¡Piratas! ¡Cómo!, ¿todos?
—Sí, todos. Si uno es culpable de semejante crimen, está claro que sus compañeros no pueden estar libres de sospechas.
—Pero, mi querida señora, sabemos que al menos uno de ellos es inocente, puesto que ha venido con nosotras, y en circunstancias que no pueden hacernos temer nada al respecto.
—Es imposible que me equivoque en lo que concierne a míster Wilder, pero es importante que sepamos a que atenernos. Pero callemos, mi buena amiga; espera que se vaya el que se ha encargado de servirnos; quizá podamos aclarar algo.
Mistress Wyllys hizo a su pupila una señal para decirle que cambiase su expresión tranquila y pensativa que habría engañado a una persona con mucha más experiencia que el muchacho. Gertrudis se cubrió el rostro con una mano, mientras que su institutriz se dirigió al que acababa de entrar, con cierta bondad e interés.
—Roderick, hijo mío —dijo empezando a hablar—, tus ojos parece que se quieren cerrar. Este tipo de trabajo debe ser nuevo para ti.
—Es muy antiguo para que yo haya aprendido ya a no ceder al sueño cuando estoy trabajando —respondió el muchacho.
—A tu edad tienes más necesidad de una tierna madre que de las lecciones del contramaestre. ¿Qué edad tienes, Roderick?
—Tengo bastante edad para ser más listo y mejor de lo que soy —respondió pensativo—: dentro de un mes tendré quince años.
—Te creo, ¿y cuántos de esos años has pasado en el mar?
—Dos, en verdad, aunque a veces me parece que he pasado diez; y sin embargo hay momentos en que no me parecen todos esos días más de un día.
—Eres muy romántico, hijo mío, ¿y cómo puede gustarte el oficio de las armas?
—¡Armas!
—Sí, armas. Este barco ¿no se ha batido desde que estás a su servicio? ¿Tiene la tripulación a menudo muchos botines que repartir?
—¡Oh! muy a menudo; eso no falta nunca.
—Entonces todos deben estar muy unidos a su navío y a su capitán. El marino ama al barco y al comandante que le hacen llevar una vida muy ajetreada.
—Sí, señora. Llevamos aquí una vida muy activa, y efectivamente hay entre nosotros quienes aman al barco y al comandante.
—Roderick —continuó ella que temía revelar sus sospechas al remarcar el estado en que se encontraba—, háblame de la vida que llevas. ¿La encuentras agradable?
—La encuentro triste.
—Es extraño. Los jóvenes son los más alegres de los hombres. ¿Acaso tu oficial te trata con demasiada severidad?
—Se equivoca, jamás me ha dirigido una palabra dura o severa…
—¡Ah! ¿Es un hombre dulce y bueno? Eres, entonces, muy feliz, Roderick.
—¿Yo… feliz, señora?…
—Creo que me expreso claramente, y en buen inglés… sí, feliz.
—¡Oh!, sí, todos somos aquí muy felices.
—Está bien. Pues un barco donde reina el descontento no es precisamente un paraíso. ¿Y entras a menudo en los puertos para gozar los placeres de tierra firme?
—Me preocuparía poco la tierra, señora, si tuviera en este barco amigos que me apreciaran.
—¿No los tienes? ¿Míster Wilder no te aprecia?
—Le conozco muy poco. No le había visto antes…
—¿Antes de qué?… continúa Roderick.
—Antes del día que nos encontramos en Newport.
—¿En Newport?
—Tal vez usted no sepa que venimos uno y otro de Newport, a fin de cuentas.
—¡Ah, ya comprendo! Entonces, ¿tu primer encuentro con míster Wilder tuvo lugar en Newport? Estaba entonces tu barco anclado fuera de la entrada del puerto.
—Sí, yo tenía que comunicarle la orden de que tomara el mando del barco mercante de Bristol; él no estuvo entre nosotros hasta después del anochecer.
—¡Vaya! es una nueva noticia; pero presumo que su comandar te conocerá sus méritos.
