Nuestro cauteloso aventurero no dejó de pensar en esos siniestros presagios que no acertaba a reconocer. Apenas se le hubo aparecido la atmósfera de nieblas que repentinamente rodeó la misteriosa imagen, tantas veces por él contemplada, cuando se oyeron poderosas y vivas voces del comandante.
—¡En pie! —gritó—, ¡en pie!, ¡cargad todas las velas!, ¡cargadlas todas! —añadió, sin dar tiempo apenas a sus primeras palabras de llegar a los oídos de sus subordinados—. ¡Que se cargue hasta el último trozo, desde proa hasta popa! ¡Todo el mundo a la carga de las gavias, señor Earing, que se carguen las gavias! ¡A la maniobra por todas partes!, ¡ánimo, amigos míos, al trabajo!
Era un lenguaje al que la tripulación de La Real Carolina estaba acostumbrada, y que fue muy bien recibido, ya que no había un solo marinero que se imaginara que el desconocido comandante se ocupara de la seguridad del barco. Las velas, que parecían ligeras nubes en medio de un cielo sombrío y amenazador, flotaron pronto al azar bajando de sus elevadas posiciones; y el barco se vio reducido al impulso de sus aparejos más seguros y pesados. El océano incluso parecía conocedor de que un cambio rápido y violento se aproximaba. El oleaje había dejado de romperse en brillantes y espumosas olas; se veían negras masas de agua que elevaban sus crestas amenazadoras en el horizonte oriental, despidiendo como brillantes chispas, o envueltas en una atmósfera transparente. La brisa que había sido tan fresca hasta ahora, y que incluso sopló con una potencia casi igual a la de un ligero torbellino, llegaba incierta y parecía encadenada por la fuerza más poderosa que se acumulaba en las playas del continente vecino. A cada instante el viento del este perdía intensidad y se hacía más débil, hasta que poco tiempo después, se oían las pesadas velas golpear contra los mástiles: una calma espantosa y siniestra siguió. En ese momento, una luz repentina surcaba el mar, iluminó la horrible oscuridad del océano, y un ruido parecido a un trueno retumbó a lo lejos sobre las aguas.
Los marineros se miraron unos a otros y quedaron asustados como si hubieran recibido del cielo una advertencia de lo que iba a suceder.
Entonces Wilder dio una o dos vueltas sobre la tilla, sin cesar de dirigir sus ojos de un extremo del cielo a otro, los paseaba ya sobre las aguas negras y adormecidas en las que navegaba el barco, ya sobre las velas; bien sobre la tripulación silenciosa y en profunda atención, bien sobre las sombras de las cuerdas que flotaban por encima de su cabeza, como pinceles que trazaban sus contornos fantásticos en las nubes espesas que aparecían allá arriba.
—Poned en cuadro las vergas de atrás —dijo una voz que se dejó oír por todos los que estaban en la tilla, aunque no fue pronunciada mucho más alta de lo normal. El crujido de la madera, mientras que las entenas avanzaban lentamente y con pesadez hacia la posición indicada, unido al carácter imponente de esta escena, resonaba en los oídos de los marineros como lúgubres pronósticos—. ¡Poned las velas bajas en sus cargas! —añadió Wilder después de un corto intervalo de reflexión, y con esa peculiar tranquilidad tan apropiada para impresionar. Entonces dando otra ojeada al horizonte amenazador gritó:
—¡Aferradlas! Aferradlas, aferradlas las dos a la vez; vamos subid, arriba con las manos —continuó elevando cada vez más la voz—, ¡aferradlas! ¡Vamos, coraje, muchachos, coraje!
Los dóciles marineros se dejaban dirigir por la voz de su comandante. Al momento hubo unos veinte marineros en los aparejos agarrados a ellos como monos, y, un minuto después de anular el impulso de las vastas y enormes telas, se les vio atándolas una vez enrolladas con fuerza a sus entenas respectivas. Los marinos descendieron tan rápidamente como habían subido, y hubo de nuevo un espacio de sombrío silencio.
