La superficie del océano parecía lisa y brillante como un espejo, un lento movimiento, aunque bastante pronunciado por las olas, anunció la tormenta que se dejaba oír a lo lejos en el horizonte. Desde el momento en que abandonó el puente hasta que el sol extendió su disco semioscuro en el mar, no se vio más al que sabía también mantener su autoridad entre los seres indisciplinados a los cuales gobernaba. Satisfecho de su victoria tan sólo parecía temer que alguno pudiera haber sido lo bastante sagaz para atreverse a planear la caída de su poder.
Sin embargo cuando pasó la medianoche y reinando un profundo silencio en el barco, el Corsario apareció de nuevo en la popa. Solamente un hombre estaba de pie en cubierta, con la mirada alerta, y observándolo todo con mucha atención: era Wilder que hacía su turno de guardia, según la normal división de los servicios entre los oficiales.
Durante más de dos horas el Corsario y su lugarteniente no cambiaron ni una sola palabra. Al cabo de este tiempo, el primero se detuvo y permaneció un buen rato mirando a aquel que seguía inmóvil y en el mismo lugar, en el puente que había debajo de él.
—Señor Wilder —dijo al fin—, el aire es más fresco y mucho más puro sobre popa; ¿quiere subir?
El otro aceptó, y durante unos minutos se estuvieron paseando en silencio, llevando los dos el mismo paso, como acostumbran a hacerlo los marineros durante la noche.
—Hemos tenido una mañana muy agitada, Wilder —dijo el Corsario revelando muy a pesar suyo el objeto de sus pensamientos, y hablando siempre de tal manera que no pudiera oírle más que aquél a quien se dirigía—. ¿Había visto alguna vez tan de cerca ese hermoso precipicio llamado rebelión?
—El hombre contra el que arremete la ballena corre más peligro que aquel que la oye silbar de lejos.
—¡Ah! ¡Así pues usted ha sido ultrajado en su barco! No se inquiete por la agresividad personal que alguno de esos bribones se han permitido demostrar contra usted. Yo conozco hasta sus pensamientos más secretos, como ha podido comprobar.
—Confieso que yo en su lugar dormiría como en un colchón de espinas, con semejantes muestras ante los ojos del carácter de mis hombres.
—Falta de costumbre, eso es todo. El peligro siempre es peligro; ¿qué importa la forma en que se presente?; y además, el hombre puede conocer tan fácilmente las trampas ocultas como las que están a la vista. ¡Pero, silencio!, ¿son las siete o las ocho la hora que suena?
—Las siete. Mire cómo duermen esos hombres: el propio instinto les dirá si ya ha llegado su hora.
—Está bien. Me parecía que el tiempo no pasaba. Sí, Wilder, me gusta la incertidumbre, impide el desarrollo de las debilidades, forma el carácter del hombre. Tal vez tenga un espíritu antojadizo, pero para mí supone un goce incluso cuando el viento me es contrario.
—¿Y cuando el viento está en calma?
—La calma puede tener sus encantos para los espíritus tranquilos; pero en tal situación no hay obstáculos que vencer. No se sabría poner en movimiento a los elementos, pero sí se puede luchar contra ellos y dominarlos.
—Usted no ha entendido su situación…
—¡Su situación!
—Ahora podía decir «nuestra situación», puesto que también yo soy ya un corsario.
—Usted aún está en las primicias —replicó el otro cuyo espíritu vivo y enérgico había sobrepasado ya el punto a que llegó la conversación—, y me siento encantado al saber que he sido buscado por usted para hacerme tal confesión. Ha demostrado, volviendo al asunto que pretendía sin tocarlo, una habilidad que me hace concebir la esperanza de hacer de usted un hábil discípulo.
—¿Un mártir?
—No sé. Nos encontramos en unos momentos de debilidad, cuando vemos la vida como se la pinta en los libros, y cuando consideramos como tiempo de prueba el que nos ha sido concedido para gozar. Sí, sí, le he pescado, y disfruto con su pesca, como el pescador disfruta con la trucha. No me hago ilusiones por el peligro que corro de ser traicionado; pero, después de todo, usted me ha sido fiel, aunque yo deba protestar contra las intrigas ilícitas que permitió para impedir que la pesca cayera en mis redes.
