Las buenas gentes de Newport se retiraron temprano. Poseían la continencia y la regularidad, virtudes por las que se distinguen aún actualmente los habitantes de Nueva Inglaterra. A las diez de la noche no quedaba en el pueblo una sola casa que tuviese la puerta abierta, y es muy probable que una hora más tarde, el sueño hubiera cerrado los ojos que habían estado al acecho durante todo el día, no solamente para vigilar los intereses personales de cada uno, sino también para ocuparse caritativamente, en sus momentos de ocio, de los problemas del resto del vecindario.
El posadero del «Ancla Levada» (así es como se llamaba la posada en la que Fid y Nightingale estuvieron a punto de pelearse) cerraba escrupulosamente su puerta a las ocho, como expiación en la que se esforzaba a fin de reparar los pequeños pecados morales que se pudieran haber cometido en ella durante el día.
La noche del día en que comienza nuestra historia, el pueblo de Newport estaba, a las diez, tan tranquilo que parecía que no viviera nadie en él. No había ningún vigilante nocturno, por la sencilla razón de que no existían ladrones, ya que el vagabundeo no era conocido aún en las provincias. Cuando Wilder y sus dos compañeros se pusieron a esa hora a recorrer las calles desiertas, las encontraron sepultadas en el mismo silencio que podrían tener si jamás hombre alguno hubiera pasado por ellas. No se veía ni una luz, ni señal alguna que indicase que era un pueblo habitado. En vez de llamar a las puertas de las posadas para que les abrieran sus dormidos dueños, nuestros aventureros se dirigieron directamente a la orilla del mar; Wilder marchaba el primero, Fid le seguía después, y Escipión, según la costumbre, iba a la retaguardia con su habitual aspecto de humildad.
Cerca del agua, encontraron unos pequeños botes amarrados al muelle vecino. Wilder dio órdenes a sus compañeros, y fue al lugar en que debía embarcarse. Después de esperar algún tiempo, vio que dos barcas llegaban a la vez; una la conducía el negro y la otra Fid.
—¿A qué viene esto? —preguntó Wilder—; ¿no había suficiente con una? Ha habido una equivocación.
—No hubo error —respondió Fid, dejando suspendidos los remos y pasando la mano por sus cabellos, como si estuviera contento por lo que había hecho—; lo hice a sabiendas. Guinea está en la barca que ha alquilado; pero es un precio muy alto el que usted pagó, como le dije en su momento; y tengo por principio, ya que más vale tarde que nunca, dar una mirada a todas las embarcaciones. Si no le traigo el mejor velero de todos, puede decirme que no sé nada de barcos; y sin embargo el párroco le podría decir, si estuviera aquí, que mi padre era un constructor de barcos, sí, y jurarlo también, siempre que se le pagara bien por ello.
—Bribón —dijo Wilder con coraje—, me obligarás un día u otro a darte tu merecido. Dejad la barca en el lugar de donde la cogisteis, y amarradla como estaba.
—¡Darme mi merecido! —repitió Fid con voz firme—; eso sería echar por tierra sus esperanzas, amo Harry. ¿Qué harían —preguntó— Escipión y usted si yo me fuera? Seguro que no serían gran cosa. ¿Y además ha pensado cuánto tiempo llevamos juntos?
—Sí; sin embargo es posible, incluso, romper una amistad de veinte años.
—Sin perjuicio de su respeto, amo Harry, creo que me castigáis por nada. Tenemos a Guinea que es tan sólo un negro, y que por consiguiente está lejos de ser un compañero adecuado para un blanco; sin embargo, llevo veinticuatro años viendo su rostro y ahora que estoy hecho a su color, me agrada tanto como cualquier otro; y cuando estamos en el mar, y la noche es oscura, no es fácil ver la diferencia. No, no, no estoy aún cansado de usted, amo Harry, y no será por tan poca cosa por lo que nos separemos.
—Entonces abandona tu costumbre de apropiarte sin razón de lo que pertenece a los demás.
