Capítulo séptimo

El Corsario permaneció más de un minuto en actitud de triunfo. Era evidente que se felicitaba por su éxito; pero aunque su expresiva cara demostraba su satisfacción interna, ésta no tenía los rasgos de una alegría vulgar; se veía más bien el placer de haberse librado de una gran preocupación, como era el asegurarse los servicios de un joven valiente. Es probable que un atento observador hubiera podido descubrir una sombra de pesar en medio de su sonrisa de triunfo y de los brillantes destellos que despedían sus ojos. Pero estas sensaciones no fueron más que pasajeras, y pronto tomó el Corsario el aspecto libre y desenvuelto que solía tener de ordinario.

Después de dejar a Roderick el tiempo necesario para llevar a Wilder al lugar que le había sido asignado, y para ponerle en posesión de los reglamentos que concernían al barco, el capitán golpeó de nuevo el gong y llamó por tercera vez a su joven criado, quien hubo de aproximarse a su patrón y hablar tres veces antes de que el Corsario se diese cuenta de su presencia.

—Roderick —dijo finalmente— ¿estás ahí?

—Sí —respondió una voz baja que tenía cierta expresión de tristeza.

—Está bien. Quisiera hablar al general. Roderick, debes procurar descansar, buenas noches. Que el general sea llamado a consejo, y… buenas noches, Roderick.

Es inútil describir la manera en que el general hizo su segunda aparición. Fue totalmente la repetición de la primera, salvo que esta vez se mostró tal y como era: Su estatura alta y derecha; bien formado, y hubiera sido preciso que la naturaleza se hubiese mostrado madrastra por lo que a él se refiere ¡incluso desde el punto de vista de la gracia! pero todos sus movimientos habían sido regulados con una simetría tan rigurosa, que no podía mover un miembro sin que todos los otros no hiciesen una demostración análoga, y se hubiera dicho que era una marioneta bien organizada. El personaje tieso y afectado, después de hacer un saludo militar a su superior, fue a coger una silla en la que, después de algunos instantes perdidos en preparativos, se sentó en silencio. El Corsario se dio cuenta de su presencia, ya que le devolvió su saludo inclinando la cabeza; pero no creyó necesario abandonar por ello sus meditaciones. Al fin sin embargo, se volvió bruscamente hacia donde estaba y le dijo:

—General, la campaña no ha terminado.

—¿Qué queda por hacer? La batalla está ganada y el enemigo prisionero.

—Sí, ha desempeñado bien su papel, pero a mí aún me queda mucho para cumplir con el mío. ¿Ha visto al joven que está abajo en el camarote?

—Sí.

—¿Y qué tal aspecto le encuentra?

—Aspecto de marino.

—Es decir que no le gusta.

—Amo la disciplina.

—Me engañaré mucho si no le encuentra usted de su gusto sobre cubierta. Pase lo que pase, aún queda un deber que cumplir.

—Espero sus órdenes.

—Encontrará a dos marinos en una barquichuela que está cerca del barco. Uno es un blanco y el otro un negro. Traiga a esos dos hombres a bordo, a un camarote de proa, y procure emborracharles completamente.

—Es suficiente —respondió el que se llamaba general levantándose y dirigiéndose a grandes pasos hacia la puerta del camarote.

—¡Deténgase un momento! —gritó el Corsario—, ¿quién lo hará?

—Nightingale, es la mejor cabeza del barco a excepción de una.

—Ya ha ido muy lejos, le envié a tierra para ver si algún marinero desocupado quería trabajar con nosotros, y lo hallé en una taberna dando toda la libertad a su lengua. Además ha tenido una disputa con uno de esos hombres, y es probable que arrojaran pronto el vaso para liarse a golpes.

—Me ocuparé yo mismo de ello. Mi gorro de dormir me espera, pero me conformaré con usarlo algo más tarde de lo ordinario.

El Corsario pareció satisfecho por esta resolución, y lo manifestó con la cabeza por medio de una señal familiar. El soldado estaba a punto de marchar, cuando fue detenido de nuevo.

—Aún una palabra, general: ¿Su compañero está allí?

—¿Es necesario emborracharle también?

—De ningún modo. Que se le traiga aquí.

