Durante las primeras horas de la noche no hubo ningún nuevo acontecimiento. Wilder estaba reunido con las dos damas con ese aire de satisfacción y de alegría que todo oficial de marina está más o menos habituado a mostrar cuando ha desembarazado a su barco de los peligros que ocasiona la proximidad de la tierra. No hizo ninguna alusión a los riesgos de la travesía, sino que se esforzó, por el contrario en borrar de su mente todo recuerdo de lo que había ocurrido. Cualquiera que hubiera ignorado las conversaciones que habían tenido lugar entre ellos, hubiese creído ver en la pequeña compañía reunida para la cena a un grupo de viajeros satisfechos y confiados.
Sin embargo la institutriz oía las ocurrencias del joven marino con una sonrisa de indulgencia, y al mismo tiempo melancólica, como si el buen humor del muchacho, influido por una marca realmente náutica, hubiera desplazado hacia el pasado a su imaginación unas imágenes que le eran familiares, pero que propagaban la tristeza. Gertrudis saboreaba un placer más puro: pensaba en su hogar, cerca de un padre querido e indulgente; y a medida que el barco cedía a un nuevo impulso del viento, le parecía que una de esas largas millas que le habían separado tanto tiempo le hacía ser más querido aún. Una hora de conversación familiar en un barco hace a veces más por derretir el hielo exterior con que la gente envuelve los más dulces sentimientos de la naturaleza humana, que semanas enteras pasadas en medio de un ceremonial insignificante al que se está sometido en tierra firme.
Acababan de dar las ocho, y la voz ronca que llamaba a los que se habían dormido en el puente se dejaba oír para que los invitados se dieran cuenta de que ya era tarde.
—Es la hora de hacer mi ronda —dijo Wilder sonriendo, al notar que esos extraños sonidos habían hecho estremecer a Gertrudis—. Ahora es preciso que vaya a cumplir mi última obligación de la jornada. ¿Queréis venir a ver si la noche promete ser favorable? Una dama que tiene gusto y disposiciones para la marina no debe acostarse sin haber dado su opinión sobre el tiempo.
La institutriz aceptó el brazo que él le ofrecía, y subieron la escalera en silencio. Seguidos por Gertrudis, al llegar al puente, se pusieron al lado donde soplaba el viento sobre el castillo de popa.
La noche estaba cubierta de nieblas sin ser totalmente oscura. La luna llena acababa de salir con todo su resplandor, pero seguía su camino en el cielo tras una masa de oscuras nubes demasiado espesas para que sus rayos pudiesen atravesarlas. Entre éstas y aquéllas, un débil reflejo se abría paso a través de las nieblas menos densas y caía sobre las aguas a las que iluminaba como una bujía encendida a lo lejos.
Gertrudis se estremeció al llegar al puente y murmuró una expresión de extraño placer. Cuando su primer síntoma de entusiasmo se calmó, exclamó con tono de admiración:
—Un espectáculo así compensa un mes de encarcelamiento en un barco. Debe encontrar vivos goces en tales escenas, señor Wilder, y deben serle muy familiares.
—Sin duda, sin duda; en ellas se encuentra extraordinario placer. Preferiría que el viento hubiese variado un punto o dos. No me gusta el cielo cubierto de nubes, ni esa brisa tan perezosa que viene del este.
—El barco avanza muy rápido —dijo mistress Wyllys con voz tranquila—, si continuamos con esta velocidad, parece que tendremos una travesía corta y feliz.
—Indudablemente —dijo Wilder como si no se diera cuenta de que en ese momento se hallaba con unas damas—; es muy probable, es cierto. Señor Earing, recoge demasiado aire esa vela. Pliegue las velas de los masteleros, y recoja las otras más próximas. Si se mantiene el viento del este desviándose hacia el sur, podemos procurar acodillarnos completamente en alta mar.
El lugarteniente respondió de la manera rápida y sumisa en que los marinos hablan a sus jefes, y después de examinar unos instantes las señales que daba el tiempo, mandó ejecutar en seguida la orden que acababa de recibir. Mientras que los marinos estaban en las vergas, ocupados en plegar las velas pequeñas, las dos damas se pusieron aparte para dejar al joven comandante que cumpliera libremente con su deber sin ser interrumpido.
