Capítulo diecisiete

La violencia de la tempestad estaba en su apogeo cuando Earing y sus infortunados compañeros se precipitaron con el mástil en el mar. Aunque el viento continuó soplando durante mucho tiempo después de ese fatal acontecimiento, su fuerza era cada vez menor. A medida que el huracán decaía, las olas empezaban a elevarse y el barco a resentirse en proporción a éstas. Wilder vigiló con inquietud durante dos horas, en el transcurso de las cuales le fueron necesarios todos sus conocimientos marítimos para impedir que lo que quedaba del barco no se convirtiese en presa de un mar tan ávido. Sin embargo con su gran habilidad, consiguió cumplir la tarea que se le había impuesto, y precisamente cuando se empezaban a distinguir por el este los primeros claros del día, los vientos y las olas se apaciguaron a un tiempo. Durante este período de penosa inquietud, nuestro aventurero no recibió la menor ayuda de ningún miembro de la tripulación, excepto de dos marinos con experiencia que puso al timón.

El día amaneció con un aspecto muy diferente al que había señalado el espantoso horror de la noche. Los vientos parecían haber agotado su furor. Tan sólo se notaba una brisa incierta, y antes de que saliera el sol, la agitación del mar se había cambiado en una gran bonanza. El mar se abatía tan rápidamente como la fuerza que le agitaba desaparecía, y cuando los rayos dorados del astro cayeron centelleantes sobre la superficie del mar, hicieron aparecer tranquila y lisa a la azul llanura.

Era todavía temprano, y la serenidad del cielo y del océano prometía un día que permitiría hallar la forma de someter al barco bajo las órdenes de la tripulación.

—Preparad las bombas —dijo Wilder viendo que salían continuamente los marineros de las distintas situaciones en que habían ocultado sus inquietudes durante las últimas horas de la noche—. ¿Me oye usted, señor? —añadió con voz severa dándose cuenta de que nadie se movía para obedecer su orden—. Sondee la profundidad del agua, y que no quede lo más mínimo de ella en el barco.

Nighthead obedeció lentamente la primera parte de esta orden, y en poco tiempo todo estuvo preparado para comenzar el trabajo necesario, e incluso, por lo que parecía, urgente: «hacer trabajar las bombas». Pero ninguno de los hombres se prestó para tan penosa maniobra. La penetrante mirada de Wilder, que se había puesto en guardia, no tardó en darse cuenta de esta resistencia; repitió la orden en un tono mucho más severo, llamando por su nombre a dos marineros para dar ejemplo de obediencia. Estos vacilaron, teniendo de esta forma Nighthead tiempo para comprobar, por su voz, las sediciosas intenciones que les embargaba.

—¿Qué necesidad hay de manejar las bombas en un barco como éste? —dijo con una sonrisa grosera, pero en la que un secreto terror luchaba de forma extraña con una malevolencia acentuada—. Después de todo lo que hemos visto esta noche, ninguno de nosotros se extrañaría si viéramos al barco lanzar el agua del mar como la ballena cuando respira.

—¿Qué quieren decir con semejante vacilación y con ese lenguaje? —dijo Wilder aproximándose a Nighthead con un paso firme y mirada demasiado orgullosa para dejarse abatir por las señales de insubordinación tan evidentes—. ¿Es usted, señor, usted que debería ser el primero en actuar en un caso como éste, quien se atreve a dar ejemplo de desobediencia?

El lugarteniente retrocedió un paso, sus labios se entreabrieron; pero no articuló ninguna respuesta inteligible. Wilder le repitió de nuevo con voz tranquila y severa que se pusiera él mismo a la bomba. Nighthead recobró entonces la voz para pronunciar una clara negativa; pero al instante rodó a los pies de su comandante indignado, alcanzado por un golpe que no tuvo ni destreza ni tiempo de detener.

A este acto decisivo sucedió un momento de profundo silencio y de incertidumbre entre los marineros; después, dando todos unas voces terribles, como para constituirse en estado de motín, se arrojaron contra nuestro aventurero solo y sin defensa. En el momento en que una docena de brazos acababan de apresar fuertemente a Wilder, un grito agudo se oyó en medio de cubierta, y detuvo un instante el furor de éstos: era Gertrudis cuya voz conmovedora tuvo suficiente influencia para detener los bárbaros proyectos de una reunión de seres tan rudos y tan groseros como aquéllos cuyas pasiones se habían despertado de forma tan terrible. Aflojaron a Wilder, y todos miraron, llevados de un impulso repentino, hacia el lugar de donde había salido la voz.

