Capítulo noveno

Wilder abandonó el campo de batalla como hombre vencido. El azar, o como estaba dispuesto a llamarlo, la caricia del viejo marinero, frustró el pequeño artificio al que había recurrido, y por el momento no le quedaba otra solución que esperar otra ocasión más propicia para llevar a cabo su objetivo.

El joven marinero, confiado en su esperanza, volvió al pueblo con paso lento y cierto enojo. Más de una vez detuvo y fijó los ojos durante varios minutos en los diferentes navíos que se encontraban en el puerto. Pero en estas frecuentes paradas no encontró indicio alguno que indicara que tenía especial interés por algunos de esos barcos. Quizá sus miradas se detuvieron más tiempo y con mayor atención en el barco mercante que venía del sur, que en los demás, aunque sus ojos de vez en cuando se paseaban con curiosidad e incluso con inquietud por todos los barcos que se encontraban en la bahía.

Se acercaba la hora del trabajo, y los sonidos que lo anunciaban se empezaban a oír por todas partes en el puerto. Los alegres cantos marineros se mezclaban en la calma de la mañana con sus peculiares y prolongadas entonaciones. El barco que estaba en el puerto interior fue uno de los primeros en donde la tripulación dio esta prueba de actividad y el aviso de su próxima partida. Con estos acontecimientos los ojos de Wilder parecieron salir totalmente de su abstracción y continuó sus observaciones con gran atención. Vio a los marineros hacer sus maniobras con una indolencia que suponía un verdadero contraste con la gran actividad que mostraban cuando la necesidad lo exigía. Poco después, la vela del pequeño mastelero se soltó de la verga a la que estaba amarrada y formó unos festones graciosos y desaliñados, lo que como Wilder sabía muy bien, era, en todos los barcos mercantes, la señal de partida. Unos minutos después, los ángulos inferiores de esta importante vela fueron estirados hacia los extremos de la palanqueta correspondiente, y se vio entonces a la pesada verga subir lentamente a lo largo del mástil, arrastrando con ello los pliegues de aquella vela hasta que quedó totalmente extendida semejando un gran y hermoso mantel de tela blanca como la nieve. Las ligeras corrientes de aire se dirigían hacia esta vasta superficie pero retrocedían enseguida, pues aunque la vela intentaba recibirlas con gran halago, ellas se detenían a modo de hacerle ver que aún no podían manifestar su poder. Los preparativos para la partida en este momento parecieron suspenderse, como si los marineros, tras haber invitado a la brisa, esperasen para ver si su invitación había sido aceptada.

Tal vez esto no fuera más que un acontecimiento normal para un hombre que había observado tan atentamente los preparativos de partida en un barco antes de hacerse a la mar, y volvió sus ojos hacia otro barco que estaba anclado en el muelle, con la intención de ver el efecto que producía en él una señal tan manifiesta. Pero ni el examen más detallado y atento podría descubrir indicio alguno de interés común entre ambos navíos Mientras el primero llevaba a cabo los movimientos que acabamos de decir, el otro permanecía anclado, sin dar la menor prueba de que había hombres en sus puentes que parecían desiertos e inertes. Estaba tranquilo, tan inmóvil que un hombre que no tuviera conocimiento alguno al respecto podría creer que había echado sus raíces en el mar, y que se trataba de excrecencia enorme y simétrica que las olas habían hecho salir de su seno con un laberinto de cuerdas y mástiles, o uno de esos monstruos fantásticos que se cree que habitan en el fondo del océano ennegrecido por las nieblas y tempestades de los siglos; pero para el experto ojo de Wilder aparecía como un espectáculo muy distinto. Distinguió claramente, a través de aquella tranquilidad y aparente quietud, los indicios de preparativos que sólo un marinero podía descubrir. El cable, en lugar de extenderse en forma descendente hacia el agua, era corto, o casi de arriba a bajo, como se dice en términos técnicos, no teniendo más que el largo necesario para resistir el impulso de una fuerte marea que moviese la profunda quilla del barco. Todos los barcos estaban en el mar, dispuestos y preparados del modo conveniente para hacer ver que podían emprender un viaje en tan poco tiempo como fuese necesario. Ni una vela, ni una verga, se encontraba fuera de su sitio para sufrir este examen y recibir las reparaciones de las cuales se preocupan los marineros cuando se sienten seguros en una buena bahía. En medio de cientos de cuerdas que se cruzaban en el azul del firmamento formando el fondo de este cuadro, no faltaba quien pudiera ser requerido para facilitar los medios de poner en marcha al navío en un minuto. En una palabra, aquel barco, que parecía no estar preparado para partir, estaba en la situación más adecuada para hacerse a la mar, o si las circunstancias lo exigían, para llevar a cabo un ataque, o hacer una magnífica defensa. Es cierto que sus redes de abordaje estaban izadas con sus aparejos como la vela, pero había un motivo para esta medida de extrema precaución en la guerra: Se exponía a los ataques de los ligeros cruceros franceses que, viniendo de las islas de las Indias occidentales, bordeaban tan a menudo la costa del continente, en la misma posición que el barco había adoptado ahora simulando diarias defensas en la bahía. De esta forma el navío, para un hombre que conocía todas sus artimañas, aparecía como una víctima o un gusano que hubiera caído en un letárgico reposo para engañar mejor a su víctima.