—No abandono nada. ¿Pero se ha visto alguna vez que se deje la tilla en tanto que una plancha sujeta los baos? ¿Es necesario que abandone, como le he dicho, lo que por derecho es mío? Además, ¿quién es tan cruel como para llamar a la tripulación para ver el castigo que se le da a un viejo marino? Ha dado usted a un torpe pescador, un holgazán que jamás ha estado en un agua más profunda que aquélla en que su sedal puede tocar el fondo, le ha dado, creo, una hermosa moneda de plata y todo porque le presta un pequeño barquichuelo durante la noche, o quizá también algunas horas de la mañana. ¡Pues bien! ¿Qué hace Dick? Se dice para él —¡el diablo se puso a gritar muy alto, de babor a estribor, contra su oficial!—, así se dijo muy bajo para él. «Es demasiado»; y va a ver por todas partes si encuentra el resto del dinero en casa de algunos de los vecinos del pescador. El dinero puede comerse, y lo que es mejor, puede beberse; y no es preciso arrojarlo por la borda con las cenizas del cocinero. Apostaría, si pudiese saberse la verdad, que las madres de los propietarios de esta chalupa y de ese barquichuelo, son primas, y que la moneda se gastará en tabaco y en licores fuertes para toda la familia; después de todo no se hace daño a nadie de esta manera.
Wilder hizo una señal de impaciencia para ordenarle obedecer, y se paseó por la orilla para pasar el tiempo. Fid nunca discutía una orden clara y positiva, aunque se permitía frecuentemente gran lentitud para realizar las cosas que estaban menos expresas. No dudó pues en devolver la barca; pero su sumisión no se consiguió sin que refunfuñara. Cuando este acto de justicia se cumplió, Wilder subió a la barquichuela y viendo que sus compañeros estaban en sus puestos, les ordenó que remasen para llegar a la ensenada, recomendándoles que hicieran el menor ruido posible.
—Apoyaros en los remos —añadió—; dejad que la barca se dirija hacia ese barco.
Pasaron entonces ante el barco que había dejado el muelle para echar el ancla en este lugar, al que el joven marino llegó tan ocultamente y donde mistress Wyllys y la atractiva Gertrudis debían embarcarse la mañana siguiente hacia la lejana provincia de Carolina. Mientras el barquichuelo se acercaba, Wilder examinó el navío a la débil luz de las estrellas con ojos de marino. Vergas, mástiles, tablones, cabuyería, nada escapó a su observación; y cuando el alejamiento confundió todas las partes y no se veía nada más que una masa oscura y sin forma, permaneció mucho tiempo con la cabeza inclinada y parecía hacer profundas reflexiones. Por esta vez Fid no le interrumpió; le veía absorto en los deberes de su profesión, y todo lo que era relativo a esos deberes era casi sagrado para él. Escipión estaba callado según su costumbre. Después de permanecer varios minutos en esta posición, Wilder levantó de repente la cabeza, y dijo bruscamente:
—¡Es un gran barco, y un barco que resistiría largo tiempo la persecución!
—Eso depende —respondió Fid apresuradamente—. Si tiene a favor el viento y suelta todas las velas, un crucero del rey apenas podría acercársele para arrojar las bombas sobre sus puentes; pero si carga las velas, le digo que le alcanzaría, y…
—Compañeros —dijo Wilder interrumpiéndole—, ya es hora de que os diga mis proyectos. Hace más de veinte años que estamos juntos en el mismo barco, podría decir que en la misma mesa. Yo no era nada más que un niño, Fid, cuando me llevaste en tus brazos al comandante de tu barco, y no solamente te debo la vida, sino que también encontré por tus desvelos el camino del progreso.
—¡Ah!, es cierto, amo Harry, que no ocupaba usted mucho sitio en esa época, y no necesitaba una litera muy grande.
—Te debo mucho, Fid, mucho en realidad por este acto generoso, y también, puedo decirlo, por tu firme sumisión a mi persona desde entonces.
