La superstición es una cualidad que parece morar en el océano. Entre la clase ordinaria de las gentes del mar, poco se ve que no pruebe más o menos su influencia.
Existe en la inmensidad de los mares una majestuosidad que tiende a tener abiertas las puertas de esa credulidad fácil que asedia más o menos el espíritu de todos los hombres, de forma que la reflexión ha fortificado su inteligencia. Con el firmamento sobre su cabeza, mientras que está errante por una extensión de mar que no parece tener límites, el marino menos instruido es tentado, a cada paso de su viaje, a buscar para aliviarse el espíritu, algún presagio favorable. El delfín que salta en el agua, la marsopa pasando velozmente cerca del barco, la enorme ballena levantando pesadamente parte de su masa negra, los trinos de los pájaros de mar son, según él, sus consecuencias felices o funestas. La confusión entre las cosas que tienen explicación y las que no la tienen pone gradualmente el espíritu del marino en un estado que hace que se entregue con placer a todo sentimiento exaltado, por la única razón de que toda cosa incomprensible para él parece, por eso mismo, sobrenatural.
Para la tripulación de La Real Carolina todos los acontecimientos del día del que hablamos en este momento tendían a dar el alerta a los sentimientos de la secreta superstición de estos marinos. Hemos dicho ya que el accidente ocurrido a su antiguo comandante y la forma en que un extraño sucedía a su autoridad habían influido para aumentar sus disposiciones a la desconfianza. La vela a sotavento parecía muy poco oportuna para la reputación de nuestro aventurero, que no había tenido aún suficientes ocasiones para asegurarse la confianza de su tripulación.
Tan sólo hemos tenido una ocasión de presentar al marino que desempeñaba las funciones de segundo lugarteniente en La Real Carolina. Se llamaba Nighthead.
Cuando el barco estuvo bajo la influencia de todas sus velas, y mientras que Wilder, en el deseo de perder de vista el barco tan cercano que le inquietaba, empleó todos los medios posibles para acelerar la marcha a través del oleaje, este marino ignorante y testarudo estaba en un rincón del barco, rodeado de algunos de los marineros más viejos y más experimentados, hablando con ellos de la rara aparición que se veía a sotavento, y de la extraña manera en que el desconocido comandante juzgaba oportuno que debían obrar para probar lo que su propio barco estaba en situación de soportar.
—He oído decir a los más viejos marineros que no están en este barco —dijo él— que se ha visto al diablo enviar uno de sus lugartenientes a bordo de un barco que se dedica a un comercio lícito para conducirle a los escollos y bancos de arena, a fin de provocar su naufragio.
—Y sin embargo nuestro joven oficial tiene el barco en sus manos —dijo el más viejo de todos los marineros que había tenido los ojos fijos con atención en todo cuanto hizo Wilder—. Lo conduce de una manera extravagante, de acuerdo, pero no obstante aún no ha roto un solo hilo de filástica.
—Sí, y es en esto en lo que consiste toda la brujería del asunto; tiene buen aspecto, de acuerdo; pero no es uno de esos aspectos que gustan a un inglés; hay en él un aire de reflexión que me fastidia, ya que no me gusta demasiado la reflexión en el rostro de un hombre, en vista de que no es siempre fácil saber lo que encierra su alma. Además ese extraño se nombra patrón de este barco.
—¡Pero cómo ha manejado La Real Carolina esta mañana!, no he visto nunca a un navío salir bien de un apuro más limpiamente.
Nighthead se puso a reír hacia sus adentros, lo que pareció a sus auditores querer decir muchas cosas.
—Cuando un barco tiene cierta clase de capitán, no debe parecer extraño nada —dijo después de abandonar su significativa risa—. Por lo que a mí respecta, subí a este barco para ir de Bristol a Carolina y a Jamaica, haciendo escala en Newport a la ida y a la vuelta, y me atrevo a decir que no deseo ir a otra parte. En cuanto al hecho de desviar La Real Carolina de su mala posición con respecto al negrero, la maniobra ha sido perfecta, demasiado bien para ser un marino tan joven. Aunque la hubiera mandado yo mismo, no la hubiera podido hacer mucho mejor; ¿pero qué pensáis del viejo pescador en la barca, compañeros? creo que hay pocos lobos de mar que hayan visto en su vida escapar a nadie de una persecución parecida.
—¡Ah!, ¡los de ese lado! —gritó Wilder con voz tranquila, pero imperativa.
Si una voz repentina se hubiese levantado del fondo del océano agitado, no hubiera podido parecer a los oídos de los marinos inquietos más alarmante que esta llamada inesperada. El joven comandante se encontró obligado a repetirla antes de que Nighthead, que según su rango debía naturalmente responderle, hubiera podido armarse de suficiente brío para hacerlo.
—Haga desplegar la vela del pequeño mastelero, señor —dijo Wilder cuando la respuesta acostumbrada le pareció al fin que había sido oída.
