La Real Carolina estaba entonces anclada a una maroma de distancia del supuesto negrero. Al despedir al piloto, Wilder había cargado con una responsabilidad a la que un marino teme normalmente exponerse; ya que si algún accidente tenía lugar después de abandonar el puerto, se hubiera perdido el seguro del barco, y él incluso podría ser castigado. El éxito de su peligrosa maniobra había animado su fisonomía de tal forma que le daba una impresión de triunfo; y su paso, cuando avanzaba hacia mistress Wyllys y Gertrudis, era el de un hombre dichoso por el sentimiento íntimo de ser recibido en sus funciones con honor en unas circunstancias que exigían talento en la práctica de su profesión. Al menos así fue como la primera de estas dos damas interpretó su mirada animada y su aspecto de satisfacción, aunque la segunda quizás estuviese dispuesta a juzgar esos motivos con más indulgencia. Es posible que las dos ignorasen las ocultas razones que hacían que él se alegrase por haber tenido tan buen resultado.
Cualquiera que fuese. Wilder, tan pronto como vio que La Real Carolina se abatía sobre su ancla buscó la ocasión de reanudar una conversación que había sido hasta entonces tan vaga y tantas veces interrumpida. Mistress Wyllys había observado mucho tiempo el barco vecino con mirada atenta, y no dejó de mirarlo hasta que el joven marino estuvo cerca. Ella fue entonces la primera en hablar.
—Ese barco debe tener una tripulación extraordinaria, por no decir insensible —dijo— no sería muy difícil tomarlo por un barco fantasma.
—Es realmente un barco mercante cuyas proporciones son admirables y la dotación perfecta.
—¿Mis temores son infundados, o efectivamente hemos corrido el riesgo de ver a los barcos estrellarse?
—Ha habido ciertamente algunos motivos para temerlo; pero como puede ver estamos a salvo de ese riesgo.
—Hemos de dar las gracias a su talento. El modo en que nos ha sacado de ese peligro tiende a contradecir directamente todo lo que nos predijo sobre los riesgos a que nos íbamos a exponer.
—Sé perfectamente, señora, que mi comportamiento puede interpretarse desfavorablemente, pero…
—Usted no creyó que hubiera mucho mal en divertirse a costa de tres mujeres crédulas —dijo mistress Wyllys sonriendo—. ¡Pues bien! hasta la presente ha estado jugando con esta distracción, esperemos que estará dispuesto a tener compasión de lo que se suele llamar debilidad natural del espíritu de las mujeres.
Cuando terminó de decir estas palabras miró a Gertrudis, con una expresión que parecía decir que sería cruel jugar más tiempo con los temores de una muchacha tan ingenua. Los ojos de Wilder siguieron a los de la institutriz, y cuando respondió, fue con un tono de sinceridad muy apto para convencer a cuantos pudieran escucharle.
—Le diré, señora, con la veracidad que un hombre de honor debe a su sexo, que persisto aún en creer todo lo que le dije.
—¡Qué! ¡las ligaduras del bauprés y los masteleros!
—No, no —dijo el joven marino, sonriendo ligeramente, y sonrojándose mucho, eso quizá no sea todo. Sin embargo ni mi madre, ni mi mujer, ni mi hermana hubieran subido con mi consentimiento a bordo de La Real Carolina.
—Su mirada, su tono y su aspecto de buena fe están en extraña contradicción con sus palabras, muchacho; pues mientras que su exterior me invita a concederle mi confianza, sus palabras no tienen apenas razón para apoyarla. Quizás, yo debería estar avergonzada de semejante debilidad, y sin embargo, confesaré que la tranquilidad misteriosa que parece reinar a bordo de ese barco, todavía tan cerca de nosotros, ha hecho nacer en mí una especie de malestar inexplicable que puede tener relación con su asunto. ¿Es ciertamente un negrero?
—Realmente es un barco muy hermoso —dijo Gertrudis.
—Muy hermoso —dijo Wilder con tono grave.
—Hay sobre una de sus vergas un hombre que parece prestar a su trabajo mucha atención —prosiguió mistress Wyllys apoyando una mano en su mentón con aire pensativo—. Todo el tiempo que hemos estado en tan gran peligro de ver a los dos barcos chocar, no ha echado ni una sola vez su mirada sobre nosotros, incluso la ha distraído. Nadie le hace compañía, por lo que hemos podido juzgar.