—También es cierto, amo Harry, que he sido constante en mi conducta, porque esperaba no ser abandonado nunca, aunque muchas veces me ha jurado hacerlo. En tanto que para Guinea, venga el viento de donde venga, el tiempo siempre es bueno para él cerca de ti, sin embargo siempre, por la menor tontería se levanta entre nosotros una borrasca, por ejemplo ese pequeño asunto de la barca…
—No hablemos más —interrumpió Wilder con una visible emoción, producida a causa de los recuerdos, al mismo tiempo gratos y penosos, que los discursos de Fid acababan de despertar en su espíritu—. Sabes que sólo la muerte podría separarnos, a no ser que prefieras abandonarme por lo ocurrido. Es justo que sepas que estoy empeñado en una empresa desesperada que puede fácilmente acarrear mi ruina y la de los que me acompañan. Me da mucha pena separarme de vosotros, amigos míos, pues esta separación podría ser para siempre; pero al mismo tiempo debéis conocer en toda su extensión el peligro.
—¿Hay que hacer mucho camino por tierra? —preguntó precipitadamente Fid.
—No, el trabajo, cualquiera que sea, se realizará por completo en el mar.
—Entonces presénteme la lista de embarque de su barco, y muéstreme el lugar donde puedo hacer una marca, como un par de anclas cruzadas que sustituirán a tantas letras como hay en el nombre de Richard Fid.
—Pero quizá cuando sepas…
—¿Qué necesidad tengo de saber nada, amo Harry? ¿No he navegado frecuentemente con usted sin saber de dónde venía el viento, para que rehúse hoy a confiarle mi viejo esqueleto y permanecer fiel a mi deber? ¿Qué dices tú a esto, Guinea? ¿Quieres embarcarte o que permanezcamos en este pequeño cabo de tierra para ver lo que ocurre?
—Yo seguir amo todas partes —dijo el negro, siempre dispuesto a todo.
—Sí, sí, Guinea es como la chalupa de un barco, siempre siguiendo su estela, amo Harry, mientras yo voy a barlovento por el costado de su escobén, donde le abordo sin saber cómo. Sea como sea, estamos los dos dispuestos, como ve, a embarcarnos para esa expedición, sobre la que sabemos todo lo que hace falta. Así que díganos a quién nos tenemos que presentar para hacerlo, y doblemos la hoja.
—Recordad las advertencias que os he hecho —dijo Wilder, que veía que el afecto de los dos marinos era demasiado grande para que fuera necesario probarles por más tiempo, y sabía por experiencia que podía contar con toda seguridad con la fidelidad de ellos, a pesar de sus pequeñas e involuntarias debilidades—; y ahora remad en dirección a ese barco que está en la bahía exterior.
Fid y el negro obedecieron al momento, y la barca se deslizó rápidamente sobre el agua entre la pequeña isla y lo que podía ser llamado, por comparación, plena mar. Al acercarse al navío moderaron el ruido de sus remos, y terminaron por sacarlos del agua, Wilder prefería que la barquichuela avanzara con la marea hacia el barco al cual quería observar con detalle antes de aventurarse a embarcar en él.
—¿Este barco no tiene sus mallas de abordaje izadas con sus aparejos? —preguntó en voz muy baja para no llamar la atención, y con un acento que indicaba al mismo tiempo con el interés que esperaba la respuesta.
—Sí, ciertamente, si la vista no me engaña —respondió Fid—; tus negreros sienten ligeros remordimientos de conciencia, y no tienen tanto atrevimiento, si no es cuando dan caza a un joven negro en la costa del Congo. Ya que por el momento hay tanto peligro en que un barco francés venga a aventurarse a este lugar, esta noche, con esta brisa de tierra y este tiempo claro, como en que yo sea nombrado gran almirante de Inglaterra, cosa que es imposible, pues espero que el rey no sepa aún mis méritos.