El general hizo una señal de asentimiento y abandonó el camarote. «Sería una debilidad, pensó el Corsario paseándose nuevamente a lo largo y ancho del camarote, fiarse sólo del aspecto de franqueza y entusiasmo del joven. Mucho me equivocaría si el valiente muchacho no tiene buenas razones para estar hastiado del mundo y para embarcarse en la primera empresa que le parece maravillosa. Pero sin embargo su menor traición sería fatal; aunque me será fiel, incluso, espero, hasta el exceso. Está muy unido a esos dos marineros. Quisiera conocer su vida. Pero todo eso llegará a su tiempo y en su lugar. Es preciso que se queden como rehenes, y que me respondan de su regreso y de su fidelidad. Si por casualidad me equivocara…, ¡pues bien! estos son marineros, y se necesitan muchos hombres en la vida aventurera que llevamos».

Tales eran, en gran parte, los pensamientos a los que se abandonó el Corsario Rojo durante algunos minutos, cuando el general hubo salido. Sus labios se movieron; sonrisas de satisfacción y oscuras dudas se sucedían en su expresiva fisonomía, donde se realizaban los cambios súbitos y videntes que anuncian el esfuerzo de un espíritu interiormente activo. Mientras de tal manera se hallaba sumido en sus reflexiones, su paso se hacía más rápido, y de vez en cuando gesticulaba de una forma casi loca, cuando de repente se encontró, en el momento en que menos lo esperaba, en frente de algo que apareció a su vista como una ilusión.

Mientras estaba sumido en lo más profundo de sus meditaciones, dos fuertes marinos habían entrado en el camarote sin que él se diera cuenta, y después de poner silenciosamente a un hombre en un asiento, habían salido sin decir una palabra: era frente a esa persona ante quien se encontraba el Corsario. Se miraron durante algún tiempo el uno al otro sin decir una sola palabra. La sorpresa y la indecisión dejaban al Corsario mudo, en tanto que el aturdimiento y el miedo parecían haber helado literalmente las facultades del otro. Al fin el primero, dejando ver en sus labios una sonrisa astuta y burlona, dijo:

—Sed bien venido, sir Héctor Homespun.

Los ojos del sastre como queriendo salirse de sus órbitas, pues era precisamente este pobre diablo el que había caído en las manos del Corsario, iban de derecha a izquierda, recorriendo con una mirada imprecisa la mezcla de elegancia y aparatos de guerra que encontraba por todas partes, y no dejando de examinarlos, después de cada una de estas ávidas miradas, para devorar el rostro que tenía frente a él.

—Yo le respeto —sir Héctor Homespun— sed bien venido.

—¡Que el Señor tenga piedad del desgraciado padre de siete niños pequeños! —dijo el sastre—. Poco beneficio obtendrá, valeroso pirata, con un laborioso y honrado artesano que se dedica a su trabajo desde que sale el sol hasta que se pone.

—Esas son expresiones indignas de la caballería, sir Héctor —interrumpió el Corsario, poniendo la mano sobre el pequeño bastón que había arrojado negligentemente sobre la mesa, y tocando suavemente el hombro del sastre como si fuera un brujo y con este toque hubiera de destruir el encanto que parecía poseer el sastre—, tenga valor honrado y leal personaje; la fortuna por fin le es favorable. Se quejaba, hace algunas horas, de que no había hecho ningún trabajo para este barco; ¡pues bien!, ahora está a punto de trabajar para toda la tripulación.

—¡Oh!, honorable y magnífico Corsario —respondió Homespun al que le empezaba a volver el habla— yo soy un hombre perdido, hundido hasta el cuello en la miseria. Mi vida ha sido una cadena de desgracias y tribulaciones. Cinco largas y sangrientas guerras…

—Basta; le he dicho que la fortuna comienza a sonreírle: las ropas son tan necesarias a la gente de nuestra situación como el párroco a la iglesia. No hará ni un solo traje sin que le sea bien pagado. ¡Mire! —añadió pulsando el resorte de un cajón secreto que se abrió y dejó ver un montón de monedas de oro—, tenemos los medios necesarios para pagar a los que nos sirven fielmente.

La vista de este montón de monedas de oro que sobrepasaba con creces no solamente todo el que había visto en su vida, sino incluso las ideas que su corta imaginación había podido concebir sobre tesoros inmensos, produjo sus efectos en los sentidos del buen hombre; después de saciar sus ojos con este espectáculo durante el tiempo que el capitán quiso dejarle gozar de él, se volvió hacia el dichoso poseedor de tanta riqueza, y preguntó con una voz que gradualmente se iba afirmando, a medida que la vista del cajón operaba en sus sentidos:

—¿Y qué debo hacer, eminente y poderoso marino, para participar de esas riquezas?