Sus ojos seguían la dirección del viento que, sin ser un huracán, castigaba las velas con rachas fuertes y violentas. Después de un examen largo y atento, el joven marino se puso a caminar por el puente dando grandes pasos. De vez en cuando hacía una pausa corta y repentina, y fijaba también sus ojos hacia el lugar de donde venía el viento después de haber atravesado la inmensidad de los mares, como si temiera una tempestad, como si deseara que sus agudas miradas pudiesen penetrar en la oscuridad de la noche para sacarle de una penosa duda. Finalmente se detuvo en una de esas vueltas rápidas que hacía cada vez que llegaba a uno de los extremos de su corto paseo. Mistress Wyllys y Gertrudis estaban en ese momento cerca de él, y pudieron darse cuenta de que había en sus rasgos algo que anunciaba inquietud, mientras que sus ojos se fijaban súbitamente en un punto alejado del océano.
—¿En qué están fijos sus ojos con tanta atención? —le preguntó la institutriz.
Wilder levantó el brazo lentamente, y fue a señalar con el dedo algo, cuando volvió a bajarlo de golpe.
—Era una ilusión —dijo volviéndose rápidamente, y andando por el puente aún con más rapidez que antes.
—No vemos nada —dijo Gertrudis cuando Wilder se detuvo de nuevo cerca de ellas, y fijó también los ojos, al parecer, en el vacío.
—¡Miren! —respondió guiando sus miradas con el dedo— ¿no ven nada, allá?
—Nada.
—Miren en el mar; allá precisamente en el horizonte; el largo de ese rayo luminoso, cargado de vapores, en el que las olas se levantan como pequeñas montañas sobre la tierra. ¡Miren!, están bajando; mis ojos no se han equivocado: ¡cielos, es un barco!
—¡Una vela, eh! —gritó desde lo alto de un mástil una voz que retumbó a los oídos de nuestro aventurero como un graznido de un espíritu siniestro atravesando la inmensidad de los mares.
—¿Por dónde? —respondió él rápidamente.
—A sotavento, señor —contestó el marinero gritando con todas sus fuerzas—. Creo que es un barco, sin embargo hace una hora me parecía más una nube que un barco.
—Sí, tiene razón —murmuró Wilder—, y sin embargo es muy extraño que se halle un barco en estos parajes.
—¿Y por qué es extraño que lo veamos por aquí?
—¡Hum!, quisiera que estuviese aún más lejos: quisiera que ese barco estuviera en cualquier otra parte.
—¿Y por qué? ¿Tiene motivos para pensar que un enemigo nos aguarda en este lugar?
—No, pero no me agrada la situación. ¡Ojalá navegue hacia el norte!
—Debe ser algún barco del puerto de Nueva York que regresa de las islas de Su Majestad en el mar de las Caribes.
—No —dijo Wilder moviendo la cabeza—; ningún barco que saliese de Neversin hubiera podido avanzar tanto en alta mar con un viento como éste.
Wilder llamó al oficial de guardia, y habló con él durante algún tiempo. El marino que ocupaba el segundo puesto en el barco, valiente oficial, pero que no tenía un espíritu muy sutil, no vio nada notable en la presencia de una vela en el lugar donde el navío desconocido presentaba aún una imagen confusa y poco clara. No se atrevió a pronunciar que pudiera tratarse de algún barco mercante que hiciera un comercio lícito con las Carolinas.
—¿No es raro que se encuentre precisamente en este lugar? —preguntó Wilder después de examinar alternativamente con atención ese objeto casi imperceptible, con la ayuda de unos anteojos.
—Sería más ancho —respondió el lugarteniente que juzgaba las cosas al pie de la letra, y cuyos ojos no veían nada más que la situación náutica del barco desconocido—, y estaríamos mejor si estuviéramos a una docena de leguas más al este.
Wilder le interrumpió.
—Pero ¿no ve que está en donde ningún barco estaría ni podría estar si hubiera seguido precisamente la misma ruta que nosotros? Ningún barco que haya salido de un puerto al sur de Nueva York podría estar tan avanzado al norte por el viento que hace. Ningún barco que venga de la colonia de York corre ese riesgo si navega hacia el este, y no se encontraría en este lugar si se dirigiera hacia el sur.
