El camarote en que nuestro aventurero se encontraba entonces estaba de acuerdo con el carácter del que lo ocupaba. Por sus formas y por las dimensiones, no se diferenciaba en nada de los camarotes de los barcos ordinarios; pero los muelles ofrecían una singular mezcla de lujo y aderezos militares. La lámpara, colgada del techo, era de plata maciza. Enormes candelabros del mismo metal, y que habían debido pertenecer evidentemente a una iglesia, estaban colocados sobre una noble mesa, en cuya caoba brillaba aún el barniz de medio siglo, y cuyas garfas doradas y las patas cinceladas debieron tener un primer destino bien diferente del servicio ordinario de un barco. Un sofá cubierto de terciopelo, en frente un diván de seda azul, cuya forma, tejido y cojines demostraban la riqueza del poseedor de este camarote. Además de estos muebles que sorprendían a primera vista, se veían también espejos, vajillas de plata y tapicerías; pero no había una sola pieza del camarote que no tuviera en su forma o en su disposición alguna cosa de particular a la que no se le pudiese asignar un origen diferente.
En medio de esta mezcla de lujo y riqueza se veían siniestros instrumentos de lucha. El camarote encerraba cuatro de esos tétricos cañones cuyos pesos y número habían atraído primeramente la atención de Wilder. Aunque estuviesen colocados tan cerca de los objetos de lujo que acabamos de describir, no era difícil darse cuenta que estaban dispuestos de forma que pudieran ser utilizados en un instante, y que cinco minutos serían suficientes para dejar libre el lugar que ocupaban todas las cosas de lujo, y formar una batería terrible y bien protegida. Pistolas, sables, lanzas, hachas, en una palabra, todas las armas del marino, estaban puestas en orden alrededor de la habitación, para servir en alguna manera de decoración guerrera, y encontrarse al mismo tiempo al alcance de la mano en el momento preciso. Alrededor del mástil un montón de mosquetes; y gruesos maderos, hechos evidentemente para ser colocados como curvatones a ambos lados de la puerta, demostraban que se podía en un momento establecer una barrera en este lugar.
En conjunto todo esto hacía ver que el camarote era considerado como la ciudadela del barco. Lo que confirmaba esta última suposición, era una escalera que comunicaba con los camarotes de los oficiales subalternos, y que abría un paso directo hasta el almacén.
Había una expresión secreta de satisfacción, moderada quizá por un ligero matiz de ironía, en la fisonomía del extranjero de levita verde —pues llevaba aún el traje con el que le hemos presentado por primera vez al lector— cuando se levantó al ver entrar a Wilder. Uno y otro permanecieron unos instantes sin hablar; el pretendido abogado fue el primero en romper al fin el silencio.
—¿A qué feliz circunstancia debe este barco el honor de su visita? —preguntó.
—Creo poder responder a la invitación de su capitán —contestó Wilder con una seguridad semejante a la que demostraba el otro.
—Pienso que sería mejor que me quitase la levita y me pusiese el uniforme de marino —respondió sonriendo—. Hay en nuestro oficio… en nuestra profesión, debería decir, ya que ésa es su expresión favorita, una cosa que nos revela, a pesar nuestro, unos a otros. Sí, señor Wilder —añadió con dignidad, haciendo señal a su huésped de imitar su ejemplo y tomar un asiento—, soy un marino como usted, y soy feliz al ser el comandante de este noble barco.
—Entonces debe convenir en que me he presentado con autorización suficiente.
—Lo confieso. Mi barco ha parecido atraer gratamente sus miradas, y debo apresurarme a decir por mi parte que su aspecto, sus maneras, todo me hace desear tener con usted una más amplia amistad. ¿Busca empleo?
—Debe avergonzar permanecer ocioso en estos tiempos de agitación y actividad.
—Muy bien, sin duda habrá juzgado prudente tomar informes sobre la naturaleza de nuestras relaciones, antes de venir aquí a buscar trabajo, ¿no?
—Se dice en Newport que este navío es un barco negrero.
—¡Eso se dice en Newport! ¡Nunca se equivocan esas buenas lenguas de pueblo! Si la brujería jamás ha existido en la tierra, el primero de la banda maliciosa debió ser un posadero de pueblo, el segundo el médico, y el tercero el párroco. En cuanto a la cuarta posición, el sastre y el barbero pueden disputársela. ¡Roderick!
