Capítulo once

A medida que avanzaba el día, las apariencias de una buena brisa de mar llegaban cada vez más fuertes, y conforme el viento aumentaba, se veía al barco mercante de Bristol anunciar cada vez más intensamente su intención de abandonar el puerto. Entretanto el barco no ofrecía aún a la brisa más que una vela solitaria a la que ya antes nos hemos referido en nuestro relato. Después de más de una hora de inexplicable demora, se difundió entre la gente un murmullo de que había ocurrido un accidente a consecuencia del cual un individuo muy importante había sido gravemente herido. Sin embargo tal rumor no fue más que momentáneo, y casi se había extinguido cuando se vio salir de una cañonera de proa de La Real Carolina unas grandes llamaradas que formaban ante ellas una densa capa de humo que se elevaba en el aire, y que fue seguida al momento de la explosión de una pieza de artillería. Nadie dudó que, cualquiera que fuese lo que hubiera ocurrido, no impediría que el barco se hiciese a la mar.

Wilder había observado con gran atención los movimientos que tuvieron lugar a bordo del navío, el retraso que se había producido en su partida, la impaciencia de los espectadores, y por último la señal que acababa de dar para emprender la marcha. Con la espalda apoyada en la parte derecha de un ancla que estaba abandonada como inservible en un muelle a poca distancia de aquél en que se encontraba la mayor parte de los espectadores, había permanecido una hora en la misma posición, con su mirada dirigida a derecha e izquierda. Se estremeció al oír el cañonazo; pero no fue a consecuencia de esta explosión, que produjo el mismo efecto en un centenar de personas, por lo que él echó una ojeada rapidísima a la vez que intensa e inquieta hacia todas las calles que le era posible vislumbrar desde el muelle en que se encontraba. Sin embargo, a medida que los minutos se sucedían con precisión unos a otros, recobró poco a poco su calma, y una sonrisa de satisfacción se señoreó en su rostro mientras que el sonido de varias voces llegó a sus oídos; y sin volverse, vio a un numeroso grupo a algunos pasos de él, y no necesitó más que un momento para distinguir entre la multitud a mistress Wyllys y Gertrudis vestidas de manera tal que no quedaba la menor duda de que estaban a punto de embarcarse. Wilder oyó varias voces que formulaban palabras de despedida muy afectivas y pronunciadas de todo corazón. Al fin el rumor de pasos de una persona al lado de él le hizo echar una mirada ligera y furtiva en esa dirección, y sus ojos se encontraron con mistress Wyllys. La dama temblaba; nuestro joven marino hizo otro tanto. Tratando de sobreponerse y dominándose a sí misma, mistress Wyllys le dijo con una sangre fría admirable:

—Ya ve, señor, que los peligros ordinarios no nos impiden llevar a cabo una resolución una vez que ésta está bien tomada.

—Deseo, señora, que no se arrepienta más tarde de su valor.

Mistress Wyllys se aproximó más al joven y le dijo en voz baja:

—Aún no es tarde. Déme la más mínima razón para justificar lo que nos ha dicho, y esperaremos la marcha de otro barco. ¿Tiene algún dato, algunos motivos que yo pueda hacer valer ante los padres de mi joven pupila?

—Ya los conoce.

—En ese caso, señor, me creo obligada, aunque a pesar mío, a creer que tiene algunas razones para ocultar sus motivos —respondió fríamente el aya contrariada e incluso dolida—. Deseo, por usted mismo, que no se trate de nada indeseable; y en cuanto a lo que a nosotras concierne, si sus intenciones son buenas, se lo agradezco, y en caso contrario, yo le perdono.

Se separaron con esa sensación que siente la gente que sabe que la confianza reina entre ellos. Wilder se apoyó de nuevo contra el abandonado ancla, adoptando una actitud malhumorada y mostrando una gravedad que podía pasar incluso, por austera.

Alguien le tocó ligeramente en el hombro; sorprendido por esta circunstancia, se volvió para ver quién era el que le trataba con tanta familiaridad, y vio que era un muchacho joven que parecía tener unos quince años. Su preocupación hizo que tuviera que echar una segunda ojeada para asegurarse de que veía aún al chico que estaba al servicio del Corsario y que había aparecido antes con el nombre de Roderick.