El honrado lugarteniente comprendió en seguida este razonamiento. No tardó en reconocer la justicia de las observaciones de su comandante, y entonces el asombro comenzó a apoderarse de sus facultades.
—Es realmente algo sobrenatural ver allí ese barco —dijo moviendo la cabeza—, sin embargo es un barco, nada es más cierto.
—No hay la menor duda, pero está extrañamente situado.
—Yo doblé el cabo de Buena Esperanza en el año 1746, y vi un barco que llevaba nuestra misma dirección. Sin embargo durante toda una hora creímos por el azimut que no bogó ni un solo grado a babor o a estribor; lo que, haciendo mal tiempo, estaba, por no decir demasiado, un poco fuera de lo que habría sido normal.
—Eso era muy raro —dijo Wilder como distraído.
—Hay marineros que dicen que El Volatinero Holandés navegaba a la altura de ese cabo, y que parecía algunas veces como si llevara el mismo rumbo de otro barco, y que navegaba tras él como barco que quiere abordarlo. Más de un crucero del rey, se dice, ha sacado a toda su tripulación de un tranquilo sueño cuando los vigías anunciaban que veían a un barco de dos puentes aproximarse en la noche, con las aspilleras abiertas y las baterías preparadas. Sin embargo este barco no puede ser como El Holandés, ya que a lo más es una balandra de guerra, si no es un crucero.
—No, no —dijo Wilder—, éste no puede ser El Holandés.
—Ese barco no tiene ni una luz y se confunde tanto con las nieblas que salen del mar que se podría dudar de que sea un barco. Además El Holandés se muestra siempre contra el viento, y ese navío que vemos está exactamente en nuestra dirección.
—No es El Holandés —repitió Wilder respirando hondamente como quien despierta de un profundo sueño—. ¡Ah!, ¡barras transversales de la gavia mayor!
El marinero que estaba situado en lo alto del mástil respondió a esta llamada en la forma acostumbrada, y la corta conversación que siguió se compuso de gritos más que de palabras.
—¿Hace mucho que vio esa vela? —preguntó Wilder.
—Acabo de subir aquí, señor; pero el que he sustituido me ha dicho que la había visto hace más de una hora.
—Señor Earing —dijo Wilder—, dispararemos al navío una descarga, y navegaremos hacia el este, mientras esté la tierra tan lejos de nosotros. Esta maniobra nos llevará hacia Hatteras. Los nuestros apenas se han ido a las literas; hágales levantar en seguida, señor, antes de que estén adormilados, y pondremos proa hacia el otro lado.
El lugarteniente dio la voz bien conocida que llamaba al vigilante en el puente para ir a ayudar a sus compañeros. Ninguna demora hubo y nada se dijo a no ser las órdenes que Wilder creyó oportunas dar brevemente y con voz autoritaria. Ya no eran empujados contra el viento; el barco, obedeciendo al timón, empezó a apartar su proa de las olas y recibir el viento de través. Poco después los grandes mástiles comenzaron a inclinarse de nuevo hacia el oeste, y el barco yendo a favor del viento renovó sus esfuerzos y soportó el choque de las olas con tanta fuerza como antes.
Cuando todas las vergas y todas las velas estuvieron puestas en orden como exigía la nueva posición de] barco, Wilder se volvió con apresuramiento tratando de ver al otro barco: perdió un minuto en asegurarse del lugar preciso en que debía encontrarlo, ya que en tal caos de agua y sin otro guía que el juicio, la vista podía fácilmente equivocarse consultando los objetos más próximos y más familiares de los que estaba rodeado.
—El barco ha desaparecido —dijo Earing con una voz en cuyo fono se manifestaba el coraje y la desconfianza de forma singular al mismo tiempo.
—Debería estar a este lado, pero confieso que no lo veo.
—Sí, sí señor; así es, se dice, que el crucero nocturno del cabo de Buena Esperanza aparecía y desaparecía. Hay gente que han visto ese barco rodeado de nieblas, en una hermosa noche tan estrellada como nunca se ha visto en las latitudes meridionales. Sin embargo ese barco no puede ser El Holandés; está muy lejos el cabo de Buena Esperanza de las costas septentrionales de América.
—¡Ahí esta! —gritó Wilder— ¡por el cielo! ¡ha virado ya de bordo!
Ese hecho pareció producir una fuerte impresión a toda la tripulación.