Wilder balanceó la cabeza de una forma que expresaba con gran claridad, que comprendía muy bien aquella tranquilidad, y continuó sus pasos hacia el pueblo con el mismo ritmo que lo hiciera antes. Caminó durante unos minutos sin darse cuenta de lo que hacía, y así habría continuado seguramente si no llega a ser por un ligero golpe que recibió en el hombro. Sorprendido, se volvió y vio que, gracias a la lentitud de su marcha, había sido alcanzado por el marino que había conocido en una sociedad a la que él, con tal de ser admitido en ella, habría dado cualquier cosa.

—Sus jóvenes piernas deberían haberle llevado mucho más adelante, mi patrón —dijo el viejo marino cuando consiguió atraer la atención de Wilder—; y sin embargo las mías, con lo viejas que son, me han ayudado a alcanzarle enseguida.

—Está juzgando, tal vez, por la ventaja extraordinaria que tiene la popa sobre las olas a las cuales corta —respondió Wilder socarronamente—; nunca sabrá calcular lo que puede aventajar un navío cuando ha hecho vela de una forma tan considerable.

—Veo, hermano mío, que se ha ofendido porque he seguido sus pasos, aunque con ello sé que no he hecho más que obedecer su propio deseo. ¿Acaso esperaba que un viejo lobo de mar como yo, que ha pasado tanto tiempo a bordo de un barco almirante, confesara su ignorancia acerca de cualquier cosa, sea lo que fuere, que esté relacionada con el agua del mar? ¿Cómo diablos podía saber yo si, entre los millares de navíos que hay actualmente, existe alguno que bogue mejor con la popa hacia adelante? Se dice que un barco se construye sobre el modelo de un pescado; y si esto es cierto, no se trataría más que de hacer uno a manera de cangrejo o de ostra, para conseguir precisamente lo que usted decía.

—Muy bien, anciano, imagino que la viuda del almirante le habrá recompensado con un buen regalo, y que por consiguiente, puede usted exponer, durante algún tiempo y sin motivo de preocupación, de qué manera se construirán los barcos en el futuro. Y dígame, ¿tiene intención de seguir descendiendo por esta colina?

—Hasta llegar allí abajo.

—Me parece estupendo, amigo, pues mi intención es subir la colina. Así pues, como decimos en términos marinos para acabar una conversación, le deseo una buena guardia.

El viejo marino rió a su manera cuando vio al muchacho darse la vuelta bruscamente y empezar a subir la colina de la que acababa de descender.

Wilder intentó adoptar la actitud de un obrero sin empleo creyendo que con ello lograría convencerle; pero se entretuvo bastante tiempo, caminando de un lado para otro, y por tener ante su vista las vallas de la casa de mistress De Lacey, le fue imposible ver a alguno de sus habitantes. Había señales evidentes de una marcha próxima; pues los baúles y fardos partían hacia el pueblo, y los pocos criados que por pura casualidad pudo ver estaban muy ocupados. Pero parecía que los personajes principales se habían retirado a las habitaciones interiores y secretas, probablemente con el natural deseo de hablar confidencialmente y despedirse. Tras haber hecho su inspección, con tanta atención como inutilidad, iba a retirarse con despecho, cuando oyó voces de mujeres al otro lado de un muro de fuerte contextura, un poco elevado, en el que estaba apoyado. Su fino oído no tardó en reconocer la armoniosa voz de Gertrudis.