El lugarteniente y sus compañeros se miraron por un instante unos a otros con un aire de asombro estúpido, y movieron más de una vez la cabeza con una expresión melancólica antes de que uno de ellos, yendo hacia los aparejos, comenzase a subir para ejecutar la orden que acababa de ser dada.
Había algo realmente en la manera desesperada con que Wilder exponía continuamente al viento todas las velas, que hacía nacer la desconfianza, ya sea por sus intenciones, ya por su juicio, en el espíritu de las gentes supersticiosas de esos a los que el azar quería que mandase entonces. Mucho después, Earing y su compañero, el segundo lugarteniente, más ignorante y por consiguiente más testarudo, habían dicho que su joven comandante deseaba tan sinceramente como ellos escapar al barco semejante a un espectro que seguía tan extrañamente todos sus movimientos. Earing se aproximó a su oficial superior:
—¿Está usted convencido?, capitán Wilder —dijo, dándole el título que los derechos de nuestro aventurero exigían con toda justicia—; ¿realmente está usted convencido de que La Real Carolina pueda, por medios humanos, alejarse de ese otro barco?
—Me temo lo contrario —respondió el joven marino, respirando con un esfuerzo tan prolongado que sus secretos pensamientos parecían luchar en su pecho por salir fuera.
—Y yo, señor, con toda la sumisión que debo a su educación más culta y al rango que usted ocupa en este barco, estoy convencido de lo contrario.
—Coja los anteojos, Earing, y dígame con qué velas navega ese barco y a qué distancia puede estar —dijo Wilder con aire pensativo.
El buen lugarteniente respondió como hombre cuya opinión es suficientemente autorizada:
—Ese barco está provisto de todos sus aparejos, y lleva tres velas de gavia llevando un rizo cogido, las velas bajas, la vela de foque y la del palo de cangreja de alivio.
—¿Y nada más?
—Podría jurarlo, si tuviera los medios de asegurarme, que ese barco es a todas luces parecido a los otros barcos.
—Y sin embargo, Earing, a pesar de todas esas velas desplegadas, no nos hemos alejado ni un pie.
—¡Señor!, señor —respondió el lugarteniente moviendo los hombros como quien está convencido de una locura de semejante tentativa—, ¡aunque raje y destroce la vela mayor por el viento, al hacer que este barco continúe navegando de esta forma, no cambiará la posición relativa de ese otro navío antes de que amanezca!
—¿Y la distancia? —preguntó Wilder—. No me ha dicho aún nada sobre la distancia.
—Me atrevería a decir que está a un par de leguas de nosotros a sotavento, poco más o menos.
—Es precisamente lo que yo había calculado. Seis millas no es una débil ventaja en una persecución sin tregua. Earing, haré volar La Real Carolina fuera del agua si es necesario, pero me alejare de ese otro barco.
—Estaría bien si La Real Car dina tuviera alas como un chorlito o una gaviota; pero tal como está construida, creo más probable que se sumerja en las aguas.
—Soporta bien las velas hasta el presente. ¿Sabe usted de lo que es capaz cuando se la persigue?
—La he visto navegar con cualquier tiempo que haya hecho, capitán Wilder, pero…
Su boca se cerró de pronto. Una enorme ola negra se levantó entre el barco y el horizonte de oriente, y avanzo, parecía que amenazaba sepultar todo lo que había delante de ella. Wilder incluso oyó el choque con una inquietud que apenas le permitía respirar, notando por el momento que había excedido los límites de la discreción al lanzar a su barco con tan poderoso impulso contra semejante masa de agua, la cual rompió cerca de la popa de La Real Carolina, e inundó el puente con un diluvio de espuma.
El barco se detuvo, crujiendo en todas las juntas de su masa sólidamente unida, comparable a un corcel sobrecogido de espanto y cuando volvió a tomar su marcha, lo hizo con una moderación que parecía advertir de su indiscreción a los que dirigían sus movimientos.
Earing miro a su comandante en silencio, pues sabía perfectamente que nada de lo que pudiera decir contendría un argumento tan poderoso como esa mirada. Los marineros no se atrevieron a gritar su descontento, y se oyó salir entre ellos más de una voz profética para predecir las consecuencias que acontecerían por la locura de tales riesgos. Wilder hizo a los murmullos oídos sordos o insensibles. Firme en sus proyectos secretos, hubiera desafiado los mas grandes peligros para tener éxito. Pero un grito muy distinto, aunque ahogado, que salió de la popa del barco, le recordó los temores de otros individuos. Dando rápidamente la vuelta, se aproximó a Gertrudis todavía temblorosa y a mistress Wyllys, quienes, durante varias largas y penosas horas, sin atreverse a interrumpirle en sus obligaciones, habían seguido sus menores movimientos con el más vivo interés.
—El barco, ha soportado bien este choque, y tengo confianza en conseguir lo que me propongo —les dijo con voz alentadora y utilizando frases apropiadas para inspirarles una ciega seguridad.
