Apenas el extranjero hubo abandonado al crédulo sastre, su rostro perdió la expresión fingida para tomar otra más tranquila y natural. A pesar de todo parecía que la reflexión no era para él ni una costumbre ni un placer, pues golpeando varias veces con el bastón en su bota, entró en la calle principal del pueblo con paso ligero y aire distraído. No obstante su aparente distracción no dejaba pasar a casi nadie sin haberle echado una mirada aunque fuese rápida, y, dado el empeño que ponía en examinarlo todo, era evidente que su espíritu no estaba menos activo que su cuerpo. Un extranjero en esta situación, llevando en su persona tantas pruebas de que venía de hacer un largo viaje, no cesó de atraer la atención de los previsores posaderos, de los que hemos tenido ocasión de hablar en nuestro primer capítulo. Sordo a las reiteradas cortesías de los que estaban más cerca, se dirigió, con singular extrañeza, a aquél en cuya casa se daban cita todos los ociosos del puerto.
Entrando en la sala de espera de este cabaret, pues así se le llamaba, aunque posiblemente en la madre patria sus pretensiones se verían limitadas al humilde nombre de taberna, encontró la habitación hospitalaria provista de los utensilios de costumbre. La llegada de un huésped que por su aspecto y su indumentaria parecía muy superior a los que habitualmente frecuentaban la casa causó una ligera inquietud; pero esta alteración cesó cuando el extranjero se sentó y dijo al posadero lo que quería. Él, atendiéndole, creyó que debía excusarse tanto por las cosas que había en la sala de espera, como por la manera en que un individuo situado al extremo de la larga y estrecha sala no sólo acaparaba la conversación sino que incluso parecía obligar a todos los que le rodeaban a escuchar sus relatos sobre alguna historia sorprendente.
—Es el contramaestre del negrero que está en la bahía exterior, señor —dijo el digno alumno de Baco—, un hombre que ha pasado en el agua más de un día, y que ha visto cosas maravillosas, las suficientes para escribir un libro. Se le llama el viejo Boree, aunque su nombre legítimo es Jack Nightingale.
Una talla que excedía bastante de los seis pies, unos enormes bigotes cubrían casi por completo la mitad de su sombrío rostro, una cicatriz, huella indeleble de una profunda herida que había amenazado la división de éste en varias partes; los miembros eran proporcionados; pareciendo todo más raro aún por el traje del marino; una larga cadena de plata y un pequeño silbato del mismo metal servían para presentar al individuo en cuestión de forma muy especial. Sin parecer hacer el menor caso a la entrada de un hombre tan fuerte sobre el tipo de auditores ordinarios, aquel hijo del océano continuó su relato en estos términos y con una voz que parecía haberle sido concedida por la naturaleza como para contrastar con su armonioso nombre, e incluso sus acentos tenían tanta relación con los bramidos sordos de un toro que era necesario que el oído estuviese acostumbrado para comprender una jerga tan extraña.
—Y bien —dijo extendiendo su fuerte brazo y con el puño cerrado, el pulgar elevado solamente lo suficiente para indicar la brújula—, la costa de Guinea podía estar aquí, y el viento venía de ese lado, soplando a rachas. ¿Sabe usted lo que quiero decir?
Esta brusca pregunta iba dirigida al embobado aldeano que el lector ya conoce, y que, llevando bajo el brazo el arreglo que le acababa de entregar el sastre, se puso en camino para ir a escuchar la historia del contramaestre, y aprenderse las historias con las que pensaba obsequiar a sus amigos en el pueblo. Una risa general se extendió por la sala a costa del honrado Pardon. Nightingale echó una mirada significativa a uno o dos de sus íntimos, y aprovechando la ocasión para refrescarse con un poco de ron y agua, continuó:
—Así pues, la tierra estaba aquí, y como decía antes, el viento venía de allí, del sudeste, y quizá del sur-sudeste, soplaba como si estuviera furioso, y agitaba las velas contra las cuerdas y las palanquetas, al igual que si la tela no costara más que el Dios os bendiga de un rico. No me gustaba el cariz del tiempo, en vista de que era demasiado inestable como para hacer tranquilamente la guardia. Me dirigí, pues, hacia popa para dar mi opinión por si se me hacía el honor de quererla conocer. No llevaba allí mucho tiempo cuando todo pasó tal como yo lo había previsto. «Señor Nightingale», dijo el capitán, —pues el capitán es un hombre que tiene la costumbre de no olvidar jamás el trato social cuando está en el puente o cuando habla a alguno de la tripulación—; «Señor Nightingale», dijo, «¿qué piensa usted de ese guiñapo de nubes, allí abajo al nordeste?», dijo. «A fe mía, capitán», dije yo resueltamente, «mi opinión es plegar los tres masteleros y cargar las velas. No debemos apresurarnos ya que Guinea estará mañana en el mismo sitio en que hoy está. Hay que evitar que el buque ande dando vueltas en medio de estas borrascas, tenemos la gran vela…»
—Debería haberla plegado igualmente —gritó una voz por detrás, cuyo sonido era también perentorio, aunque un poco menos grave, que la del elocuente contramaestre.