—Esto son ganas de atormentarnos sin razón suficiente, querida señora —dijo ella en el momento en que se ponía lo bastante cerca para ser oída con precisión—; no, no tiene más importancia cualquier cosa que haya podido decir un… individuo semejante.

—Reconozco la verdad de lo que dice, querida —respondió la voz melancólica de su aya—, y sin embargo, no puedo consentir que mantengas esa especie de sentimiento supersticioso al respecto. Gertrudis, ¿no te gustaría volver a ver a ese joven?

—¡A mí, señora! —exclamó su pupila alarmada—; ¿por qué razón usted y yo habríamos de desear volver a ver a un hombre que nos es totalmente desconocido, un hombre de tan baja condición; tal vez sea algo fuerte la expresión, pero al menos un hombre cuya compañía no parecía ciertamente que fuera muy conveniente…?

—A damas bien nacidas, quieres decir. ¿Y qué te hace pensar que ese joven esté realmente por debajo de nosotras? Confieso que no he oído ni visto nada que me haga creer que sea de baja condición o carezca de educación. Al contrario, su lenguaje y pronunciación anunciaban a un hombre bien nacido, y su aspecto no desmentía su lenguaje; tenía cierto aire de franqueza y sencillez que hablaban de su profesión. Pero tú no te fijas más que en los jóvenes de las mejores familias de las provincias, e incluso del reino, que se ponen a menudo al servicio de la marina.

—Es que ellos son oficiales, y este… este individuo llevaba el traje de un marino ordinario.

—Nada de eso. La tela era muy fina y el corte reflejaba un gusto exquisito. Yo he conocido almirantes que en sus momentos de ocio no vestían como tales. Los marinos, incluso los de alto rango, desean presentarse a veces con el hábito de su profesión sin marca alguna que indique su grado.

—¿Cree entonces que es un oficial… quizás al servicio del rey?

—Es posible, aunque el hecho de que carezca de barco en el puerto parece contrario a esta suposición; pero esto no es más que una circunstancia muy vaga que, sin embargo, ha excitado el inconcebible interés de que he dado pruebas. Gertrudis, querida amiga, el azar me hizo conocer mucho acerca de marinos en mi juventud, y raramente he visto a uno de esta edad y con este aspecto tan varonil y alegre, sin que haya experimentado cierta emoción… Pero te estoy cansando, hablemos de otra cosa.

—Nada de eso, mi querida mistress Wyllys —exclamó Gertrudis con vivacidad—. Puesto que usted cree que ese extranjero es un hombre de bien, no puede haber mal alguno, es decir, algún inconveniente, al menos así me lo parece, en hablar de él. ¿Cuál puede ser el peligro que quería hacernos creer al que nos exponíamos embarcando en un navío del que tenemos tan buenas referencias?

—Había en su tono y en sus modales una mezcla muy singular, casi me atrevería a decir que muy extraña, de ironía y de interés que es inexplicable. Mientras estuvimos con él, seguramente dijo muchas cosas sin sentido; pero parecía que no le inducía a ello ningún motivo grave. Gertrudis, tú no estás tan familiarizada como yo con los términos marineros e ignoras, tal vez, que tu buena tía, en medio de su admiración hacia una profesión, a la que tenía, sin duda alguna, el derecho de amar, hacía a veces…

—Lo sé, lo sé, al menos lo pienso a menudo —dijo Gertrudis—, pero esa excesiva presunción en un extranjero intentar simpatizar así, si es que era tal su intención, a expensas de una ligera debilidad, que aunque disculpable, no deja de ser debilidad.

—Sin duda —respondió mistress Wyllys con calma, teniendo, evidentemente, la mente llena de ideas que no le permitían prestar gran atención a la sensibilidad de su joven compañera—; y sin embargo él no tenía el aspecto de esos talentos aventados que encuentran placer en llevar a cabo las locuras que se les ocurren a los demás. Recuerda, Gertrudis, que ayer, cuando estábamos en las ruinas, mistress De Lacey hizo algunas observaciones para expresar la admiración que le inspiraba un barco de velas.

