Capítulo diez

Al acercarse a la taberna llamada «El Ancla Levada», Wilder vio síntomas de gran agitación en el centro del tranquilo pueblo. Más de la mitad de las mujeres y casi la cuarta parte de los hombres que permanecían a considerable distancia, estaban reunidos ante la puerta, oyendo a un orador del sexo femenino que declamaba con voz tan fuerte y severa, que los auditores curiosos y atentos que formaban parte del círculo más amplio no podían tener motivo alguno para acusarla de parcialidad. Nuestro aventurero vaciló, y no se determinó a avanzar hasta que vio a su viejo aliado que abriéndose paso con los codos se hacía camino entre la masa de cuerpos con perseverancia y energía. Animado al verle, el joven le siguió.

—A ustedes acudo, amigos. Todos y cada uno de ustedes, pueden atestiguar, si es preciso, que siempre he sido la paciente y trabajadora esposa del hombre que me ha abandonado, a mi edad, dejándome sola con tantos hijos que alimentar y educar. Por otra parte…

—Pero ¿qué prueba hay —exclamó el posadero de «El Ancla Levada», interrumpiéndola violentamente con no muy buenas intenciones—, de que tan buen hombre la haya abandonado? Ayer era día de fiesta, y su marido estaba un poco, lo que yo llamaría «alegre», y esta mañana ha dormido algo más de costumbre. Yo respondo de que dentro de muy poco veremos salir al honrado sastre de alguna granja, tan fresco y dispuesto a manejar sus tijeras como si no hubiera mojado la garganta más que con agua en las pasadas fiestas.

—¡Nada de eso! ¡Nada de eso! —gritó la inconsolable esposa del buen hombre—. No tiene corazón, se atrevió a beber del modo que lo hizo en un día como el de ayer. ¡En una fiesta en honor de la gloria de Su Majestad! Era un hombre que no soñaba más que con su trabajo… ¡Después de estar acostumbrado durante tanto tiempo a contar con el producto de su trabajo, es una cruz muy pesada para una pobre mujer verse reducida de golpe a no poder contar más que consigo misma!

Viendo entonces al viejo marino que se había abierto paso entre la multitud y que ahora se encontraba a su lado, ella interrumpió el hilo de su discurso para exclamar:

—Aquí tenéis a un extranjero, un hombre que no ha hecho más que llegar al pueblo; dígame, amigo, ¿ha encontrado en el camino a un vagabundo fugitivo?

—He tenido mucho trabajo con traer mi viejo cuerpo a tierra firme —respondió el viejo con gran serenidad—, y no me entretuve en apuntar en mi libro de notas el nombre y aspecto de cuantas barcas he podido encontrar. Sin embargo, ahora que me lo dice, creo recordar que me tropecé a la llegada con un pobre diablo, casi al amanecer, a alguna distancia de aquí, en los matorrales que hay entre este pueblo y la barca que conduce a la isla.

—¡Era él! —exclamó un coro de voces: y al mismo tiempo cinco o seis de los que estaban oyendo salieron de entre las gentes con la buena intención de correr tras el delincuente y hacerle ajustar cuentas de las cuales se pensaba que el pobre hombre era deudor.

—¿Tenía aspecto de loco? —preguntó Desiré sin prestar atención a la forma en que acababa de ser abandonada por cuantos un momento antes parecían oír con el mayor interés la narración de su desgracia—; ¿era un hombre con aspecto de vagabundo, de fugitivo y, el holgazán que usted ha encontrado, parecía un hombre que ha abandonado a su desgraciada esposa?

—No puedo decir que haya notado en él nada que expresara si la mujer que había dejado en su borrachera era más o menos desgraciada —respondió el marino con mucho discernimiento—; pero he visto lo suficiente como para saber que si en algún momento pensó dejar a su mujer, contando con que realmente tenga esposa, no había decidido abandonarla para siempre; pues tenía alrededor del codo palillos que sin duda le proporcionaban más placer que si hubiesen sido los brazos de una mujer.

