Capítulo octavo

El sol comenzaba a salir del seno de las aguas en que están situadas las islas azules de Massachusetts, cuando se empezó a ver a los habitantes de Newport abrir sus puertas y ventanas, y prepararse para los diferentes trabajos de la jornada, con la lozanía y actividad de la gente que sabiamente seguía la distribución natural del tiempo para disfrutar del descanso o dedicarse al placer. Se daban los buenos días unos a otros con jovialidad abriendo los ligeros cierres de sus tiendas, con las preguntas y respuestas de cortesía acostumbradas sobre la fiebre de una joven o el reumatismo de una anciana. El dueño de la taberna llamada El Ancla Levada, que tan afanado estaba en preservar su casa de la imputación de favorecer los escándalos nocturnos, era incluso uno de los primeros en abrir su puerta, para atraer a su casa a todo transeúnte que pudiera sentir la necesidad de ahuyentar la humedad de la noche anterior por medio de algún tónico fortificante.

Durante la primera media hora, el flujo de clientes se dirigía con fuerza hacia la bahía de su hospitalaria puerta, y no parecía abandonar la esperanza de verla continuar, incluso cuando normalmente esa marea comenzaba a amainar. Viendo por tanto que sus parroquianos le abandonaban uno tras otro para dedicarse a sus ocupaciones cotidianas, dejó el puesto que había tomado para servirles, y se puso a su puerta, con las manos en los bolsillos, como si hubiera encontrado un placer secreto en las voces alegres dadas por los nuevos habitantes que había en el pueblo. Un extranjero que no había entrado con los otros, y que por consiguiente no había tomado parte en las libaciones acostumbradas, estaba de pie a poca distancia, con una mano en el bolsillo de la chaqueta, y parecía principalmente ocupado en sus propias reflexiones. Este individuo atrajo la mirada perspicaz de nuestro posadero, que dedujo en seguida que un hombre que hubiera tenido recursos para los estímulos ordinarios de la mañana no podía tener una cara tan reflexiva a una hora en la que tan sólo habían empezado los trabajos de la jornada, y por consiguiente podía todavía ganar algo abriendo con él un camino directo de comunicación.

—Es éste un buen aire para ahuyentar las nieblas de la noche, señor —dijo respirando con fuerza el aire realmente delicioso y tonificante de una hermosa mañana de octubre—. Es este aire purificante el que ha dado la fama a nuestra isla. ¿Es usted quizás extranjero?

—Recién llegado, señor.

—Marino, por su indumentaria y buscando un barco, sería capaz de jurarlo —prosiguió el posadero sonriendo—. Vemos llegar a este lugar a muchos con los mismos proyectos; pero como Newport es un pueblo floreciente, no es difícil imaginar que no hay más que preguntar por un barco para encontrarlo. ¿Ha probado ya suerte en la capital de la provincia de la bahía?

—Fue anteayer cuando abandoné Boston.

—¡Cómo!, ¿los orgullosos habitantes de ese pueblo no han podido encontrarle un barco? ¡Sí!, ellos hablan mucho, y no ocurre con frecuencia que escondan la candela en su chimenea… Hay aquí un hermoso bergantín que debe partir esta semana para cambiar los caballos por ron y azúcar; y éste es un barco que entró en el canal a lo más ayer por la tarde. Es un gran barco, y tiene camarotes dignos de un príncipe. Saldrá cuando cambie el viento, y me atrevería a decir que no es demasiado tarde por el momento para que un buen marino pueda pedir que se le dé trabajo en él.

Y más allá hay un negrero, al otro lado de la fortaleza, si quiere cambiar su dinero por un cargamento de ovejas.

—¿Y cree que el barco que está dentro del puerto largará velas en cuanto cambie el viento?

—Es totalmente seguro. Mi mujer es prima de la esposa del colector, y sé que los papeles los tiene en regla, y que tan sólo le retiene el viento. Es un barco muy conocido, La Real Carolina. Hace regularmente un viaje todos los años entre las colonias y Bristol, y toca puerto aquí en la ida, nos abastecen de ciertos artículos y se llevan madera y agua; regresando después a Inglaterra o a Carolina, según las circunstancias.

—Dígame, señor, ¿es un barco bien armado? —preguntó el extranjero que empezaba a perder su aspecto pensativo, a causa del interés manifiesto que tomaba por esta conversación.