El capitán pronunció esta palabra, con la que acababa de interrumpirse con tan poca ceremonia, dando un suave golpe en un gong, que entre otras curiosidades estaba colgado de una de las vigas que estaba al alcance de su mano.
—¡Y bien! Roderick, ¿duermes?
Un muchacho vivo y ágil salió de uno de los dos pequeños camarotes situados a los lados del barco, y respondió a la llamada anunciando su presencia.
—¿Ha regresado el bote?
La respuesta fue afirmativa.
—¿Y ha tenido éxito?
—El general está en su camarote, señor, y podrá responderle de forma más satisfactoria que yo.
—¡Pues bien! Que el general me rinda cuentas del resultado de su misión.
El interés de Wilder estaba tan excitado que contenía incluso la respiración, por miedo a turbar la repentina ilusión en que su compañero había evidentemente caído. El muchacho bajó por la escalera, como una serpiente que se desliza en su agujero, o mejor como un zorro que sale de su madriguera, y entonces reinó un profundo silencio en el camarote. El comandante del barco apoyó la cabeza sobre su mano, y pareció olvidar totalmente que había un extranjero junto a él. El silencio habría durado mucho más tiempo, si no hubiera sido interrumpido por la llegada de un tercero. Un cuerpo tieso e inmóvil se levantó lentamente por la pequeña escalera, de igual forma que los espectros hacen su aparición en el teatro. Cuando la mitad del personaje se hizo visible, el cuerpo dejó de subir, y volvió la cabeza impasible hacia donde estaba el capitán.
—Espero órdenes —dijo una voz sorda que salía de unos labios que apenas se movían.
Wilder se estremeció ante esta aparición inaudita, y el que causaba su sorpresa tenía en efecto un aspecto muy peculiar. La cara era la de un hombre de cincuenta años; el tiempo le había endurecido pronto y alterado sus rasgos. Las mejillas eran totalmente rojas, con la excepción de uno de esos pequeños granos tan expresivos a cada lado, lo que hacía dar un curioso epíteto a ese tipo de rostros. El centro de su cabeza era calva; pero alrededor de cada oreja tenía cabellos grisáceos y reunidos en una sola trenza bien peinada y apretada. El cuello era largo, y un enorme cuello negro parecía alargarlo más aún; los hombros, los brazos y el busto enteramente mostraban a un hombre muy fuerte, y envuelto en una clase de pelliza de forma rara de bastante parecido con un dominó. El capitán, al oír la voz, levantó la cabeza gritando:
—¡Ah!, general, ya está en su puesto; ¿ha encontrado tierra? —Sí.
—¿Y el lugar? ¿Y el hombre?
—Ambas cosas.
—¿Y qué ha hecho?
—Cumplir las órdenes.
—Muy bien. Es usted un tesoro para hacer las cosas, general, y por ello le tengo presente en mi corazón. ¿Le ha ajustado las cuentas al bribón?
—Está amordazado.
—¡Excelente método para sofocar las advertencias! Todo es perfecto, general, merece como siempre mi felicitación.
—Entonces recompénseme.
—¿De qué forma? Tiene ya el más alto rango a que puedo elevarle. A menos que le nombre caballero…
—¡Bah!, mis hombres no son mejor tratados que soldados de milicia. No tienen ropas.
—Las tendrán. Los guardias de Su Majestad no estarán ni la mitad de bien equipados que ellos. General, muy buenas noches.
El rostro descendió de la misma manera súbita, inesperada, casi se podría decir infernal, que había subido, dejando de nuevo a Wilder solo con el capitán del barco. Este de pronto se dio cuenta de que la rara entrevista había tenido lugar en presencia de un extraño, y que parecía exigir una explicación.
—Amigo mío —dijo con aire altanero, aunque bastante expresivo para demostrar que quería dar una explicación— mi amigo dirige lo que en un barco más regular se llamaría la marinería. Se habrá dado cuenta de que hay en torno a su persona olor a campamento…
—Más que de barco, debo confesarlo. ¿Es corriente que los barcos negreros tengan un arsenal tan bien surtido? Le veo armado hasta los dientes.
—Sin duda desearía conocerle mejor antes de firmar el contrato —respondió el capitán sonriendo. Abrió entonces una cajita que había sobre la mesa, y sacó un pergamino que presentó a Wilder diciendo—: Puede ver que tenemos cartas de embarque, y que estamos debidamente autorizados para actuar como los barcos del rey, a fin de realizar lo mejor posible nuestros propios asuntos.