Durante las horas más críticas de la noche que acababa de transcurrir, la existencia de las pasajeras que estaban en los camarotes había sido olvidada por aquéllos a los que el deber retenía en cubierta. Mistress Wyllys y su discípula permanecieron, pues, durante ese tiempo en completa ignorancia de los desastres que habían tenido lugar. Subieron y estaban en cubierta, y no se habían recobrado aún del miedo en que les sumió el espectáculo de desolación que acababan de ver, cuando la rebelión meditada después de algún tiempo estalló contra Wilder.

—¿Qué significa este espantoso cambio? —preguntó mistress Wyllys con un gran temblor de labios, cuyo rostro, a pesar del poder extraordinario que ejercía sobre sus sentidos, estaba cubierto de una palidez mortal.

La mirada de Wilder era brillante, y su frente tan sombría como la tempestad a la que habían escapado tan felizmente, cuando respondió, haciendo a los amotinados un gesto amenazador:

—¿Qué significa esto, señora? es una sedición, una vil, una cobarde sedición.

—¡Una sedición! ¿Ha sido una sedición la que ha despojado a este barco de sus mástiles, y le ha dejado desnudo y sin defensa en el mar?

—Escuche, señora —interrumpió bruscamente el lugarteniente—, les puedo hablar francamente a ustedes, ya que sé quiénes son, y por qué motivos han embarcado en La Real Carolina.

Nighthead explicó en dos palabras a mistress Wyllys la situación desesperada del barco, y la absoluta imposibilidad de que permaneciera mucho tiempo a flote, puesto que reiteradas experiencias le habían convencido de que la bodega estaba ya medio llena de agua.

—¿Y qué hay que hacer? —preguntó la institutriz dirigiendo una mirada de angustia a la pálida y atenta Gertrudis—. ¿No hay ningún barco a la vista para salvarnos del naufragio? ¿o es preciso perecer sin ayuda?

—¡Dios nos libre de encontrarnos con barcos desconocidos! —gritó el obstinado Nighthead—. Creemos que entre nosotros y la tierra debe haber unas cuarenta leguas hacia el noroeste. Agua y víveres hay en abundancia, y doce brazos vigorosos pueden llevar rápidamente una chalupa hasta el continente americano.

—¿Se propone abandonar el barco?

—Sí, el interés de los armadores es caro a todo buen marino, pero la vida es más preciosa que el oro.

—¡Hágase la voluntad del cielo! pero no pensará hacer ningún acto de violencia contra el señor que, estoy segura, ha gobernado el barco en unas circunstancias tan críticas con una prudencia muy por encima de su edad, ¿no es cierto?

Nighthead murmuró algunas palabras en voz muy baja, y se retiró entonces para hablar con los marinos, que al parecer estaban dispuestos a secundarle en todas las cosas, por muy falsas e injustas que fuesen. En los breves instantes de incertidumbre que siguieron, Wilder guardó silencio, siempre tranquilo y dueño de sí, dejando escapar de sus labios una expresión de menosprecio, y conservando más la actitud de un hombre que tiene el poder de decidir la suerte de sus semejantes, que el de uno sobre el que pudiera influir alguien ajeno a él mismo.

Cuando los marineros estuvieron de acuerdo con lo que iban a hacer, el lugarteniente vino a decir el resultado de la deliberación. Sin embargo las palabras no eran necesarias para dar a conocer una parte esencial de la decisión, pues algunos marineros se ocuparon al momento de botar la lancha de popa, mientras que los demás trabajaban llevando a ella las provisiones necesarias.

—Todos los cristianos que están a bordo del barco encontrarán lugar en esa lancha —dijo Nighthead—, y en cuanto a los que gusten de la confianza de ciertas personas, ¡rediez! pues que recurran a su ayuda en vez de importunarnos.

—¿Debo, pues, pensar por eso —dijo Wilder con tranquilidad—, que tiene usted intención de abandonar el barco y no cumplir con su obligación?

El lugarteniente medio intimidado, pero siempre lleno de resentimiento, le dirigió una mirada en la que se veía que su temor le disputaba al orgullo el triunfo; al fin respondió:

—Usted que sabe hacer navegar a un barco sin la ayuda de la tripulación, no necesitará barco. Por lo demás, no podrá contar a sus amigos, cualesquiera que sean, que le dejamos sin medios para llegar a tierra, si es que en realidad, es de la tierra de donde es usted habitante; ahí le queda la chalupa.

—¡La chalupa!… pero usted sabe que sin mástil ni todos los esfuerzos reunidos podrían levantarla de la tilla.

