Capítulo doce

Buena parte del día transcurrió mientras se desarrollaban las escenas que acabamos de relatar. Apareció una suave brisa, y se mantenía aunque sin ser fuerte. Cuando Wilder se vio desembarazado de los occisos que acababan de regresar a la playa y del consignatario atareado e importante, echó un vistazo a su alrededor con la intención de ponerse enseguida en posesión de la autoridad a bordo. Hizo venir al pilero, le comunicó sus intenciones y se retiró a una parte del puente desde donde pudo examinar a su gusto todas las partes del barco en el que había llegado a ser comandante en poco tiempo, y reflexionó sobre la situación tan extraordinaria y tan inesperada en la que se encontraba.

La Real Carolina tenía ciertos derechos para llamarse así. Era un barco de ese dichoso puerto que añadía a su utilidad lo agradable. La carta del Corsario decía que era considerado un buen velero, y su joven e inteligente comandante vio con gran satisfacción interior que no desmentía bajo ningún aspecto su reputación. Una tripulación fuerte, activa y experimentada, unas palanquetas bien proporcionadas, poco peso y volumen en el aparejo de las gavias, una estiba perfecta y fuertes velas ligeras que le ofrecían todas las ventajas que su experiencia podía sugerirle.

La tripulación bajo las órdenes del piloto estaba en ese momento reunida en el cabrestante y había empezado a virar el cable. Como para demostrar su influencia, nuestro aventurero elevó la voz por encima de las de los marineros, e hizo oír una de esas exclamaciones repentinas y enardecedoras con las que un oficial de marina está acostumbrado a animar a aquellos que están bajo sus ordenes. Su voz era firme, llena de ardor y autoridad. Los marineros se estremecieron como valerosos corceles esperando la señal, y cada, uno de ellos echó una mirada hacia atrás como si hubiesen querido juzgar el talento de su nuevo comandante. Wilder sonrió satisfecho del resultado que había obtenido, y se volvió para pasean por el castillo de popa, donde volvió a encontrar otra vez la mira tranquila, reflexiva, aunque ciertamente asombrada de misstress Wyllys.

—Después de su opinión acerca de este barco —le dijo ella con fría ironía—, no esperaba verle ocupando aquí un puesto que lleva consigo tanta responsabilidad.

—Usted probablemente sepa, señora —respondió el joven marino—, que el patrón de este barco ha sufrido un enojoso accidente.

—Lo sabía y he oído decir que se ha encontrado a otro oficial para ocupar por el momento su puesto. Pero si quiere reflexionar, creo que no encontrará nada de extraño en la sorpresa que me ha provocado el ver quién es ese oficial.

—Nuestras conversaciones, señora, quizá le hayan dado una idea poco favorable de mi talento en la profesión; pero le ruego que aleje de su mente toda intranquilidad a este respecto, pues…

—No dudo que tenga usted mucha experiencia en su profesión, ¿podremos gozar de su compañía durante la travesía, o nos abandonara cuando salgamos del puerto?

—Estoy encargado de dirigir el barco durante todo el viaje.

—¿Podemos, pues, esperar que el peligro que ha visto o que ha imaginado ver ha disminuido a sus ojos para que esté tan decidido a exponerse con nosotros?

—Usted no me hace justicia —respondió Wilder con ardor, echando, sin proponérselo, una mirada sobre Gertrudis que escuchaba con una atención grave y profunda—; no hay peligro al que no me exponga voluntariamente para proteger de todo riesgo, a usted y a esta joven señorita.

—Esta joven señorita debe ser sensible a semejante acto de caballerosidad —dijo mistress Wyllys. Abandonando entonces el tono molesto con el que había hablado hasta ese momento para tomar une más natural y más de acuerdo con su fisonomía, generalmente dulce y pensativa, añadió—: Tiene un abogado poderoso, muchacho, con el deseo inexplicable que demuestro al poder creer en su franqueza, pero mi razón me obliga a condenar ese deseo. Como el barco debe necesitar de sus cuidados, no le retendré por más tiempo. No nos faltarán ocasiones para juzgar el deseo y los medios con que nos servirá.

El ancla había sido levada, y los marineros se ocupaban ya de desplegar las velas. Wilder trabajaba también en esta maniobra con una especie de agitación febril, y repitiendo las órdenes necesarias que daba el piloto, vigilaba él mismo la ejecución inmediata.