—Esto es la patente de corso de un bergantín.
—Es cierto, es cierto. Me he equivocado de papel. Creo que usted lo encontrará mejor que yo.
—Aquí hay una patente para el barco las Siete Hermanas; sin embargo lleva usted más de diez cañones; y los que hay en el camarote son nueve en vez de cuatro.
—¡Ah! ¡Es usted tan quisquilloso que parece el abogado y yo el marino aturdido! —dijo secamente el capitán arrojando el pergamino con indiferencia en medio de un montón de papeles parecidos. Después levantándose de su asiento se puso a recorrer con grandes pasos el camarote añadiendo—: No me importa decirle, señor Wilder, que nuestro oficio tiene sus peligros. Es lo que llaman ilegal; pero como no me gustan las disputas teológicas, no trataremos de esa cuestión. ¿Ha venido aquí con algún propósito determinado?
—Busco empleo.
—Sin duda lo habrá pensado bien, y habrá preguntado concienzudamente sobre lo que va a hacer. Para no perder tiempo con palabras, y para que exista entre nosotros la franqueza, tan conveniente entre dos honrados marinos, le hablaré sin rodeos. Un valiente y hábil hombre, de más edad, no por ello mejor que usted, ocupaba este camarote de babor hace menos de un mes. Pero el pobre diablo ha servido de comida a los peces.
—¿Se ahogó?
—¿Él? No. Murió en combate con un barco del rey.
—¡Contra un barco del rey!, ¿se cree autorizado por su carta de embarque a luchar contra los cruceros de Su Majestad?
—¿Tan sólo es rey Jorge II? Puede que el barco llevase el pabellón blanco, quizá fuese de Dinamarca. Pero como le decía, era un valiente muchacho, y he aquí su puesto vacío como el día que él lo abandonó para caer al mar. Era un hombre capacitado para sucederme en el mando, si algo me ocurría a mí. Creo que moriría más tranquilo si tuviera la certeza de que este barco iba a pasar a unas manos que supieran manejarlo adecuadamente.
—Sin duda los armadores del barco elegirían a un sucesor si tal desgracia ocurriese.
—Mis armadores son personas muy razonables —respondió con una sonrisa muy expresiva, mientras fijaba sobre su huésped una mirada centelleante que obligó a Wilder a bajar los ojos—; es raro que me importunen con órdenes o consejos.
—Son muy cómodos. Veo que no han olvidado los pabellones al equipar su barco. ¿Le permiten izar aquel que más le guste?
En el momento en que esta pregunta fue hecha, el capitán sacó un pabellón medio desplegado para que Wilder lo viese, y, extendiéndolo totalmente, respondió:
—Aquí tiene los lirios de Francia, como ve, emblema de un francés sin tacha. He aquí el holandés calculador, sencillo, substancial y barato. Aquí el burgués fantasioso de Hamburgo: no tiene nada más que una ciudad, y la ostenta en medio de estas torres. El de Turquía, nación que se cree heredera del cielo. Y éstos son los pequeños satélites que giran alrededor de la poderosa luna, los berberiscos de África Yo tengo poco contacto con estos señores; ya que apenas hacen comercio que ofrezca algún beneficio. Y sin embargo —añadió mirando al diván de seda frente al que Wilder estaba sentado—, nos hemos encontrado algunas veces, y no hemos dejado de hacerles una visita. ¡Ah! ¡Este es el hombre que quiero, el suntuoso, el magnífico español! este campo amarillo recuerda la riqueza de sus minas; ¡y esta corona! parece de oro macizo, y dan ganas de cogerla. Mire ahora el portugués, más humilde, y que no obstante tiene un aire de opulencia. Frecuentemente me imagino que en realidad hay diamantes del Brasil en esta bagatela real. Ese crucifijo que puede ver piadosamente colgado, cerca de la puerta de mi salón, es una bella muestra.