—¿Quién es el ignorante que ha dicho eso? —preguntó furioso Nightingale como si toda su bilis se hubiera puesto en movimiento por una interrupción atrevida e inesperada.
—Un hombre que ha atravesado África desde Bon hasta el cabo de Buena Esperanza más de una vez —respondió Dick Fid caminando en dirección a su furioso adversario, y empleando sus anchos hombros para abrirse paso, a pesar de su pequeña talla, a través de la gente que rodeaba al contramaestre—. Sí, camarada, y un hombre ignorante o no, que no aconsejaría a su capitán que se guardase de arriar tantas velas en el barco cuando parecía que el viento iba a soplar de popa.
Oyendo exponer en un tono tan decidido una opinión que todos los que estaban presentes encontraban muy audaz, se extendió por la sala un murmullo general. Furioso por las muestras no equívocas del favor popular, Nightingale no se quedó corto, y su réplica no fue de las más suaves. Entonces aquello resultó un concierto ruidoso y unánime en el cual las voces chillonas y agudas de los asistentes representaban el alto, mientras que los dos oponentes, poniéndose a la cabeza de las aserciones con desaires e injurias, parecían ejecutar la parte correspondiente al bajo.
Durante aquel tiempo fue imposible discernir dónde estaba la discusión, tan grande era la confusión de lenguas; y algunos síntomas incluso parecían anunciar que Fid y el contramaestre estaban bastante dispuestos a llegar a una forma más eficaz de despachar el altercado. Fid se colocó frente a su gigantesco adversario y se preparó el que nunca había cedido. Gestos enérgicos se sucedían era la fuerza de cuatro brazos de atletas, anudados como garrote de roble, en los cuales, músculos y venas sobresalían de tal manera que amenazaban aniquilar a todo el que intentara resistírseles. Pero a medida que los murmullos generales se iban calmando, las voces de los dos cabecillas comenzaron a oírse; y como si no desearan otra cosa uno y otro que confiar el sentido de su defensa al vigor de sus pulmones, fueron abandonando gradualmente su actitud hostil, y empezaron a dar muestras de elocuencia.
—Es usted un marino famoso, compañero —dijo Nightingale volviendo a ocupar su sitio—, y si de palabras dependieran los hechos, no cabe la menor duda de que usted haría hablar a un barco. Pero yo, que he visto flotas compuestas de barcos de dos y tres puentes, y esto en todas las naciones, cubrirse tan tranquilas como gaviotas, con los masteleros cargados, sé, creo, cómo hay que ingeniárselas en semejante caso.
—Y yo digo que se debe hacer uso de las velas traseras —replicó Dick—. Emplee las velas de ésta y, si ese es su gusto, puede que no le resulte mal; pero nunca un buen marino recibiría un viento de tanta fuerza entre el palo mayor y los obenques delanteros, si esperara buen resultado de su proceder; pero las palabras son como el rayo, que hace mucho ruido en lo alto sin descender por la palanqueta, al menos por lo que yo he visto; así pues, tomemos por juez a alguien que haya estado en el mar y que conozca la maniobra.
—Si el más anciano almirante de la flota de Su Majestad estuviera aquí, no tardaría en decir quién tiene razón. Escuchad, cama-radas: si hay entre vosotros alguno que haya recibido una buena instrucción acerca del mar, que hable, a fin de que la verdad en este incidente no permanezca oculta.