—Sí, sí, sin que sea un bulldog que ladre para defender sus derechos, puede decir algo para el apoyo del honor de Su Majestad… Pero ¿quiere beber algo esta mañana, señor?

—Un trago de lo mejor que tenga. ¿Me aconseja que me dirija al comandante del barco que está en el canal del puerto del interior, para pedirle trabajo? ¿Cree que levará anclas tan pronto como usted me ha dicho?

—Con el primer viento que se levante. Conozco toda la historia de ese barco, desde el mismo día en que se puso la primera pieza para construir la quilla. La rica heredera, la bonita hija del general Grayson, tiene que ir a Carolina a bordo de él; ella y su criada, su aya; creo que ya la he nombrado, una tal mistress Wyllys. Esperan el momento un poco más arriba, en casa de mistress De Lacey, viuda del contralmirante que lleva ese nombre, y hermana del general, por consiguiente tía de la joven, según mi cálculo.

El extranjero, que había permanecido indiferente durante la última parte de la conversación, pareció entonces dispuesto a poner el grado de interés conveniente al sexo y a la condición de la persona que hacía de sujeto principal en la conversación. Después de escuchar con atención hasta la última sílaba que dijo el posadero, le preguntó algo bruscamente:

—¿Y dice que la casa que está cerca de aquí, en la pendiente de esa colina, es la morada de mistress De Lacey?

—Si yo he dicho eso, es que no sé nada. Por las palabras «aquí más arriba», quiero decir a una media milla de distancia. Es una morada adecuada a una dama de su clase, y no una como las que hay por aquí alrededor. Se puede reconocer fácilmente por sus hermosas cortinas.

—Es muy probable —murmuró el extranjero que no parecía tan sorprendido como el posadero en su admiración, y que había vuelto a adoptar su actitud pensativa. En lugar de continuar este diálogo con la misma persona, desvió en seguida la conversación por otro sitio, y repitiendo a continuación que probablemente regresaría, se marchó cogiendo el camino de la casa de mistress De Lacey.

El lector sin duda ya se habrá imaginado que el extranjero que mantuvo esta conversación con el posadero no le es desconocido. En efecto, se trataba de Wilder; pero para realizar sus secretos proyectos, no quiso seguir hablando, y subiendo la colina por la pendiente sobre la que el pueblo estaba construido, caminó hacia los suburbios.

No era difícil distinguir la casa que buscaba entre una docena de otras viviendas poco parecidas, a sus «sombras», como el posadero, en el sentido particular que se le da en esta región a esa palabra; al igual que guardianes, unos olmos realmente majestuosos crecían en un pequeño patio frente a la puerta. Sin embargo, para asegurarse de que no se equivocaba, pasó de las suposiciones a la certidumbre haciendo algunas preguntas, y prosiguió su camino con aire pensativo. Salió de sus reflexiones por las voces de varias personas que conversaban y que evidentemente se estaban acercando. Había sobre todo una voz que le hizo dar un vuelco el corazón sin saber por qué, y que, de una manera inconcebible incluso para él, parecía poner en movimiento todos los resortes secretos de su ser. Aprovechando la conformación del terreno, saltó, sin ser visto, sobre un pequeño montículo y aproximándose a un ángulo formado por un muro bajo, se halló muy cerca de quienes hablaban.

Este muro rodeaba el jardín y los bosquecillos de una casa que reconoció como la de mistress De Lacey. Un pabellón campestre de verano, que unas semanas antes había estado casi sepultado por hojas y flores, construido a poca distancia del camino. Por su altura y posición, se veían desde él: al oeste el pueblo, el puerto y las islas de Massachusetts; al este, las islas de las Plantaciones de la Providencia, y al sur se veía una extensión sin límites del océano. Como ya había dejado atrás el follaje que le cubría, la vista podía penetrar sin dificultad en el interior, por entre los pilares rústicos que sostenían la pequeña cúpula. Wilder reconoció precisamente a las mismas personas que había oído el día anterior, cuando estaba con el Corsario en lo alto de las ruinas. La viuda del almirante y mistress Wyllys se encontraban más adelante, y hablaban como si fueran a ser oídas por alguien que, al igual que él, se encontrara en el camino; la vista aguda del joven marino pronto descubrió el rostro fresco y atrayente de Gertrudis, situada detrás de ellas. Su examen fue sin embargo interrumpido por una respuesta que dio el individuo al que no había visto todavía. Dirigió sus miradas hacia donde salía el sonido de la voz, vio entonces a un viejo vestido de verde, que, sentado sobre una piedra al borde del camino, parecía dar descanso a sus fatigados miembros, respondiendo a algunas preguntas que se le hacían desde el pabellón de verano. Su voz y su modo de expresarse eran pruebas suficientes para demostrar que era un viejo marino.