Wilder volvió la cabeza para mirar de reojo el emblema precioso que estaba colocado muy cerca de la habitación que le había indicado. Después de satisfacer su curiosidad, iba de nuevo a examinar los pabellones, cuando sorprendió una de esas miradas penetrantes, pero furtivas, con las que su compañero trataba con frecuencia de leer en su rostro las reacciones que le producían las cosas que le mostraba. Tal vez el capitán quería ver el efecto que la exposición de riquezas había producido en el espíritu de su huésped. Cualquiera que fuese el motivo, Wilder sonrió; pues en ese momento se presentó por primera vez en su mente la idea de que todos estos ornamentos habían sido puestos en el camarote con tanto cuidado porque esperaba su visita, y con el propósito de causarle una buena impresión. El otro notó la sonrisa, y engañándose, creyó ver un estímulo para proseguir su extraño análisis de pabellones todavía con más jovialidad y vivacidad que antes.
—Estos monstruos de dos cabezas son pájaros de tierra, y es raro que se atrevan a volar sobre el Océano. Aquí, el bravo y valiente danés; allá, el sueco infatigable. Pasemos este montón de pequeñas bagatelas que se permiten tener sus armas como grandes imperios —añadió deslizando rápidamente la mano sobre una docena de pequeños pabellones—, ahí el voluptuoso napolitano. ¡Ah! Estas son las llaves del cielo. ¡Es un pabellón bajo el que se puede morir! Me encontré un día palmo a palmo, bajo ese pendón, con un poderoso corsario de Argel.
—¡Qué!, ¿fue bajo los pendones de la iglesia como le atacó?
—Sí, por pura devoción. Me imagino la sorpresa que se llevaría el moro, cuando vio que no nos pusimos a rezar. Apenas le habíamos disparado una o dos andanadas, cuando juró que Ala había decretado que se rindiera. Hubo algún cambio de mercancías entre nosotros, y entonces nos separamos. Le dejé fumando su pipa, con mar gruesa, su mastelero de proa derribado, el palo de mesana bajo el gran peto, y seis o siete agujeros en la quilla por los que entraba tanta agua que a los marineros no les daba tiempo de sacarla. En verdad era un buen camino para ir a reclamar la parte de su herencia. Pues era el cielo quien lo había ordenado, y estaban contentos.
—¿Qué pabellones son los que han pasado? Son ricos y numerosos.
—Son los de Inglaterra. ¡Puede ver cómo respiran aristocracia y espíritu de partido! ¡Gracias a Dios! hay aquí para todas las clases y para todas las condiciones. Aquí el lord gran-almirante, San Jorge, el campo rojo y azul, las banderolas de la India, e incluso el estandarte real.
—¿El estandarte real?
—¿Por qué no? ¿Un capitán no es el rey absoluto de su barco? Sí, éste es el estandarte de Su Majestad que, por cierto, ¡ha sido arbolado en presencia de un almirante!
—¡Esto requiere una explicación! —dijo el joven marino con esa especie de horror que un sacerdote manifestaría al enterarse de un sacrilegio—. ¡Arbolear el estandarte real en presencia del barco de un almirante! Sabemos lo difícil que es, e incluso peligroso, divertirse desplegando una simple banderola, en presencia de un barco del rey, y…
—Me gusta provocar a los bribones —interrumpió el otro con una sonrisa amarga—. ¡Siento placer al hacerlo! Para castigar, es necesario que tengan poder; lo han intentado pero sin éxito hasta el momento. ¿Conoce la forma de saldar una cuenta con la ley, echando todas las velas al viento? ¡No me importa decirlo otra vez!
—¿Y qué pabellón de todos estos suele utilizar más? —preguntó Wilder después de un minuto de profunda reflexión.
—Para navegar simplemente, soy tan caprichoso como una niña de quince años en la elección de sus cintas. Cambio con frecuencia lo menos doce veces al día. Si dos barcos mercantes que entraran en el puerto contando que acaban de encontrarse, uno un barco holandés, otro un danés, ambos tendrían razón. Cuando se trata de combatir, es otra cosa; y aunque a veces también me dejo llevar por el capricho, sin embargo hay un pendón al que tengo mucho afecto.
—¿Y es?…
El capitán dejó un momento la mano sobre el pabellón que había cogido y aún estaba plegado en el cajón y podría decirse que leía hasta lo más profundo del alma del joven marino. Entonces cogiendo el rollo fatal, lo desplegó de golpe, y mostró una superficie roja sin ninguna clase de adorno o marco, respondiendo con énfasis:
—¡Helo aquí!
—¡Es el color de un corsario!
