Siete días después de la llegada de Gertrudis y de su maestra a bordo de un barco del que no es necesario ocultar la índole, el sol se alzó sobre las velas, las vergas simétricas y la figura sombría del barco, a la vista de algunas islas bajas, pequeñas y cubiertas de rocas. El viento había desaparecido por completo; el aire vacilante e incierto que de vez en cuando impulsaba un instante las velas más ligeras, no era, por decirlo así, más que la suave respiración de la aurora que parecía temer turbar el sueño del océano.
Todo cuanto tenía vida en el barco estaba ya en pie y en plena actividad. Cincuenta marineros vigorosos estaban encaramados por diferentes lados en los aparejos, unos riendo y bromeando entre ellos, otros cumpliendo sin dificultad la tarea fácil que les había sido encargada. Otros, en gran número, se divertían abajo en los puentes, tranquilamente, en alguna ocupación semejante. Todos en general tenían aspecto de gentes que hacen algo para no ser tachados de pereza más que por necesidad. La cubierta, esa parte sagrada de todo barco en que reina la disciplina, estaba ocupada por otro tipo de hombres que no manifestaban mayor actividad.
Tres o cuatro jóvenes, se mostraban bajo una especie de pequeño uniforme de mar para el cual no se había tenido en cuenta la moda de ningún pueblo en particular. A pesar de la aparente calma que reinaba en torno a ellos, cada uno de estos individuos tenía en su cintura un puñal corto y derecho. No había, sin embargo, ningún otro signo inmediato de desconfianza del que un observador pudiera deducir que esta precaución de llevar armas fuera algo más que la costumbre ordinaria del barco. Dos centinelas de mirada hosca y dura, vestidos y equipados como soldados de tierra, y que contra el uso habitual de la marina estaban situados en la línea de demarcación entre el lugar que ocupaban los oficiales y la parte delantera de la cubierta, anunciaban aún mayores precauciones. Pero, sin embargo, todo esto era visto por los marineros con indiferencia, prueba evidente de que la costumbre les había familiarizado con ello desde hacía mucho tiempo.
El individuo que ya fue presentado bajo el título de general, estaba en pie tan rígido como uno de los mástiles del barco, estudiando con intención de crítica el equipaje de sus dos mercenarios, y pareciendo inquietarse tan poco por cuanto pasaba a su alrededor como si se considerase, literalmente, una parte integrante y material del armazón del barco.
Había, no obstante, un hombre que se podía distinguir de cuantos le rodeaban por la dignidad de su figura y el aire de autoridad que respiraba incluso en la calma de su actitud: era el Corsario, que estaba a un lado, solo; nadie osaba aproximarse al lugar que él ocupaba. Su sutil mirada se paseaba incansablemente por todo el barco, como para pasarle revista; después, por unos momentos, quedó cautivado por una de esas ligeras y transparentes nubes que flotaban por encima de él en los azules cielos, y entonces se vio acumularse en su frente esas sombras espesas que parece cubrir profundas reflexiones. Su mirada llegaba a ser a veces tan sombría y amenazadora que su hermosa cabellera, que se escapaba en rizos por su gorro de terciopelo, no podía conservar en sus rasgos la gracia que tan a menudo animaba su expresión. Como si desdeñara toda molestia y hubiera querido demostrar a la naturaleza su poder, llevaba sus pistolas al descubierto, colgadas de un cinturón de cuero que rodeaba su traje azul adornado con un galón de oro.
En el puente de popa y separadas de la gente, se encontraban mistress Wyllys y Gertrudis, que no presentaban en su aspecto o en sus miradas esa inquietud que, naturalmente, es de suponer en mujeres que se encuentran en una situación tan crítica como el estar en compañía de piratas son fe ni ley. Al contrario, mientras que la primera mostraba a su joven amiga el promontorio azul que se elevaba del agua como una nube y que se dibujaba en lontananza, la esperanza se mezclaba de manera impresionante con la expresión ordinariamente tranquila de sus rasgos. Luego llamó a Wilder con tono alegre, y el joven, que desde hacía mucho rato permanecía de pie al final de la escalera que llevaba a cubierta, acudió a su lado en un instante.
—Precisamente en un barco se me está yendo gran parte de mi existencia —dijo la institutriz que evidentemente se entregaba a sus recuerdos de otros tiempos—; ¡feliz y desgraciado a la vez ha sido el tiempo que he pasado en el mar!, y éste no es tampoco el primer barco a bordo del cual haya querido la fortuna dejarme.