—Quizá sus compañeros duermen —dijo Gertrudis.
—¡Duermen! Los marinos no duermen a tal hora y en un día como éste. Dígame, señor Wilder, ya que usted debe saberlo, que es un marino, ¿es comente que la tripulación de un navío duerma cuando se está cerca de otro barco con el que está a punto de chocar?
—No, ciertamente.
—Es lo que yo pienso; pues no soy totalmente una novata en lo que concierne a su arriesgada profesión, tan valiente, tan noble —continuó el aya apoyándose bastante en esta última palabra—. Pero si hubiéramos chocado con el negrero, ¿cree que su tripulación habría permanecido en su misma apatía?
—No lo creo, señora.
—He oído decir que se ha visto en la costa pabellones portadores de falsos colores, que algunos barcos han sido saqueados y sus tripulaciones y sus pasajeros maltratados. Se cree que el famoso Corsario ha sido el que los ha saqueado en la región del continente perteneciente a España, y que se ha visto no hace mucho en el mar de las Caribes un barco que se cree que es el crucero de dicho pirata.
Wilder no respondió. Parecía esperar lo que iba aún a decir. El aya reflexionó un instante, y añadió:
—Por lo demás, la profesión de negrero es tan despreciable en sí misma; y desgraciadamente tan sólo es probable que sea a eso a lo que se dedique ese barco… Quisiera conocer el motivo de sus singulares afirmaciones, señor Wilder.
—No puedo explicarlas mejor, señora, y si mi forma de decirlas no produce efecto, fracaso totalmente en mis intenciones, que por lo menos son sinceras.
—¿Ha disminuido el peligro por su presencia?
—Es menor, pero siempre existe.
Hasta entonces Gertrudis había escuchado esta conversación como si hubiera sido ajena a ella; pero en ese momento se volvió vivamente, y quizá con un ligero movimiento de impaciencia, hacia Wilder, y le preguntó ruborizándose, con una sonrisa que hubiera arrancado una confesión al hombre más endurecido:
—¿Le está prohibido dar más detalles?
El joven comandante vaciló. Vivos colores cubrieron sus mejillas morenas, y un rayo de placer verdadero brilló en sus ojos. Al fin pareció acordarse de repente de que le debía una respuesta.
—Estoy seguro —dijo— que confiando en la discreción de ustedes no corro ningún riesgo.
—No tenga la menor duda —respondió mistress Wyllys— pase lo que pase, no le traicionaremos nunca.
—¡Traicionarme! Por lo que a mí concierne, señora, tengo poco que temer. Si algo sospecha de mí como para pensar eso, está cometiendo conmigo una gran injusticia.
—Nosotros no sospechamos nada que pueda ser indigno de usted —dijo Gertrudis rápidamente—, pero… estamos bastante intranquilas por nosotras mismas.
—En ese caso les libraré de la inquietud, aunque sea a costa de… de mi vida, señora, pero no de mi honor.
—Gertrudis, ya podemos retirarnos a nuestro camarote —dijo mistress Wyllys fríamente y disgustada por la gran decepción mezclada al resentimiento que le inspiraba la idea de que el joven marino había querido divertirse a costa de ellas. La mirada que le dirigió Gertrudis parecía hacerle un reproche lleno de frialdad, el color que apareció en sus mejillas, y que añadía a la expresión de sus ojos, era aún más vivo que el de su aya, aunque demostrara quizá menos rencor.
Mientras que la tripulación se dedicaba a poner en orden los cordajes y en arreglar el puente, el joven comandante apoyó la cabeza sobre el espejo de popa y permaneció algunos minutos en una actitud de profunda reflexión. Salió de esta meditación a causa de un ruido parecido al de un remo ligero que se hunde en el agua y sale sucesivamente, creyendo ser importunado por alguna visita que viniera de tierra, levantó la cabeza y echó una mirada de disgusto por encima de la borda para ver quién se aproximaba así.
Una pequeña barca, como la que utilizaban generalmente los pescadores en las bahías y en las aguas bajas de América, estaba a menos de diez pies del barco, y en una posición que costaba trabajo verla. No iba en ella nada más que un hombre cuya espalda daba hacia Wilder, y que parecía ocuparse de la labor ordinaria de los propietarios de semejantes barquichuelas.