—¿Para qué me quieres? —le preguntó cuando se hubo recuperado un poco de la sorpresa que le había producido el encontrarse tan súbitamente interrumpido en sus reflexiones.

—Se me ha encargado que le dé estas órdenes —respondió el joven emisario.

—¡Ordenes! —repitió Wilder frunciendo ligeramente el ceño—. ¡Tendremos que respetar a la autoridad que envía sus mandatos con tal mensajero!

—Es una autoridad a la que siempre ha sido muy peligroso desobedecer —respondió el niño con tono grave.

—¡Sí, ciertamente! En ese caso voy a ver lo que contiene este mensaje por temor a caer en alguna fatal negligencia. ¿Tienes orden de esperar una respuesta?

Diciendo esto rompió el sello de la carta que acababa de serle entregada, y levantando los ojos para escuchar lo que le iba a responder el mensajero, vio que éste había desaparecido. Viendo que sería totalmente inútil perseguir a un corredor tan joven y veloz en medio de las maderas de construcción que cubrían el muelle y parte del río adyacente, desplegó la carta y leyó lo que sigue:

«Un accidente acaba de poner en condiciones de no poder ejercer sus funciones al patrón del barco llamado La Real Carolina, que está listo para arriar velas; su consignatario no se atreve a confiar el mando al segundo oficial, y sin embargo es necesario que el navío parta. Sé que usted es considerado un buen entendido. Si tiene algunas muestras que constaten su buena conducta y sus conocimientos, aproveche esta ocasión y logre el puesto que definitivamente ocupará. Ha sido designado por algunos interesados, y su designación se ha llevado a cabo con premeditación. Si esta carta le llega a tiempo, permanezca alerta y decidido. No muestre sorpresa, ante cualquier apoyo inesperado que pueda encontrar. Mis agentes son más numerosos de lo que cree. La razón de ello es bien sencilla; el oro es amarillo, aunque yo sea

»Rojo».

La firma, el objetivo y el estilo de esta carta no dejaron en el ánimo de Wilder ninguna duda acerca de quién era su autor. Echando una mirada a su alrededor, saltó a una barca y antes de que los viajeros hubiesen llegado al navío, él ya había atravesado la mitad de la distancia que separaba al barco de tierra. Hizo jugar a los remos con unos brazos tan hábiles como vigorosos, y enseguida estuvo en el puente de La Real Carolina. Abriéndose camino a través del tropel de inútiles que encubren siempre la tilla de un barco dispuesto a partir, llegó de inmediato a la parte del navío en que el círculo de personas preocupadas e inquietas le aseguró que encontraría a los que tenían más interés en el gobierno del barco. Hasta entonces apenas había comprendido claramente cuál era la naturaleza de su tan repentina empresa; y no había reflexionado acerca de ella. Pero había avanzado demasiado para pensar en retroceder, incluso aunque hubiera estado dispuesto a hacerlo; y no podía, además, renunciar a su deseo sin correr el riesgo de levantar peligrosas sospechas.

No tardó más de un minuto en ordenar sus pensamientos, antes de preguntar:

—¿Puedo ver al armador de La Real Carolina?

—Nuestra casa es consignataria de este barco —respondió un individuo calmado, muy tranquilo, con cierto aire de malicia, que llevaba una indumentaria de negociante rico, pero al mismo tiempo ahorrador.

—He sabido que ustedes tienen necesidad de un oficial experimentado.

—Oficiales experimentados son precisamente los que desea un armador en un barco cuya carga es preciosa; y presumo que La Real Carolina no lleva una carga despreciable.

—Pero yo he sabido que necesitan uno para ocupar temporalmente el puesto de comandante.

—Si el comandante de La Real Carolina no estuviera en estado de ejercer sus funciones, ciertamente cuanto usted dice podría suceder. ¿Busca empleo?

—He venido a solicitar la plaza vacante.

—Habría sido más sagaz asegurándose primero de que efectivamente había una plaza vacante. Pero no puede solicitar el puesto de comandante de un navío como éste sin presentar testimonios suficientes de su actitud y conocimientos.

—Espero que estas muestras le parecerán satisfactorias y suficientes.

Y hablando de este modo Wilder le puso en la mano dos cartas no selladas.