Y sin embargo los aparejos parecen que han cambiado después de los días a que me refiero. ¿Es frecuente, señor Wilder, que se permita a un extranjero, como usted lo es en este barco, gobernar un barco de guerra?
—¡Ciertamente no!
—Y sin embargo, por lo que mi escaso juicio puede comprender, usted ha desempeñado funciones de primer lugarteniente desde que hemos sido recogidos en este navío.
Wilder volvió de nuevo los ojos, y pareció, con clara evidencia, que buscaba las palabras antes de responder:
—Un título de lugarteniente siempre es respetado. El mío me ha procurado la atención que han podido ver.
—Entonces, ¿es usted oficial de la corona?
—¿Ninguna otra autoridad sería respetada en un barco de la corona? La muerte ha dejado vacante el segundo puesto de este… barco. Afortunadamente para las necesidades del servicio, incluso tal vez para mí mismo, me he encontrado aquí para ocuparlo.
—Pero dígame también —continuó la institutriz que parecía dispuesta a aprovechar la ocasión de disipar una duda—, ¿es habitual que los oficiales de un barco de guerra aparezcan armados en medio de su tripulación de la forma en que se ve aquí?
—Es la voluntad de nuestro comandante.
—Este comandante es, evidentemente, un hábil marinero; pero al mismo tiempo es un hombre cuyos caprichos y gustos son tan extraordinarios como aparentan. Ya le he entretenido bastante y me parece que no dispone de mucho tiempo.
Mistress Wyllys guardó silencio durante unos minutos, y sus ojos permanecieron fijos en el rostro del ser tranquilo e inmóvil que conservaba siempre la misma actitud, aislado de toda la gente que había adoptado la decisión de someterse por completo a su autoridad.
—¿Hace mucho tiempo que conoce al capitán Heidegger? —preguntó ella.
—Nos habíamos visto anteriormente.
—Parece un hombre de origen alemán, a juzgar por su acento. Estoy segura de que es nuevo para mí. He conocido aquel tiempo en que había pocos oficiales de ese rango al servicio del rey, que no me fuesen conocidos al menos de nombre. ¿Hace mucho que su familia vive en Inglaterra?
—Es una cuestión a la que podía responder mejor él mismo —dijo Wilder—, notando con placer que aquel que era el centro de su conversación se les acercaba.
Wilder se retiró con evidente desagrado, y si en el corazón de sus compañeras habían empezado las sospechas, notarían la mirada de desconfianza que dirigió a su comandante, cuando éste vino a saludarles y hacerles su visita de cada mañana. No había, sin embargo, nada en los modales del Corsario que pudiera revelar una celosa vigilancia. Al contrario, sus maneras eran indiferentes, frías y parecía preocupado. Se podría decir que vino a conversar con ellos mucho más por el sentimiento de los deberes de hospitalidad que por el placer que pudiera encontrar en hacerlo. A pesar de eso su aspecto era jovial, y su voz dulce como el aire de las islas florecientes que se ven en la lejanía.
—Miren qué paisaje —dijo indicando con el dedo las cimas azuladas de la tierra, que hace las delicias del habitante de las tierras y el terror del marino.
—¿Los marinos sienten tanta repugnancia al ver los países que tantos de sus semejantes encuentran placer en habitar? —preguntó Gertrudis con una franqueza que habría bastado para demostrar que su alma joven e inocente no tenía la menor sospecha del verdadero carácter de aquel que les hablaba.
—¿Su nombre es miss Grayson? —preguntó el Corsario con una sonrisa en que la ironía estaba quizá cubierta por la broma. Después del peligro que ha corrido hace tan poco tiempo, yo mismo, verdadero monstruo del mar tan testarudo y terco como soy, no tengo ningún motivo para enfadarme por su repugnancia hacia nuestro elemento. Y sin embargo, al menos así me lo parece, siente cierto placer. Tenemos regularmente nuestros bailes, por ejemplo, hay a bordo de este barco artistas que, si son incapaces quizá de formar con sus piernas un ángulo recto tan exacto como el primer bailarín de ballet, pueden, sin embargo, continuar con los mismos rostros en una borrasca, lo que es mucho más de lo que sabría hacer el mejor danzante de salones.
—Un baile sin mujeres debe ser una diversión poco agradable, al menos para nosotros, pobres habitantes sin gusto de tierra firme.
—¡Ejem!, no sería así, sin duda, si hubiera una o dos damas. Al momento formamos nuestro teatro, la farsa y la comedia nos ayudan a pasar el tiempo, y nos calzamos el coturno.