—¡Realmente ese barco ha virado de bordo! —dijo Earing después de una larga pausa dedicada a las reflexiones, y con una voz de la que la desconfianza o un miedo supersticioso empezaba a apoderarse cada vez más—; he navegado mucho tiempo por el mar, pero nunca he visto un navío virar de esa manera contra un mar que bate su proa.
—Señor Earing —dijo Wilder—, desplegaremos todas las velas de La Real Carolina competiremos en velocidad con ese navío insolente. Sujete con las amuras los puños de la vela mayor y despliegue las de los masteleros.
El lugarteniente repitió las órdenes necesarias tan pronto como se las habían dado. Los marineros, que ya habían empezado a ver el navío desconocido y a hablar entre ellos de su situación y de sus maniobras, obedecieron con un apresuramiento que podía atribuirse a un deseo secreto, pero general, de alejarse. Las velas fueron a continuación y con rapidez desplegadas, y después cada uno cruzo los brazos y fijo los ojos atentamente sobre el objeto o mejor sobre la sombra que se veía a sotavento, para ver qué efecto produciría la maniobra que acaba de realizar.
La Real Carolina parecía, al igual que su tripulación, reconocer la necesidad de aumentar la velocidad. Desde que se sintió la presión de las grandes velas que acababan de ser desplegadas, se ladeó todavía más, y pareció inclinarse sobre el lecho de agua que se elevaba hacia el lado del viento hasta casi sus imbornales. Por otro lado, varios pies de sus planchas negras y de las grabadas en cobre pulido estaban al descubierto, aunque a veces bañadas por las olas verdea y enfurecidas que pasaban un toda su longitud, y que estaban coronadas siempre con una cresta de espuma resplandeciente. Mientras luchaba así contra las olas, los choques eran cada vez más violentos, y cada encuentro con el agua, al salir, formaba una nube de vapores brillantes que volvía a caer sobre el puente, que era transportada a través de las olas como una niebla, muy lejos a sotavento.
Wilder siguió mucho tiempo los movimientos del navío con aspecto de agitación, pero con toda la inteligencia de un buen marino. Una o dos veces, cuando le vio temblar después de un choque violento contra una ola, y parecía detenerse también súbitamente como si hubiera chocado contra una roca, sus labios se entreabrieron como para dar la orden de disminuir el número de velas; pero una mirada echada sobre el objeto, casi imperceptible, que veía siempre en el horizonte occidental le hizo volver a su primera determinación.
—Ese mástil de gavia está plegado como una vara —dijo con voz intranquila Earing que estaba al lado de su comandante.
—¿Que importa? Tenemos mástiles de recambio para sustituirlo.
—Siempre he visto a La Real Carolina hacer vías de agua cuando es hostigada al ir contra la marea.
—Tenemos bombas.
—Sin duda, señor; pero según mi humilde opinión es inútil querer ganar velocidad a un barco que gobierna el diablo, si no hace él mismo toda la maniobra.
Aunque las olas que La Real Carolina rompía continuamente retardasen considerablemente su marcha, pronto hizo una legua en medio del furioso elemento. Cada vez que se sumergía, su proa dividía una masa de agua que a cada momento era más considerable, y se precipitaba contra ella con más violencia: y en más de una de sus embestidas, el barco, al avanzar, se veía casi sumergido por alguna ola que le era difícil remontar o atravesar.
Los marinos vigilaban de cerca los menores movimientos de su barco; ni un solo hombre abandonó el puente durante horas enteras. El temor supersticioso que de tal forma se había apoderado del estrecho espíritu del primer lugarteniente no tardó en hacer sentir su influencia hasta en el último grumete de la tripulación. Incluso el accidente que había sucedido a su antiguo comandante, y la forma inesperada y misteriosa en que había llegado hasta ellos el joven oficial que se paseaba entonces sobre el castillo de popa con tanta calma y firmeza en unas circunstancias consideradas tan imponentes, contribuían a darles una rara impresión. La impune temeridad con que La Real Carolina llevaba todas sus velas en la situación en que se encontraba, les sorprendía más aún; y antes que Wilder hubiera podido resolver en su mente el problema de saber cuál era la velocidad de su barco, en comparación con la del barco que veía tan particularmente situado en el horizonte, incluso él era, para su tripulación objeto de sospechas.