—¡Qué! —exclamó Desiré con consternación—, ¿se ha atrevido a robarme? ¿Qué se ha llevado? ¿Será mi collar de perlas de oro?

—No me atrevería a jurar que no eran perlas de oro.

—¡El muy miserable! —gritó la marimacho enfurecida, respirando agitadamente como quien ha estado mucho rato bajo el agua, y haciéndose camino entre la multitud con gran energía, en seguida se puso a correr con gran velocidad para ir a revisar sus tesoros escondidos y comprobar lo que había oído acerca de sus posibles pérdidas.

—¡Bien, bien! —dijo el posadero interrumpiendo por segunda vez con mala intención—; nunca había oído decir que se sospeche que un buen hombre sea capaz de robar, aunque todo el vecindario le llame pollo remojado.

El viejo marinero miró al posadero cara a cara con aire bastante significativo.

—Si el pobre sastre no ha robado nunca más que a esa alborotadora —dijo—, no se podrán anotar en su cuenta muchos pecados de robo; pero es una vergüenza que semejante loca hable de esa manera a la entrada de una honesta taberna como si se tratara de un puerto, y por eso he enviado a la mujer tras sus perlas de oro, y así nos ha dejado a todos tranquilos como puede ver.

Joe Joram, soltando una gran carcajada, al verse sorprendido por la astucia del marino, que realmente había disgregado a la gente que se agolpaba poco antes ante la puerta y que ahora corría hacia la casa del sastre, le extendió la mano para felicitarle y exclamó:

—¡Bien venido, Bob Goudron! ¡Muy bien venido! ¿De qué nube has caído, viejo amigo? ¿Qué viento te ha empujado hasta este puerto? ¿A qué se debe que estés de nuevo en Newport?

—Son muchas preguntas para poder contestar a todas, amigo Joram, y se trata de algo demasiado grave como para que me ponga a decírtelo aquí a los cuatro vientos. Cuando estemos en uno de tus departamentos, con una buena botella y un hermoso filete de vaca, podrás hacerme las preguntas que quieras y te daré cuantas respuestas me permita mi apetito, como tú ya sabes.

Wilder, que se había acercado a la puerta de la taberna cuando la gente había empezado a disgregarse, les vio avanzar a ambos hacia el interior de la casa, y entró él también en la sala destinada al público. Mientras que pensaba de qué forma empezaría a hablar con su nuevo aliado sin atraer la atención de los demás, el posadero vino a sacarle de su reflexión. Después de haber echado un vistazo a su alrededor por el establecimiento, sus miradas se fijaron en nuestro aventurero, y se aproximó a él en un modo mitad decidido, mitad inseguro.

—¿Qué le ha ocurrido, señor, cuando buscaba el barco? —le preguntó, reconociendo al extranjero con el que había conversado por la mañana—. Hay, desgraciadamente, más brazos libres que trabajos para emplearlos.

—Eso no es muy seguro —respondió Wilder—. Cuando me paseaba por la colina, he encontrado a un viejo marinero que…

—¡Ejem! —dijo el posadero interrumpiéndole y haciéndole señas para que le siguiera discretamente, aunque pronto—. Se encontrará más cómodo, señor, si hace su comida en otra habitación.

Wilder siguió a su guía, que salió de la habitación abierta al público por una puerta distinta de aquélla por la que había llevado al viejo marinero al interior de la casa, y le sorprendió el aspecto misterioso que el posadero adoptó en aquel momento. Después de haber atravesado un pasillo circular, éste hizo subir a Wilder, en absoluto silencio, por una escalera de caracol que conducía al piso más alto del edificio. Allí llamó con suavidad a una puerta.

—Entre —dijo una voz fuerte y grave que hizo estremecerse a nuestro aventurero.