A medida que las velas van cayendo una tras otra de las vergas y se despliegan por un complicado mecanismo, el interés que un marino toma siempre por su barco le aparta de cualquier otro sentimiento. Todas las velas estaban ya extendidas, desde las de los masteleros hasta las más bajas; el barco tenía la proa dirigida hacia la salida del puerto y empezaba a moverse.

—¡Barlovento, señor! ¡Atención a barlovento! —gritó el piloto, con voz firme al marino que llevaba el timón—. Nada impide orzar. ¡Por nada del mundo vayáis en dirección del negrero! ¡Relingad un poco! ¡Relingad! ¡No retrocedáis lo más mínimo, o no pasaréis nunca de donde está el negrero! ¡Orzad! ¡Os digo orzad!

—¡El negrero! —murmuró nuestro aventurero apoyándose en una parte de su barco desde donde podía ver totalmente a ese navío tan importante y que le interesaba por una doble razón—; sí, ¡el negrero!, puede ser verdaderamente difícil conseguir el viento junto al negrero.

El barco había pasado entre la pequeña isla y el cabo y se puede decir que estaba fuera del puerto interior. El negrero tomó directamente su ruta, y toda la tripulación lo miraba con un profundo interés, para ver si sería posible pasarle por el lado del viento. Esta medida era deseable, porque un marino se vanagloria de observar el lado honorable de todos los navíos que encuentra, pero sobre todo porque, en la posición que se encontraba el negrero, era la única manera con la que se evitaría el virar antes de que La Real Carolina hubiera alcanzado un lugar más apto para esta maniobra.

Wilder se daba cuenta de que se aproximaba un momento muy crítico. Recordó que ignoraba por completo las intenciones del Corsario, y por Ja fuerza, no estando en servicio, no le hubiera sido difícil atacar a su presa a vista de todos los habitantes del pueblo, y apoderarse de ella sin tener en cuenta sus débiles medios de defensa.

La naturaleza extraña y audaz de tal empresa estaba perfectamente de acuerdo con el carácter del pirata en cuestión, y todo parecía estar dispuesto para defender su capricho.

Con esta idea y considerando la perspectiva de poder terminar tan prontamente su nueva autoridad, caminó hacia el antepecho y trató de adivinar cuál era el plan de sus aliados secretos, según algunas de esas señales que son tan familiares a un marino. Sin embargo no pudo ver en el pretendido negrero ningún signo que anunciara la intención de salir, ni siquiera de cambiar de posición. Reinaba una quietud tan profunda, tan admirable, pero tan pérfida como la que se había notado durante toda esa mañana tan fértil en acontecimientos. Solamente se veía a un hombre entre sus cordajes, mástiles y vergas: era un marinero situado en el extremo de una de las vergas más bajas, y parecía ocupado en hacer una de esas reparaciones que son constantemente tan necesarias en un gran barco. Ese marinero estaba situado en su barco a sotavento, Wilder pensó en seguida que había sido colocado allí para lanzar un garfio a los aparejos de La Real Carolina por si era necesario poner en contacto a los dos barcos. Queriendo prevenir un encuentro tan peligroso, decidió al momento hacer fracasar ese proyecto. Llamando al piloto, le dijo que la tentativa de pasar cerca del negrero era de un resultado muy dudoso, y que lo más seguro sería bogar a sotavento.

—No tema, capitán, no tema —respondió el obstinado conductor del barco, tanto más celoso de su autoridad cuanto que ésta sería de corta duración, y que, como el usurpador de un trono, sospechaba del poder legítimo al que había despojado momentáneamente de sus derechos—; no tema, capitán, he navegado por estos parajes más veces que ha atravesado usted el océano, y conozco el nombre de cada roca que por aquí hay, tan bien como el pregonero del pueblo conoce las calles de Newport. ¡Orzad! ¡Os digo que orcéis! ¡Perseguid al viento! nada impide orzar.

—Ve usted cómo las velas flamean ya, señor —dijo Wilder con voz firme—; si se choca con el negrero, ¿quién pagará las averías?

—Soy un asegurador general —respondió el piloto testarudo—; mi mujer remendará los agujeros que yo ocasione en sus velas con una aguja tan fina como un cabello, y con un dedal como el de un hada.