—Todo eso es muy bonito pintado de esa forma —respondió mistress Wyllys—; pero el cuadro debe algo al mérito del poeta o del pintor, como quiera llamarle.
—No tengo más que una grave y verídica historia. Sin embargo, puesto que usted duda de ella…
Y se volvió hacia Wilder que se había situado en la puerta de entrada, y le dijo: «Estas damas dudan de nuestra jovialidad, señor Wilder; que el contramaestre deje oír su mágico silbato y haga circular el grito de: ¡A las farsas!, entre la tripulación».
Nuestro aventurero hizo ademán de que iba a obedecer, y a dar las órdenes necesarias. En pocos minutos el mismo individuo con quien había trabado conocimiento en la taberna de El Ancla Levada apareció en medio del barco cerca de la gran escotilla, con su cadena y su silbato de plata, y acompañado de dos ayudantes, alumnos más humildes de la misma extravagante escuela.
Entonces un silbato agudo y prolongado salió del instrumento de Nightingale, quien, cuando el sonido se extinguió, gritó con una voz aún más fuerte y menos sonora de lo normal:
—¡Eh!, ¡eh!, todo el mundo, ¡a las farsas!
Apenas había sonado el grito de: ¡A las farsas!, cuando un murmullo de voces bajas, que se escuchaba desde hacía bastante rato entre la tripulación, cesó de golpe, y una aclamación general salió a la vez de todas las bocas. En un instante, desapareció todo síntoma de letargo, para dar paso a una actividad general y extraordinaria. Los marineros de los mástiles se lanzaron como animales saltadores, en medio de los aparejos de sus berlingas respectivas, y se les vio trepar por las escaleras de cuerdas oscilantes como ardillas que se afanasen en ganar su agujero a la primera señal de alarma. Los marineros más viejos y menos ágiles del castillo de popa, los ayudantes de los cañoneros y los maestros cuarteleros, personajes más importantes aún, todos se esforzaban, con una especie de instinto, en ocupar sus posiciones respectivas, los más ejercitados, en preparar las farsas a sus camaradas, concretaban los preparativos.
Había otro pequeño grupo de hombres que estaban reunidos, en medio de los clamores y de la confusión general, con un orden y diligencia que manifestaban a la vez que ellos sentían la necesidad de unirse a la circunstancia del momento: era la tropa guerrera, tan bien disciplinada, del general, entre la cual y los marineros más ampulosos existía una antipatía que se podría casi definir como instintiva, y que sobre todo, por razones fáciles de entender, había sido tan fuertemente alentada en el barco del que hablamos, que a menudo se había manifestado en querellas tumultuosas y otras veces, incluso, en una especie de combates. Bien podían llegar a una veintena; se reunieron rápidamente, y, aunque tenían que dejar sus armas de fuego antes de llegar, tomaron parte en la diversión general; había en el rostro de cada uno de estos héroes con bigotes una expresión sombría que mostraba el placer con que utilizarían la bayoneta colgada en sus espaldas, si la necesidad les obligase. Su comandante se retiró con el resto de los oficiales al castillo de proa, para no importunar con su presencia los juegos y maniobras de aquéllos a quienes habían cedido el resto del barco.
Habían transcurrido un par de minutos en los acontecimientos que acabamos de hacer mención; pero antes los marineros que trepaban por los mástiles se aseguraron de que ningún peligro ocurriría a bordo, y de que no existía motivo para esperar ningún tipo de resentimiento por parte de los diferentes grupos situados en cubierta, luego se dispusieron a obedecer, al pie de la letra, la orden del comandante de comenzar sus farsas.
Un cierto número de cubos de cuero, de los cuales la mayor parte serían utilizados en caso de incendio, fueron colgados con igual número de palancas en la extremidad exterior de las diferentes vergas que bajaban hacia el mar. A pesar de la torpe oposición de los marineros de abajo, los cubos quedaron llenos. Más de un astuto marino, tuvo entonces con el elemento sobre el que flotaba un conocimiento más íntimo del que convenía a su humor. Tan pronto como estos ataques burlescos se cernieron sobre los individuos que aún no estaban más que seminiciados en tales misterios, los marineros de los mástiles gozaron impunemente del resultado de tales astucias; pero desde el instante en que la dignidad de un ayudante artillero no fue respetada, toda la tropa de los suboficiales y de los hombres del castillo de popa se levantó en masa para vengar este insulto, con una prontitud y destreza que probaban cómo conocían los viejos marineros a fondo todo lo que formaba parte de su profesión. Una pequeña bomba fue dirigida contra el mástil más próximo como una batería colocada con arte para limpiar un campo de batalla. Los hombres de los mástiles se dispersaron en seguida riendo a carcajadas, unos subiendo lo suficiente para estar fuera del alcance de la bomba, otros se retiraron a la cofa más cercana, y lanzándose de cuerda en cuerda a grandes alturas, lo que hubiera sido imposible hacer a todo animal que no fuese una ardilla.