Sin embargo, cuando penetraron en una pequeña habitación bastante estrecha, no vio a nadie, sólo al marinero que el posadero acababa de saludar como a un viejo conocido, y por el cual él había dado un nombre al que su traje reconocía todos los derechos, Bob Goudron. Mientras que Wilder miraba a su alrededor algo sorprendido por la situación en que se encontraba, el posadero se retiró, y él se quedó solo con su aliado. Este estaba ocupado en hacer honores a un buen filete de vaca colocado ante él, y que acompañaba de un licor al parecer, muy de su gusto, aunque, ciertamente, no hubo tiempo de prepararle el brebaje que había pedido. Sin dar tiempo a Wilder de hacer más reflexiones sobre la situación, el viejo marinero le hizo señas para que cogiera la única silla que había libre en la habitación, y continuó el ataque al solomillo con igual intensidad que antes, como si no hubiera sido interrumpido.

—¿Qué nombre debo dar a su honor?

—¿A mí? ¡Mi nombre!… Harris.

—Muy bien, señor Harris, yo no soy más que un pobre hombre; pero he tenido un barco a mi mando, en mis tiempos, por muy viejo y gastado que parezca, y pasaba mis noches sobre el puente con la mente elaborando nuevas ideas, aunque yo no esté tan lleno de filosofía como puedan estarlo un sacerdote que dirija una parroquia o un hombre de leyes, a los cuales se les paga para ello. Así pues, permítame decirle que es algo desconsolador no ser más que el habitante de una colina. Esto rebaja el valor y el coraje de un hombre, y contribuye a que haga lo que sus maestros quieran. Pero todo esto, amigo Harris, está resultando pura charlatanería. Un hombre puede hablar hasta el punto de perder la cabeza, o echar a pelear a la tripulación de un navío Puede, hablando, hacer un monte de un grano de arena, y una ballena de una platija. Bueno, pues aquí tenemos toda la larga costa de América, con sus ríos, sus riberas, y sus lagos, que contienen tantos tesoros como uno podría desear para enriquecerse, y sin embargo los servidores de Su Majestad que vienen a nosotros hablan de sus rodaballos, de sus lenguados y sus carpas, como si el Señor no hubiera hecho más que pescados, y el diablo hubiera dejado deslizarse las otras cosas entre sus dedos sin pedir permiso.

Wilder se volvió y permaneció sorprendido con los ojos fijos en el viejo, que entretanto continuaba comiendo como si no hubiera dicho nada que no fuera normal.

—Usted está más en contra de su patria que de parte de ella, amigo —dijo el joven marino en un tono algo severo.

—Yo no estoy de su parte, al menos en cuanto a lo de los pescados se refiere; pero creo que se puede hablar, sin ofender a nadie, de lo que el Señor ha creado. En cuanto al Gobierno, se trata de una cuerda torcida por la mano del hombre, y…

—¿Y qué? —preguntó Wilder viendo que el viejo vacilaba.

—¡Ejem! A fe mía que, creo que el hombre cederá su propia obra cuando no pueda encontrar nada mejor en que ocuparse.

Y considero que no hay mal alguno en decir esto, ¿no es así?

—Al contrario, y por esto precisamente procuraré atraer su atención sobre el asunto que nos ha reunido aquí. ¿No se habrá olvidado ya de las monedas que ha recibido?

El viejo marinero acabó con su solomillo, y cruzando los brazos miró fijamente a su compañero.

—Una vez que mi nombre ha sido inscrito en el papel de una tripulación —dijo con gran calma—, soy un hombre con el que se puede contar. ¿Se hará a la mar bajo la misma bandera, amigo Harris?

—Sería una infamia hacerlo de otra manera. Pero antes de hablar acerca de mis proyectos y deseos, me perdonará si tomo una pequeña precaución. Conviene que yo revise este gabinete para comprobar que efectivamente estamos solos.

—No encontrará otra cosa que las chucherías pertenecientes al género femenino del pobre Joe. Como la puerta no está cerrada con demasiada maña, puede mirar cuanto guste y tras el ver vendrá el creer, como suele decirse.

Wilder no parecía dispuesto a atender a esta autorización, pues abrió la puerta mientras su compañero seguía hablando; y no encontró, efectivamente, más que objetos de uso femenino, y volvió un tanto sorprendido.

—¿Estaba usted solo cuando entré? —le preguntó después de unos minutos de reflexión.