—Lo que hace todos los días en tierra: cortar, hilvanar y coser, Tal vez pueda poner en práctica de vez en cuando el talento que tiene para hacer trajes de fantasía o de disfraces.

—¡Ah!, ¡esas son invenciones pérfidas y diabólicas del enemigo para arrastrar a los hombres hacia el pecado y a las abominaciones mundanas! Pero, digno comandante, pienso en Desiré, mi mujer inconsolable; aunque vieja y enferma, sin embargo es la legítima compañera de mi corazón y la madre de una numerosa familia.

—A ella no le faltará nada. Hemos abierto aquí un asilo para los marinos en apuros. Satisfacemos las necesidades de sus familias por los medios que conocemos.

—¡Es un comportamiento justo y meritorio, honorable capitán!, y espero que Desiré y sus hijos no sean olvidados. De seguro que el artesano merecerá su salario, y si trabajo para usted, espero que la buena mujer y sus hijos noten los efectos de su liberalidad.

—Cuente con mi palabra; se tendrá cuidado de ello.

—Quizá, justo gentilhombre, si se me adelantara alguna noticia sobre estos fondos inmensos que veo reunidos, el espíritu de mi pobre mujer se tranquilizaría, y sus búsquedas para saber lo que me ha ocurrido serían menos activas. Conozco perfectamente el carácter de Desiré; tengo poderosas razones para ello, y estoy convencido de que en tanto le dure el dolor, seguirá gritando en Newport. Ahora que el Señor ha tenido a bien concederme un descanso, no puede tener a mal que lo disfrute en paz.

Aunque el Corsario estuviera lejos de creer, al igual que su prisionero, que la lengua de Desiré pudiese turbar la armonía de su barco, tenía un día de indulgencia. Pulsando de nuevo el resorte, cogió un puñado de oro, y presentándoselo a Homespun, le dijo:

—¿Quiere comprometerse y prestar el juramento acostumbrado?; cuando así lo haga este dinero será suyo.

—¡El Señor me ayude y me libre de toda tentación! —murmuró el sastre embobado— heroico Corsario, temo terriblemente a la justicia. Si le llega la desgracia, ya sea por medio de un navío del rey, ya por medio de una gran tempestad que le arroje a tierra, podría correr el riesgo de estar contaminado demasiado íntimamente con su tripulación. Todos los pequeños servicios que yo haga forzado y con violencia, serían en ese caso pasados en silencio, es lo que deseo humildemente; y cuento mucho con su magnanimidad, honrado y honorable comandante, para estar seguro de que estos mismos servicios no serán olvidados en la repartición de sus justos y legítimos beneficios.

—¡Con que ésas tenemos!, ya me parece verle cortar con esmero el vestido para vestir ridículamente a uno de sus siete hijos —dijo el Corsario entre sus dientes, dándole la espalda; y golpeó el gong con una fuerza que estremeció todo el armazón del barco. Cuatro o cinco cabezas se asomaron al mismo tiempo por las distintas puertas del camarote, y una voz se oyó para preguntar qué era lo que su jefe les mandaba.

—¡Que se lo lleven a su litera! —la orden fue cumplida con no menor rapidez que había sido expresada.

El pobre Homespun que, ya sea por temor, ya por política, parecía no estar en condiciones de hacer el menor movimiento, se vio levantado con gran prontitud de su silla y llevado hasta la puerta que comunicaba con la cubierta.

—¡Esperad! —gritó a los que lo llevaban, poco ceremoniosamente, en el momento en que se disponían a conducirle al lugar que les había ordenado su capitán—, tengo que decir una palabra. Honrado y leal rebelde aunque no acepte entrar a su servicio, sin embargo no rehúso de forma improcedente e irrespetuosa. Es una cruel tentación, y siento su picazón hasta la punta de los dedos; pero podríamos hacer un pacto por el que no nos perjudicáramos ninguno de los dos, y en el que la justicia no encontrara nada que decir. Quisiera, poderoso comodoro, llevar un nombre honrado a la tumba, y por otro lado no ser molestado en mi vida hasta el fin de mis días; pues después de salir sano y salvo y con honor por cinco largas y sangrientas guerras…

—¡Que se lo lleven! —fueron las palabras terribles y resonantes que le impidieron seguir hablando.