Los marineros triunfantes y maliciosos invitaron a los soldados marinos a aprovecharse de su ventaja. Empapados hasta los huesos y animados por su deseo de venganza, una media docena de soldados, conducidos por un cabo cuya polvorienta cabellera se había convertido en una especie de pasta por el contacto demasiado íntimo que había tenido lugar entre ella y un cubo repleto de agua, trataron de subir por los aparejos, tarea mucho más difícil para ellos que ir a la brecha.
Apenas pasó el último de la tropa, cuando veinte marineros se precipitaron desde lo alto de la cofa para saltar sobre su presa. En menos tiempo del que cabría esperar, este intento fue realizado. Dos o tres audaces aventureros fueron amarrados en el lugar en que se encontraban, totalmente incapaces de ofrecer la menor resistencia en un sitio donde el mismo instinto les obligaba a emplear sus dos manos para resistir, mientras que el resto de la tropa estaba alzada, por medio de poleas, tan fácilmente como se hubiera podido subir una verga o una vela ligera.
En medio de las ruidosas aclamaciones que siguieron a este suceso, un marinero sobresalió por la gravedad y aplicada actitud con que desempeñaba su papel en esta comedia. Sentado en el extremo de una gran verga, con tanta seguridad como si hubiese estado tendido sobre un sofá, estaba muy ocupado en examinar el estado de un prisionero que había pasado de mano en mano hasta llegar a él, con orden del capitán de la tropa victoriosa, que dirigía desde lo alto de la cofa, de hacer con él una gorra y ponérsela.
—¡Muy bueno!, ¡muy bueno! —dijo nuestro marinero serio y acompasado, que no era otro sino Richard Fid—; las eslingas que se me han enviado con este valiente compañero no son de las mejores —y exclamó luego—, ¿qué pasará pues, cuando le icemos con una polea? ¡Pardiez!, señores, debíais haber suministrado a este muchacho un atavío más propicio para el ridículo, si queríais enviarle con mejor compañía; hay más agujeros en su vestido que portillas en el barco… ¡Eh! ¡Los de cubierta! Guinea, búscame un sastre, y envíale aquí para que ponga el trasero del camarada al abrigo del viento.
El africano de estatura atlética, que fue puesto en el castillo de proa por su prodigiosa fuerza, echó una mirada a lo alto, y con los brazos cruzados sobre el pecho, se puso a rondar por el puente con un aspecto tan serio como si hubiera sido encargado de una función de la mayor importancia. Oyendo todo este ruido por encima de su cabeza, un hombre que con aire de angustia y tristeza inspiraba verdaderamente piedad, había salido del retirado rincón en el que se encontraba para subir por la escalera de escotilla de delante, y pasando la mitad del cuerpo, con una madeja de grueso hilo en el cuello, un trozo de cera en una mano y una aguja en la otra, se puso a mirar atentamente a su alrededor. Detuvo su mirada en el pobre diablo de Escipión. Extendiendo el brazo, le tocó en el hombro, y antes de que su víctima estupefacta supiera en qué manos había caído, un garfio le sujetó por la cintura de su pantalón, y ya estaba a mitad del camino entre el mar y la verga para ir a reunirse con el viejo Richard.
—Cuida de que no caiga en el mar —gritó Wilder desde lo alto de la popa.
—Es el sastre, amo Harry —respondió el negro impasible—; si paño no ser bueno, él no tener otro.
Durante esta corta conversación, el buen Homespun había llegado sano y salvo al término de su vuelo aéreo. Fue atentamente recibido por Fid quien se levantó a su lado, y le hizo sitio cómodamente entre la verga y el extremo de la misma, le ató con una correa de forma que pudiera mover libremente las manos.
—Arregle un poco el pantalón de este pobre diablo —le dijo Richard después de tomar todas las precauciones para que el buen hombre no pudiera caerse—; vamos, cósame todo esto. Pero ¿por qué, compañero, abres ojos tan grandes como una porta? —dijo Fid—. Cuanto ve a su alrededor es agua, a excepción de ese punto azul del lado este que es una parte de las montañas de las Bahamas, ¿comprende?