—Ciertamente están vigilando y prestos a recibir calurosamente a los que quieran abordarles —respondió Wilder, que raramente prestaba mucha atención a las perífrasis con las que Fid creía embellecer sus discursos—. No sería fácil asaltar un barco preparado de tal manera, si su tripulación se porta como debe.
—Creo que buena parte de la tripulación duerme en este momento entre los cañones, y que la vigilancia se hace perfectamente, sin hablar de los que estarán vigilando en las serviolas y en popa. Una vez que me encontraba en lo alto del palo mayor, vi una vela al sureste que venía derecha hacia nosotros…
—¡Silencio! ¡Se siente ruido sobre la tilla!
—Sin duda, hay ruido; es el cocinero que parte un tronco, y el capitán que pide su gorro de noche.
La voz de Fid se vio sofocada por un grito terrible que salió del barco. Se hubiera dicho que era el rugido de un monstruo marino que había sacado de pronto la cabeza fuera del agua. El fino oído de nuestros aventureros comprobó rápidamente que de esa forma lo que hacían era llamar a la barca; sin tener tiempo de asegurarse de que se oía un ruido de remos a alguna distancia, Wilder se levantó y respondió.
—¿Quién diablos es? —gritó la misma voz—, no tenemos a nadie en la tripulación que hable de esa manera. ¿Por dónde está el que responde?
—Cerca de la serviola de babor, por aquí, a la sombra del barco.
—¿Y qué hacéis tan cerca de la proa del barco?
—Rompo el oleaje con mi popa —respondió Wilder después de un momento de indecisión.
—¿Quién es el loco que se arroja de tal forma hacia nosotros? —murmuró el que le preguntaba—. Dadme un trabuco, que voy a ver si le puedo dar la respuesta correspondiente a ese bribón.
—¡Alto! —dijo una voz tranquila, pero potente, que salía de la parte más alejada del barco—; está bien, dejadles aproximarse.
El hombre que estaba en la cubierta del barco les dijo que subieran a bordo, y la conversación cesó. Wilder entonces se dio cuenta que era a otra barca que estaba aún a cierta distancia, a la que habían llamado, y que se había precipitado al responder, pero viendo que era demasiado tarde para retirarse sin peligro, dijo a sus compañeros que era mejor obedecer.
—¡Corto las olas con la popa de mi barco! ¿No es la mejor respuesta que un hombre puede hacer cuando está apurado? —murmuró Fid hundiendo el remo en el agua—, y no es una cosa para escribir en el diario como algo extraordinario. Como sea, patrón Harry, si pretenden buscar pelea por ello, le aconsejo callarles, ya que podrá contar con fuertes compañeros.
Ninguna respuesta se dio a esta alentadora resolución, ya que la barquichuela estaba tan sólo a unos pies del barco. Wilder subió a él en medio de un profundo silencio que parecía tener algo de siniestro. La noche era oscura, aunque las estrellas emitían un resplandor suficiente para que la aguda vista de un marino pudiese distinguir los objetos. Cuando nuestro joven aventurero estuvo sobre el puente, echó una mirada rápida y escudriñadora a su alrededor, como si con esta primera ojeada pretendiera resolver las dudas que había tenido durante tanto tiempo.
Un ignorante de las cosas de marina se hubiera sorprendido por el orden y la simetría con que los mástiles se elevaban hacia el cielo, y los aparejos cruzaban y rodeaban en todos los sentidos sus trazos oscuros formando un laberinto que parecía inextricable; sin embargo este espectáculo no era nuevo para Wilder. Al igual que todos los marinos, no pudo impedir, es cierto, empezar por dirigir los ojos hacia lo alto; pero pronto los bajó para continuar un examen más importante para él en ese momento. Con excepción de un hombre que, aunque estaba envuelto en un gran abrigo, parecía ser un oficial, no se encontró en la tilla con ningún otro ser vivo. A cada lado había cañones sombríos y amenazadores, colocados en el imponente orden de la arquitectura naval; pero por ninguna parte se veían vestigios de esa multitud de marineros y soldados que están generalmente sobre los puentes de un barco armado, y que son necesarios para el manejo de los cañones. Quizás estuvieran en sus literas, como lo avanzado de la hora hacía presumible; pero sin embargo era costumbre dejar parte de la tripulación para hacer la guardia y vigilar por la seguridad del barco. Se encontraba así inopinadamente cara a cara con un solo individuo, cuando nuestro aventurero comenzó a sentir la singularidad de su posición y la necesidad de dar una explicación.