—El honrado Joram y usted.

—¿Nadie más?

—Nadie que yo haya visto —respondió el viejo marinero con un tono que anunciaba cierta inquietud—. Si piensa otra cosa, registraremos toda la habitación. Si mi mano descubre a alguien escuchando tras la puerta, lo pasará muy mal.

—¡Un momento!… Respóndame a una pregunta: ¿Quién pronunció la palabra: «Entre»?

Bob Goudron, que se había levantado aparentando cierto malestar, miró durante unos minutos a su alrededor, y sus pensamientos acabaron en una explosión de ruidosas carcajadas.

—¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!, ya entiendo lo que quiere decir. No se puede tener la misma voz cuando uno tiene la boca llena que cuando la lengua está a sus anchas como un navío que ha salido del puerto después de veinticuatro horas.

—¿Ha sido, pues, usted quien había hablado?

—Naturalmente —respondió Bob radiante, como hombre que acaba de resolver un asunto en interés propio con entera satisfacción—; y ahora, amigo Harris, si quiere dar rienda suelta a sus ideas, me tiene dispuesto para escucharle.

Pero Wilder no se dio por satisfecho con la explicación que el viejo le había dado; sin embargo, se dispuso a llevar a cabo lo acordado.

—Después de verle y oírle, amigo, creo que no hay necesidad de que le diga que deseo con todas mis fuerzas que la joven con quien hemos hablado esta mañana y su compañera no se embarquen a bordo de La Real Carolina. Supongo que es necesario para nuestro común objetivo que usted sea informado del asunto; los motivos que me hacen desear que ellas permanezcan donde están no le podrían ser a usted de ninguna utilidad para lo que ha de hacer.

—Usted no tiene por qué decir a un viejo marinero como yo cómo debe pescar en el agua quien está más que acostumbrado a hacerlo —replicó Bob sonriendo con cierto aire picaresco y haciendo una señal de inteligencia a su compañero que no parecía muy encantado por esta familiaridad—; no he estado viviendo cincuenta años en el mar, para ahora confundirlo con el firmamento.

—¿Cree, acaso, que mis motivos no son un secreto para usted?

—No hace falta un catalejo para ver que mientras la gente vieja dice: «¡Parta usted!», los jóvenes prefieren quedarse donde están.

—Se equivoca. Es usted muy injusto con los jóvenes, yo vi ayer por primera vez a la persona de la que quiere hablar.

—En ese caso, ya sé lo que es esto. Los armadores de La Real Carolina no han sido atentos, como habrían debido ser, y usted satisface con ellos una pequeña deuda de agradecimiento.

—Sin duda será un medio de represalias muy de su gusto —dijo gravemente Wilder—; pero no está muy de acuerdo con el mío.

Y además, sepa que no conozco a ninguno de esos armadores.

—¡Oh!, ¡oh! Supongo entonces que pertenece usted al navío que está anclado en el puerto exterior, ¿me equivoco?; y sin sentir odio hacia sus enemigos, ama a sus amigos. Es preciso que convenzamos a las dos damas de que han de sacar sus pasajes para embarcar a bordo del negrero.

—¡No quiera Dios!

—¿No quiera Dios? Sabe muy bien, amigo Harris, que creo que tiene la mente algo cerrada. Aunque no puedo estar de acuerdo con usted en lo que ha dicho con respecto a La Real Carolina, todo me hace pensar que tendremos la misma opinión en lo que al otro navío se refiere. Yo lo considero un barco sólidamente construido, bien proporcionado, y en el que un rey podría navegar con todas las comodidades apropiadas a su rango.

—No lo niego en absoluto, pero sin embargo, no me gusta.

—¡Y bien! Estoy sorprendido; y puesto que, en cuanto al objetivo presente, patrón Harris, tengo una o dos palabras que decirle respecto a ese barco. Ya sabe que soy un lobo de mar, y un hombre bastante entendido en materia de comercio. ¿No encuentra algo que no es precisamente distintivo de un honrado barco comerciante en la manera en que tiene echada el ancla más allá del fuerte, y en el aspecto de indolencia que en él reina, mientras cualquiera puede ver, además, que no ha sido construido para ir a pescar lenguados o para transportar ganado a las islas?