—Sí, sí, me acuerdo —respondió Gertrudis con impaciencia.

—Uno de los términos que empleó era totalmente incorrecto, según sé por el conocimiento que tengo de la jerga marinera.

—Lo he adivinado por la expresión de sus ojos…

—Escúchame, querida. Seguramente no sea muy correcto y una dama cometa un ligero error al conocer un lenguaje tan peculiar, pero es muy singular que un marino haya cometido la misma falta al emplear precisamente los mismos términos: luego esto quiere decir que el joven había oído cuanto hablamos; y lo que no es menos sorprendente es que el viejo marino haya dado su aprobación, como si aquel modo de hablar hubiese sido correcto.

—Quizá —dijo Gertrudis bajando la voz— habían oído decir que mistress De Lacey tiene predilección por ese tipo de conversación; pero después de esto, yo estoy segura de que no puede usted mirar a ese extranjero como hombre de bien.

—No lo pensaría más, querida, si no fuese por este extraño sentimiento que no acierto a explicarme. Quisiera verlo una vez más.

Fue interrumpida por un ligero grito que dio su joven compañera y, un momento después, el extranjero que fuera centro de sus pensamientos saltó por encima del muro, aparentemente sólo para buscar su bastón que había caído a los pies de Gertrudis y había ocasionado su expresión de alarma. Tras haber pedido excusas por introducirse de semejante forma en la casa de mistress De Lacey, Wilder se dispuso a retirarse, como si no hubiera ocurrido nada extraordinario. En los primeros momentos que siguieron a su aparición, había en sus modales cierta dulzura y delicadeza que tenían, probablemente, como objetivo hacer ver a la más joven de las dos damas que poseía, y con todo derecho, el título que poco antes ella le había refutado. El rostro de mistress Wyllys estaba pálido y sus labios temblaban, aunque la firmeza de su voz daba buenas muestras de que no era a causa del miedo.

—Espere un momento, señor —le dijo vivamente—, a no ser que tenga motivos por los que deba marcharse. Hay algo realmente notorio en este encuentro, y me sentiría encantada si lo aprovechásemos.

Wilder permanecía frente a las dos damas, a las que había estado a punto de dejar. Cuando mistress Wyllys vio que sus deseos se habían cumplido de una forma tan inesperada, meditó un momento sobre el modo en que le dirigiría la palabra.

—Lo que me ha llevado a tomar esta decisión, señor —dijo algo embarazada—, es la opinión que recientemente usted ha manifestado acerca del navío que está dispuesto a levar anclas cuando el viento sea favorable.

—¿La Real Carolina? —dijo Wilder con aparente indiferencia.

—Sí, ése es su nombre, según tengo entendido.

—Espero, señora —dijo con precipitación—, que nada de lo que yo haya dicho le haga adoptar prevenciones con respecto a ese barco. Puedo garantizarle que ha sido construido con excelentes materiales, y no me cabe la menor duda de que el capitán sea un hombre muy hábil.

—Sin embargo, no ha dicho usted que guardaría un pasaje a bordo de ese barco con más seguridad que en ningún otro navío

—¿Quiere decirnos por qué piensa así?

—Si no recuerdo mal, les he explicado a ambas que he tenido el honor de verle hace una hora.

—Esta dama no es de aquí, señor —replicó gravemente mistress Wyllys—, y no será ella quien deba confiar a ese barco la seguridad de su persona. Esta joven y yo, con nuestros criados, seremos los únicos pasajeros.

—Así lo he comprendido —respondió Wilder, mirando con aire pensativo a Gertrudis, que escuchaba esta conversación con interés.

—Y por el momento no hay ningún peligro que temer, ¿puedo rogarle, que nos repita los motivos que le hacen creer que hay algún riesgo en embarcar en La Real Carolina?

Wilder buscó con gran impaciencia la mirada tranquila y atenta de la dulzura de los ojos, tan penetrantes, de mistress Wyllys.

—¿Quiere que repita, señora —dijo balbuciendo—, lo que ya dije a este respecto?

—Le dispenso de ello, señor; pero estoy persuadida de que tiene graves razones para hablar como lo hizo.