—Los que han arrancado los mástiles de La Real Carolina podrán sustituirlos, —dijo un marinero haciendo gestos—. No pasará una hora desde que nos vayamos, cuando una mano invisible dirigirá sus palanquetas, y no le faltarán entonces compañeros de viaje.

Wilder pareció desdeñar la respuesta. Empezó a pasearse con pasos lentos sobre cubierta, pensativo es cierto, pero muy tranquilo y con sangre fría. Durante este tiempo, como todos los marinos ardían en el mismo deseo de abandonar más tarde el barco, hicieron los preparativos con una actividad increíble. Las dos mujeres sorprendidas y alarmadas apenas habían tenido tiempo de enfocar bien la extraordinaria situación en que se encontraban, cuando vieron llevarse en la barca al patrón que había sido tan desgraciadamente herido; poco después se les llamó para que fuesen a ocupar un sitio junto a él.

El momento crítico había llegado, y ellas empezaron a notar la necesidad de tomar una decisión. Las advertencias, no las temían demasiado, serían inútiles; las miradas de odio y de malevolencia que se lanzaban de vez en cuando contra Wilder mostraban cuán peligroso había sido excitar unos espíritus tan obstinados y tan ignorantes a nuevos actos de violencia. La institutriz tuvo la ocurrencia de dirigirse al herido; pero el aire de inquietud desesperado con que había mirado a su alrededor al verse llevado por cubierta, y la expresión de sufrimientos físicos y morales que se veía en su rostro en el momento que lo ocultó con las mantas en que iba envuelto, hacían ver claramente la poca ayuda que se podía esperar de él en su situación actual.

—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó ella al fin con el propósito, en apariencia insensible, de su solicitud.

—Quisiera saberlo, —respondió en seguida dirigiendo una mirada penetrante y rápida a todas partes—. No es inverosímil que alcancen la playa; veinticuatro horas de calma es suficiente para ello.

—¿Si no?

—Una racha de viento del noroeste o de cualquier otro punto de la tierra provocaría su ruina.

—¿Y el barco?

—Si es abandonado, se hundirá.

—Entonces es preciso que yo hable a esos corazones de piedra. No sé de dónde procede el interés tan poderoso que usted me inspira, inexplicable joven, pero prefiero arriesgarme a todo con tal de verle libre de semejante peligro.

—Deténgase, mi querida señora —dijo Wilder reteniéndola con respeto por la mano—, no puede abandonar el barco.

—Eso es lo que aún no sabemos; se pueden someter los caracteres más obstinados. Es posible que tenga éxito.

—Hay un carácter para someter, una razón para convencer, unos prejuicios para superar, sobre los que no tiene usted poder alguno.

—¿Los prejuicios de quién?

—Los míos.

—¿Qué quiere decir, señor? Piense que eso sería debilidad, que el resentimiento contra tales seres le arrojaría a un acto de locura.

—¿Parezco un loco? —preguntó Wilder—. El sentimiento que me dirige puede ser falso, pero tal como es, es inherente a mis costumbres, a mis opiniones, y puedo decirlo, a mis principios. El honor me prohíbe abandonar el barco que mando, en tanto quede una madera a flote.

—¿Y qué utilidad puede tener un brazo aislado en unas circunstancias tan críticas?

—Ninguna —respondió él con una sonrisa melancólica—. Debo morir, para que otros, cuando estén en mi lugar, cumplan con su deber.

Mistress Wyllys y Gertrudis permanecieron inmóviles. Ambas examinaron sus ojos centelleantes y la tranquilidad que había en el resto de su fisonomía; pero había un sentimiento de terror que inspiraba gran interés. Mistress Wyllys leía en la expresión de sus rasgos un carácter de resolución inquebrantable, mientras que Gertrudis, temblorosa tan sólo por la idea de la horrible suerte que les esperaba, sentía en su joven corazón un entusiasmo generoso que le encadenaba, casi a pesar suyo, a admirar tan heroico sacrificio. Sin embargo la institutriz vio menos motivos de temor en la determinación de Wilder. Si hasta entonces sintió repugnancia por confiarse, así como su alumna, a una banda de hombres tales como aquellos que poseían en ese momento toda la autoridad, esta repugnancia aumentó por los mandatos rudos y ruidosos que se les hacía para que se apresuraran y fuesen a ocupar un lugar entre ellos.

—¿Existe alguna esperanza, muchacho, para los que permanezcan en estos despojos?

—Muy pocas.

—¿Y en la chalupa?