Homespun desapareció con la misma rapidez con que sonó un bastonazo, y el Corsario quedó solo de nuevo. Durante algún tiempo nada perturbó sus meditaciones. La calma profunda que únicamente con una disciplina firme y continua puede imperar, reinaba en el barco. Finalmente el Corsario oyó una mano que buscaba tanteando la llave de la puerta del camarote, y entonces el militar reapareció otra vez.

El general tenía en la forma de andar, en el aspecto, en toda su persona, algo que anunciaba que si la empresa que acababa de ejecutar había sido coronada por el éxito, no había sido sino a causa de sus méritos. El Corsario, se levantó precipitadamente en el momento que entró, le dijo que le informase.

—El blanco está tan borracho que no se puede tener en pie si no se apoya en el mástil; pero el negro está embrujado o tiene mucho aguante.

—Espero que no te hayas desanimado tan pronto.

—No los hemos dejado hasta hace un minuto. Y estoy que no me tengo en pie.

—¡Está bien!, ahora separémonos hasta mañana.

El general trata de ponerse derecho y se vuelve hacia la escalera de la que tanto hemos hablado ya. Entonces, haciendo un esfuerzo desesperado, trató de caminar hasta ella, con la cabeza alta y midiendo la distancia con los pies. El Corsario miró su reloj, y después de dar tiempo suficiente al general para que se retirara, tomó también el camino de la escalera y bajó a su torreón.

Las habitaciones de la parte inferior del barco, sin ofrecer la misma elegancia que el camarote del capitán, estaban arregladas con mucho orden y cuidado. Había algunos camarotes pequeños de los oficiales ayudantes, o, como se llamen en términos técnicos la wardroom. A cada lado estaban las habitaciones de lujo, desconcertante nombre que se da a los dormitorios de los que tienen derecho a los honores de la tilla. Delante de la wardroom estaban los camarotes de los oficiales subalternos; a continuación, inmediatamente después, estaba situado el cuerpo mandado por el general, y que, por la forma en que se encontraba preparado, formaba una barrera entre los marineros más indisciplinados y sus superiores.

No había en esta distribución nada que se diferenciara mucho de lo que existe generalmente en los barcos de guerra de la misma potencia y volumen que el del Corsario; sin embargo Wilder se había dado cuenta de que el mamparo que separaba los camarotes de la parte del barco ocupada por el resto de la tripulación era mucho más sólida de lo normal, y que un pequeño obús estaba cerca, presto a ser utilizado, como diría un médico, interiormente, si la ocasión lo exigía. Las puertas eran de una resistencia extraordinaria, y los medios preparados para la barricada parecían más preparativos de batalla que simples precauciones tomadas para ponerse al abrigo de ligeros robos. Mosquetes, trabucos, pistolas, sables, lanzas estaban atadas a las carlingas o colocadas a lo largo de las puertas en tal cantidad que era evidente que no habían sido puestas allí simplemente para que se vieran. En una palabra, a los ojos de un marino, todo revelaba un estado de cosas en las que los jefes sienten que, para estar refugiados ante la violencia y la insubordinación de sus inferiores, era preciso que uniesen a la influencia de la autoridad los medios eficaces de hacerla respetar, y que por consiguiente no debían olvidar ninguna de las precauciones que podían compensar eficazmente la desigualdad en número.

En el principal camarote de abajo, el Corsario halló a su nuevo lugarteniente que parecía ocupado en estudiar los reglamentos del barco en el que acababa de embarcarse. Acercándose al rincón a donde el joven aventurero estaba sentado, le dijo con un tono de franqueza, e incluso, de amistad:

—Espero que nuestras leves le parezcan suficientemente severas, Wilder.

—¡Bastante severas! Ciertamente no es la severidad lo que les falta —respondió el lugarteniente levantándose para saludar a su jefe—. Si siempre es fácil hacerlas respetar, indudablemente resultará lo mejor. Nunca he visto reglamentos tan rígidos, incluso en…

—¿Incluso dónde, muchacho? —preguntó el Corsario al ver a compañero titubeando.

—Iba a decir incluso en la marina real —respondió Wilder sonrojándose un poco—. No sé si es un defecto o una cosa buena haber servido a bordo de un barco del rey.