—Son unas palabras muy bonitas, señor; pero usted pierde ya la dirección del barco, y antes de que termine las fanfarronadas, enganchará en los herrajes del negrero, que le retendrán tan firmemente como los grilletes que lleva un criminal condenado… ¡A toda vela, compañero! ¡De acuerdo, señor!

—Sí, sí, ¡a toda vela! —repitió el piloto que, viendo que la dificultad de pasar del viento aumentaba a cada instante, empezaba a vacilar en su decisión—. ¡Pronto y a toda!, ya os lo he dicho, ¡pronto y a toda! No sé demasiado, capitán, si, según espero el viento nos apresura un poco, nos veremos obligados a pasar a sotavento; pero estará de acuerdo que en ese caso tendremos que virar de bordo.

—¡Aleje el barco del negrero! —gritó Wilder que empezaba a abandonar el tono de advertencia para tomar el de comandante—; ¡aléjele, señor, mientras que pueda, o por el cielo!…

—Creo que es preciso —dijo el piloto—, ya que el viento nos obliga. ¡Vamos, compañero, cuidado con la popa del barco anclado! ¡Eh! ¡Orza! ¡Orza de nuevo! ¡Coge cada vez el viento más cerca! ¡Levad las velas pequeñas! El negrero tiene un calabrote arrojado precisamente en nuestra ruta. Si hay justicia en las plantaciones, llevaré a ese capitán ante los tribunales.

—¿Qué quiere decir ese bribón? —se preguntó Wilder saltando de prisa sobre un cañón para juzgar mejor el estado de las cosas.

Su lugarteniente le mostró el lado del otro navío que estaba a sotavento, y el joven marino no vio demasiado claramente un cable que fustigaba el agua. La verdad le vino a los ojos en seguida. El Corsario estaba amarrado secretamente por medio de un cable, con el propósito de estar más rápidamente preparado para apuntar sus cañones hacia la batería. Sí, tenía que defenderse, y aprovechaba entonces esta circunstancia para impedir que el barco mercante le pasara a sotavento. Este arreglo causó una gran sorpresa, acompañada de un número razonable de juramentos, entre los oficiales de la La Real Carolina, aunque ninguno de ellos tuviera la menor sospecha de la verdadera razón que había hecho colocar un remolque de esta manera y que hacía tender un cable tan torpemente en su ruta. El piloto fue el único de ellos que encontró en este incidente un motivo para alegrarse. Estaba, en efecto, colocado el navío en una posición que le hacía casi tan difícil el paso por un lado del negrero como por el otro, y encontró ahora una excusa para justificarse; si ocurría algún accidente durante la maniobra extremadamente crítica, no habría más remedio que dispensarle.

—Eso es tomarse una libertad muy grande a la entrada de un puerto —murmuró Wilder cuando sus ojos se convencieron del hecho que acabamos de contar—. Es preciso impulsar el navío al viento, piloto; la cosa no tiene remedio.

—Yo me lavo las manos, y pongo por testigo a todos los que están a bordo —respondió el piloto como hombre profundamente ofendido, aunque estuviese interiormente encantado de parecer forzado a la maniobra que había puesto tanta obstinación en querer realizar momentos antes—. Será preciso recurrir a las leyes si se nos daña una plancha o se nos rompe un cabo. ¡Orza! ¡Compañero orza lo más cerca del viento, e intenta una media bordada!

El marino que estaba en el timón obedeció a esta orden, y el barco, sintiendo un nuevo impulso del viento, volvió lentamente su proa hacia el lado de donde aquél soplaba; sus velas se agitaban con un ruido parecido al que produce una bandada de pájaros acuáticos cuando emprenden el vuelo; pero la fuerza del timón se hacía de nuevo sentir, hizo pronto su abatimiento al igual que antes, derivando por el través sobre el pretendido negrero impulsado por el viento, que parecía haber perdido gran parte de su fuerza en el momento crítico en que le hubiera sido más necesaria.