—Es muy difícil para un marino hablar de barcos si no es con términos técnicos, y con un lenguaje que tal vez sea ininteligible para una persona de su sexo y condición. ¿No ha estado nunca en el mar, señora?

—Muy a menudo, señor.

—En este caso, tal vez pueda esperar que me comprenda. Debe saber, señora, que una gran parte de la seguridad que ofrece un barco depende del punto más importante para poder mantener su lado derecho más alto, lo que los marineros llaman hacer llevar. Yo estoy bien seguro de que no tengo necesidad de decir a una dama dotada de tal inteligencia, que si La Real Carolina cae sobre su bao, habrá un gran peligro para cuantos se encuentren a bordo.

—No está nada claro; pero ¿no correría el mismo peligro a bordo de cualquier otro navío?

—Sin duda, si es que ese otro navío desaferra. Pero he seguido mi profesión durante muchos años, y no he visto que ocurriese este accidente más de una vez.

—Son tan buenos que nunca había salido nada mejor de la mano de un constructor —dijo una voz detrás de ellos.

Se volvieron los tres y vieron a poca distancia al viejo marinero del que ya he hablado, montado sobre algo al otro lado del muro, en lo alto del cual estaba apoyado tranquilamente, dominando todo el interior del jardín.

—He estado al borde del agua —dijo—, para echar un vistazo al barco, siguiendo el deseo de mistress De Lacey, viuda del noble comandante y almirante. Los otros pueden pensar lo que quieran, pero estoy dispuesto a hacer el juramento de que La Real Carolina puede ofrecer un viaje tan seguro como cualquier otro navío que bogue bajo la bandera británica. Sí, y esto no es todo cuanto tengo que decir en su favor. Sus maderas son ligeras y bien unidas, no se inclina hacia el lado derecho más que los muros de esa iglesia.

El anciano se expresó enérgicamente y mostraba una honesta indignación y no dejó de hacer impresión en las damas, al mismo tiempo que una de ellas dirigía verdades un poco duras a Wilder.

—¿Ve, señor —dijo mistress Wyllys, tras haber oído lo que el joven marinero respondió—, cómo es posible que dos hombres que tienen los mismos conocimientos no estén de acuerdo en algo relativo a su profesión? ¿A cuál debo creer?

—A aquél al que su incomparable juicio le presente como más digno de su confianza. Le repito, con una sinceridad de la que pongo al cielo como testigo, que ni mi madre ni mi hermana se embarcarían, con mi consentimiento, en La Real Carolina.

Wilder pareció reflexionar con insistencia; sus labios se movieron como si fuera a hablar. Mistress Wyllys y Gertrudis esperaban con gran interés que él explicara sus opiniones; pero tras una larga pausa durante la cual él parecía dudar, cambió de actitud diciendo:

—Lamento no tener la facilidad de palabra suficiente para persuadirles. Toda la culpa la tiene esta incapacidad mía, pues de lo contrario se convencerían de que, vuelvo a repetirlo, el peligro es tan evidente para mis ojos como el sol en pleno mediodía.

—En este caso, señor, debemos quedarnos, ya que ésta sería la única solución —replicó mistress Wyllys, con cierta frialdad—. Le agradezco sus buenas y caritativas intenciones, pero usted no puede censurarnos por no querer seguir una opinión que está envuelta en tanto misterio y oscuridad. Aunque estemos en nuestra casa, usted nos perdonará si le dejamos; la hora determinada para nuestra marcha ha llegado.

Wilder se quedó en el lugar en que le habían dejado, hasta que les vio entrar en la casa, y creyó, incluso, distinguir cierta expresión de interés en una mirada tímida como aquélla que la que hasta hacía unos momentos estaba a su lado le dirigió, antes de que su ligera figura desapareciera a sus ojos. Apoyando una mano en el muro, saltó entonces hacia el otro lado. Cuando sus pies estuvieron en tierra, el ligero choque pareció sacarle de su estado de abstracción, y notó que estaba a unos seis pies del viejo marino que había venido dos veces a regocijarse con tan mal propósito entre él y el objetivo que con todo su corazón deseaba. Este no le dio tiempo de expresar su intención, pues él fue el primero en romper el silencio.