—¿Trata usted de pescar el pez-timón, amigo, para acercarse tanto al barco? —le preguntó Wilder—: según se dice la bahía está llena de otros señores con escamas que irían mejor a sus trabajos.
—Siempre le pagan a uno bien cuando se coge el pescado cebado —respondió el pescador volviendo la cabeza y mostrando el ojo astuto y los rasgos maliciosos del viejo Bob, nombre que se daba al pérfido marino aliado de Wilder.
—Cómo se atreve a presentarse ante mí sobre cinco brazas de agua, después de la jugada indigna que usted me ha…
—¡Silencio! noble capitán, ¡silencio! —dijo Bob levantando un dedo para calmar la cólera del joven marino—, no es necesario llamar a toda la tripulación al puente para que nos ayude a mantener nuestra corta conversación. ¿Por qué he caído bajo el viento de sus buenos favores, capitán?
—¿Cómo ha ocurrido, bribón? ¿No le he pagado para dar cuenta de tal cosa en este barco a las dos damas que en él se encuentran, que hubieran preferido, como usted mismo ha dicho, pasar la noche en un cementerio que poner un pie en la cubierta?
—Ha influido en parte el azar, capitán; pero no olvide usted la mitad de las condiciones, y yo no olvidaré la otra mitad.
—¡Cómo! ¿Qué parte de mi compromiso he olvidado?
—¿Qué parte? —repitió el supuesto pescador sacando del agua un sedal al que faltaba un objeto no menos importante, el anzuelo—. ¿Qué parte, capitán? nada menos que la segunda guinea.
—Ella debía ser la recompensa al servicio prestado, y no servir de señal, al igual que la primera guinea, para que se encargara de ello.
—¡Ah! usted me ayuda a encontrar las palabras que necesito. Me imaginé que eso no era tan fácil, como la primera vez que había sido recibido, y así dejé el asunto a medio hacer.
—¡A medio hacer, miserable! ¡Usted no ha empezado nunca lo que tan enérgicamente me juró que haría!
—Ahora, mi patrón, está usted tan desencaminado como si dirigiera el barco hacia el este para navegar hacia el polo. Yo he cumplido religiosamente la mitad de lo que prometí, y ha de reconocer que tan sólo se me ha pagado la mitad.
—Difícilmente podrá probarme incluso que me ha hecho la mitad.
—Consultemos el diario: yo me he comprometido a subir por la colina hasta la casa de la buena viuda del almirante, y a continuación a hacer en mis opiniones ciertos cambios de los que no es necesario que ahora hable.
—Y eso es lo que no ha hecho; sino por el contrario ha desbaratado mis planes al hablar en un sentido totalmente opuesto a lo que habíamos convenido.
—Es cierto.
—¿Es cierto, bribón? Si la justicia se cumple, se le dará cuenta con una cuerda: es el salario que merece.
—En justicia yo he cumplido más de la mitad de lo que debía hacer, cuando llegué a la presencia de la viuda crédula, y entonces decidí renunciar a la mitad de la recompensa que no me había sido pagada, y aceptar una gratificación por otra parte.
—¡Miserable! —gritó Wilder un poco cegado por el resentimiento; ni siquiera su edad le pondrá a salvo del castigo que merece—. ¡Eh!, ¡los de proa! que se eche una chalupa al mar, y que se traiga a ese viejo infame a bordo del barco; no os acobardéis por sus gritos: tengo que saldar una cuenta con él, y no será posible sin un poco de ruido.
El lugarteniente a quien esta orden se dirigía y que respondió a la llamada saltó sobre el barandal para ver la barca a la que debía perseguir. En menos de un minuto estuvo en la chalupa con cuatro marineros, y a continuación dio la vuelta a la proa del barco para pasar al costado en que se hallaba la barca. Bob tan sólo dio dos o tres remadas, y envió su barquichuela a veinte o treinta brazas donde se detuvo riendo a carcajadas. Sin embargo, apenas vio la chalupa, se entregó seriamente al trabajo, puso en juego sus dos brazos vigorosos, y convenció pronto a sus espectadores de que no sería sin dificultad como se apoderarían de su persona.
