Capítulo veinte

Mientras ocurría el pequeño episodio que acabamos de contar, en uno de los extremos de la verga de trinquete del Corsario, escenas que tenían tanto de tragedia como de comedia se llevaban a cabo por otros rincones. La lucha entre los ocupantes de cubierta y los marineros de los mástiles, tan referida ya, estaba lejos de llegar a su fin. En más de una ocasión a los golpes siguieron las injurias, y como esta primera clase de chanza era de ésas a las que los soldados marinos se veían obligados por sus perseguidores más astutos, la lucha comenzaba a igualarse por parte de ambos bandos, y el resultado se presentaba muy dudoso. Sin embargo, Nightingale estaba siempre dispuesto para llevar a los combatientes según la conveniencia, tanto valiéndose del sonido bien conocido de su silbato como de su resonante voz. Un largo y persistente silbido acompañado de las palabras: «¡Eh!, ¡eh!, ¡dejemos la chanza!», habría bastado entonces para sofocar el resentimiento que estaba a punto de estallar de los distintos antagonistas, cuando la burla punzaba demasiado al arrogante soldado; pero la preocupación de aquel que observaba, en general, con ojos de vigilante los movimientos de todos sus subordinados, hacía esperar resultados mucho más serios.

Apenas la tropa comenzó los juegos más o menos groseros que acabamos de contar, cuando el arrebato de euforia que había llevado al Corsario a romper de esa manera momentáneamente las líneas de la disciplina, pareció desaparecer de pronto. El aire vivo y alegre que había mantenido en su conversación con las mujeres que eran pasajeras o prisioneras en su barco, según quisiera él considerarlas, había desaparecido bajo la sombría nube que cubría su pensativa frente. Sus ojos no brillaban con aquel fulgor y rareza con que él gustaba presentarse, sino que habían adoptado una expresión grave y austera. Era evidente que su ánimo había caído en uno de esos profundos ensueños que tan a menudo oscurecían sus alegres rasgos, como una nube que pasa ante el sol y extiende una oscura sombra sobre las doradas espigas que el viento balancea suavemente en la llanura.

Mientras permanecía así, absorto, los juegos seguían su curso, acompañados, a veces, de incidentes lo bastante cómicos para arrancar una sonrisa incluso de los labios de Gertrudis medio asustada, pero siempre con una tendencia cada vez más pronunciada a terminar decididamente de un momento a otro con la disciplina del barco.

De pronto, en medio del ruido y la confusión, se dejó oír una voz, que parecía salir del océano, y que llamaba al barco por su nombre, con ayuda de un portavoz aplicado a la circunferencia exterior de un escobén.

—¿Quién llama al Delfín? —respondió Wilder cuando se dio cuenta que aquella voz no podía haber sacado a su comandante de la profunda reflexión en que estaba sumido.

—El padre Neptuno está bajo la proa.

—¿Qué desea el dios?

—Tiene entendido que algunos extranjeros han entrado en sus dominios, y pide permiso para subir a bordo del atrevido Delfín para saber qué es lo que vienen a hacer aquí y examinar su diario secreto.

—Sea bienvenido; haced que suba el viejo a bordo y presentadle los debidos honores. Es un marinero demasiado experimentado para recibirle de cualquier manera.

En seguida se vio aparecer a un marinero de talla atlética, que parecía salir del elemento del que pretendía ser dios, con gruesas capas de lana; tenía los cabellos blancos, degustando agua de mar y hierbas salvajes, que cubrían la superficie del agua a una legua del barco, y le hacían una especie de sencillo abrigo. Llevaba en la mano un tridente hecho con tres punzones dispuestos de forma conveniente, y colocados en la punta de una lanza. Ataviado de esta manera, el dios del océano, que era nada menos que el capitán del castillo de proa, avanzaba, con toda la dignidad que la situación exigía, a lo largo del puente. Ya en cubierta frente a los oficiales, el dios les saludó bajando su cetro, e inició la conversación. Wilder se vio obligado, ya que la actitud de su comandante seguía siendo la misma, a formar parte del diálogo:

—Es un barco muy hermoso éste en el que usted ha venido, hijo mío, y me parece que lo ocupan los más selectos de mis hijos. Espero que no haya traído a muchos nuevos reclutas con usted, porque siento el bacalao a bordo de un barco del Báltico que llega con sus mercancías, y que no debe estar más que a unas cien leguas de aquí. No tendré apenas tiempo de examinar los papeles de la gente de toda su tripulación, para ver si están en regla.