—¡Señor!, señora —decía él con voz un poco temblorosa—, nosotros, viejos lobos de mar, no nos divertimos nunca mirando el almanaque para ver de qué lado soplará el viento, antes de echarnos a la mar. Nos basta con que la orden de embarque haya sido dada, y que el capitán tenga permiso para ausentarse de su esposa.

—¡Ah!, ¡eso es precisamente lo que decía mi querido almirante! —dijo mistress De Lacey a la que le agradaba mucho, evidentemente, conversar con este viejo—; así, pues, mi valiente amigo, piensa que cuando un barco está preparado, debe largar velas, aunque sea el viento…

—Ahí llega otro marino muy a tiempo para darnos su consejo —dijo Gertrudis con apresuramiento, como si hubiera querido distraer la atención de su tía para impedir poner fin de una forma dogmática a una discusión que acababa de tener lugar entre ella y mistress Wyllys—. Quizás —añadió—, pueda servirnos de juez.

—Tienes razón —dijo la institutriz—. ¿Qué piensa usted del tiempo que hace hoy, señor? ¿Cree que sea conveniente largar velas?

El joven marino desvió los ojos, muy a pesar suyo, pues los había tenido fijos hasta entonces exclusivamente en Gertrudis, para mirar a la que había hecho esta pregunta, y permanecieron sobre la dama tanto tiempo y con tanta atención que ella juzgó oportuno repetir la pregunta, creyendo que no había comprendido bien lo que le había dicho.

—Hay que confiar poco en el tiempo, señora —respondió al fin—. El que haya tardado mucho tiempo en descubrir esto, no puede decir que ha sacado mucho provecho de sus viajes por el mar.

Había algo tan dulce y tan amable en la voz de Wilder, que aunque fuese viril y sonora, sorprendió por igual a las tres damas.

Inclinando ligeramente la cabeza como queriendo dar a entender con ello que quería ser cortés, quizá por respeto hacia ella misma o por consideración hacia el que se dirigía, atendiendo a la extrema sencillez de su indumentaria, mistress De Lacey continuó la conversación.

—Estas señoras —dijo—, están a punto de embarcarse, en el barco que puede ver allá abajo, para Carolina, y discutimos para saber de qué lado es probable que sople el viento; pero para tal navío, creo que importa poco que el viento sea favorable o contrario.

—No pienso lo mismo, ya que de tal barco se puede esperar mucho, de cualquier lado que sople el viento.

—Tiene fama de ser un excelente velero. ¡Y qué fama! Estamos seguros de que se la merece, pues ha venido desde Inglaterra a las colonias en siete semanas, que han resultado cortísimas. Pero los marinos, según creo, tienen sus ideas preferidas y sus precauciones, al igual que nosotros, pobres habitantes de tierra firme.

Excúseme, pues, si pregunto también a este buen veterano su opinión sobre este punto. ¿Qué piensa de ese barco, el conocido, ése cuyos mástiles de juanete están tan altos y cuyas gavias son tan notables?

Los labios de Wilder dejaron escapar una sonrisa que luchaba contra la seriedad de su fisonomía; pero guardó silencio. El viejo marinero se levantó y pareció examinar el barco como hombre que comprende perfectamente los términos técnicos de la viuda del contralmirante.

—El barco que está dentro del puerto —respondió después de terminar el reconocimiento—, ya que supongo que es al que la señora se refiere, es un barco al que los ojos de un marino gusta ver. Es un buen barco, y en el que se puede embarcar con toda seguridad, me atrevería a jurarlo. Y en cuanto a ser buen velero, es posible que no sea fascinador, sin embargo creo que navega bien, y si no es así es que ni conozco el mar ni a los que viven en ese elemento.