—¿Le sorprende, señor —dijo él—, que haya elegido una hora tan avanzada para hacer mi visita?
—Ciertamente le esperaba antes —fue la respuesta lacónica que le dio.
—¡Cómo!, ¿me esperaba?
—Sí, le esperaba; ¿no le vi, a usted y a sus dos compañeros que están en la barca, y nos conocimos a medio día, en los muelles del pueblo, en lo alto de la vieja torre? ¿Qué podía anunciar toda esa curiosidad, sino la intención de venir a bordo?
—Es raro, debo confesarlo —dijo Wilder, a pesar de su desconcierto—. ¡Así que conoce mis intenciones!
—Escuche, compañero, —interrumpió el otro riendo, pero muy bajo y sin miedo—, ya que por el traje y por sus costumbres creo no equivocarme si le tomo por un marino, ¿piensa que he olvidado los anteojos en el mobiliario de este barco, o imagina que no sabemos manejarlos?
—Debe tener razones poderosas para examinar con tanta atención lo que hacen unos extranjeros que están en tierra firme.
—¡Ejem! Quizás esperemos nuestra carga del interior; pero supongo que no ha venido hasta aquí en la oscuridad para ver nuestra carga. ¿Quiere ver al capitán?
—¿No es el que estoy viendo?
—¿Dónde? —preguntó el otro haciendo un movimiento involuntario como dando a entender el temor mezclado con el respeto que le inspiraba su superior.
—En su persona.
—¿En mi persona? No, no, aún no ocupo ese honorable cargo en el barco, aunque puede llegar mi hora uno de estos hermosos días. Dígame, compañero, ¿ha pasado bajo la popa de este barco, cuando venía hacia nosotros?
—Seguramente.
—Es un barco en buen estado, al menos así me lo parece, se lo aseguro. ¿Está dispuesto para zapar, por lo que he oído, no?
—Sí, las velas están preparadas, y flota como un barco que está cargado.
—¿Cargado de qué? —preguntó bruscamente el otro.
—De cosas mencionadas en su diario, sin duda; pero usted no parece haber hecho aún su carga. Si la tiene que coger en este puerto, pasarán algunos días antes de que pueda largar velas.
—¡Ejem! No creo que permanezcamos mucho tiempo en este puerto —respondió un poco secamente. Pero, como temía haber hablado demasiado, añadió rápidamente—: Nosotros, los negreros, no tenemos nada a bordo, a no ser grilletes y algunas barricas de arroz de reserva, y para completar el lastre llevamos cañones y balas para cargarlos.
—¿Es corriente que el armamento de los barcos dedicados a la trata de esclavos sea tan peculiar?
—Tal vez sí, tal vez no; hablando francamente; la ley no es muy respetada en la costa, y el brazo más fuerte es el que tiene generalmente la razón. Los armadores de este barco han creído necesario que no falten a bordo cañones ni municiones.
—Le habrán dado también gentes para manejarlos.
—La verdad es que no se ha pensado en ello.
Su voz se vio casi apagada por la que resonó desde la barquichuela de Wilder, y que se oyó de nuevo como si llamara a otra barca.
La respuesta fue rápida, corta, expresiva, pero dada en voz baja y con precaución. Esta interrupción repentina pareció embarazar al individuo con el que Wilder había tenido una equivocación tan disparatada, como la actitud que había de tomar en esta circunstancia. Había ya hecho un movimiento para llevar a su nuevo huésped al camarote del capitán, cuando el ruido de remos que cortaban el agua muy cerca del barco le indicó que era demasiado tarde. Hizo una señal a Wilder para que permaneciera donde estaba a fin de recibir a los que acababan de llegar.