Transcurrió más de un minuto antes de que Wilder respondiera. Volvió nuevamente los ojos hacia el vasto y brillante horizonte, y parecía estudiar el cielo en la dirección del continente lejano, con mucho cuidado. Ninguna señal que pudiese presagiar el tiempo escapaba a su vigilancia, mientras que las emociones variadas que experimentaba al mirar, se reflejaban en su rostro.

—¡Por mi honor, señora, por ese honor que me obliga no solamente a darle consejo sino también a proteger su sexo, desconfío del tiempo! Creo que hay tantas posibilidades de que seamos vistos por algún barco, como probabilidades de que los que se arriesgan en la lancha, alcancen tierra.

—Permanezcamos pues aquí, —dijo Gertrudis, a la que, por primera vez después de estar de nuevo en cubierta, reapareció la sangre en sus pálidas mejillas, hasta tal extremo que se cubrieron de un vivo rubor—. No puedo soportar a esos miserables que serían nuestros compañeros en aquella barca.

—¡Bajad!, ¡bajad! —gritó Nighthead con voz impaciente—. Cada minuto del día es una semana, cada momento de calma es un año de vida para todos nosotros. ¡Bajad! bajad, o les dejaremos.

Mistress Wyllys no respondió nada, pero en ella se veía el reflejo de una total y penosa indecisión. Entonces oyó resonar sobre el agua el ruido de los remos, y poco después vio la lancha deslizarse por la superficie líquida impulsada por los brazos vigorosos de sus remeros.

—¿Hay alguna esperanza? —preguntó el aya que observaba con continua atención el menor cambio de la fisonomía del que suponía entonces su único apoyo.

Los temores que oscurecían la frente de Wilder se disiparon, y la sonrisa que brilló en su rostro asemejaba a los rayos del sol cuando horada las más espesas nubes del torbellino que le oculta a los ojos.

—Hay —dijo con seguridad—; nuestra situación está bastante lejos de ser desesperada.

—Señor Wilder, no quiero importunarle pidiéndole explicaciones que ahora podrían ser inútiles. Pero no se niegue a comunicarme sus motivos de esperanza.

Wilder se apresuró a satisfacer una curiosidad que parecía tan penosa como natural.

—Los sublevados han dejado la más grande y más segura de las chalupas que posee La Real Carolina.

Fue en esa pequeña barca donde Wilder propuso reunir los objetos útiles que pudiesen recoger con apresuramiento en el barco abandonado. Entraría a continuación con sus compañeras para esperar el momento crítico en que el barco se hundiera bajo ellos.

—¿Llama a esto esperanza? —gritó mistress Wyllys cuando esta corta explicación hubo terminado—. He oído decir que el remolino que hacen los barcos al hundirse se traga todas las cosas de menor tamaño que flotan junto a él.

—Eso ocurre algunas veces. Por nada en el mundo quisiera engañarles, y les diré ahora que las probabilidades que tenemos de salvarnos son, al menos, iguales a las que nos exponemos de ser tragados con el barco.

—¡Es terrible —dijo el aya—; pero que se cumpla la voluntad de Dios! ¿sabrá la destreza suplir a la fuerza?, ¿y no habrá algún medio de lanzar la chalupa al mar antes del momento fatal?

Wilder hizo un signo con la cabeza que no daba lugar a equivocación.

Les mostró entonces los objetos ligeros que podían necesitar si tenían la suerte de escapar del naufragio, y les aconsejó que los llevasen sin pérdida de tiempo a la chalupa. En tanto que las tres mujeres estaban ocupadas de esta manera, bajó a la bodega, para ver el avance del agua y calcular el tiempo que transcurriría antes cié que el barco se hundiera totalmente.

Reconoció que la situación era todavía más alarmante de lo que él había creído. Desprovisto de los mástiles, el barco había maniobrado tan pesadamente que se habían abierto varias junturas por las que entraba el agua, y como las obras vivas, empezaban a hundirse bajo el nivel del océano, el crecimiento del agua aumentaba con increíble rapidez. Subió con el corazón oprimido, sobre cubierta y se ocupó a continuación de las disposiciones que eran necesarias para garantizar a sus compañeras la más ligera probabilidad de salvación.

Mientras que éstas olvidaban por un instante sus temores para dedicarse a un trabajo ligero pero a la vez útil, Wilder preparó los dos mástiles de la chalupa, y ordenó convenientemente las velas, así como los otros aparejos que podían ser necesarios en caso de tener éxito.