—Es una cosa buena; al menos así resulta ante mis ojos, hasta \o he hecho mi aprendizaje de la misma forma.

—¿En qué barco? —preguntó Wilder vivamente.

—En varios —respondió fríamente el Corsario—; pero a propósito de reglamentos rígidos: se dará cuenta rápidamente de que en un servicio en el que no hay tribunales en tierra para proteger-ros ni cruceros amigos que pudieran oírnos para prestarnos mutuamente ayuda, es necesario que el comandante sea investido de gran parte del poder. ¿Encuentra mi autoridad suficientemente extendida?

—Sí, ilimitada —dijo Wilder con una sonrisa que podía pasar por irónica.

—Espero que no tenga ocasión de decir que ella se ejerce arbitrariamente —respondió el Corsario, sin notar, o tal vez, sin que pareciera darse cuenta de la expresión de la cara de su compañero—, pero la hora de retirarse le ha llegado y puede marcharse.

El joven dio las gracias inclinando ligeramente la cabeza, y amos subieron al camarote del capitán. Este le expresó su pesar, por lo avanzado de la hora y el temor de delatar el incógnito de barco no le permitían enviarle a tierra de la forma que convenía a un oficial de su categoría.

—Pero —añadió—. La barquichuela en la que ha venido está aun allí, y los dos marineros que le han traído pueden llevarle al lugar en que ha embarcado. A propósito de esos dos hombres, ¿están comprendidos en nuestro convenio?

—No me han abandonado nunca desde mi infancia, y estoy seguro de que les costaría mucho separarse de mí.

—Es una singular atadura la que le une a dos seres tan raramente constituidos, cosa rara en un hombre que se diferencia totalmente de ellos por su educación y costumbres —respondió el Corsario fijando la mirada y tratando de penetrar en su compañero, pero bajándola en el momento en que temió que se pudiera notar el interés que para él tenía la respuesta.

—Es verdad —dijo Wilder con tranquilidad—; pero como todos somos marinos, la diferencia no es tan grande como podría pensarse a primera vista. Voy ahora a reunirme con ellos, y les diré que en el futuro servirán a sus órdenes.

El Corsario le siguió de lejos, sin ser visto, en la tilla, y tan tranquilo como si tan sólo saliera de su camarote para respirar el aire puro de la noche.

El tiempo no había cambiado; era agradable, pero oscuro; el mismo silencio de siempre reinaba en los puentes, y entre los oscuros objetos que se elevaban por todos lados y que Wilder reconocía por el lugar que ocupaban, no se veía nada más que una sola persona: era el mismo hombre que le había recibido a su llegada, y que se paseaba todavía sobre la tilla, envuelto, como antes, en un gran abrigo. El joven aventurero dirigió la palabra a ese personaje, para anunciarle su intención de abandonar momentáneamente el barco. Le escuchó con respeto convenciéndole de que su nuevo gran cargo era ya conocido.

—Sabe, señor, que nadie, del rango que sea, puede abandonar el barco a estas horas sin un permiso del capitán —fue la respuesta cortés más firme que le había sido hecha en su vida.

—Lo supongo; pero tengo esa autorización y se la transmito. Regreso a tierra en mi barca.

Dándose cuenta el otro de que nada decía el que veía allí cerca y que sabía que era el comandante, esperó un momento para asegurarse de si lo que oía era cierto. Cuando vio que ninguna objeción le era hecha, ni dirigida ninguna otra señal, se limitó a mostrar el lugar donde estaba la barquichuela.

—¡Se han ido mis hombres! —gritó Wilder retrocediendo por la sorpresa en el momento en que iba a bajar del barco.

—¿Los bribones han huido?

—No, señor, no han huido, y no son unos bribones. Están en este barco, y es preciso que se vuelvan a encontrar.

El otro esperó aún para ver el efecto que producirían estas palabras, pronunciadas de forma imperiosa, al individuo que permanecía en la tilla, tras un mástil. Finalmente, como no oyera ninguna respuesta, tuvo que obedecer. Después de decir que iba a buscarlos, se dirigió hacia la proa del barco, dejando a Wilder solo, al menos, eso creía éste, en posesión de la tilla; pero pronto se desengañó. El Corsario avanzando libremente, le hizo notar el estado de su barco, para distraer los pensamientos de su nuevo lugarteniente, que, como le veía por la forma precipitada en que caminaba sobre el barco, empezó a hacer reflexiones agradables.