—Hace una noche terrible, capitán Wilder —dijo Earing otorgándose, en virtud de su categoría, el derecho de hablar el primero.
—Sí —continuó Nighthead con voz ronca que resonaba fuertemente—, sí, esto no es una bagatela que invita a una gente que no mencionaré para salir al mar en una noche como ésta.
—Señores —dijo Wilder haciendo hincapié en esta palabra con un énfasis especial y quizás irónico—, ¿qué queréis? No hay ni un soplo de aire, y el barco está desguarnecido de las velas a los masteleros.
Hubiera sido difícil a uno u a otro de los dos descontentos responder de una forma satisfactoria a esta pregunta; los dos eran víctimas de los temores sobrenaturales y supersticiosos que se veían poderosamente reforzados por el aspecto más real y más sensible de la noche.
—¡Mirad lo que se aproxima! —gritó Wilder. Entonces, volviéndose hacia la tripulación silenciosa y atenta, continuó con voz terrible y enérgica—: ¡Halad la verga de proa!, ¡halad, amigos míos, fuerte y firme!
Esfuerzos de nervios y músculos se realizaron para cumplir estas órdenes, con el objeto de estar preparados para recibir la tempestad que se aproximaba. En efecto, no había tiempo que perder, todos los brazos eran necesarios para llevar a cabo algún trabajo. La niebla transparente y de aspecto siniestro que en un cuarto de hora se había acumulado al noroeste se abatía ahora hacia ellos con la rapidez de un caballo que se lanza al ruedo. Entonces se oyó un ruido violento y terrible que retumbaba en el océano, cuya superficie, primeramente agitada, se rizó en seguida y acabó por cubrirse de una brillante espuma muy blanca. Poco después, la furia del viento se desencadenó contra la masa pesada e inerte del barco mercante. Al aproximarse la borrasca, Wilder aprovechó la débil ocasión que le ofrecían las variaciones del aire, para poner, lo antes que le fuera posible, el barco a favor del viento. Pero el perezoso barco no respondió ni a las voces de su impaciencia, ni a las necesidades del momento. Su proa abandonó lenta y pesadamente la dirección del norte, dejándole precisamente de forma que recibiría el primer choque en su costado descubierto. Afortunadamente para todos los que habían arriesgado su vida en este barco sin defensa, no les estaba destinado recibir ni un solo rasguño por la violencia de la tempestad. Las velas trepidaron sobre sus voluminosas vergas, hinchándose y cayendo alternativamente durante un minuto, y entonces el huracán se arrojó sobre ellas con una impetuosidad terrible. La Real Carolina recibió valerosamente el choque; pareció ceder un instante a su violencia, hasta el punto que se la veía echada de costado sobre el furioso mar; después, como si sintiera el peligro que corría, volvió a levantar sus mástiles inclinados, esforzándose en abrirse paso a través de las aguas.
—¡El timón al viento!, ¡el timón al viento! —gritó Wilder en medio del estrépito de la tempestad. El viejo marino que se hallaba al timón obedeció a esta orden con decisión; pero en vano, tenía los ojos fijos en las velas de proa, para ver la forma en que el barco se prestaría a sus esfuerzos. Dos veces los grandes mástiles se inclinaron hacia el horizonte y dos veces se volvieron a levantar graciosamente en los aires; después cedieron al irresistible impulso del viento y el barco quedó tumbado en el agua—. ¡Cuidado!, —dijo Wilder agarrando por el brazo a Earing desesperado que se precipitaba por el extremo de la tilla—; es el momento de demostrar sangre fría: corra a buscar un hacha. —Tan pronto como lo pensó, dio esta orden; el lugarteniente obedeció, y se dirigió hacia el mástil de mesana para realizarlo con sus propias manos; el comandante iba detrás de él—. ¿Es necesario cortarlo? —preguntó con el brazo levantado y con voz firme y segura que redimía con mucho el momento de debilidad que poco antes había mostrado.
—¡Espere! ¿El barco obedece al timón?
—Ni lo más mínimo.
—Entonces corte —añadió Wilder con voz tranquila y sonora.
