Las personas que se encontraban abajo eran cuatro, cuatro mujeres: una era una dama ya en el declinar de la vida, otra de edad ya madura, la tercera entraba en la edad en que puede ser presentada al mundo, en el sentido que se da a estas palabras en sociedad; la cuarta era una negra que podía haber visto veinticinco primaveras. Esta, en esta época y en este país, no podía pertenecer a otra posición que la de una humilde criada, aunque tal vez privilegiada.
—Y ahora, hija mía, que te he dado todas las recomendaciones que exigían las circunstancias y tu excelente corazón —decía la dama de más edad (éstas fueron las primeras palabras que percibieron con claridad los dos auditores)—, voy a pasar de este enojoso deber a otro más agradable. Harás ver a tu padre la amistad que siempre le he ofrecido y le recordarás que siguiendo su promesa deberá volver otra vez antes de que nos separemos para siempre.
Estas palabras fueron dirigidas, en el tono más afectuoso posible, a la más joven de las mujeres que parecía escucharlas con gran atención. Cuando la que hablaba calló, la joven levantó sus ojos llenos de lágrimas esforzándose porque éstas no salieran, y respondió con una voz que sonó en los oídos de los dos jóvenes auditores como los cantos de una sirena, tan dulce y armoniosa era su voz.
—Es inútil, querida tía, que me recuerdes una promesa de la que es imposible que yo me olvide. Si mi padre no vuelve conmigo en primavera no será por falta de solicitudes por mi parte.
—Nuestra criada Wyllys nos ayudará —respondió la tía sonriendo y mirando a la tercera mujer con una mezcla de dulzura y gravedad que caracterizaba el comportamiento ceremonioso que casi siempre se usa cuando un superior se dirige a un inferior—. Ella tiene derecho a tener algún poder sobre el general Grayson por su fidelidad y servicios.
—Tiene derecho a todo lo que al amor y al corazón pueda afectar —gritó la sobrina con un entusiasmo y una vivacidad que demostraba cuánto había querido aducir las formas de cortesía de su tía por el calor de sus ademanes afectuosos—. No será a ella a quien mi padre le niegue algo.
—¿Y tú estás segura de que mistress Wyllys estará de acuerdo con nosotras? —preguntó la tía, sin que las demostraciones tan expresivas de su sobrina le hicieran olvidar la idea que tenía acerca de lo más conveniente—. Con tan poderosa aliada nuestra liga será invencible.
—Estoy tan convencida, señora, de que la agradable temperatura de esta isla será beneficiosa a mi joven alumna, que prescindiendo de cualquier otra consideración, personalmente estoy dispuesta a hacer cuanto esté en mi mano para satisfacer sus mejores deseos.
Mistress Wyllys hablaba con dignidad, y quizás un poco con la reserva que reina necesariamente entre la rica y noble tía y el aya dependiente y asalariada de la heredera de su hermano; sus ademanes estaban llenos de gracia, y su voz, como la de su pupila, dulce y muy femenina.
—Podemos, pues, considerar la victoria un hecho, como decía mi marido el contraalmirante. El almirante De Lacey, mi querida mistress Wyllys, adoptó oportunamente una máxima que dirigió siempre su conducta, y fue lo que le hizo conseguir la fama de que gozaba en la marina; esa máxima dice que «para triunfar hace falta desearlo».
Mistress Wyllys se volvió hacia su alumna en un tono que no tenía nada de violencia:
—Gertrudis, querida amiga, tú quisieras volver a esta isla encantadora, cerca de estas deliciosas brisas…
—Y sobre todo cerca de mi tía —exclamó Gertrudis—. Yo quisiera poder persuadir a mi padre para dejar sus posesiones de Carolina, y venir al norte para residir en él todo el año.
—No es tan fácil convencer a un rico propietario de que debe cambiar de residencia como imaginas, hija mía —respondió mistress De Lacey—. Cualquier deseo que tenga, ya sea para lo que sea, puedo llevarlo a cabo, pero nunca hablaría a mi hermano sobre eso. Además, creo que, si se hace un nuevo desplazamiento en nuestra familia, éste será para volver a nuestra casa. Hace más eje un siglo, mistress Wyllys, que los Grayson se establecieron en las colonias. Mi bisabuelo, sir Everard, estaba disgustado con su segundo hijo, y este enfado hizo que mi abuelo se viniera a vivir a Carolina; pero como el asunto hace mucho tiempo que se ha calmado, pienso a menudo que mi hermano y yo podríamos volver al hogar de nuestros antepasados; lo que dependerá mucho del modo en que dispongamos de nuestro tesoro a este lado del Atlántico.