—En seguida los tendrá todos ante usted. Un hombre tan hábil como Neptuno no tiene necesidad de que se le enseñe cómo se examina a un marino.

—Comenzaré, entonces, por este señor —respondió el sagaz capitán del castillo de proa volviéndose hacia el jefe de los soldados marinos que permanecía inmóvil—. Siento horror a la tierra y quisiera saber cuántas horas hace que él navega sobre mis dominios.

—Creo que ha hecho muchos viajes por mar, y me atrevería a decir que hace mucho que pagó el tributo acostumbrado a Su Majestad.

—Está bien, está bien; le creo. ¿Y estas damas?

—Ambas han estado antes en el mar, y están por consiguiente, dispensadas de toda interrogación —respondió Wilder apresuradamente.

—La más joven es muy bonita para haber nacido en mis dominios —dijo el galante soberano del mar—; pero nadie puede rehusar responder a una pregunta que salga directamente de la boca del viejo Neptuno. Así, pues, si esto es indiferente a Su Honor, yo rogaría a esta joven que me respondiera gustosamente ella misma.

Entonces, sin prestar la menor atención a la mirada furiosa que Wilder le echaba, el inflexible representante del dios se dirigió directamente a Gertrudis. «Si como han dicho, mi hermosa señorita, usted ha visto ya el mar antes de esta travesía, ¿podría, quizá; darme el nombre del barco y algunas otras pequeñas particularidades del viaje?».

Nuestra heroína cambió de color tan rápidamente como se ve al cielo de la tarde enrojecer y perder su matiz plateado; pero tuvo el suficiente control de sí misma para responder con tranquilidad:

—Si entro en pequeños detalles, pasarán desapercibidas cosas mucho más dignas para Su Majestad. Quizás este certificado le convenza de que no soy novicia en el mar. —Mientras ella hablaba, una guinea pasó de su blanca mano a la que le presentaba el hombre que la interrogaba.

—No puedo concebir que no le haya reconocido, señora, y no puedo explicármelo más que por las muchas e importantes ocupaciones que tengo —respondió el audaz pirata inclinándose con grosera cortesía, y metiéndose la ofrenda en el bolsillo.

Después de repetir su saludo con un pie echado hacia atrás, se volvió hacia la institutriz a fin de continuar su examen.

—Y usted, señora —dijo—, ¿es la primera vez que viaja por mis dominios?

—No es ni la primera ni la veinteava vez; yo he visto muy a menudo a Su Majestad.

—¡Una antigua conocida!, ¿y a qué latitud nos encontramos por primera vez?

—Creo que fue en el Ecuador, hace ya treinta años bien cumplidos.

—Sí, sí, voy allá muy a menudo para vigilar a los barcos de la Compañía de las Indias, y a los mercantes del Brasil que vuelven a su país. Visité a muchos en el año que me dice, pero no puedo acordarme de sus rasgos.

—Me temo que treinta años hayan podido cambiarlos —respondió la institutriz con una sonrisa que, aunque melancólica, tenía mucho de dignidad para hacer pensar que lamentara una pérdida tan vana como es la de la belleza—. Yo estaba a bordo de un barco del rey, un barco de unas dimensiones extraordinarias; tenía tres puentes.

El dios recibió entonces la guinea que le fue ofrecida secretamente; pero parecía que el acontecimiento había aumentado su avidez; pues en lugar de mostrar su agradecimiento, pareció estar dispuesto a esforzarse nuevamente por obtener otra retribución.

—Todo esto puede ser tan cierto como dice la señora —exclamó—; pero el interés de mi reino, y la numerosa familia a la que he de alimentar, me obligan a mirar por mis derechos. ¿Tenía alguna bandera ese barco?

—Sí.

—¿Era posible izarla, como de ordinario, al extremo del pequeño bauprés?

—Se izaba, como es costumbre para un vicealmirante, en la proa.

—¡Bien respondido! —murmuró la divinidad un poco ofendida porque su artificio no marchaba mejor—; es rarísimo, salvo en lo que a usted respecta, que yo haya olvidado semejante barco. ¿Podría citarme alguna particularidad extraordinaria, algo de lo que siempre suele acordarse uno?