—Señor Wilder —respondió el aya—, he visto muchas veces el elemento terrible en el que usted vive. Es: pues, inútil tratar de engañarme. Sé que apresura la marcha del barco más de lo ordinario. ¿Tiene motivos suficientes para justificar esa temeridad?
—Sí. señora, los tengo.
—¿Y deben, al igual que tantos otros de sus motivos, permanecer siempre ocultos en su corazón; y no podemos participar de su conocimiento, nosotras que debemos compartir por igual las consecuencias? ¿Este viento es suficientemente propicio para pasar los peligrosos escollos de Hatteras?
—Lo dudo.
—En ese caso, ¿por qué no regresar al lugar de donde hemos partido?
—¿Lo consentiría usted? —preguntó el joven marinero.
—Estoy dispuesta, señor Wilder, —dijo el aya con voz tranquila—, a abandonar este barco. No le pido explicación por todas sus misteriosas advertencias: llévenos con nuestros amigos de Newport, y no le haré ninguna pregunta más.
—Eso tal vez pueda hacerse —murmuró nuestro aventurero… Es posible: tan sólo serían necesarias a leonas horas bien empicadas con un viento como éste. ¡Señor Earing!
El lugarteniente estuvo al momento junto a él.
—Earing, creo que esta brisa viene muy del sur, y se remueve algo más que ese conjunto de nubes oscuras. Desvíe el barco un par de puntos, o incluso mas, y aligere los aparejos izando a sotavento.
El lugarteniente no tenía necesidad de ninguna explicación; su experiencia era suficiente para saber que el resultado de esta maniobra sería volver a tomar la ruta por la que habían venido, y que era en efecto renunciar al objetivo del viaje.
—Espero que un viejo marino como yo no le ofenderá, capitán si se atreve a darle su opinión sobre el tiempo. Cuando se trata de los intereses de bolsillo de mis armadores, no hago objeción por virar de bordo, pues no me gusta mucho que el viento me haga regresar en vez de ir. Pero orzando un poco a las olas por medio de un par de rizos, el barco navegará en alta mar, y todo lo que ganaríamos por ese lado sería una estupenda ganancia, mientras estamos a la altura de Hatteras. Además ¿quién puede decir que mañana o pasado no vamos a tener una buena racha de viento que venga de América, allá, al noreste?
—¡Desvíe un par de puntos, e ize a sotavento! —repitió Wilder vivamente.
Earing dio en seguida las órdenes oportunas, y fueron ejecutadas; sin embargo esto no se llevó a cabo sin oír a Nighthead y a los más viejos marines murmurar casi en alta voz, y de forma siniestra, contra los cambios repentinos y en apariencia sin ninguna razón que se operaban en la mente del capitán.
Wilder permaneció tan indiferente como antes a todos estos síntomas de descontento. El barco, como un pájaro que ha fatigado sus alas luchando con un huracán, y que dejando de resistir al viento coge un vuelo más fácil, navegaba rápido cortando las olas descendiendo con gracia en los huecos que éstas formaban, mientras que cedía al impulso del viento pues la maniobra que acababa de hacerse le favorecía. Pero el extranjero que estaba encargado de dirigir la ruta dio orden de que también se desplegaran alternativamente varias bonetas. Recibiendo así un nuevo impulso, La Real Carolina parecía volar sobre las olas.
Cuando estuvo extendida vela sobre vela, en el momento en que Wilder tuvo que reconocer que La Real Carolina no podía correr más, nuestro aventurero miró a su alrededor para ver lo que había logrado con esta prueba. El cambio de ruta del barco mercante de Bristol produjo otro parecido en el rumbo aparente del barco desconocido, que navegaba aun en el horizonte como una débil y casi desapercibida sombra. La infalible brújula decía todavía al vigilante marino que barco mantenía la misma posición relativa que cuando se le había visto por primera vez, y todos los esfuerzos de Wilder parecían que no podrían cambiarla una sola pulgada. Wilder, con los ojos cansados de tanto mirar, tuvo que confesarse a sí mismo que ese extraño navío se veía deslizarse sobre la inmensidad del océano, más como un cuerpo flotando en los aires, que como un barco conducido por los medios ordinarios utilizados por los marinos.
Mientras nuestro aventurero estaba ocupado en los sombríos pensamientos que tales impresiones hacían nacer en su mente, el cielo y el mar empezaron a presentar otro aspecto. El rayo de luz que se había visto tanto tiempo a lo largo del horizonte oriental, como si la cortina del firmamento hubiera sido entreabierta para dejar paso a los vientos, desapareció de pronto: pesadas masas de espesas nubes se reunieron en ese lado, mientras que inmensos volúmenes de nieblas se acumulaban sobre las aguas y parecían confundirse los dos elementos. Por otro lado, una cortina negra cubría todo el occidente, y la vista se perdía en un largo cinturón de sombría luz.