—¡Es una opinión muy diferente! —dijo mistress De Lacey—. Estoy por lo tanto encantada de que asegure que se puede embarcar sin temor; pues aunque los marinos prefieren un barco que sea buen velero, estas damas preferirán uno en el que ellas estén seguras de no correr ningún peligro. Supongo, señor —continuó dirigiéndose a Wilder—, que estará al menos de acuerdo en que ese barco ofrece la mayor seguridad.

—Eso es precisamente en lo que yo no estoy de acuerdo —respondió Wilder brevemente.

—¡Es sorprendente! Ese marino tiene experiencia, señor, y piensa de forma totalmente distinta.

—Puede, durante su vida, haber visto más cosas que yo, señora, pero dudo que a él le sea posible en este momento verlas bien. Desde aquí hasta ese barco la distancia es muy grande para que se puedan juzgar sus cualidades; yo estuve antes cerca de él.

—¿Así que usted cree realmente que hay peligro? —dijo Gertrudis, cuyo temor hizo desaparecer su timidez.

—Lo creo. Si tuviera madre o una hermana —respondió Wilder recalcando sobre esta última palabra—, no me atrevería a dejarla embarcar en ese barco. Por mi honor, señoras, creo que se corre más peligro en ese barco que a bordo de cualquier otro que abandonase o pudiese abandonar este otoño algún puerto de las colonias.

—Es muy extraño —dijo mistress Wyllys—. Eso no es lo que se nos ha dicho de ese navío Se nos han exagerado sus ventajas como para pensar que vamos a estar allí cómodas y seguras. ¿Puedo preguntarle, señor, en qué motivos basa su opinión?

—Son muy claros… Los maderos de sus costados son muy delgados, y su gran bóveda muy gruesa para gobernarse bien. Tiene los costados derechos como una pared de iglesia, y sobresale bastante del agua. Además no lleva vela de proa, lo que hace que todo el empuje sea hecho en la parte de atrás, y sujetará demasiado al viento y le facheará totalmente. Llegará el día en que ese barco navegue con la popa hacia delante. Se puede ver también que los machos de sus mateleros los sujetan por detrás, y que ninguna de sus altas velas está desplegada. Además depende de sus muse-rolas y ligaduras la seguridad de la parte más importante del barco, el bauprés.

—¡Es cierto! —gritó mistress De Lacey con cierto horror—, ¡es cierto! Se me habían escapado esos defectos; pero ahora que me lo dice se me han abierto los ojos. Es una gran negligencia. ¡Hay que contar con las muserolas y las ligaduras para la seguridad de un bauprés! En verdad, mistress Wyllys, no puedo consentir que mi sobrina se embarque a bordo de tal navío.

La mirada tranquila y penetrante de la institutriz estaba fija sobre los rasgos de Wilder mientras que él hablaba, y entonces la desvió hacia la viuda del contralmirante con la misma serenidad.

—El peligro es quizás un poco exagerado —le dijo—. Preguntemos a este otro marino lo que piensa sobre ello. Díganos, amigo, ¿cree que hemos de tener peligros tan serios confiándonos a ese barco, en esta época del año, para ir a Carolina?

—¡Señor!, señora —respondió el marino de cabellos grises sonriendo con aire de burla—, son defectos e inconvenientes de nueva invención, si es que son verdaderos inconvenientes y defectos. Nunca se había oído hablar de ninguna de esas cosas en mis tiempos y confieso que sería bastante estúpido para no comprender la mitad de lo que este joven acaba de decir.

—Supongo, abuelo, que hace tiempo que no ha navegado —dijo Wilder fríamente.

—Han pasado seis años desde la última vez —respondió el viejo marino—, y cincuenta desde la primera.

—Entonces ¿no ve los mismos motivos de temor? —preguntó otra vez mistress Wyllys.

—Con todo lo viejo y gastado que estoy, señora, si el capitán quisiera darme un puesto de trabajo a bordo, se lo agradecería como un gran favor.

Mistress Wyllys respondió como sigue, dirigiéndose a Wilder:

—¿Cómo puede explicar esta diferencia de opinión entre dos hombres que deben estar de acuerdo en este aspecto?

—Creo que se debe tener en cuenta los adelantos que se han producido en la construcción y gobierno de los barcos, y quizá también las diferentes ocupaciones que hemos desempeñado a bordo.

—Estas dos observaciones son justas. Sin embargo sería atrevido creer que los cambios que se han producido desde hace seis años en una profesión que es tan antigua, puedan ser tan considerables.