Un simple golpe fue suficiente para efectuar la operación. Estirado tanto como le era posible por el gran peso que mantenía, tan pronto como fueron cortados los rizos mantenidos por Earing, todas las otras velas cedieron a continuación, dejando al mástil soportar sólo su peso y el de los arreos de su aparejo. La madera crujió en seguida, y entonces los aparejos cayeron con estrépito como un árbol que se corta de raíz, y atravesaron la corta distancia que los separaba aún del mar.
—¿Se levanta? —preguntó rápidamente Wilder al marino que manejaba el timón.
—Es preciso un ligero movimiento, al menos, señor, pero esta nueva borrasca le pondrá nuevamente de costado.
—¿Es necesario cortar? —preguntó Earing desde el palo mayor sobre el que se había precipitado con el ardor del tigre al lanzarse sobre su presa.
—Corte —fue la respuesta.
Un crujido terrible e imponente sucedió pronto a esta orden, después de varios hachazos violentamente descargados sobre el mástil. Madero, cuerdas, velas, todo se sumergió en el mar; y el barco se levantó y, al mismo tiempo, se puso a navegar lentamente en la dirección del viento.
—¡Se levanta!, ¡se levanta! —gritaron veinte voces hasta entonces mudas, suspensas entre la vida y la muerte.
—Desembarazadle; que nadie moleste sus movimientos —añadió la voz siempre tranquila e imponente del joven capitán—. Estad preparados para plegar el gran mastelero; dejadle colgar un momento para sacar el barco de este apuro. ¡Cortad!, ¡cortad!, ¡coraje, amigos míos! ¡Cuchillos, hachas, cortad con cualquier cosa!, ¡cortadlo todo!
Como los marinos trabajaban entonces con el ánimo que da una esperanza que renace, las cuerdas que sujetaban todavía el barco, con las berlingas caídas, fueron cortadas en un momento y La Real Carolina parecía brotar de la espuma que cubría el mar, como un pájaro cuyas ligeras plumas rozaran la superficie del agua. El viento zumbaba con una fuerza que asemejaba al ruido lejano del trueno y que parecía levantar el barco. Como sabio y prudente marinero, dejaba que se agitaran los rizos de la única vela que quedaba cuando la borrasca se aproximaba: la vela de juanete desplegada, pero baja, estaba hinchada como para llevarse con ella al único mástil que aún estaba de pie. Wilder vio al momento la necesidad de deshacerse de esta vela y la imposibilidad total de sujetarla.
—Earing —dijo Wilder repentinamente— manténgase aquí, y si alguna desgracia me ocurre, trate de llevar el barco a algún puerto tan lejano hacia el norte como los cabos de Virginia por lo menos. No trate de ir de ninguna manera a Hatteras en el estado presente del…
—¿Qué es lo que quiere hacer, capitán Wilder? —interrumpió el lugarteniente apoyando con fuerza la mano sobre el hombro de su comandante que había tirado ya su gorro de marino sobre la cubierta y se preparaba para quitarse la ropa.
—Voy a subir para cortar esa vela de juanete, a fin de que no perdamos el mástil y puede que tampoco el barco.
—Sí, sí, lo entiendo perfectamente. ¿Pero es que tiene que ser otro el que haya de hacer lo que corresponde a Eduardo Earing? La misión de usted es la de llevar el barco a los cabos de Virginia; la mía en este momento es cortar esa vela. Si me sucede algo, ¡pues bien!, haga mención de ello en el diario, con una o dos palabras sobre la forma en que he cumplido con mi obligación. Ese es el epitafio mejor y más adecuado para un marino.
Wilder no opuso ninguna resistencia, sino que volvió a tomar su actitud de vigilancia y reflexión, con la tranquilidad de un hombre acostumbrado, después de mucho tiempo, a no regatear nunca con su deber por lo que no se asombró de que alguien hiciera otro tanto igual que él.