—¡Cómo! ¿Qué intrigas? Usted mismo ha reconocido…
—Que La Real Carolina estaba hábilmente gobernada, y que había naufragado porque fue voluntad del cielo. Pero, ahora hablo de presas más nobles que las que pueda hacer un vulgar halcón en su vuelo. Es enemigo declarado de las mujeres, ha utilizado todos los medios imaginables para impedir que la respetable dama y la bella jovencita, que en este momento se hallan en mi camarote, puedan gozar de su compañía.
—¿Es esto lo que le ha llevado a salvar a una mujer para que, como hoy mismo, por ejemplo, hayan sido amenazadas las dos? ¡Pues será tan respetada su autoridad en este barco, que no creo que corran algún peligro, incluso ni la que es tan encantadora!
—¡Por el cielo! ¡Wilder usted me hace justicia! ¡Nada más saber que se ha hecho el más mínimo mal a esa inocente mujer, sería capaz de prender fuego, yo mismo, al pañol, y enviaría, a ese ángel de pureza, al cielo del que parece haber descendido!
Nuestro aventurero escuchó atentamente estas palabras, aunque no fue muy de su gusto el lenguaje enérgico y de admiración en el que se expresaba el Corsario.
—¿Cómo ha podido adivinar el deseo que yo tenía de servirles? —preguntó después de un momento de silencio que ninguno de los dos parecía decidido a romper.
—¿Podría confundirme si me fiara de su lenguaje? Me pareció bastante claro, se lo aseguro.
—¡Mi lenguaje! —exclamó Wilder sorprendido—. Es evidente, entonces, que he hecho una parte de mi confesión sin darme cuenta de ello.
El Corsario no respondió, pero su compañero vio en su significativa sonrisa que había sido engañado con un hábil ardid que produjo el resultado esperado. Lleno de una especie de estupor al ver las trampas que le tendía por todas partes y en las cuales había caído ciegamente, un poco ofendido quizá por dejarse engañar tan fácilmente, dio varias vueltas por el puente antes de hablar de nuevo.
—Confieso que me ha sorprendido —dijo al fin— y desde este momento me someto a usted como a un maestro del cual se puede aprender, pero que no se extralimitará. Entonces, el viejo marinero, el posadero de El Ancla Levada, ¿también representaba un papel?
—¡El honrado Joe Joram! Es un hombre inapreciable para un marino en peligro, puede estar seguro de ello. Y el piloto de Newport ¿cómo lo ha encontrado?
—¿Era también actor?
—¡Oh! solamente de circunstancia. No confío en esos bribones.
El Corsario guardó silencio y dio varias vueltas por el puente antes de volver a despegar los labios. Cuando habló, lo hizo con una voz tan suave y agradable que sus palabras parecían las de un amigo que da buenos consejos.
—Está aún en la entrada de la vida, señor Wilder —dijo—, y depende de usted el sentido que ésta pueda seguir. Hasta el momento no ha visto transgredir nada de lo que el mundo llama sus leyes, y aún no es demasiado tarde para decir que no lo verá nunca. Yo puedo haber sido egoísta en el deseo que tenía de acercarle a mí; pero póngame a prueba y verá que este egoísmo, del que no siempre puedo contener las primeras manifestaciones, no ejerce ni ejercerá jamás un gran dominio sobre mi alma. Dígame sólo una palabra, y será libre; es fácil destruir hasta la más ligera señal que pudiera demostrar que usted ha salido de mis dominios. La tierra no está más allá de ese rayo luminoso que se debilita cada vez más en el horizonte; mañana antes de que el sol se oculte puede desembarcar allí.
—Entonces, ¿por qué no ellas dos? Si esta vida irregular es una desdicha para mí, también lo es para usted. Si pudiera esperar que…
—¿Qué quiere decir? —preguntó el Corsario con calma después de haber oído lo suficiente como para asegurarse de que su compañero dudaba si debía continuar o no—. Explíquese libremente, habla con un amigo.