—Perdón, señora, es preciso una práctica constante para conocerlos. Me atrevo a decir, por ejemplo, que este digno veterano no conoce la forma en que un navío corta el oleaje con su popa cuando es impulsado por sus velas.

—¡Imposible! —gritó la viuda del contralmirante—; el marino más novato, el último de los marineros debe haber visto la belleza de tal espectáculo.

—¡Sin duda! ¡Sin duda! —respondió con tono de hombre ofendido el viejo marinero que, si había olvidado algo de su oficio, no estaba entonces en situación de reconocerlo—; he visto a más de un barco hacer esa maniobra, y como la señora acaba de decir, es un bello espectáculo.

Wilder pareció confundido. Se mordió los labios como quien se sorprende por una ignorancia excesiva o por una astucia superior; sin embargo la confianza de mistress De Lacey en sus propias ideas le dispensó de hacer una réplica.

—Hubiera sido muy extraño —dijo ella—, que los cabellos de un hombre hubiesen encanecido en el mar sin que jamás hubiera contemplado tan extraordinario espectáculo. Pero sin embargo, buen veterano, no tiene disculpa por pasar tan ligeramente los defectos muy claros que este… este… este joven acaba de hacernos notar tan justamente.

—Yo no veo ningún defecto en ese barco, señora. Era así como mi difunto, digno y valiente comandante, aparejaba siempre su barco, y me atrevo a decir que jamás ha habido mejor marino o más honrado hombre que haya servido en las flotas de Su Majestad.

—¿Ha servido al rey? ¿Cuál era el nombre de su comandante?

—¿Cuál era su nombre? Nosotros, que le conocíamos bien, teníamos la costumbre de llamarle Buen Tiempo; pues a sus órdenes, teníamos siempre mar tranquilo y buen viento; pero en tierra se le llamaba el valiente y victorioso contralmirante De Lacey.

—¡Y mi hábil y respetable marido aparejaba sus barcos de esa forma! —dijo la viuda con voz temblorosa que demostraba la sorpresa de un orgullo satisfecho.

El viejo marino levantó sus miembros fatigados de la piedra sobre la que estaba sentado, y respondió inclinándose profundamente:

—Si tengo el honor de ver a la esposa de mi almirante, es una alegría para mis viejos ojos. He servido dieciséis años a bordo de su barco, y cinco años más en la misma escuadra. Me atrevo a decir que quizá la señora haya oído hablar del marinero encargado de las gavias, de Bob Bunt.

—¡Sin duda! ¡Sin duda! Le gustaba hablar de aquellos que le servían fielmente.

—Sí, ¡qué Dios le recompense, y vuelva su memoria gloriosa! Era un oficial lleno de bondad, y que no olvidaba nunca a un amigo, ¡era el amigo del marinero, el contralmirante De Lacey!

—Es un hombre agradecido —dijo mistress De Lacey—, y estoy segura de que está capacitado para juzgar un barco. ¿Está seguro, mi digno amigo, de que el difunto, mi respetable marido, aparejaba sus barcos de la misma manera que lo está el que es objeto de nuestra conversación?

—Debo estar seguro, señora, ya que sería capaz de poner la mano al fuego si no fuera así.

—¿Incluso las muserolas?

—Y las ligaduras, señora, si el almirante viviera aún y estuviese aquí, diría que ese barco está perfectamente equipado y no ofrece ningún peligro, como estoy dispuesto a jurar.

Mistress De Lacey se volvió hacia Wilder con dignidad, y le dijo como mujer que había tomado firmemente una decisión:

—Mi memoria me ha hecho cometer una ligera equivocación, lo cual no es sorprendente, cuando se piensa que el que me ha dado algunos conocimientos de su profesión no está aquí para continuar sus lecciones. Le estamos muy agradecidas por sus advertencias, señor, pero debemos creer que ha exagerado el peligro.

—Por mi honor, señora —respondió Wilder poniendo la mano en su corazón y hablando con emoción singular—, soy sincero en cuanto le digo, y le afirmo positivamente que estoy convencido de que se exponen al peligro más grande embarcando en ese barco.

—Creemos en su sinceridad, señor, tan sólo pensamos que está algo equivocado —respondió la viuda del contralmirante con una sonrisa de compasión en la que quería poner alguna condescendencia—. Le estamos muy agradecidas por sus buenas intenciones.