Acabadas estas observaciones, mistress De Lacey, que tenía un buen corazón, aunque quizá tuviera demasiado amor propio, echó una mirada a aquella que era el tesoro al cual acababa de hacer alusión. Gertrudis se había alejado, como solía hacer siempre que su tía contaba al aya algún recuerdo de familia, y notaba en la dulce influencia de la brisa del atardecer su rostro animado por colores que revelaban aún en aquel momento un poco de confusión. Cuando mistress De Lacey acabó de hablar, su sobrina se volvió rápidamente hacia sus compañeras, y señalando con el dedo un barco de hermosa apariencia que estaba anclado en el puerto, y cuyos mástiles se elevaban por encima de las casas del pueblo, habló dispuesta a cambiar de una u otra forma el tema de conversación:
—¡Ahí está la sombría prisión que va a ser nuestra residencia durante todo el mes próximo, querida mistress Wyllys!
—Espero que sea tu aversión por el mar la que te haga exagerar la dureza del trayecto —respondió dulcemente el aya—. El viaje de aquí a Carolina se hace normalmente en menos tiempo.
—Este terrible Puerto del Infierno, con sus bancos de arena y sus escollos por una parte y por otra la corriente llamada Del Remolino —dijo Gertrudis, llevada de ese terror tan propio de las mujeres, que produce a veces una ingenuidad atrayente cuando aparece acompañada de juventud y belleza—. Sin este Puerto del Infierno, estas tempestades, estos escollos y estos remolinos de agua, yo no pensaría en otra cosa sino en el placer de volver a ver a mi padre.
—Si existieran realmente tantos peligros como te imaginas, el viaje no se haría todos los días, y más aún a cada hora, sin el menor accidente. ¿Usted, señora, habrá venido, sin duda, más de una vez por mar desde Carolina con el almirante De Lacey, verdad?
—Nunca —respondió la viuda con prontitud e incluso en un tono más bien seco—. El mar perjudicaba mi salud y siempre he viajado por tierra. ¡Pero nosotras, mujeres de marinos, somos las únicas de nuestro sexo que podemos vanagloriarnos de conocer verdaderamente tan noble profesión! ¿Qué hay o qué puede haber más hermoso —dijo la viuda con un gesto de entusiasmo naval—, que un soberbio barco rompiendo una ola furiosa, como le he oído decir mil veces al almirante, su espolón dividiendo el oleaje y su tajanar deslizándose a continuación como una sinuosa serpiente que se alarga sobre sus propios pliegues? Yo no sé, mi querida Wyllys, si me explico bien; pero para mí, que todos estos efectos me son tan familiares, esta encantadora descripción evoca todo lo más bello y sublime que pueda existir.
La ligera sonrisa que arrugó la frente del aya, habría podido reflejar la secreta meditación que se hacía: el difunto almirante debió tener un espíritu pícaro y bromista. En este instante un ligero ruido parecido al murmullo del viento, pero que en realidad no era otro que unas carcajadas reprimidas, salió de la parte superior de la torre. Las palabras «es encantador» iban a salir de los labios de la joven Gertrudis que sabía captar la belleza de los pequeños detalles; pero de pronto le faltó la voz y su actitud anunciaba una atención profundamente excitada.
—¿No habéis oído nada? —preguntó.
—Las ratas no han abandonado aún este viejo molino —respondió fríamente el aya.
—¡El molino!, querida mistress Wyllys; ¿persiste usted en considerar a estas pintorescas ruinas un molino?
—Sé lo poco de acuerdo que está este nombre con los encantos que encierra, sobre todo para ojos de dieciocho años, pero en conciencia, no puedo darle otro nombre.
—Las ruinas no son muy abundantes en este país, querida aya —respondió Gertrudis riendo—, y merecen nuestra veneración.
—Sean lo que tú quieras, hace mucho tiempo que están en este lugar y por lo que parece aún les queda para largo de estar aquí, lo que es mucho más de cuanto podemos decir acerca de nuestra prisión, como llamas a ese hermoso barco a bordo del cual hemos de embarcar… Pero, señora, si mis ojos no me mienten, veo que los mástiles se mueven lentamente y dejan atrás las chimeneas del pueblo.
—Tienes razón, Wyllys; los marineros dan la vuelta al barco para poder navegar, levarán las anclas cuando todo esté preparado para plegar las velas, a fin de partir mar adentro por la mañana. Es una maniobra que se hace frecuentemente y que el almirante me ha explicado tan claramente que me sería muy fácil dirigirla si ello correspondiera a mi sexo y posición.