—¡Sí, es rojo! Lo prefiero a los colores sombríos, con cabezas de muertos y otras tonterías apropiadas para asustar a los niños. No amenaza, tan sólo dice: «¡Este es el precio a que se me puede comprar!». Señor Wilder —añadió perdiendo la expresión irónica y alegre que su cara había conservado hasta entonces para adoptar un aire de dignidad—, entendámonos, ya es hora de que cada uno navegue bajo los colores que le son propios. No me importa decirle quién soy.
—Creo, en efecto, que es inútil —dijo Wilder—. Por estas señas palpables, no puedo dudar que me encuentro en presencia del… del…
—Del Corsario Rojo —dijo el capitán notando que no se atrevía a pronunciar este terrible nombre— es cierto, y espero que esta entrevista será el comienzo de una amistad sólida y duradera. No puedo explicarme la causa; pero desde el instante en que le vi, un sentimiento tan vivo como indescriptible me arrastró hacia usted. He sentido quizás el vacío que mi situación ha formado alrededor de mí; quienquiera que sea, le recibo de corazón y con los brazos abiertos.
Aunque Wilder era consciente de que se encontraba a bordo del barco en el que acababa de aventurarse, esta confesión no dejó de apurarle. La reputación de este célebre filibustero, su audacia, sus actos de generosidad o de libertinaje, tan singularmente mezclados, los presentía sin duda en la memoria nuestro joven aventurero, y causaban esa especie de indecisión involuntaria a la que todos estamos más o menos sujetos cuando se presiente un incidente grave, por mucho que lo hayamos previsto.
—No se equivoca acerca de mis intenciones ni de mis suposiciones —respondió al fin—, pues confieso que era éste el barco que buscaba. Acepto su ofrecimiento, y desde este momento puede disponer de mí y ponerme en mi puesto, cualquiera que sea, ya que me cree el más indicado para ocuparlo con honor.
—Será el primero después de mí. Mañana temprano proclamaré el nombramiento en el puente, y a mi muerte, si no me equivoco en mi elección, usted será mi sucesor. Esta confianza le parecerá tal vez muy repentina; lo es en efecto, al menos en parte, debo convenir en ello; pero nuestras listas de reclutamiento no pueden pasearse, como las del rey, al redoble del tambor, por las calles de la capital; y además, no conocería el corazón humano, si la forma franca y abierta con que me fié de su fe no me bastase para asegurarme su afecto.
—¡No lo dude! —respondió Wilder con un movimiento súbito, pero lleno de entusiasmo.
El Corsario sonrió con calma diciendo:
—Los jóvenes de su edad generalmente tienen el corazón en la mano. Pero a pesar de esta aparente simpatía que parece manifestarse repentinamente entre nosotros, debo decirle, para que no se haga una idea débil de la prudencia de su jefe, que nosotros nos habíamos conocido ya. Sabía que tenía usted la intención de buscarme y de venir a ofrecerme sus servicios.
—¡Imposible! —dijo Wilder—, nunca nadie…
—No se puede estar seguro de que los secretos estén bien guardados —interrumpió el capitán— cuando se tiene un rostro tan comunicativo como el suyo. No hace aún veinticuatro horas que estaba en la ciudad de Boston.
—De acuerdo, pero…
—Pronto estará de acuerdo con el resto. Mostraba demasiada curiosidad, demasiado interés preguntando al imbécil que decía que le habíamos robado sus velas y provisiones. Sospeché sus propósitos, y su aspecto me agradó. Decidí estudiarle, y aunque puse algunas reservas en mis diligencias, sin embargo le vi muy de cerca. Me agradó, Wilder, y espero que esa satisfacción sea mutua.
El nuevo pirata inclinó la cabeza ante ese cumplido de su jefe, y pareció muy complacido de poder responder. Como para alejar ese asunto y poner fin a la conversación, dijo precipitadamente:
—Ahora que todo está en orden, no quiero molestarle por más tiempo. Me voy a retirar, y volveré para desempeñar mis funciones mañana por la mañana.
—¡Retirarse! —repitió el Corsario deteniéndose de golpe en su marcha, y mirando fijamente al joven—. No es corriente que mis oficiales me abandonen a esta hora. Un marino debe amar a su barco, y debe siempre dormir a bordo, a menos que sea retenido a la fuerza en tierra.
—Entendámonos —dijo Wilder con furia—, si es para ser esclavo, y estar encerrado como uno de esos herrajes de su barco como me quiere, no hay nada de lo dicho entre nosotros.