Mientras tanto Earing se puso rápidamente a ejecutar lo que acababa de prometer. Dirigiéndose hacia el centro del barco, se proveyó de un hacha, y entonces, sin decir nada a ninguno de los marineros que permanecían callados y atentos, se dirigió hacia los aparejos de mesana del que cada ramal, cada filástica estaban tan tensos por el huracán, que parecía estar a punto de romperse. Los ojos inteligentes de aquellos que le observaban comprendieron su intención, y precisamente con ese orgullo de profesión que les había impulsado a tan peligrosa empresa, cuatro o cinco de los más viejos marinos se fueron a los flechastes para subir con él a un cielo lleno de tempestades.
—¡Bajad de esos aparejos! —les gritó Wilder, valiéndose de una bocina—; ¡bajad todos, excepto el lugarteniente!, ¡bajad! —Sus palabras llegaron a los oídos de los compañeros de Earing pero no produjeron ningún efecto. Estaban demasiado ocupados con lo que trataban de hacer como para obedecer la voz que les llamaba. En menos de un minuto, estuvieron todos esparcidos por las vergas, preparados para maniobrar a la primera señal de su oficial. El lugarteniente miró a su alrededor y viendo el tiempo relativamente favorable, dio un tirón de la gruesa cuerda que sujetaba a la verga inferior, una de las puntas de la vela hinchada y presta a romperse. El efecto se produjo poco después. La lona rompió todas sus ligaduras con estrépito, y se la vio un momento flotar en el aire por delante del barco, como si hubiera estado sostenida por las alas de un águila. El barco se vio levantado por una gran ola, y cayó pesadamente tras ella, hundido, a la vez, por su propio peso y por la violencia del huracán. En ese crítico momento, en tanto que los marinos encaramados en los aparejos miraban hacia el lado en que la vela acababa de desaparecer, unos rizos de los aparejos inferiores se rompieron con un ruido que retumbó hasta en los oídos de Wilder.
—¡Bajad! —gritó, con una voz terrible a través de la bocina—, ¡bajad por los estays!, ¡bajad!, ¡os va a costar la vida!, ¡bajad!
Tan sólo uno de ellos obedeció, y se dejó deslizar hasta la tilla con la rapidez del viento; pero las cuerdas se rompieron unas tras otras, y pronto todo crujió con estrépito. Durante unos instantes el mástil erguido se tambaleó y pareció inclinarse alternativamente hacia todos los puntos del horizonte; después cediendo al movimiento del casco del barco, todo cayó en el mar con un ruido horrible. Cuerdas, vergas, estays, todo se rompió como un hilo, dejando el casco desnudo y despojado del navío, elevándose de proa y desafiando a la tempestad como si nada se hubiera opuesto nunca a su marcha. Un silencio muy expresivo siguió al desastre. Parecía que los elementos incluso se habían detenido, satisfechos de su obra. Un reposo provisional parecía haber encadenado el furor de la tempestad. Wilder miró por la borda del barco y vio claramente a las desgraciadas víctimas todavía ligadas a su frágil soporte. Y pudo ver incluso a Earing agitando los brazos en señal de adiós, con el valor de un hombre que no solamente se daba cuenta de cuán desesperada era su situación, sino que también sabía soportar su suerte con resignación; después, todos estos restos de mástiles, aparejos con todo lo que tienen atados a ellos, desaparecieron en medio de la niebla terrible y sobrenatural que se extendía por todas partes desde el mar hasta las nubes.
—¡Preparad rápidamente una chalupa!, ¡al mar! —gritó Wilder sin detenerse a examinar la posibilidad de que se salvasen nadando, o que se les pudiera presentar la menor ayuda en medio de una tormenta como aquélla.
Pero los marinos confusos y estupefactos no le entendían; ninguno se movió ni dio la menor señal de obediencia. Daban vueltas alrededor de ellos fuera de sí, cada uno intentaba ver en el rostro triste de su compañero, lo que pensaba de la gravedad del peligro; pero ni una sola boca se abrió para hacer la menor observación.
—¡Es demasiado tarde!, ¡es demasiado tarde! —se dijo Wilder desesperado—; ningún esfuerzo, ningún poder humano puede salvarles.