Mientras el negociante leía estos certificados, pues tal era la naturaleza de las muestras que acababan de serle entregadas, ya sus ojos permanecían fijos en el papel, ya su rayo visual pasaba por encima de sus anteojos para dirigirse al individuo con el que había hablado de manera tal que parecía evidente que quería asegurarse, con su propia observación personal, de la verdad de cuanto leía.

—¡Ejem! —dijo al fin—. En verdad son excelentes testimonios a favor suyo, joven, y viniendo, como vienen, de dos casas tan respetables y tan opulentas como Spriggs, Boggs y Tweed, y Hammer y Hacket, son realmente dignas de la mayor confianza.

—Pues si tanta atención les presta, espero que no me considerará presuntuoso por contar con su propia recomendación.

—¡Muy bien!, ¡totalmente razonable! Pero no esperará que dejemos más que de prisa una plaza libre para podérsela dar a usted, aunque yo tenga que reconocer que sus certificados son excelentes… tan buenos como una orden escrita por los mismos Spriggs, Boggs y Tweed. Pero no podemos expresamente, con esa intención, dejar vacante el puesto.

—Se me había asegurado que le ha ocurrido un grave accidente al patrón de este barco…

—Un accidente, sí; pero grave, no —dijo el sagaz negociante echando una mirada hacia los individuos que se encontraban cerca para poder oírle—. Le ha ocurrido, ciertamente, un accidente, pero no lo suficiente serio como para obligarle a abandonar su cargo. Sí, sí, señores, el buen navío La Real Carolina hará su viaje, confiado como de costumbre en los sentidos de un viejo marino, de un marinero experimentado, de Nicolás Nicholls.

—En ese caso, señor, le estoy haciendo perder unos momentos preciosos —dijo Wilder, hablándole en tono contrariado y haciendo un movimiento para retirarse.

—No tenga tanta prisa, joven, no tenga tanta prisa. No se acaba un negocio tan rápido como se deja caer una vela desde una verga. Es posible que se encuentre un útil empleo para usted, aunque no realice las funciones ni tenga la responsabilidad del patrón del navío ¿Cuánto cree que cobra el que tiene el título de capitán?

—El salario no forma parte de mis cálculos —exclamó Wilder con una turbación que habría podido traicionarle si el otro no hubiera estado tan ocupado en asegurar sus servicios del mejor modo posible, con una atención que raramente permitía ser distraída cuando se trataba de algún objetivo tan noble como el económico—. No pido más que el empleo —agregó Wilder.

—Y lo tendrá, y no se encontrará con las manos demasiado pilladas estando con nosotros.

—Un instante, ¿cómo podremos saber que usted es verdaderamente el individuo a que se refieren las cartas de envío, quiero decir, de recomendación?

—¿El hecho de ser yo quien las ha traído no es una prueba?

—Para echarle una mano al respecto, señor Ball —dijo una voz que salía de un pequeño grupo de individuos que seguían con un interés bastante notorio los progresos de esta negociación—, yo le puedo certificar, e incluso bajo juramento, la identidad de este señor.

Wilder se volvió rápidamente, y no sin sorpresa, para ver quién era la persona de entre sus conocidos que el azar había puesto en su camino de una manera tan extraordinaria y quizá tan desafortunada, en una parte del país en el que creía saberse totalmente desconocido. Con gran asombro vio que el que acababa de hablar así era el posadero de «El Ancla Levada».

—¿Y está plenamente seguro de que el señor es el individuo del que hablan estas cartas?

Joram recibió los certificados con la misma admirable sangre fría que había mostrado desde que empezó esta escena.

—Todo esto es muy cierto, señor Ball —replicó el posadero quitándose los anteojos y devolviéndole los papeles.

El negociante llevó entonces a Wilder aparte, y después de algunas nuevas charlas preliminares, las condiciones del alistamiento del joven marino fueron por fin acordadas.

El verdadero patrón del barco debía quedar a bordo, tanto para garantía de seguridad como para conservar la reputación del navío; pero reconoció con total franqueza que el accidente que poco antes le había ocurrido era, nada menos, que una pierna fracturada, y que las operaciones de cirugía, que estaban ocupadas en curarle en este momento, le impedirían probablemente que abandonase su camarote antes de un mes, y durante todo ese tiempo sus funciones deberían ser desempeñadas por nuestro aventurero.