—¡Pardiez!, aquí está ese hombre —gritó Fid y, extendiendo el brazo, cogió a Escipión por el cuello, y sin ceremonias le llevó en medio del círculo que se había formado alrededor de los dos antagonistas—. Es éste un hombre que ha hecho un viaje de más de un mes desde aquí hasta África; él nació allí. Veamos, negrito, ¿bajo qué velas te cubrirías en las costas de tu país natal, si temieras que se produjese un aguacero?
—Yo no cubrir en absoluto —dijo el negro—; hacer huir barco muy, muy velozmente, ante el viento.
—Sin duda; pero para estar preparado en caso de borrasca, ¿pondrías la gran vela, o la dejarías un poco fuera de la línea del viento bajo una vela de delante?
—Hasta grumete más pequeño saberlo —respondió Escipión refunfuñando, pues este interrogatorio empezaba a molestarle—. ¿Si tú querer ir a la deriva, cómo poder bajo la gran vela? Responder a esto, señor Dick.
—Señores —dijo Nightingale mirando a su alrededor con mucha gravedad—, yo os pregunto, caballeros, ¿hemos de permitir que venga este negro a exponer su opinión ante las mismas barbas de un blanco?
Esta llamada a la ofendida dignidad de la asamblea causó efecto, y se levantó un murmullo general. Escipión, que en nada cambió de opinión y que la había defendido a su manera contra todo el que intentó combatírselo, no tuvo valor para resistir tan evidentes demostraciones como se le hacían de que estaba de más en la sala. Sin decir una sola palabra en su propia defensa, cruzó los brazos y salió de la taberna con la sumisión y suavidad de un ser que ha pasado mucho tiempo sumido en la humildad para poder ofrecer resistencia. Fid, que se encontraba ahora, inesperadamente, privado de su defensor, dio grandes voces para llamarle, y procuró hacerle volver; pero viendo que no lo conseguiría, llenó su boca de tabaco de mascar y siguió maldiciendo contra el africano.
El triunfo del contramaestre fue entonces completo, y no se escatimaron en nada las felicitaciones.
—Señores —dijo con más aire de importancia que antes, dirigiéndose a tan singular auditorio que le rodeaba—, ustedes ven que la razón es como un barco que rompiendo el agua directamente con la boneta por ambos lados no se preocupa de más. Yo detesto, oídme bien, detesto hacerme valer, y no sé quién es ese camarada; pero lo que sí sé es que no encontrará entre Boston y las Indias occidentales un hombre que sepa mejor que yo cómo hacer navegar a un barco o cómo se ha de cubrir, siempre que yo…
Nightingale se quedó cortado como si de pronto hubiera perdido la palabra, y sus ojos se vieron atacados por una especie de encantamiento producido por la persistente mirada del extranjero, que entonces se había unido a la gente que le rodeaban.
—Quizá —dijo al fin el contramaestre, olvidando la frase que había comenzado ante la visión inesperada de un hombre cuya mirada, fija sobre él, era tan imponente—, quizás este señor tenga algún conocimiento sobre el mar y podría decidir el punto en cuestión.
—Nosotros no estudiamos la táctica naval en las universidades —dijo el extranjero con tono desenvuelto—, pero diré que por lo poco que he oído, yo sería de la opinión de huir muy, muy velozmente, ante el viento.
Pronunció estas palabras con un énfasis que podía hacer dudar si lo que pretendía no era jugar con las palabras; tanto más cuanto que puso sobre la mesa lo que debía, y dejó también el campo libre a Nightingale. Este, después de una breve pausa, volvió a su relato; pero, por cansancio o bien por otra causa cualquiera, era fácil notar que su tono no era tan perentorio como antes, y que el narrador abreviaba. Cuando acabó, más o menos bien, su historia y su ponche, se dirigió a la playa, donde una barca le recogió para llevarle a bordo del barco, que durante todo este tiempo no había dejado de ser objeto de atención tan particular del honrado Homespun.