Los rasgos de la institutriz ya habían perdido su expresión forzada de broma para adoptar la de una profunda reflexión, su mirada parecía estar fija en el espacio, mientras decía, con voz de quien trata de reunir recuerdos confusos:

—Me parece que veo aún el aspecto bribón y astuto con el que un joven travieso que no tenía más que ocho años se puso a jugar maliciosamente con un supuesto Neptuno, y supo arreglárselas para hacerle caer en el mayor ridículo ante toda la tripulación.

¿No tenía más que ocho años? —preguntó una fuerte voz al lado de ella.

—No tenía más que ocho años; pero su suspicacia estaba muy por encima de su edad —respondió mistress Wyllys vacilando como quien se despierta de un sobresalto, y volviéndose para mirar al Corsario.

—Está bien, está bien —interrumpió el capitán del castillo de proa, que no se atrevía a continuar un examen en el que su temible comandante creía conveniente intervenir—, me atrevo a decir que todo está en regla.

Hablando así el dios pasó rápidamente ante los oficiales, y dirigió su atención a los soldados marinos que estaban en formación, sintiendo la necesidad de un mutuo apoyo para mantener un examen tan pormenorizado. Perfectamente conscientes de la carrera que cada uno había hecho, y temiendo ser despojado de su autoridad, el jefe del castillo de proa escogió entre toda la tropa a un novato, y ordenó a sus ayudantes que llevasen a la víctima a la proa del barco, donde creía que podría llevar a cabo las pesadas bromas con menos peligro de ser interrumpido. Enojados ya por haber servido de irrisión a toda la tripulación, y decididos a defender a su camarada, los soldados marinos se resistieron.

Tuvo lugar una larga disputa, ruidosa y animada, durante la cual cada una de las partes mantenía su derecho de persistir en la decisión que había tomado. No tardaron los combatientes en pasar de las palabras a demostraciones más hostiles. Esto fue en el momento en que la paz interior del barco se mantenía, por así decirlo, tan sólo por un hilo, del cual el general juzgó conveniente sacar el partido que se propuso desde el comienzo de las escenas en que la disciplina había sido tan severamente ultrajada.

—Protesto contra esos manejos licenciosos y antimilitares, —dijo, dirigiéndose a su superior que seguía tan absorto como antes en sus reflexiones—. He dado a mi gente, al menos así lo creo, el verdadero espíritu del soldado y no se puede hacer a ninguno de ellos objeto de una afrenta tan grande como poner las manos sobre él, a menos que eso se haga por vía de disciplina. Prevengo, pues, aquí, a cuantos me oyen, y les prevengo claramente: si alguien toca aunque sea solamente un dedo de uno de los míos, recibirá en el acto un golpe que le enseñará a respetar a mi tropa.

Como el general no había tratado de moderar su voz, fue perfectamente oída por sus soldados, y produjo el efecto que cabía esperar. Un vigoroso puñetazo, dirigido por el sargento, hizo brotar la sangre del rostro del dios del mar, e inmediatamente hizo ver su origen terreno.

Viéndose obligado a defender su frágil humanidad, el forzudo marino presentó sus saludos con los accesorios que la circunstancia parecía exigir.

Semejante intercambio de salutaciones entre dos personajes tan eminentes fue la señal de las hostilidades generales entre sus respectivos subordinados. El tumulto que siguió al ataque había atraído la atención de Fid, que, desde que vio el giro que tomaban los juegos que se llevaban a cabo allá abajo en cubierta, abandonó a su compañero sobre la verga, y se deslizó con ayuda de un estay, casi con la misma agilidad que un mico, esa caricatura de hombre, habría podido ejecutar la misma maniobra. Su ejemplo fue seguido por los marineros de los mástiles, y en menos de un minuto todo hacía creer que los bravos soldados marinos iban a ser derrotados por la superioridad, en número, de los otros; pero firmes en su resolución y en su animosidad, estos aguerridos guerreros, llevados de su sed de venganza, en lugar de buscar un refugio para su huida, se replegaron unos contra otros con el fin de sostenerse. Se veían las bayonetas brillar al sol, mientras que algunos marineros separados del grupo llevaban ya en las manos las lanzas que habían cogido al pie del mástil.

—¡Atrás! ¡Atrás todos! —gritó Wilder colocándose en medio de la multitud, y abriéndose paso con energía, quizá, por el recuerdo del peligro que corrían las mujeres sin su protección si las líneas de subordinación llegaban a romperse violentamente en una tripulación compuesta por semejantes individuos.