—¡Ejem! Admiro su vivacidad, señor, mucho más que su prudencia. Encontrará en mí a un devoto amigo, que no ama las separaciones, por muy cortas que sean. ¿No se encuentra aquí contento? No le hablaré sobre estas observaciones viles y secundarias que hacen brillar unos ojos materiales; pero aquí tiene libros para cultivar el espíritu; usted tiene buen gusto, todo aquí respira elegancia; si se considera pobre, aquí está la fortuna.
—Todo esto no es nada sin libertad —respondió fríamente el joven aventurero.
—¿Y cuál es esa libertad que pide? Espero, muchacho, que no querrá traicionar tan pronto la confianza que le ha sido dada. Nuestra amistad data de bien poco tiempo, y tal vez me haya apresurado a hablarle sin rodeos.
—Es preciso que regrese a tierra —dijo Wilder con voz firme—, no fue nada más que para saber si se fiaba de mí y si no soy su prisionero.
—Hay en todo esto sentimientos generosos o profunda maldad —respondió el Corsario después de reflexionar bastante— prefiero creer en los primeros. Prométame que en tanto que esté en el pueblo de Newport no dirá a nadie qué barco es éste.
—Estoy dispuesto a jurarlo —interrumpió Wilder con prontitud.
—¡Sobre esta cruz —respondió el Corsario con una sonrisa irónica—, sobre esta cruz de diamantes! No, señor —dijo frunciendo fieramente el ceño, mientras arrojaba con desaire sobre la mesa ese precioso crucifijo—, los juramentos son hechos por hombres que respetan una ley que les obliga a cumplir sus promesas; tan sólo necesito la palabra franca y sincera de un hombre de honor.
—¡Pues bien! con tanta sinceridad como franqueza le prometo que mientras esté en Newport no diré a nadie qué barco es éste, a menos que usted me ordene lo contrario. Mucho más…
—No, nada más. Es prudente ser avaro de palabras y no prodigarlas inútilmente. Puede suceder que le sea ventajoso, sin inconvenientes por mi parte, que no esté atado por una promesa. En una hora llegará a tierra; ese intervalo de tiempo es necesario para que se dé cuenta de las condiciones de su promesa, y de notificarla. ¡Roderick! —añadió haciendo sonar de nuevo el gong—; él te cuidará, muchacho.
El mismo muchacho joven y activo que apareció a la primera llamada acudió del camarote de abajo y se presentó como la primera vez.
—Roderick —continuó el Corsario—, éste es mi futuro lugarteniente y por consiguiente tu oficial y mi amigo. ¿Quiere coger algo? Cualquier cosa que desee pídasela a Roderick.
—Gracias, no necesito nada.
—Entonces, tenga la bondad de seguirle abajo. Le llevará a la gran sala, y le dará nuestro código escrito. En una hora lo podrá leer, y entonces me reuniré con usted. Ilumina mejor la escalera, Roderick; aunque ya sé que sabes bajar muy bien sin escalera, Wilder, no tendría en este momento el placer de verte.
El Corsario sonrió con aire de suficiencia; pero Wilder no parecía recordar con la misma satisfacción la situación embarazosa en que había sido abandonado en la torre, y lejos de responder a esta sonrisa, su fisonomía apareció peculiarmente oscurecida en el momento en que se disponía a seguir a su guía, que estaba ya en la mitad de la escalera, con una luz en la mano. Al verlo el Corsario, dio un paso, y dijo rápidamente con tanta gracia como dignidad:
—Wilder, le doy mis excusas por la forma quizás un tanto brusca en que me separé de usted en la colina. Aunque le creo, no estaba sin embargo seguro de mi adquisición; comprenda sin pena cuán esencial era para un hombre en mi situación desembarazarse de mi acompañante en tal momento.
Wilder se volvió hacia él, y con un aspecto en el que todo rastro de placer había desaparecido, le hizo señas para que no dijese nada más.
—Era bastante desagradable sin duda encontrarse de tal forma encerrado; pero siento que lo que me dice es justo, yo hubiera hecho lo mismo en un caso parecido, si hubiera tenido el mismo estado de ánimos.
—Al infeliz que muele el trigo en esas ruinas deben irle bastante mal los negocios, puesto que todas las ratas abandonan su molino, —dijo alegremente el Corsario, mientras que su compañero bajaba la escalera. Esta vez, Wilder le devolvió la sonrisa franca y cordial, y cuando se alejó, dejó a su nuevo patrón solo en el camarote.