—Esto debe recordarnos que nuestros equipajes no están aún terminados. Por mucho encanto que tenga este lugar, Gertrudis, hay que dejarlo, al menos por unos meses.
Los dos que estaban en la torre quedaron a la escucha tanto rato que podían oír hasta el más ligero roce de sus ropas, y entonces se pusieron uno frente a otro y se miraron en silencio, esforzándose cada uno por leer en los ojos del otro.
—¡Yo estoy dispuesto a defender ante el canciller! —dijo de pronto el abogado—, ¡que estas ruinas nunca han sido un molino!
—¡Ha cambiado pronto de opinión!
—La cuestión ha sido tratada por un poderoso abogado y he acabado reconociendo mi error.
—Y, sin embargo, hay ratas en la torre.
—¿Ratas de tierra o de agua? —preguntó el extranjero notando una mirada muy suspicaz en su compañero.
—De una y otra clase, me parece —respondió Wilder con tono seco—, al menos de las primeras.
El abogado sonrió, y no pareció ofenderse en absoluto por una alusión tan directa a su docta y honorable profesión.
—Vosotros, gentes de mar —dijo—, tenéis en los modales una franqueza tan leal y simpática, que no hay modo de enfadarse. Soy un entusiasta de vuestra noble profesión, aunque sólo conozco de ella los términos. ¡Qué hermoso espectáculo es, en efecto, el de un espléndido barco partiendo las olas con su popa, y arrojándose sobre su surco como un rápido corcel!
—O como una serpiente sinuosa que se alarga sobre sus propios pliegues.
Entonces, como si gozaran de un singular placer en evocar estas imágenes poéticas trazadas por la digna viuda del valiente almirante, empezaron a reír al mismo tiempo de una forma tan escandalosa que la vieja torre parecía moverse. El abogado fue el primero en recobrar la seriedad, pues el joven marinero se abandonaba sin reserva a su alegría.
—Pero éste es un terreno peligroso para otros aunque no para la viuda de un marino —dijo con tono serio en un momento en que se habían moderado sus risas—. La jovencita, que tiene tanta aversión a los molinos, ¡es una hermosa criatura! Parecía ser sobrina de la pretenciosa viuda.
El joven dejó de reír, como si de pronto sintiese la molestia de poner en ridículo a una pariente tan próxima de la bella visión que acababa de aparecer ante sus ojos. Cualquiera que fuesen sus pensamientos, se contentó con responder:
—Lo ha dicho ella misma.
—Y, dígame —replicó el abogado, acercándose a su compañero como si tuviera que revelarle algún secreto importante—, ¿no nota algo extraordinario, algo que había en el corazón, en la voz de la dama que llamaban Wyllys?
—¿Lo ha notado usted?
—Me parece oír las palabras de un oráculo, las voces puras de la verdad. ¡Qué voz tan dulce y persuasiva!
—Confieso que ha ejercido sobre mí cierta influencia, y hay algo que no sé explicar.
—¡Esto tiene encanto! —replicó el abogado paseándose a grandes pasos por la torre, y el más leve atisbo de ironía había desaparecido de su rostro, tomando un aspecto pensativo y soñador. Su compañero parecía poco dispuesto a interrumpir sus meditaciones; también él estaba entregado a tristes y ensoñadores pensamientos. Por fin el primero, salió de su actitud en el modo brusco que le era habitual. Se acercó a una ventana y llamando la atención de Wilder hacia el barco que estaba en la bahía, le preguntó sin más preámbulos—: ¿Tiene ese barco algún interés especial para usted?
—¿Valor especial?, es el barco que todo ojo de marino desea contemplar.
—¿Quiere probar ir a bordo?
—¿A estas horas? ¿Solo? No conozco al capitán ni a nadie de la tripulación.
—Tendrá tiempo, y además, un marino siempre está seguro de ser recibido con los brazos abiertos por sus hermanos.
—Estos negreros no quieren que se les moleste. Están armados y saben mantener a los extranjeros a respetable distancia.
—¿No hay en la francmasonería naval palabras claves por las que un hermano se da a conocer, palabras como «el espolón rompiendo la ola», o cualquiera otra de esas frases técnicas que acabamos de oír?
Wilder miró fijamente al que de tal modo le preguntaba y pareció reflexionar un buen rato antes de lograr una respuesta.
—¿Por qué todas estas preguntas? —preguntó al fin con rudeza.