—Vamos, hermano —le dijo en tono amistoso y confidencial, golpeando ligeramente la espalda del hombre que quería hacerle ver que había descubierto el ardid del que había querido valerse—; vamos, hermano, ha recorrido usted bastantes costas de este lado del mar, ya es tiempo de virar de bordo. Yo he sido joven también en mis tiempos, y sé lo difícil que es enviar el diablo lejos de uno cuando se encuentra placer navegando en su compañía.

—¿Por qué ha decidido contradecirme? —preguntó bruscamente Wilder.

—Acaso querría usted que un hombre que ha pasado más de cincuenta años en el mar, calumniara la madera y el hierro de una manera tan escandalosa. La reputación de un navío es tan preciosa para un viejo lobo de mar como la de su mujer o su maestra.

—Escúcheme, amigo: Supongo que vive usted como los demás, o, ¿acaso no vive de comer y beber?

—Un poco de lo primero y algo más de lo segundo —respondió el viejo marinero con una sonrisa.

—Y como la mayor parte de los marinos, ¿gana lo uno y lo otro con trabajos dificultosos, con grandes peligros y exponiéndose al rigor del tiempo?

—¡Hu!, ganando dinero como caballos y gastando como burros, esto es lo que se dice de nosotros; tanto como lo que a la realidad corresponde.

—¡Y bien! le voy a dar la ocasión de ganar con menos trabajo, y podrá gastar cuanto le convenga. ¿Quiere entrar a mi servicio por algunas horas con buena gratificación, y con garantías de seguir si me sirve con honradez?

El anciano alargó su mano para tomar una guinea que Wilder le presentaba por encima del hombro, la metió en el bolsillo con indiferencia, y preguntó con tono firme y decidido como si estuviera dispuesto a hacer cualquier cosa:

—¿Qué tengo que hacer para ganar lo que me ha dicho?

—No es nada malo. No se trata de hacer ninguna cosa de la que está imaginando. ¿Sabe manejar una falsa corredera?

—Sí, sí, y jurar que algo es verdad en caso de necesidad. Le comprendo: Se trata de «darle la vuelta» a la verdad como una cuerda que se enrolla y quiere que yo me encargue de ello.

—Algo de eso es. Tendrá que retractarse con respecto a lo que dijo acerca de La Real Carolina, y como tiene bastante astucia para saber cómo ejercer influencia sobre mistress De Lacey, será conveniente que la aproveche para presentarles las cosas con más dificultades aún que yo lo he hecho. Y ahora, para que yo pueda valorar su talento, dígame si es cierto que no se ha embarcado nunca con el digno contralmirante.

—A fe de bueno y honrado cristiano, que ayer oí hablar por primera vez de ese valiente hombre. ¡Oh!, puede creer cuanto le digo.

—Le creo, sin tener que esforzarme para ello. Ahora escuche mi plan.

—Un instante, mi querido camarada. Las paredes oyen, según se dice, y nosotros los marinos sabemos que las bombas pueden caer a bordo de un navío ¿Conoce en este pueblo una taberna que se llama «El Ancla Levada»?

—He estado allí algunas veces.

—Espero que no le moleste volver.

—¿No puede escuchar nada que no esté mojado en ron?

—Me ofende hablando así. Verá lo que es emplear un mensajero sobrio para hacer sus encargos cuando llegue el momento; pero si se nos ve caminar juntos por la calle principal, usted cobrará tan mala fama ante esas damas, como yo perdería reputación delante de ellas.

—Tal vez tenga razón. Apresúrese, pues, ya que ellas hablan de embarcarse enseguida. No hay un minuto que perder.

—No hay peligro de que se marchen tan pronto —dijo el anciano levantando una mano por encima de su cabeza para averiguar la dirección e intensidad del viento—; no hace aún bastante aire para refrescar las brillantes mejillas de aquella joven belleza, y sabemos con toda seguridad, que la señal no le será dada más que cuando la brisa del mar haya comenzado a hacerse sentir.

Wilder le dijo adiós con la mano y siguió con paso ligero el camino que acababa de serle indicado, reflexionando sobre la impresión que los encantos de la joven y hermosa Gertrudis había inspirado a un hombre tan viejo y grosero como su nuevo aliado. Su compañero le siguió un poco después con cierto aire de satisfacción y con algo de ironía en su mirada, después aceleró el paso, a fin de llegar al lugar de la cita en el tiempo acordado.