Entretanto el extranjero había proseguido su camino por la calle principal del pueblo. Fid había logrado alcanzar al desconcertado negro y refunfuñando mientras caminaba, permitiéndose más de una observación poco cortés sobre los conocimientos y pretensiones del contramaestre. Le alcanzó y pagó entonces su malhumor con el pobre Escipión, a quien dirigió las más grandes injurias por haberle abandonado en el momento en que estaban a punto de hacer fracasar a su adversario.
Divertido sin duda por las rarezas de estos dos seres tan singulares, o tal vez dejándose llevar de su humor caprichoso, el extranjero siguió sus pasos. Una vez alejados de la playa subieron una colina; y en este momento el abogado, por conservar el nombre que él mismo se había dado, estuvo a punto de perderlos de vista, y más porque en aquel lugar, la calle, o mejor dicho, la carretera, torcía, y ellos habían pasado incluso los suburbios del pueblo. Aceleró el paso y tuvo la satisfacción de ver a los dos amigos sentados junto a un seto unos minutos después de que creyera haberles perdido de vista. Estaban haciendo una ligera comida con las provisiones que tenían en un pequeño saco que el blanco había llevado bajo el brazo. El abogado se aproximó a ellos.
—Si ustedes sacan tanto, y con tanta facilidad, del saco, amigos míos, vuestro tercer compañero podría acostarse en ayunas.
—¿A usted quién le ha llamado? —gritó Dick, apartando la cabeza de su hueso con una expresión muy semejante a la de un gran dogo cuando se le molesta en un momento tan importante.
—Yo quisiera simplemente deciros que tenéis otro comensal —repuso cortésmente el extranjero.
—¿Quieres un trozo, compañero? —dijo Fid presentándole el saco con la generosidad de un marino, cuando pensó que era una forma indirecta de reclamar una parte del festín.
—Usted no me ha comprendido aún. En el muelle tienen a otro compañero.
—Sí, sí, él está allí lejos, observando ese pequeño faro, que está bastante mal situado, a menos que quiera mostrar la ruta a los atalayes de bueyes y a los mercaderes del interior; allí abajo, señor, donde usted ve ese montón de piedras que casi parecen zozobrar.
El extranjero miró en la dirección que le indicaban y vio al joven marino, al que había querido hablar, al pie de una vieja torre algo consumida por el tiempo, y que estaba a poca distancia del lugar en que él se encontraba. Entregando un puñado de calderilla a los dos marinos, les deseó un buen almuerzo y pasó al otro lado del seto, con la aparente intención de observar las ruinas.
Era una torre pequeña, circular, que se elevaba sobre gruesos pilares unidos por arcos, y había podido ser construida en principio para servir de plaza fuerte, aunque es mucho más probable que se tratara de un edificio de naturaleza más pacífica.
Acercándose, el extranjero de levita verde dio un ligero golpe con el bastón en su bota, para atraer la atención del joven marino que parecía sumido en profundas meditaciones, y le abordó de la siguiente forma:
—Esta ruina no estaría mal —dijo con tono resuelto—, si estuviera cubierta de hiedra, y si estuviese situada junto a un bosque desde donde se la pudiera contemplar por una abertura hecha con ese fin; pero, perdóneme, a los hombres de su profesión les inquieta poco todo esto. ¿Qué les importan los bosques y tan augustas ruinas? ¡He ahí la torre! —mostrando los grandes mástiles del barco que estaba en la bahía exterior—, ¡ésa es la torre que usted debe contemplar, y las únicas ruinas que existen para usted, esto es un naufragio!
—Parece usted muy al corriente de nuestros gustos, señor —respondió fríamente el joven.
—Es puro instinto, pues ciertamente he tenido muy pocas ocasiones de instruirme con relaciones directas de algún miembro de ese cuerpo, y no me parece que deba ser mucho más afortunado en este momento. Seamos francos, amigo mío, y hablemos sin enfadarnos: ¿qué ve en este montón de piedras que pueda atraer durante tanto tiempo su atención en torno al noble y hermoso barco que considera tan atractivo?
—¿Es sorprendente que un marinero que no tiene empleo contemple un barco que encuentra de su gusto, quizá con la intención de pedir en él trabajo?
—Su comandante habría perdido la cabeza si rechazara tan fabulosa oferta; pero parece usted demasiado instruido para ocupar un berth secundario.
—¡Berth! —repitió el muchacho fijando de nuevo sus ojos con singular expresión en el extranjero.