Un marino comprenderá fácilmente la situación en que se encontraba La Real Carolina había sido impulsada tan adelante que iba precisamente dirigida hacia el través del negrero por sotavento, pero demasiado cerca de ese navío como para poder adelantarlo Jo más mínimo, sin un peligro inminente de chocar los dos barcos. El viento no era constante: unas veces soplaba por rachas, otras mostraba una calma absoluta. Cuando el barco sentía la influencia de la brisa, sus grandes mástiles se inclinaban con gracia como para decir adiós; pero cuando a sus velas no llegaba la presión momentánea del viento se balanceaba sin avanzar ni un solo paso. El efecto de cada cambio era, sin embargo aproximarle aún más a su peligroso vecino, y era evidente, incluso para el más joven marino que había a bordo, que un cambio repentino del viento podía hacer que pasara hacia adelante, tanto más cuanto que la marea había cambiado.

Como los oficiales subalternes de La Real Carolina no eran muy delicados en la elección de las expresiones, en sus comentarios sobre la torpeza que les había llevado a una situación tan desagradable y mortificante, el piloto trataba de ocultar su despecho por la multiplicidad de órdenes que daba al mismo tiempo, y por el ruido que hacía al darlas. De] ruido pasó pronto a la confusión y finalmente los hombres de la tripulación permanecieron con los brazos cruzados, no sabiendo cuál de las órdenes, a veces contradictorias, que recibían al mismo tiempo, debían obedecer. Por su parte Wilder también había cruzado los suyos y permanecía muy tranquilo, situado cerca de las dos damas que estaban en su borda. Mistress Wyllys, estudiando todas sus miradas con el propósito de poder juzgar, según su expresión, la naturaleza y alcance del riesgo que se corría, si podía haber algún peligro en el choque que parecía que iba a tener lugar inevitablemente entre los dos barcos navegando en un mar totalmente en calma, inmóvil y que a lo más tenía un movimiento casi imperceptible. El aspecto firme y resuelto que notó en la frente del joven marino excitó en ella una inquietud que no hubiera quizá demostrado en circunstancias que no ofrecieran en sí nada que pareciera muy peligroso.

—¿Tenemos que temer algo, señor? —le preguntó el aya tratando de ocultar a su joven compañera la naturaleza de su propia inquietud.

—Ya le dije, señora —respondió Wilder—, que La Real Carolina era un barco desgraciado.

Las dos damas vieron la sonrisa amarga con que Wilder dio esta respuesta como de mal augurio, y Gertrudis se apoyó en el brazo de su compañera como en el de una mujer de la que no había sabido en mucho tiempo.

—¿Por qué los marinos del negrero no salen para ayudarnos, para impedir que nos acerquemos más? —preguntó mistress Wyllys con inquietud.

—Hasta ahora no les hemos visto. Pero les veremos, supongo, y antes de que sea demasiado tarde.

—Por su voz y su aspecto, muchacho, hay que creer que este encuentro será peligroso ¿no es así?

—Estén junto a mí —respondió Wilder con la voz casi ahogada por la forma en que apretaba los labios—. Pase lo que pase, estén lo más cerca de mí que les sea posible.

—¡Levad el palo de cangreja de alivio del lado del viento! —gritó el piloto—. ¡Poned la barca en el mar y haced virar el barco remolcándole! ¡Extraed el ancla de remolque! ¡Bordead el foque! ¡Asegurad la vela mayor!

Los marinos asombrados permanecían como estatuas, sin saber qué hacer, unos mandan a otros hacer esto o aquello, mientras que los demás daban al mismo tiempo órdenes contrarias. Finalmente alguien gritó con voz tranquila, pero firme y potente:

—¡Silencio en el barco!

Estas palabras fueron pronunciadas en ese tono que da a entender que el que habla conserva toda su sangre fría, y que no deja de inspirar a los subordinados parte de la confianza de quien manda. Todos miraron hacia el lugar del barco de donde salió esta voz, como si cada cerebro estuviera dispuesto a escuchar la menor orden que pudiera darse. Wilder estaba subido sobre la cabeza del cabrestante, desde donde podía observar todo lo que pasaba a su alrededor. Una ojeada viva e inteligente le hizo ver perfectamente la situación de su barco, sus ojos estaban fijos con inquietud en el negrero, como si hubiera querido penetrar la pérfida tranquilidad que reinaba aún por todas partes en él, para saber hasta qué punto podrían resultar útiles los esfuerzos. Sin embargo se hubiera dicho que este último barco flotaba en el agua como un barco encantado; ni un solo marino se veía entre los abundantes aparejos, excepto el individuo del que ya se ha hablado y que seguía ocupado en el mismo trabajo, igual que si La Real Carolina hubiese estado a más de cien millas del lugar donde él se hallaba. Los labios eje Wilder se apretaron; ya por amargura, ya por satisfacción; pues una sonrisa de origen muy equívoco se dibujó en su rostro, mientras daba una nueva orden con el mismo tono de autoridad.