En medio de estos preparativos, un par de horas transcurrieron tan rápidamente, que los minutos habían parecido sólo segundos. Al término de ese tiempo, había acabado su trabajo. Cortó los cabos que servían para asegurar la chalupa cuando el barco estaba en movimiento, dejándole en el mismo lugar, pero de forma que no quedase cogida por ningún lado al casco del barco, que entonces estaba hundido de tal manera que se podía pensar en todo momento que no se hundiría bajo ellos.

Una vez tomada esta medida de precaución, invitó a sus compañeras a subir a la chalupa, por temor a que la crisis sobreviniera antes de lo que suponía, pues sabía que un barco que se hunde es como una pared que se va a caer, siempre dispuesta a ceder al menor impulso que se le dé.

Había puesto las velas de forma que pudiera izarlas en un instante. Examinó con cuidado si algún cabo que no hubiera visto sujetaba aún la chalupa a los restos del barco que podría arrastrarles, y comprobó que maderas, agua, una brújula y los instrumentos que eran necesarios para saber la situación de un barco estaban colocados con cuidado en sus lugares respectivos, y todos prestos para utilizarlos. Cuando todo estuvo así preparado, se puso en la popa de la chalupa, y trató, teniendo en cuenta su fisonomía, de inspirar a sus compañeras, menos atrevidas, parte de su entereza.

Durante dos horas de incertidumbre terrible, la conversación entre los atentos pasajeros, aunque en un tono de confianza y a veces de ternura, se veía interrumpida por largos intervalos de silencio y reflexión. Todos se abstenían de hacer la menor alusión al peligro que les amenazaba, para evitar que los demás se alarmasen; pero nadie podía ignorar el peligro inminente que corrían en este inerte deseo de amor a la vida que era común a todos.

Así pasaron los minutos, las horas, y todo el día, hasta que se vio como la oscuridad se deslizaba lentamente a lo largo del vasto abismo, estrechándose poco a poco el horizonte del lado este, hasta que la visión quedó limitada a un círculo estrecho y sombrío alrededor del lugar donde se encontraban. A este cambio siguió otra hora terrible durante la cual parecía que la muerte se disponía a visitarles rodeada de todo lo que de sus horrores es más espantoso.

—¿Se aproxima el momento fatal? —preguntó mistress Wyllys con toda la entereza de que era capaz en una situación tan crítica.

—Sí. El barco ha hundido ya sus imbornales en el mar; algunas veces un barco puede sobrenadar hasta que está totalmente cubierto de agua. Si el nuestro ha de irse a pique, decididamente eso ocurrirá muy pronto.

—¿Si debe irse a pique, dice usted? ¿Hay acaso alguna esperanza de que pueda permanecer a flote?

—Ninguna —dijo Wilder callándose para escuchar el sonido creciente y amenazador que salía de las profundidades del barco, mientras que el agua se abría paso por todas partes, y resonaba como el rugido de cualquier monstruo terrible en su última agonía—; ninguna ha perdido ya el equilibrio.

Sus compañeras notaron el cambio; pero por nada del mundo alguna de ellas hubiera proferido una palabra. Se oyó un sonido abajo, sordo y amenazador, y entonces el aire encerrado en el barco hizo saltar la parte delantera de la tilla con una explosión parecida a la de una descarga de artillería.

—¡Ahora, cojan los cabos que les he dado! —gritó Wilder jadeando.

Sus palabras se vieron ahogadas por el burbujeo, cada vez mayor, de las olas. El barco se sumergió como la ballena que expira, y levantando su popa por los aires, se hundió en las profundidades del mar como el leviatán que busca sus guaridas secretas. La chalupa, inmóvil, fue levantada con el barco al punto de encontrarse en una posición casi perpendicular.

Cuando el resto del barco descendió en el abismo, la proa de la chalupa encontró el elemento entreabierto y se sumergió casi hasta el punto de llenarse; pero sólida y ligera, volvió a salir, y gracias a la sacudida que recibió de la mole que se hundía, la barca fue lanzada a flor de agua. Sin embargo, la ola espumosa que se precipitaba en el torbellino arrastraba todo a su paso, y poco después, la chalupa descendió por la pendiente rápida, como si hubiera de seguir al enorme barco del que tanto tiempo había dependido; arrastrada hacia el mismo abismo que se abría ante ella, después se elevó de nuevo balanceándose en la superficie del agua y girando sobre sí un momento con una rapidez sorprendente. A continuación, el océano pareció exhalar una especie de lamento lúgubre, y todo volvió al reposo, los rayos de la luna corrían sobre su pérfido seno tan tranquilamente, que se reflejaban sobre la superficie límpida de un lago rodeado por un cinturón de montañas que le prestaban su sombra.