—Porque me parece que si nunca un corazón pusilánime ha vencido a una mujer, tampoco la indecisión vencerá a la fortuna. Usted quiere un empleo, según me ha dicho, y si yo fuera almirante le nombraría mi primer capitán. En nuestros tribunales, cuando tenemos necesidad de un título, tenemos nuestro modo de conseguirlo. Pero quizás hablo demasiado libremente a una persona que me es desconocida. Recordará al menos que aunque se trate de la opinión de un abogado, se la doy gratuita.
—¿Y merece más confianza por esta generosidad extraordinaria?
—Júzguelo usted —dijo el abogado poniendo un pie en la escalera y empezando a bajar—. Estoy, literalmente, rompiendo las olas con mi popa —afirmó, descendiendo con cuidado, cuando no se veía más que su cabeza y parecía sentir un gran placer al pronunciar estas palabras con un énfasis particular—. Adiós, amigo mío; si no nos volvemos a ver, le recomiendo que no olvide nunca las ratas de la torre de Newport.
Diciendo estas palabras desapareció, y poco después estaba en tierra. Volviéndose luego con una serenidad imperturbable, golpeó con el pie la escalera, la derribó y quitó de esta forma el único medio de descender. Miró entonces a Wilder, que no podía adivinar su intención, le saludó familiarmente con la mano, le volvió a decir adiós y se alejó con paso rápido.
«¡Qué comportamiento más extraño!», se dijo Wilder, que se encontraba así prisionero en la torre. Tras asegurarse de que no podría saltar sin peligro de romperse una pierna, corrió a la ventana para reprochar a su compañero su perfidia, o mejor, para asegurarse si realmente le abandonaba de esa manera. El abogado ya no podía oír su voz, estaba muy lejos, y antes de que Wilder tuviera tiempo de decidir qué iba a hacer, él ya había atravesado los suburbios del pueblo y había desaparecido por detrás de las casas.
Durante todo este tiempo ocupado por los acontecimientos que hemos contado, Fid y el negro habían seguido haciendo honores a su saco de provisiones junto al seto donde los habíamos dejado. A medida que el apetito del primero se calmaba, su gusto por la didáctica le parecía mayor, y en el momento en que Wilder se encontraba abandonado en la torre, él estaba muy ocupado en dar al negro una conferencia sobre algo muy delicado: el modo de comportarse en sociedad.
—Mira, Guinea —dijo terminando—, para manejar bien una tripulación, hay que prepararlo todo y largarse en seguida a toda vela, como Nightingale, que es mejor estar en la taberna que en una borrasca; tú no tenías que haberte venido precisamente cuando podías apoyar mi argumento ante todos los que estaban en la taberna, pero no, me abandonaste, y ahora, ¿quién va a ser el cocinero que mate el puerco del vecino?, ¿y quién…?
—¡Señor! ¡Señor Fid! —gritó el negro—, ¡ser el amo Harry, con la cabeza sacada por la escotilla, allí, abajo en el faro; él gritar como si tener una bocina!
—Sí, sí, ¡habría que verle dirigir una maniobra! Tiene una voz que retumba como un cuerno, cuando tiene ganas de hacerse oír. Pero ¿por qué diablos pondrá en marcha las baterías de esa vieja torre desmantelada?
Como Dick y el negro se habían dirigido hacia la torre con toda la rapidez posible al oír a Wilder, no le habían escuchado. Aquél, con tono seco y enérgico de oficial de marina que está dando órdenes, les dijo que colocaran la escalera. Cuando se vio en libertad, preguntó en tono bastante expresivo si habían visto en qué dirección se había ido el extranjero de la levita verde.
—¿Quieres decir el individuo con botas, que, sin que nadie lo llamase, quería entrar en la conversación, allí abajo en el muelle, al otro lado de esa casa, en línea recta de la chimenea nordeste con el palo de mesana del barco que está en la bahía?
—Exactamente.
—Tomó viento oblicuo hasta doblar este hórreo, y luego viró de bordo y se puso a singlar hacia el sudeste, deteniéndose en alta mar, y, atando las bonetas, pues iba excesivamente encorvado.
—Seguidme —exclamó Wilder, lanzándose en la dirección indicada, sin detenerse más tiempo a escuchar las explicaciones técnicas del marinero.
Pero sus esfuerzos fueron vanos. Estuvieron_buscando hasta el atardecer; preguntando a cuantos se encontraban si habían visto al extranjero de la levita verde. Algunos le habían visto, e incluso se habían fijado en su peculiar indumentaria y en su mirada severa y escudriñadora; pero su rastro había desaparecido del pueblo de un modo tan extraño, tan misterioso, como había entrado.