—¡Recoja todas las velas! ¡bracéelo todo para recular hacia proa y hacia popa!

—Sí —repitió el piloto— ¡braceadlo todo para recular!

—¿Hay alguna barca en el mar? —preguntó nuestro aventurero.

—¡Que se arroje a ella ese piloto!

—Es una orden injusta —gritó éste—, prohíbo que se obedezca cualquier otra voz que no sea la mía.

—¡Que se arroje en seguida! —repitió Wilder con firmeza.

En medio del tumulto y agitación que reinaba en tanto se braceaban las velas, la resistencia del piloto apenas se notó. Pronto fue llevado en brazos por dos lugartenientes, y doblados los miembros en diversas contorsiones mientras iba por el aire, fue arrojado a la barca con tan poca ceremonia como si hubiese sido un tronco de madera. La cuerda fue arrojada cerca de él, y el desconcertado guía se entregó con la mayor indiferencia a sus propias reflexiones.

Durante ese tiempo la orden de Wilder había sido ejecutada. Las vastas telas que poco antes, se agitaban en el aire o se hinchaban hacia delante o hacia detrás, según que flamearan o se llenasen, como se dice en términos técnicos, estrechaban entonces contra sus mástiles respectivos y forzaban al barco a volver a tomar la ruta que había perdido. Esta maniobra exigía la mayor atención y la precisión más escrupulosa en las órdenes; pero el joven comandante encontró todas las miradas dispuestas a cumplir su tarea. Aquí una vela era desplegada; allá otra presentaba al viento una superficie más lisa; en otra parte una vela más ligera era extendida. La voz de Wilder no cesó de oírse, siempre tranquila, siempre con el mismo tono autoritario. El barco incluso, como si hubiera sido un ser con vida, parecía sentir que su destino estaba confiado a unas manos muy distintas y dotadas de mucha más inteligencia que antes. Obedecieron al nuevo impulso que se les comunicaba esta inmensa nube de velas y su enorme bosque de mástiles, de vergas y de aparejos que iban de un lado a otro; del estado de inercia, a que había estado condenado, el barco cedió pesadamente a la presión y comenzó a recular.

Durante el tiempo que fue necesario para sacar del peligro a La Real Carolina, la atención de Wilder se repartió entre su propio barco y el que estaba tan próximo, y cuya conducta era inexplicable. Ni un ruido salía de él, y reinaba un silencio parecido al de la muerte. No se veía ni un rostro inquieto ni unos ojos curiosos por ninguna de las numerosas aberturas por donde la tripulación de un barco armado podía echar una mirada al mar. El marino situado sobre la verga continuaba su trabajo como quien no piensa en nada más que en su propia existencia. Había sin embargo en el navío un movimiento lento, aunque casi imperceptible, que, como el de una ballena adormecida, parecía producido por una voluntad indiferente más que por los esfuerzos de la mano de los hombres.

Ni uno solo de estos cambios escapó al examen que hizo Wilder con tanta atención como inteligencia. Vio que, a medida que La Real Carolina se retiraba del negrero, le presentaba gradualmente el costado. Las bocas amenazadoras de sus cañones estaban siempre dirigidas hacia el barco mercante, y durante todo el tiempo que estuvieron cerca el uno del otro, no hubo ni un momento en el que el puente de éste no hubiera podido ser barrido por una descarga general de la artillería del primero. A cada una de las órdenes que daba, nuestro aventurero volvía los ojos hacia el navío vecino para ver si él permitía que se ejecutase; no se sintió seguro de que la dirección de La Real Carolina le pertenecía hasta que dejó de estar en esta peligrosa proximidad, y, que obedeciendo a la nueva disposición de sus velas, ella hubo hecho su abatimiento en un lugar donde él podía dirigir los movimientos a su gusto.

Al ver que la marea le era favorable, y que había poco viento para refluiría, hizo atar las velas en festones a sus vergas, y dio orden de arrojar el ancla.