—Es un barco encantador, Wilder —dijo—, fácil de maniobrar y rápido en alta mar. Le llamo El Delfín, por la manera con que corta el agua, y quizá también, dirá, porque muestra tantos colores como ese pescado. Además es necesario darle un nombre.

—Es muy afortunado al tener semejante barco, señor. ¿Ha sido construido por orden suya?

—Hay pocos barcos de más de seiscientas toneladas, botados por estas colonias, que no hayan sido construidos para servir a mis fines —respondió el Corsario sonriendo—. Este barco ha sido construido en un principio para Su Majestad, y destinado, según creo, para regalarlo a los Argelinos, o tal vez para combatirlos; pero… sin embargo cambió de dueños, como ve, y su suerte ha sufrido algún cambio; cómo o por qué, es una pequeñez de la cual no nos preocuparemos ahora. Ha tocado puerto, y gracias a algunas mejoras que he mandado hacerle, está preparado magníficamente para corsario.

—¿Se atreve con frecuencia a introducirse en los puertos?

—Cuando tenga tiempo, mi diario secreto podrá interesarle —respondió el Corsario eludiendo la pregunta—. Wilder, ¿le parece que el estado de este barco es como para que un marino pueda avergonzarse?

—Su belleza, el cuidado y el orden que se ve en todas sus partes me habían sorprendido desde que le eché la primera ojeada, y es lo que me hacía buscar quién podría ser su dueño.

—No le importó el que estuviese sujeto por una sola ancla —dijo el capitán sonriendo—. Pero nunca me arriesgo sin motivo. No me sería difícil, con una artillería como la que llevo a bordo, hacer callar a los cañones de simulacro de la fortaleza; pero si lo hago podríamos recibir un mal golpe, y de esta manera estoy preparado para salir al momento.

—Debe ser muy embarazoso sostener una guerra en la que no se puede nunca bajar el pabellón, cualquiera que sea la posición en que se encuentre, —dijo Wilder rápidamente como hombre que reflexiona consigo mismo, y que de alguna manera quiere expresar muy alto su opinión.

—El mar está siempre debajo de nosotros, —fue la respuesta lacónica del Corsario—. Pero le puedo decir que, por principio, pongo el mayor cuidado en mis palanquetas. Las cuido como al caballo que se destina para disputar el premio de la carrera; pues sucede frecuentemente que es preciso que nuestro valor se vea moderado por la prudencia.

—Y, ¿cómo se las arregla, cuando recibe daños en una tempestad o en un combate?

—¡Ejem!, nos las arreglamos con éxito, Wilder, y evitamos el agua bastante bien.

Se calló, y Wilder, dándose cuenta de que aún no era considerado de total confianza, guardó silencio. El oficial no tardó en regresar, seguido tan sólo del negro. Unas pocas palabras fueron suficientes para dar a entender el estado en que se encontraba Fid. Nuestro joven aventurero experimentó un sensible disgusto. La franqueza y la buena fe con que se volvió hacia el Corsario para rogarle que perdonase a su marinero por haberse olvidado de lo convenido, sin sospechar el complot del que Fid había sido la víctima, manifestaron lo contrariado que se encontraba.

—Conoce demasiado bien a los marineros, señor —le dijo—, para castigar a este pobre diablo por semejante olvido. Póngale en una verga o tras una cuerda, seguro que nunca habrá visto mejor marinero que Dick Fid; pero debo reconocer que del mismo modo que es tan buen compañero, también está siempre dispuesto a dar la cara a todo el mundo si tiene el vaso en la mano.

—Es una suerte que aún le quede un hombre para llevar la barca —respondió el capitán con indiferencia.

—Yo mismo la llevaré bien, y prefiero no separar a estos dos marineros. Si me lo permite, el negro dormirá esta noche a bordo del barco.

—Como quiera. Las literas vacías no faltan aquí después de la última escaramuza.

Entonces Wilder ordenó a Escipión que regresara junto a su compañero, y que tuviera cuidado de él hasta que Fid estuviese en situación de valerse por sí solo. El joven lugarteniente se despidió a continuación de sus nuevos amigos, y bajó a la barca. De una fuerte remada la puso lejos del barco, y entonces sus ojos se posaron con placer sobre los aparejos y cuerdas dispuestos en un orden perfecto.