Durante unos instantes no se supo demasiado bien hacia qué lugar el fugitivo se proponía ir, ya que engañaba completamente a los que le perseguían burlándose con cambios tan ligeros como hábiles; pero pronto, ya por que creyera que se estaban divirtiendo a su costa, ya sea que quizá temió agotar sus fuerzas de las que hacía uso con tanta destreza como vigor, siguió una línea totalmente recta dirigiéndose hacia donde estaba el Corsario.
La persecución fue entonces calurosa y seria, sin embargo la chalupa, aunque siempre a poca distancia de sus perseguidores empezó a ganar terreno a medida que vencía gradualmente la resistencia del agua; pero al cabo de algunos minutos la barca pasó rápidamente bajo la popa del otro navío, y poniéndose en línea recta entre ella y La Real Carolina, desapareció a la vista de todos. La chalupa que le perseguía no tardó en tomar la misma dirección. Pocos minutos después, se vio a la chalupa regresar del lado de La Real Carolina, moderada su marcha, lo que anunciaba que la persecución no había tenido éxito. Toda la tripulación se puso al mismo lado del navío, a fin de saber cómo había terminado esta aventura, y el ruido que había, incluso hizo salir a las dos damas de su camarote y las llevó a cubierta. El oficial saltó al puente sin decir una sola palabra, y corrió junto a su comandante.
—La barca era demasiado ligera para la chalupa, señor Nighthead, —dijo Wilder con voz tranquila al ver aproximarse al oficial.
—¡Demasiado ligera, señor! —¿Conoce usted al hombre que remaba?
—No muy bien, sé solamente que es un bribón.
—Debe merecer ese nombre, puesto que es de la familia del diablo. En primer lugar, aunque el bribón sea viejo y su cabeza esté cubierta de canas, hacía bogar su barca como si hubiera flotado en el aire. Después estuvimos detrás nada más que un minuto o dos a lo más, y sin embargo cuando llegamos al otro lado del negrero, hombre y barca, todo, había desaparecido.
—¡Pues bien! que el bribón se escape. Señor Earing, parece que hay una brisa que viene del mar; despleguemos de nuevo las velas de gavia a fin de estar preparados para recibirla. Me encantaría si pudiéramos ver el ocaso del sol en el mar.
Los dos lugartenientes y toda la tripulación se dedicaron apresuradamente a la tarea. Wilder, durante este tiempo, se dirigió hacia mistress Wyllys que había oído su corta conversación con el lugarteniente.
—Usted ve, señora, —le dijo, que nuestro viaje no comienza sin algunos presagios.
—Cuando me dice, con ese aire de singular sinceridad que posee algunas veces, joven inexplicable, —le respondió ella—, que cometemos una imprudencia confiándonos al océano en este barco, casi me inclino a dar fe a sus palabras; pero cuando recurre al argumento de la brujería para apoyar su advertencia, lo único que hace es que me confirma en la determinación de hacer este viaje.
—¡Todos al cabrestante! —gritó Wilder en un tono que parecía decir a sus compañeras: «Puesto que estáis decididas, la ocasión de mostrar vuestra decisión no os faltará.»— ¡Todos al cabrestante! Hay que tratar de aprovechar la brisa que empieza a sentirse, y llevar el barco mar adentro que aún es de día.
El sonido de los espeques se unió al canto de los marineros. Entonces comenzó el trabajo penoso de levar el pesado ancla del fondo del mar, y pocos minutos después se halló libre de los hierros que le sujetaban a tierra.
No tardó en llegar un buen viento del lado del mar cargado de la humedad salina de este elemento.
El ancla estaba en su sitio, el barco se puso en movimiento, desplegadas las altas velas, habían caído las más bajas, y la proa de La Real Carolina cubría de espumas las olas al cortarlas antes de que hubieran transcurrido diez minutos.
—Pase a sotavento del negrero —dijo Wilder al marino que estaba en el timón; y entonces el joven capitán fue a apoyarse sobre el brazal del viento como todos los que no tenían nada que hacer a bordo en ese momento, para observar el barco al que se aproximaban tan rápidamente. Ninguna figura humana, ningún ojo curioso se veía sobre su borda. El paso, como puede imaginarse, fue rápido y durante el poco tiempo en que las proas y las popas de los dos barcos se encontraron casi en línea paralela, Wilder pensó que se efectuaría sin que el supuesto negrero diera la más ligera señal de atención. Sin embargo se equivocó. Un hombre ágil y activo que llevaba el uniforme de marino se subió sobre el espejo de popa, y agitó al aire un gorro de marino, como para saludar. En el momento en que el viento hizo flotar la cabellera de este individuo, Wilder reconoció los ojos vivos y penetrantes y los rasgos del Corsario.