—Yo creo que es, como usted mismo dice, un barco sólido y bien construido; pero ¿en qué basa sus últimas suposiciones? ¿Usted lo mira quizá como un navío contrabandista?

—No sé con exactitud si semejante barco sería precisamente el más apropiado para hacer operaciones de contrabando, aunque su contrabando sea un precioso comercio, después de todo es contrabando. Tiene una hermosa batería que puede verse sin grandes dificultades a pesar de la distancia a que se encuentra.

—Me atrevería a decir que sus armadores no están cansados todavía de él, y que no les importará demasiado caer en manos de los franceses.

—Muy bien, de acuerdo, puede que me equivoque, pero todas las cosas no están como deberían estar a bordo de ese negrero cuando todos sus documentos están en regla y sus cartas de navegación no lo están menos. ¿Qué cree usted, honrado Joe?

Wilder se volvió con impaciencia y vio que el posadero había entrado en la habitación con paso tan rápido que apenas se había dado cuenta de ello; prestaba gran atención a su compañero con una intensidad que al lector no le será muy difícil comprender: El aspecto de sorpresa con que Joram miró al viejo marinero no tenía, en verdad, nada de afectado, pues la pregunta le fue repetida, y con términos aún más explícitos, con los que juzgó conveniente responder a ella.

—Le he preguntado, honrado Joe, si cree que el negrero que está en la bahía exterior de nuestro puerto hace un comercio legal o no.

—Siempre ha de sorprender de improviso a la gente, Bob, siempre ha de usar esa brusquedad que le es tan propia, para hacerles preguntas tan extrañas y obtener las opiniones más sorprendentes —respondió el posadero echando oblicuas miradas a su alrededor, como si hubiera querido asegurarse bien de la reacción de todos los oyentes ante los que hablaba…; a veces frente a tales preguntas me siento desconcertado y con gran embarazo para poder coordinar mis ideas y responderle así sin comprometerme.

—Es realmente bastante desconsolador ver al honrado posadero de «El Ancla Levada» quedarse mudo —replicó el viejo con pasmosa tranquilidad—. Yo me atrevería a preguntarle, ¿sospecha que no todo marche bien en ese negrero? ¿No ve nada que pueda ocurrir a bordo del navío que está en el puerto exterior, digno y escrupuloso Joram? —repitió el patrón Bob sin parpadear ni mover un miembro, ni siquiera un solo músculo.

—¡Muy bien! Puesto que me pide con tanta insistencia que dé mi opinión, y para que tenga una respuesta que abarque en su totalidad lo que me pregunta, le diré que si hay algo de deshonroso e incluso ilegal en la conducta de…

—Es únicamente el viento, amigo Joram, lo que hace remover todo a bordo —dijo el viejo con sangre fría—. Procure darme una respuesta positiva. ¿Ha visto algo a bordo de ese negrero que no sea como debería ser?

—¡Pues bien!, no señor, nada, estoy plenamente convencido —respondió el posadero.

—¡Nada! En ese caso tiene usted la vista más atrofiada de lo que yo creía. ¿Pero de verdad no sospecha nada?

—¡El cielo me libre de las sospechas! El diablo plaga nuestro espíritu de dudas, pero hace falta ser muy débil y estar mal dispuesto para caer en ellas. Los oficiales y la gente que forma la tripulación de ese barco beben cuanto es necesario, son generosos como príncipes, no se olvidan nunca de pagar su consumición antes de salir de la casa, y por consiguiente me atrevo a afirmar que son gente honrada.

—Y yo digo que son piratas.

—¡Piratas! —repitió Joram con los ojos atacados por una desconfianza muy marcada en la fisonomía de Wilder que era todo oídos—. Pirata es palabra muy dura, patrón Bob, y jamás se debe permitir una imputación de ese tipo contra nadie, sea quien sea, sin tener buenas y suficientes pruebas que alegar para justificar si se trata de una difamación, o si tal asunto ha de ser llevado ante doce hombres conscientes y juramentados. Pero yo me imagino que usted sabe lo que se dice y ante quiénes está hablando.