Gracias a este abandono, Wilder quedó solo en posesión de la parte del barco donde se encontraba, lo que le permitió proseguir su examen y observar al mismo tiempo a los recién llegados.
Cinco o seis marineros muy fuertes salieron de la barca y subieron a bordo en profundo silencio. Una pequeña conversación en voz baja tuvo lugar entre ellos y su oficial, que parecía recibir una información y transmitir una orden. Cuando estos preliminares terminaron, bajaron una cuerda de un aparejo de la verga del palo mayor, y el cabo fue a caer a la barca llegada últimamente. A continuación la carga que había venido en ella se vio en el aire, poco más o menos a la misma distancia del agua que del mástil; bajó entonces con lentitud inclinada hacia dentro, hasta que fue colocada con seguridad en la cubierta del barco.
En el tiempo que duró esta operación, que no tenía nada de extraordinaria en sí misma, y que no era más que lo que se veía a diario en los grandes barcos en el puerto, Wilder había abierto tanto los ojos que parecía que se le iban a salir de sus órbitas. El bulto negro que había sido subido desde la barca parecía, cuando se diseñaba en el cielo, tener las formas de un cuerpo humano. Los marineros se agruparon alrededor después de pasar mucho miedo y de mantener largas conversaciones en voz baja; el cuerpo, o bulto, lo que fuera, fue transportado por los marineros, que desaparecieron tras los mástiles, chalupas y cañones que cubrían la proa.
Este incidente era de tal naturaleza que excitaba la atención de Wilder; sin embargo sus miradas no estaban tan absorbidas por lo que ocurría, como para que no pudiera darse cuenta de una docena de objetos negros que parecían surgir de pronto detrás de las palanquetas. Podían ser bultos inertes que se balanceaban en el aire, pero tenían también un sorprendente parecido con cabezas humanas. La forma simultánea en que aparecían y desaparecían sirvió para confirmar sus sospechas; y a decir verdad, nuestro aventurero no dudó ni un instante que la curiosidad hubiera hecho salir a todas estas cabezas de sus escondrijos respectivos. Sin embargo no había tenido apenas tiempo para reflexionar acerca de todas estas circunstancias, cuando vino su primer compañero, que parecía estar nuevamente solo con él en cubierta.
—Ya sabe lo que supone sacar a los marineros de tierra cuando un barco está a punto de largar velas —dijo el oficial.
—Parece que tiene usted un método muy original para subirlos a bordo.
—¡Ah!, habla del bribón que está en la verga del palo mayor. Tiene usted buena vista, compañero, para distinguir las cosas a esa distancia; pero el bribón se había amotinado.
Después, como estaba contento por la explicación que acababa de dar, se puso a reír con aire de satisfacción como para felicitarse.
—Pero —añadió a continuación— lleva usted mucho tiempo a bordo, y el capitán le espera en su camarote. Sígame, seré su guía.
—Espere —dijo Wilder—; ¿no sería conveniente anunciar mi visita?
—Está ya informado. No sucede nada a bordo que no llegue a sus oídos antes de ser puesto en el diario.
Wilder no hizo ninguna objeción más, y se mostró presto a seguir a su guía. Este le condujo hasta el lugar que separaba el camarote principal del resto del barco, y señalándole con el dedo una puerta, le dijo en voz baja:
—Golpee dos veces; si le responde, pase.
Wilder siguió sus instrucciones. Golpeó una primera vez; sin embargo, o no le oyó, o no le quiso responder. Lo hizo de nuevo y le dijo que pasara. El joven marino abrió la puerta, preso de una multitud de sensaciones que encontrarán su explicación en la continuación de nuestra historia, y a la luz de una lámpara reconoció al extranjero de levita verde.