—¿Cree que el viento se mantendrá de ese lado, señor? —dijo éste hablando muy alto.
—Es demasiado vivo para ser constante.
—Un marino prudente se apresuraría a avanzar hacia el este mientras fuera necesario, pues me parece que huele un poco a las Indias Occidentales.
—¿Cree que volverá más al sur?
—Lo creo. Pero una bolina durante la noche sería suficiente.
La Real Carolina había pasado ya, y orzaba entonces frente a la proa del negrero para tomar su ruta. El marino que estaba en el espejo de popa de este último navío agitó nuevamente su gorro en señal de adiós, y desapareció.
—¿Es posible que tal hombre haga un tráfico de seres humanos? —dijo Gertrudis cuando los dos interlocutores cesaron de hablar.
Al no recibir respuesta se volvió con vivacidad para mirar a su compañera. La institutriz estaba sumida en una especie de abstracción, sus ojos fijos en el vacío. Gertrudis cogiéndola de la mano le repitió la pregunta, mistress Wyllys volvió en sí, y pasando la mano por su frente le respondió con indiferencia y con una sonrisa forzada:
—El encuentro con un navío o la vista de alguna maniobra naval, querida mía, siempre me trae antiguos recuerdos. Pero ciertamente ese individuo que he visto a bordo del negrero es un tipo muy raro.
—¡Para un mercader de esclavos!, ¡rarísimo! —dijo Gertrudis.
Mistress Willys apoyó un instante la cabeza en su mano, y se volvió a continuación para buscar a Wilder.
—Dígame, muchacho —le dijo—, ¿ese individuo es el comandante del negrero?
—Sí, señora.
—¿Le conoce usted?
—Nos hemos visto alguna vez.
—¿Y cuál es su nombre?
—El patrón de ese navío No sé otro.
—Gertrudis, permaneceremos en nuestro camarote. Cuando perdamos la tierra de vista, señor Wilder, tenga la bondad de hacérnoslo saber.
Wilder se lo prometió, y las damas abandonaron la cubierta. La Real Carolina, según parecía, pronto estaría en alta mar. Para proseguir y acelerar la marcha del navío, el joven capitán dio las órdenes oportunas. Por lo menos cien veces levantó los ojos atentamente hacia las velas de su barco, ordenando ya que las apretasen aún más contra la verga, ya que las extendieran a lo largo de su mástil.
El efecto de tantos cuidados unidos a tanto ingenio fue conseguir que La Real Carolina navegase por el océano con una rapidez que jamás había conseguido o, a lo más, que raramente alcanzó alguna otra vez. Poco tiempo pasó para que la tierra dejara de verse por los dos lados; y tan sólo se podía ver por detrás, desde donde se divisaban todavía las islas con un colorido azulado, y con un largo horizonte oscuro al norte y al oeste. Las dos damas fueron avisadas para que pudieran decir adiós a la tierra. Cuando el día iba a desaparecer, y en el momento en que las islas estaban a punto de ocultarse por las olas, Wilder subió a una de las vergas más elevadas, llevando en las manos unos anteojos. Sus miradas se dirigieron durante mucho tiempo atentamente hacia la bahía que acababan de abandonar. Pero cuando descendió, tenía la mirada más tranquila y estaba más calmado. La sonrisa del éxito afloraba a sus labios, y dio sus órdenes con precisión, jovialidad y coraje. Fueron ejecutadas con prontitud. Los marineros más viejos, señalaban las olas que iban cortando, juraban que nunca habían visto a La Real Carolina navegar con tanta rapidez. Los lugartenientes observaron la corredera, e hicieron un signo de satisfacción cuando uno de ellos comunicó a otro la velocidad extraordinaria del barco. En una palabra el regocijo y la alegría reinaban a bordo, pues se pensaba que una travesía comenzada bajo tales auspicios llegaría a su fin pronto y felizmente.