—Así se cree entre la tripulación; pero…
—¿Decías algo, Roderick?
—Nadie de aquí se atreve a preguntar al capitán sus razones; yo mismo me veo obligado a permanecer callado.
—¿Rehusarías respondernos a nosotras?
El muchacho vaciló, y cuando pareció volver en sí, sus ojos se fijaron en el rostro dulce y expresivo de Gertrudis.
—Aunque esta joven señorita es de una extraordinaria belleza —respondió vivamente—, que no cuente demasiado con su poder; una mujer no sabría ejercer su dominio sobre él.
—¿Tiene duro el corazón? ¿Crees que rehusaría responder a una pregunta hecha por esta hermosa joven?
—Escúcheme, señora —dijo con una vivacidad que no era menos significativa que el sonido dulce y placentero de su voz—. He visto más cosas en estos dos últimos años que las que muchos hombres hayan podido ver a lo largo de su vida. ¡No es este lugar propio para la belleza y la decencia! ¡Oh!, ¡abandonen este barco, abandónenlo sin pérdida de tiempo!
—Tal vez sea demasiado tarde para hacer caso a tus advertencias —replicó gravemente mistress Wyllys volviendo los ojos hacia Gertrudis que miraba en silencio—; pero háblame más acerca de este extraordinario barco, Roderick: ¿Has nacido para este lugar en que estás?
El joven movió la cabeza, pero permaneció con los ojos bajos, no parecía dispuesto a responder a semejante pregunta.
—¿Cómo se explica que el Delfín lleve hoy colores diferentes a los que llevaba ayer?, y ¿por qué la bandera de ayer ni la que ondea hoy son como la que mostraba el negrero en la bahía de Newport?
—Y ¿por qué —dijo el muchacho con una astuta sonrisa mezclada a la vez de tristeza y amargura— nadie puede leer en el fondo del corazón de aquel que hace estos cambios por su propia voluntad? Si no hubiera en este barco nada más que las banderas que hasta ahora ha cambiado, se podría aún estar contento.
—Así, pues, Roderick, tú no eres feliz; ¿quieres que yo interceda en tu favor al capitán Heidegger para que te permita marchar?
—Jamás quisiera servir a ningún otro.
—¡Cómo! ¿Te quejas y no quieres abandonar tu situación?
—Yo no me quejo.
La institutriz le miró fijamente, y después de unos minutos de silencio continuó diciendo:
—¿Se suelen ver a menudo escenas de desórdenes como las que hemos podido presenciar hoy?
—No, no tiene nada que temer de ninguno de los que componen la tripulación; el que los tiene bajo su poder, sabe cómo mantenerlos en su deber.
—¿Crees, Roderick —respondió la institutriz—, que no conviene adoptar las mismas reservas para con tus respuestas que para con lo que ocurre en general?; ¿crees, Roderick, que el Cor…, es decir, que el capitán Heidegger nos permitiría desembarcar en el primer puerto que encontráramos?
—No hemos encontrado muchos desde que están ustedes en este barco.
—Sí, muchos pero muy peligrosos; pero ¿cuándo veremos uno en el que el barco pueda entrar sin inconvenientes?
—Semejantes lugares no son frecuentes.
—Pero si se encuentra, ¿crees que se nos permitirá desembarcar? Tenemos oro para recompensar su acción.
—El no necesita oro. No hay una vez que yo le pida y no me llene las manos.
—El oro apacigua la crueldad.
—¡Jamás! —replicó Roderick con tanta rapidez como energía—. Si yo tuviera lleno de oro este barco, lo daría gustoso con tal de obtener de él una mirada de bondad.