—¡Muy bien!, como amigo, con el corazón abierto le hablo. Dice que la tierra queda allí, al oeste, nos sería fácil a los dos, que nos hemos criado en el océano, botar esta lancha y aprovechar la oscuridad para alejarnos. Mucho antes de que se puedan dar cuenta de nuestra ausencia, estaremos fuera del alcance de los que intentaran buscarnos.
—¿Y a dónde iría usted?
—A América, en donde podríamos encontrar un refugio seguro y apacible en algún lugar retirado.
—¿Cree que un hombre que lleva tanto tiempo como príncipe entre los suyos va a mendigar en tierra extranjera?
—Pero usted tiene oro. ¿No somos aquí los dueños? ¿Quién osaría vigilar nuestros movimientos y despojarnos de nuestra autoridad? Podríamos prepararlo todo antes de un minuto.
—Conoce poco el carácter del hombre, tiene que aprender aún que lo expone todo por mantener la reputación que ha adquirido aunque sea a fuerza de vicios, cuando estos vicios le hayan sido reconocidos. Además no estoy hecho para el mundo, tal como es entre sus colonos.
—¿Tal vez pertenece usted a la metrópoli?
—No soy nada más que un pobre provinciano, un humilde satélite del sol todopoderoso. Ya ha visto mis banderas, señor Wilder; pero hace falta aún una más…, sí, y una bandera que, si hubiera existido, habría puesto mi orgullo y mi gloria por defenderla incluso al precio de mi propia sangre.
—No sé qué quiere decir.
—Es inútil hablar a un marino como usted. Qué nobles son los ríos que llevan sus aguas al mar, a lo largo de esa costa de la que hablo…, qué puertos amplios y cómodos se encuentran en ella, qué velas, dirigidas por hombres que han nacido bajo ese sol espacioso y apacible, blanquean el océano.
—Seguramente conozco las ventajas del país a que hace usted alusión.
—No lo creo —replicó vivamente el Corsario—: si usted lo conociera, y los demás como usted, se vería en seguida la bandera de la que he hablado ondear por todos los mares; y los habitantes de nuestro país se verían reducidos a no ser más que mercenarios al servicio de un príncipe extranjero.
—No me sentiría afectado si no le comprendiera; porque yo he conocido a otras personas que alimentaban, como usted, la idea de que tal acontecimiento se pudiera producir.
—¡Se pudiera producir!… Se producirá, Wilder, se producirá; tan seguro como este astro se ocultará en el océano, o que el día sucederá a la noche. Si esta bandera hubiera sido desplegada ya, señor Wilder, jamás se habría oído hablar del Corsario Rojo.
—El rey tiene su servicio en él, y todos son igualmente libres de entrar allí.
—Yo podría ser siervo de un rey, ¡pero de otro siervo…! No, Wilder, no tendría paciencia para ello. Yo he estado en uno de sus barcos; casi podría decir que he nacido en él; y que más de una vez se me ha hecho saber que un océano separa mi país natal de los peldaños del trono. ¿Me cree, señor? Uno de sus comandantes se atrevió a darle un nombre a mi patria que no repetiré por no ofender sus oídos.
—Espero que haya aprendido de ese miserable a ser más circunspecto.
—Nunca se repetirá esa ofensa. Era necesario derramar su sangre o la mía, y pagó muy cara su osadía.
—¿Se batió con ese hombre y la fortuna favoreció al que había sido insultado?
—Sí, nos batimos… pero ¡tuve la audacia de levantar la mano contra un habitante de la isla privilegiada!… Esto fue suficiente, señor Wilder; el rey expulsó a un fiel servidor suyo, y se ha arrepentido de ello. Pero ya es bastante por hoy; en otra ocasión podré contarle más detalles… Buenas noches.
Wilder vio a su compañero descender la escalera que conducía a cubierta, y se quedó solo entregado a sus pensamientos durante el resto de su guardia que se le hizo interminable.