—¡Atrás! Si deseáis seguir viviendo, ¡obedeced! Y usted, señor, ya que le tiene por tan buen soldado, ordene a su gente que cumpla con su deber.

Por mucha repugnancia que hubiera podido inspirarle la escena anterior, el general estaba demasiado interesado por el mantenimiento de la paz interior del barco, como para esforzarse en responder a lo que le habían dicho. Fue secundado por todos los oficiales subalternos, que se percataban de que tanto su vida como su fortuna estaban en peligro, si no hacían detenerse el torrente desbordado de manera tan inesperada. Pudieron comprobar cuán difícil resulta sostener una autoridad que no está basada en ningún poder legítimo. Neptuno dejó su máscara, y sostenido por sus vigorosos camaradas del castillo de proa se preparaba evidentemente para un combate que podía proporcionarle títulos más grandes de inmortalidad que cuanto acababa de hacer.

Los soldados marinos estaban armados, y ya se habían formado, a cada uno de los lados del palo mayor, dos grupos de marineros, bien provistos de picas y de cuantas armas habían caído en sus manos. Dos o tres de ellos habían llegado, incluso, a hacerse de un cañón, y situarlo de manera que se pudiese barrer la mitad de la cubierta. En una palabra, la querella había llegado a tal punto que un solo golpe más, dado por una u otra parte, habría sido el comienzo de una masacre y un pillaje general.

Durante los cinco minutos que transcurrieron en medio de estas señales de insubordinación tan amenazadoras como siniestras, el hombre más interesado en el mantenimiento de la disciplina había permanecido, de la manera más extraña, totalmente indiferente o demasiado ajeno a todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

Por el contrario, los otros oficiales se mostraron más activos. Wilder había hecho retroceder a los marineros más atrevidos, y las dos partes se encontraban entonces separadas por un espacio en que los oficiales subalternos se situaron con la diligencia de hombres que saben que en un momento como el que estaban viviendo era necesario exponer sus vidas. Este momentáneo éxito tal vez se llevó demasiado lejos; pues creyendo que el espíritu de sedición había sido dominado, nuestro joven aventurero acababa de coger al más audaz de los culpables, cuando el prisionero le fue arrebatado, de golpe, de sus propias manos por veinte de sus cómplices.

—¿Quién es este hombre que se da aires de un comodoro a bordo del Delfín? —exclamó una vez de entre la multitud, en un momento bastante desafortunado para la autoridad del nuevo lugarteniente—. ¿De qué manera ha llegado a bordo \ donde cumple su oficio?

—Sí, sí —añadió una siniestra voz—, ¿dónde está el barco mercante de Bristol que debía caer en nuestro poder y por el cual hemos perdido los mejores días de la estación, con el ancla echada y sin hacer nada?

Entonces estalló un murmullo general y simultáneo que bastó para demostrar que el desconocido oficial no era mucho más afortunado en su puesto actual que en el que había ocupado a bordo del barco naufragado. Las dos partes estaban de acuerdo en rechazar su intervención, y de ambos lados se oían proferir dudas ofensivas sobre su origen, mezcladas con enérgicos murmullos sobre su persona. Sin dejarse intimidar por pruebas tan palpables de lo peligroso de su situación, Wilder respondió a sus sarcasmos con la sonrisa más desdeñosa, desafiando a uno solo de entre ellos a que se atreviera a avanzar para sostener sus palabras con sus hechos.

—¡Escuchadle! —gritaron sus auditores.

—Habla como un oficial del rey a la caza de un contrabandista —exclamó uno.

—Sí, es valiente durante la calma —dijo otro.

—Es un Jonás que se ha introducido en el camarote por la escotilla —replicó un tercero—, y mientras este en el Delfín, la brújula nos dirigirá constantemente hacia nuestra desdicha.

—¡Al mar con el intrigante! ¡Que se le arroje al mar! Allí encontrará a un hombre mejor y más valiente que le ha precedido —exclamaron al unísono una media docena de voces, y algunos revoltosos testimoniaron de la manera menos equívoca su intención de llevar a cabo la amenaza. Pero dos hombres se salieron súbitamente fuera de la multitud y se colocaron como leones furiosos entre Wilder y sus enemigos. El primero en salir en su ayuda hizo frente a los marineros que avanzaban, y de un puñetazo dado con un irresistible brazo, hizo caer a sus pies al representante de Neptuno, como si hubiera sido un simple maniquí. Su compañero no tardó en seguir su ejemplo y a medida que la gente, estupefacta, se retiraba, el último, que era Fid, hacía ejercicios con su puño tan grande como la cabeza de un niño, y exclamaba a voz en grito:

—¡Atrás! ¡Bribones, atrás! ¿Seríais capaces de uniros todos contra un hombre solo; y más aún sobre este hombre; vuestro oficial, y un oficial tal como nunca habréis visto otro igual en vuestra vida?