Las palabras de Roderick y el calor con que se había expresado, sorprendieron a mistress Wyllys. Se levantó y se acercó a él de manera que podía distinguir perfectamente sus rasgos a la luz de la lámpara. Vio salir gruesas lágrimas a través de sus pestañas y deslizarse por sus mejillas que, aunque muy morenas por el sol, se cubrían con un vivo rubor a medida que ella le miraba más fijamente. Sus penetrantes ojos recorrieron después la figura del joven, hasta sus delicados pies que apenas parecían capaces de sostenerle. La fisonomía ordinariamente pensativa y dulce de la institutriz adoptó de pronto una expresión fría y severa, y se dirigió a él con dignidad:
—Roderick —dijo con voz firme—, ¿tienes madre?
—No lo sé —respondió entreabriendo con dificultad los labios para dejarse oír.
—Es suficiente por hoy, en otra ocasión seguiremos hablando. Casandra hará en el futuro el servicio de este camarote; cuando te necesitemos, haremos sonar el gong.
Roderick dejó caer la cabeza en su pecho. Se retiró turbado ante la mirada fría y escudriñadora que se fijaba en él.
Mientras que las reflexiones inundaban el alma de mistress Wyllys, llamaron suavemente a la puerta, y antes de que ella hubiera podido comunicar sus ideas a su pupila, el Corsario entró.
Las damas recibieron al huésped con cierta reserva. Gertrudis había caído en un profundo abatimiento, pero su aya, más dueña de sí misma, conservaba su aspecto sereno y frío. Sin embargo, había una viva expresión de ansiedad en la atenta mirada que dirigió al Corsario, como si pretendiera leer el motivo de su visita en el movimiento rápido de sus ojos, antes incluso de que sus labios se hubieran abierto para hablar.
El Corsario aparecía pensativo y serio. Se inclinó aproximándose, y murmuró en voz baja y precipitada algunas palabras que apenas pudieron ser oídas por las que le escuchaban. Estaba totalmente distraído con sus pensamientos, cuando se iba a echar en el diván, sin dar explicaciones ni excusarse, como quien tomaba posesión de algo propio; pero se dio cuenta lo bastante a tiempo para no llegar a cometer tal imprudencia. Sonrió, y repitió su saludo haciendo una inclinación aún más profunda que la primera. Entonces con una firme seguridad se aproximó a la mesa ante la cual ellas estaban sentadas, y tuvo el presentimiento de que mistress Wyllys no consideró su visita oportuna, o quizá como no anunciada con la suficiente ceremonia. Durante esta breve introducción su voz era suave como la de una mujer, y sus modales afables y pulidos, como si no se le mirase como a un intruso en el camarote de un barco en el que era, realmente, su soberano.
—Por muy inoportuna que sea la hora —continuó él—, habría estado intranquilo durante toda la noche por no haber cumplido todos los deberes hacia mis huéspedes atenta y respetuosamente, y olvidar venir a asegurarles la tranquilidad que reina en el barco, después de la escena que ustedes han presenciado hoy. Estoy encantado de poder decir que la pequeña humorada de mi gente ya ha pasado.
—Afortunadamente —exclamó la prudente institutriz—, la autoridad que tan rápidamente extingue el desorden está siempre presente para protegernos; confiamos por completo en su prudencia y generosidad.
—No se arrepentirán de ello. Están ustedes, al menos, libres del peligro de una insurrección.
—Y de cualquier otro, espero.
—Vivimos sobre un elemento terrible y muy poco constante, —respondió inclinándose para agradecer a la institutriz el asiento que le ofrecía—; pero ustedes lo conocen, y no tengo que decirles que nosotros los marineros raramente podemos contar por adelantado con cualquier cosa. Yo mismo he rebasado hoy los límites de la disciplina —añadió tras un momento de silencio—, y he provocado, en cierto modo, el desorden que ha tenido lugar. Pero ya ha pasado como el huracán o la borrasca, y el océano no está ahora más en calma que mis alborotadores.
—He visto frecuentemente escenas semejantes en el barco del rey; pero no recuerdo que ninguna de ellas tuviera otro resultado que el de llegar a la conciliación de la antigua querella, o el de decir algunos chistes de marina, casi todos tan inocentes como ingeniosos.