—Lo sé, y ahora, puesto que su opinión en este asunto es que no hay absolutamente nada, podría muy bien…

—Hacer cuanto me ordene —exclamó Joram visiblemente encantado al ver que cambiaba el tema de la conversación.

—Vaya allá abajo a ver si sus parroquianos tienen ya la garganta seca —continuó el viejo marinero haciéndole señales al mismo tiempo que se retiraba por el camino que había venido, con el aspecto de un hombre que sabía sería obedecido. Una vez que el posadero se marchó y la puerta fue cerrada, se volvió hacia su compañero y le dijo—: Parece usted tan consternado por lo que acaba de oír como el incrédulo Joe.

—Sus sospechas son graves, anciano, y hará bien en buscar en qué apoyarlas antes de volver a repetirlas por segunda vez. ¿De qué pirata se ha oído hablar recientemente por esta costa?

—Está el Corsario Rojo, que es bastante conocido —respondió el viejo marinero bajando la voz, y acercando su boca al oído de aquél, echó un vistazo a su alrededor como si hubiera considerado que había que tomar precauciones excesivas incluso para pronunciar tan temible nombre.

—Pero se dice que está normalmente por el mar de las Caribes.

—Es un hombre que está en todas partes, en todas. El rey pagaría una buena suma de dinero al que pusiera a ese bribón en manos de la justicia.

—Eso es mucho más fácil de decir que de hacer —dijo Wilder con aire pensativo.

—Es posible; yo no soy más que un viejo armazón de huesos más propio para indicar el camino que para marchar delante, pero usted tiene un barco a punto de salir del astillero, todos sus aparejos son nuevos, y no hay una sola plancha suelta en su abordaje. ¿Por qué 110 hace su fortuna vendiendo a ese bribón al rey? De ello no resultara más que el dar al diablo un poco más pronto o un poco más tarde lo que se le debe.

Wilder vacilaba, y contrariado, se alejó de su compañero haciéndole ver que lo que acababa de oír no le gustaba en absoluto. Sin embargo sintió la necesidad de responderle.

—¿Y qué razones tiene usted —le preguntó— para creer que sus sospechas no son infundadas? Y en caso de que no lo sean, ¿que medios adoptaría para llevar a cabo tal proyecto, en ausencia de los cruceros del rey?

—Yo no me atrevería a jurar que son fundadas; pero si seguimos una falsa ruta, nos veremos obligados a virar de bordo cuando reconozcamos nuestra equivocación. En cuanto a los medios, confieso que es más fácil hablar de ello que llevarlo a la práctica.

—Vaya, vaya, todo esto no es más que pura charlatanería, una visión de su viejo cerebro —dijo Wilder fríamente—; y mientras menos se hable, mejor será. Sin embargo, durante todo este tiempo hemos olvidado nuestro negocio; estoy a punto de creer que busca cómo extraviarme alumbrando un falso faro, para verse libre del servicio que ya tiene medio pagado.

Había cierto aspecto de satisfacción en el rostro del viejo marino mientras Wilder hablaba de esa forma, y el joven se habría visto sorprendido si no se hubiese levantado, al empezar a hablar, para pasear por la pequeña habitación con grandes pasos y aire pensativo.

—¡Bien! ¡Bien! —replicó el viejo, tratando de fingir su manifiesta alegría con su aire habitual de egoísmo e ironía—, yo soy un viejo soñador y a menudo sueño que navego en el mar mientras me siento sujeto muy fuertemente en tierra firme. Creo que debo satisfacer pronto una cuenta con el diablo para que tome su parte de mi pobre armazón, y así yo quede como capitán de mi propio barco. Ahora, veamos las órdenes de Su Honor.

Wilder volvió a sentarse, y se dispuso a dar a su aliado las instrucciones necesarias para que pudiese desmentir cuanto había dicho anteriormente en favor del navío dispuesto a largar velas.