—¡Retiraos! —exclamó Wilder poniéndose entre sus defensores y sus enemigos—, retiraos os digo, dejadme hacer frente a esos miserables.

—¡Al mar! ¡al mar, él y esos dos malditos que le defienden! —gritaban los marinos—, ¡echémosles a los tres al mar!

—¿Va a permanecer callado, y dejará que se cometa ante sus propios ojos un asesinato? —exclamó mistress Wyllys abandonando el lugar en que estaba y poniendo la mano con vivacidad sobre el hombro del Corsario.

Él se turbó como quien sale repentinamente de un profundo sueño, y la miró fijamente.

—Mire —le dijo ella señalando a la multitud furiosa que se encontraba en cubierta, donde se podían ver todos los síntomas de un motín en vías de aumento—. Mire, van a matar a su oficial, y no hay nadie para impedirlo.

La palidez que desde hacía tanto rato cubría su rostro desapareció cuando, de un solo vistazo, se dio cuenta de lo que sucedía; comprendió en seguida lo que pasaba, y su rostro se enrojeció como si de pronto toda la sangre se le hubiera subido a él. Cogiendo una cuerda que colgaba de la verga que había sobre su cabeza, se deslizó desde la popa y cayó hábilmente en medio de la multitud. Las dos partes retrocedieron, mientras que un silencio súbito y profundo sucedía a los clamores que un momento antes habían parecido los ruidos de una catarata. Haciendo un gesto con el brazo, tomó la palabra, y lo hizo en un tono que, si en algo se diferenciaba de lo normal en él, era por ser bastante menos fuerte y mucho menos amenazador que de costumbre; sin embargo no hubo ni una sola de sus palabras que no llegara a oídos de los más alejados, y nadie podía dejar de entender cuanto quería decir: «¡Una sedición! —dijo con un tono que encerraba una mezcla muy peculiar de desdén e ironía—, ¡una sedición declarada, abierta, violenta, y que puede acabar con derramamiento de sangre! ¿Estáis cansados de la vida amigos míos? ¿Hay alguno entre vosotros que quiera servir de ejemplo a los demás?».

Se calló, y la especie de encantamiento que produjo su presencia fue tan general y tan profundo, que en toda aquella multitud de seres salvajes y encolerizados, no encontró a ninguno lo bastante atrevido que osase desafiar su cólera. Viendo que ni una sola voz respondía, que ningún miembro hacía ni el más mínimo movimiento, que incluso ningún ojo se atrevía a afrontar su mirada firme y chispeante, continuó en el mismo tono.

—¡Está bien! ¡La razón ha llegado algo tarde!; pero afortunadamente para todos, ha llegado. ¡Atrás!, oídme bien, desalojad la cubierta. —Los revoltosos retrocedieron uno o dos pasos a cada lado—. Poned esas armas en su sitio; ya habrá tiempo de sacarlas cuando hagan falta. ¡Habéis tenido la osadía de coger las lanzas sin que yo lo haya ordenado! Tened cuidado, no sea que se os quemen las manos. —Una docena de lanzas cayeron a un mismo tiempo sobre la cubierta—. ¿Hay un tambor en este barco?, ¡que se presente!

Un personaje, todo él tembloroso, y que apenas tenía fuerzas para sostenerse se presentó después de coger su instrumento en una especie de instinto desesperado.

—Vamos, hágalo oír, para que yo compruebe en seguida si mando una tripulación de hombres bien disciplinados y obedientes, o un puñado de maleantes a los que he de purificar antes de poder fiarme de ellos.

Los primeros golpes de tambor bastaron para decir a la tripulación que se hiciera a la retirada. Sin vacilar un solo momento la multitud se disgregó, y cada uno de los culpables se retiró en silencio; los que habían puesto el cañón sobre cubierta, lo llevaron a su sitio con una destreza que les habría sido de insuperable utilidad en un combate.