—Sí, pero el navío que corre a menudo por entre los escollos, acaba por encallar —murmuró el Corsario entre dientes—. Raramente abandono la cubierta quitándole a la tripulación el ojo de encima; pero… hoy…
—Hablemos de hoy.
—Neptuno y su grosera mascarada no le eran desconocidos, señora.
—Hace tiempo trabé conocimiento con ese dios.
—Es que yo creía… ¿en el cabo?
—Y en otra parte.
—¡En otra parte! —repitió el Corsario sorprendido—. Sí, se encuentra al terrible déspota en todos los mares, y se le ve en centenares de barcos, y son barcos de gran envergadura, bajo los fuegos y entre las llamas del ecuador.
—¿El señor Wilder es tan dado como usted a la clemencia? —preguntó la dama—. Sería un gran mérito de su parte, si se mostrara indulgente, después de haber sido objeto particular de la pasión de los sublevados.
—No obstante usted ha podido ver que no le faltaron amigos. ¿Han visto el arrojo de esos dos hombres que se expusieron para defenderle?
—Sí, y me parece muy significativo que hayan querido enfrentarse hasta ese punto a personas de semejante fiereza.
—En veinticuatro años no pasa lo que puede pasar en un día.
—¿Tanto tiempo hace que existe amistad entre ellos?
—Así se lo oí decir. Ciertamente aquel joven está muy unido a ellos por algo extraño; quizá no sea el primer favor que le hayan hedió.
Mistress Wyllys estaba afligida. Aunque tenía el presentimiento de que Wilder era un agente secreto del Corsario, se esforzaba en imaginar que su unión con los piratas debía tener una explicación más favorable para su persona; aunque fuera cómplice de un crimen del que se había acusado al destino de aquel barco proscrito, era evidente que tenía un corazón demasiado bondadoso para desear verla a ella y a su joven e inocente amiga, victimas de la actitud de sus compañeros. Sus repetidas y misteriosas advertencias no tenían necesidad de explicación. Todo cuanto le había parecido oscuro e inexplicable en los avisos a los que no había hecho el menor caso, así como en la extraña conducta de los hombres de la tripulación, le pareció cada vez más claro. Reconoció entonces en la persona del Corsario los rasgos del individuo que había hablado al barco mercante de Bristol desde lo alto de los aparejos del negrero, rasgos que, desde que subió a su barco, le habían parecido conocidos, y le traían a la mente una imagen confusa y lejana que no acertaba a reconocer. Comprendió, entonces, por qué Wilder mostraba tanta repugnancia a revelar un secreto que no solamente debía guardar porque le iba en ello la propia vida, sino que también, para un alma que no había sido instruida en el vicio, entrañaba una perdición no menos cruel, la de su estimación.
—Es sorprendente —replicó al fin mistress Wyllys—, que unos seres tan groseros estén bajo la influencia de los mismos lazos de unión que los que se dan entre personas que tienen educación.
—Es sorprendente, tiene usted razón —respondió el Corsario, como saliendo de un sueño—. Daría gustosamente mil de las más hermosas guineas que hayan podido ser acuñadas con la efigie de Jorge II por conocer la historia de la vida de ese muchacho.
—¿Se trata, entonces, de un extraño para usted? —preguntó apresuradamente Gertrudis.
El Corsario le dirigió una mirada que mantuvo fija un momento, pero en la que el sentimiento y la expresión eran totalmente insensibles, de tal manera que produjo un temblor nervioso en todos los miembros de la institutriz.
Mistress Wyllys y su pupila se retiraron en seguida a su dormitorio, y después de dedicar unos minutos a sus piadosos deberes, que ninguna circunstancia podía impedir que los cumplieran, se durmieron presas de su inocencia y con la esperanza de una protección poderosa; y ningún otro ruido, que no fuese el del reloj del barco que daba regularmente las horas en el silencio de la noche, turbaba la calma que reinaba, al mismo tiempo, en el océano y en cuanto flotaba en su superficie.