—Sí, berth. ¿No es éste el término marinero para su puesto o clase? Nosotros, los abogados, no conocemos mucho vuestro vocabulario; pero con respecto a esta palabra no creo correr el riesgo de equivocarme. ¿Tendré el placer de recibir su asentimiento?
El muchacho se sonrió; y como si esta ocurrencia hubiese roto el hielo, sus modales perdieron mucho de la sequedad anterior durante el resto de la conversación.
—Es tan evidente —respondió—, que usted ha estado en el mar, como lo es que yo he estado en la escuela. Puesto que uno y otro hemos tenido esa dicha, seamos generosos y dejemos de hablar en parábolas. Por ejemplo, ¿para qué cree que servirá esta torre antes de convertirse en ruinas?
—Para poder juzgar —respondió el extranjero de levita verde—, hay que examinarla más de cerca. Subamos.
Cuando dijo estas palabras, el abogado subió, en efecto, por una escalera medio destruida, y pasó por una trampa abierta. Su compañero se dispuso a seguirle; pero cuando vio que el otro le esperaba en lo alto de la escalera y con el cuidado de indicarle que faltaba un escalón, se lanzó junto a él y trepó con la agilidad y seguridad propias de su profesión.
—¡Aquí estamos! —gritó el extranjero examinando los muros que estaban hechos de piedras tan pequeñas e irregulares que parecían no sostener nada—; un buen suelo de roble para tilla, diría, y el cielo por tejado, como nosotros decimos en nuestras universidades. Ahora hablemos de las cosas de este bajo mundo. ¡Ah!… ¡Ah!… He olvidado cómo me ha dicho que se llama.
—¡Wilder! Es un nombre que, según creo, no va con su carácter. Otros hijos del mar no han sido generalmente menos salvajes, aunque tiene el aspecto de ser a veces poco constante en sus gustos. Cuántas bellezas ha dejado suspirando entre cunas de hierbas y llorando su ingratitud, mientras que trabajaba, ésta es la palabra, creo, el vasto océano entre las saladas olas.
—Hay pocas personas que suspiren por mí —respondió Wilder con aire pensativo, aunque empezó a encontrar un poco largo el interrogatorio hecho con tanta libertad—. Continuemos, si le parece bien, nuestro reconocimiento de la torre. ¿Para qué cree que servirá?
—Veamos para qué sirve ahora y fácilmente descubriremos cuál era su uso en otros tiempos. En este momento, encierra dos corazones bastante ligeros y, si no me equivoco, dos cabezas no menos ligeras que no tienen el necesario aprovisionamiento de razón. En otro tiempo la torre tenía graneros de trigo, y, no me cabe la menor duda, algunos pequeños cuadrúpedos que tenían las patas tan ligeras como nosotros el corazón y la cabeza: en buen inglés, era un molino.
—Hay quienes piensan que era una fortaleza.
—¡Bah!, el lugar podría serlo en caso de necesidad —replicó el extranjero mientras echaba una rápida y muy peculiar ojeada a su alrededor: pero era un molino, sea cual fuere el deseo que se pueda tener en buscarle un origen más noble. La exposición al viento, los pilares para preservar el interior del edificio de las invasiones de la miseria, la forma de la construcción, todo ello lo prueba. Tic-tac, tic-tac; se hizo aquí mucho ruido en el pasado—. ¡Silencio!, se diría que a través de mis palabras se oye aún.
Aproximándose con paso ligero a una de las pequeñas aberturas que en otro tiempo fueran ventanas de la torre, asomó con cuidado la cabeza y no la retiró hasta pasado algún tiempo, hizo señas a Wilder para que guardase silencio. Este obedeció y no tardó mucho en comprender la causa de esta recomendación.
La voz suave de una mujer se dejó oír a poca distancia, y los sonidos se iban acercando, hasta que parecían salir del mismo pie de la torre. Wilder y el abogado escogieron cada uno un sitio más favorable para su proyecto, y como las dos personas que les preocupaban parecía que se quedarían cerca de las ruinas, permanecieron inmóviles en el mismo lugar, las observaron a placer sin ser vistos, y, hemos de decir para vergüenza de las dos personas tan importantes de nuestra historia, que escuchaban con más placer que atención.