—¡Que bajen los escuchas y las drizas! —dijo al primer lugarteniente que mostraba ahora un conocimiento tan profundo de lo militar de su profesión como lo había mostrado fuera de lo náutico—. Dé a esos hombres sus lanzas y sus hachas, señor; nosotros vamos a demostrar a estos bribones que no debemos entregarles armas.

Estas diferentes órdenes fueron cumplidas al instante, y en seguida reinó un profundo y solemne silencio que hizo ver a una tripulación preparada para un combate tan imponente, incluso para aquellos que estaban acostumbrados a ello desde su infancia. De esta manera fue como el hábil jefe de este grupo de hombres perversos supo hacer desaparecer la violencia bajo el freno de la disciplina. Cuando creyó que sus ideas habían tomado el curso ordinario y que habían sido comprimidas en sus límites por el estado de sujeción a que él las había sometido, estado que los suyos sabían que una palabra o incluso una mirada culpable sería seguida al momento de un castigo terrible, se apartó a un lado con Wilder, al cual pidió explicación de lo que había pasado.

Si no exageró nada en su relato, tampoco pretendió disminuir las faltas de los culpables. Fueron puestos en conocimiento del Corsario todos los hechos en un lenguaje franco y sin faltarle un ápice de verdad.

—Los muy astutos sabían que mi vista no estaba fija en ellos —respondió el Corsario—. Ya en otra ocasión, hicieron en mi barco la aplicación viviente de aquel pasaje del Nuevo Testamento que nos enseña la humildad diciéndonos: «Los últimos serán los primeros y los primeros postreros». Encontré a toda la tripulación bebiendo licores y golpeándose unos con otros, mientras que los oficiales estaban prisioneros en las bodegas; cosas, que como puede advertir, van en contra tanto de la decencia como del decoro.

—Me pregunto cómo pudo establecer la disciplina.

—Me puse en medio de ellos, solo, y sin otra ayuda que una barca. Pero no necesito más que un lugar donde poner mis pies y extender el brazo, para poner en orden a mil individuos de esa especie. Ahora, que ellos me conocen es raro que no nos entendamos.

—¿Castiga severamente?

—Hago justicia. Temo, señor Wilder, que encuentre nuestro servicio algo irregular; pero un mes de experiencia le pondrá a nuestro mismo nivel y prevendrá todo peligro de escenas semejantes.

Cuando dijo estas palabras, el Corsario miró a su nuevo reclutado con un aire que se esforzaba en ser alegre, pero cuya alegría no podía ir más allá de un ligera sonrisa. «Venga, añadió rápidamente; esta vez, he sido yo el primero que ha estado al margen del tumulto, y como ve todo ha quedado en orden. No podemos permitirnos la indulgencia. Además —siguió diciendo mientras miraba al lugar en que mistress Wyllys y Gertrudis habían quedado, esperando con impaciencia su decisión en una gran incertidumbre—, no debemos olvidar que en este momento tenemos damas a bordo».

Dejando entonces a su lugarteniente, avanzó al centro de la cubierta, donde interrogó en seguida a los principales culpables. Ellos escucharon sus reproches a los que no olvidaba hacer severas advertencias para hacerles saber cuáles podían ser las consecuencias de una transgresión semejante. Aunque les habló con su habitual serenidad, las palabras que pronunciaba en un tono bajo llegaban a los oídos de los marineros más alejados. Entre todos ellos no hubo más que un marinero que, encolerizado quizá por sus anteriores actuaciones, se atrevió a pronunciar unas palabras para justificarse:

—Por lo que respecta a los soldados marinos —dijo—, Su Honor sabe que hay poca amistad entre nosotros, aunque fuera cierto que la cubierta no sea el lugar más conveniente para efectuar nuestras querellas. Pero en cuanto a la persona que se ha situado en el lugar…

—Espero que en él permanezca —interrumpió bruscamente el comandante—. Yo sólo puedo juzgar su valor.

—¡Bien!, ¡bien! Puesto que lo espera así, señor, nadie tiene, en verdad, nada que decir. Pero no se ha oído hablar del barco de Bristol que esperábamos con tanta impaciencia. Su Honor, que es una persona razonable, no se sorprenderá de que los que aguardan un navío de las Indias Occidentales ricamente cargado, tengan cierta repugnancia por aceptar en su lugar una chalupa vacía y deteriorada.

—Sí, señor, si yo quiero, usted aceptará una rama, una tabla, una clavija. Acabemos. Ha visto con sus propios ojos el estado de su barco; y ¿dónde está el marino que en un día de desdicha no se ha visto obligado a convenir que su arte no es nada cuando los elementos están en su contra? ¿Quién es el que ha salvado a este barco, en esta misma tempestad que hemos sufrido? Basta que yo le crea fiel. No es el momento de demostrar a vuestros groseros espíritus que todo lo hago buscando lo mejor. Iros, y enviadme a los dos hombres que tan valerosamente se han situado entre su oficial y la sedición.

Fid se presentó al momento, seguido del negro que frotaba su sombrero con una mano, mientras que con la otra buscaba desmañadamente ocultarla en alguna parte de sus vestidos.

—Usted, usted ha procedido muy bien, muchacho, usted y su amigo.

—Sí, sí, señor, somos muy amigos por esto y por otros motivos, aunque de vez en cuando se produzca entre nosotros alguna borrasca. Su Honor sabe que no siempre es agradable para un blanco que un negro le haga perder su autoridad. Yo intento hacerle ver y eso no es conveniente. Sin embargo, en el fondo es muy buen muchacho, señor, y como es un verdadero africano de nacimiento, espero que usted sea lo suficientemente benévolo como para cerrar los ojos ante sus pequeños defectos.

—Incluso aunque yo no estuviera dispuesto a ello —respondió el Corsario—, la firmeza y energía que ha demostrado hoy hablarían en su favor.

Durante este tiempo el africano permaneció inmóvil, paseando sus grandes ojos negros en todas las direcciones, excepto hacia donde aquellos dos hablaban, y plenamente satisfecho de que su experto compañero le sirviese de intérprete. Entretanto, la energía que acababa de revelarse tan recientemente en el Corsario parecía haber desaparecido ya; su aire de desdén y de fiereza se había extinguido, y la expresión de su mirada anunciaba la curiosidad más que ningún otro sentimiento.

—¿Hace mucho que navegáis juntos, muchacho? —preguntó aunque sin dirigirse a ninguno de los dos en particular.

—Sí, sí, Su Honor; hace veinticuatro años en el último equinoccio en que el amo Harris ancló a nuestro lado, y entonces estuvimos tres años juntos a bordo del Fulminante, sin contar que dimos la vuelta al Cabo de Hornos a bordo de La Bahía.

—¡Ah!, ¡veinticuatro años con míster Wilder! No es de extrañar que pusierais precio a su vida.

—¡Yo no pienso poner ningún precio! —dijo el marinero adoptando una peculiar expresión—. Mire, señor, yo oí a los sublevados acordar entre ellos que nos arrojarían a los tres al mar, de manera que juzgamos que ya era hora de decir algo en nuestro favor; y como no siempre se encuentran las palabras adecuadas, el negro creyó que debía suplir de algún modo esas palabras que habrían hecho el efecto esperado. No, no, no hay tan buen orador como Guinea, y no puedo decir menos de mí mismo; pero dado que hemos tenido que reprimirnos, Su Honor convendrá en que hicimos tanto bien como si hubiésemos hablado con la sutileza del joven aspirante de marino recién salido de la escuela, que siempre está dispuesto para dirigir una maniobra en latín, a falta de conocer la lengua vernácula.

El Corsario sonrió y miró de reojo, probablemente para buscar a nuestro aventurero. No viéndole cerca de él, se vio tentado de llegar más lejos con sus preguntas; pero un instante de reflexión le hizo volver en sí mismo, y expresó este pensamiento un tanto inapropiado de su carácter.

—Vuestros servicios no serán olvidados jamás.

El Corsario les hizo señal de que se retirasen, y volviéndose se encontró frente a frente con Wilder. Sus miradas se encontraron y un ligero rubor manifestó la turbación del primero; pero tomando al instante el dominio de sí mismo, habló sonriendo del carácter de Fid, y entonces, con un tono de autoridad, ordenó a su lugarteniente que se retirase.

Los cañones fueron retirados, las portas cerradas, así como también el pañol, y los miembros de la tripulación se fueron cada uno por su lado, como hombres cuya violencia ha sido totalmente dominada por la triunfante influencia de un espíritu superior. El Corsario desapareció entonces de cubierta, y la vigilancia de ésta fue encargada por el momento al oficial de turno.