Los extranjeros eran tres, seguro que eran extranjeros, eso dice al oído de su compañero el infeliz Homespun, que conocía no solamente los nombres sino también la historia secreta de todos ellos, hombres y mujeres, que vivían en un radio de diez millas alrededor de su casa; eran extranjeros, e incluso tenían un aspecto misterioso y amenazador. Con el fin de que se pueda apreciar la verosimilitud de esta última conjetura, es necesario dar algunos detalles sobre el aspecto de esos individuos que tenían la mala suerte de no ser conocidos por el sastre charlatán de Newport.
Uno de ellos, el que tenía un aspecto más imponente, era un joven de veinticinco a veintisiete años. Pero seguro que esos años no habían transcurrido totalmente con días tranquilos y noches de descanso; bastaba mirar las señales morenas y profundas acumuladas en su cara una tras otra, de tal forma que daban un color oliva a una tez blanca, sin cambiar no obstante en nada la expresión de su vigorosa salud. Sus rasgos tenían más de nobleza y de fortaleza que de regularidad y simetría; su nariz era de proporciones exactas, pero poseía algo notable y atrevido, que, unido a las cejas adelantadas, daba a la parte superior de su rostro ese aire pronunciado de inteligencia que caracteriza actualmente a la mayor parte de las fisonomías americanas. Su boca ofrecía una expresión firme y varonil en tanto que se hablaba muy bajo de él con una sonrisa significativa en el preciso momento en que el curioso sastre se aproximaba despacio, dejó ver una hilera de dientes brillantes que daban un nuevo esplendor al color oscuro de la tez que les rodeaba. Sus cabellos negros como el azabache, formaban rizos espesos que caían en desorden. Sus ojos eran un poco más grandes de lo normal, y de expresión muy variable, aunque sin embargo más bien dulces que severos.
La estatura de este joven tenía esa grata dimensión que une de una forma tan especial el vigor y la acción. Parecía el resultado de una combinación perfecta, tanto en cuanto a las proposiciones que eran justas como en su gracia sorprendente. No obstante a que estas diferentes cualidades físicas se mostrasen aminoradas por un vestido de simple marino muy grosero, pero limpio y arreglado con bastante gusto, resultaban mucho más imponentes para intimidar las sospechas del sastre, y hacerle vacilar en dirigir la palabra al extranjero cuya vista parecía unida por una clase de encanto al presunto barco negrero de la bahía. No se atrevió a turbar una ilusión que parecía tan profunda, y abandonando al joven apoyado contra el borde del muelle donde se encontraba después de mucho tiempo sin notar en absoluto la presencia de ningún inoportuno, se apresuró a desviarse un poco para examinar a los otros dos personajes.
Uno de ellos era blanco, y el otro negro. Los dos habían pasado su edad juvenil, y su aspecto demostraba evidentemente que habían estado expuestos mucho tiempo al rigor de los climas y de infinitas tempestades. Sus vestidos, manchados de alquitrán y llevando más de una señal de los estragos del tiempo, anunciaban que pertenecían a la clase de simples marineros.
El primero era de baja estatura, rechoncho pero vigoroso y, gracias a una feliz disposición de la naturaleza, desarrollada quizá por una larga costumbre, el lugar principal de su fuerza se encontraba en los hombros anchos y carnosos, y en unos brazos robustos y nervudos. Tenía una cabeza enorme, la frente pequeña y casi cubierta de cabellos, los ojos pequeños, muy vivos, a veces fieros, a menudo insignificantes; la nariz gruesa, corriente y con granos; la boca grande, lo que parecía indicar avidez, y el mentón ancho, varonil e incluso expresivo. Este individuo, tan singularmente constituido, estaba sentado sobre un tonel vacío, y con los brazos cruzados mirando hacia el barco negrero del que tan frecuentemente hemos hablado, dando de tarde en tarde al negro compañero suyo las señales que le sugerían sus observaciones y su gran experiencia.
El negro ocupaba un lugar más humilde y más de acuerdo a sus hábitos de sumisión. En la distribución muy particular de la fuerza animal, había una gran semejanza entre los dos, salvo que el último le aventajaba en cuanto a estatura e incluso en proporciones. Sus rasgos eran más distinguidos que los ordinarios; su aspecto dulce tomaba con facilidad una alegre expresión y algunas veces, era como la mirada de su compañero, de satisfacción; su cabeza empezaba a encanecer, su piel había perdido el color brillante de azabache que poseyera en su juventud; sus miembros, todos sus movimientos mostraban a un hombre cuyo cuerpo había sido endurecido por el trabajo sin descanso. Se encontraba sentado sobre un mojón poco elevado, y parecía ocupado atentamente en arrojar al aire pequeñas piedras, desarrollando su destreza al atraparlas con la misma mano que acababa de lanzarlas, cosa que demostraba a la vez la propensión natural de su espíritu a buscar la diversión en bagatelas, y la ausencia de esos sentimientos más elevados que son el fruto de la educación. Este juego, sin embargo, servía para hacer resaltar la fuerza física del negro; pues con el propósito de poder dedicarse sin obstáculos a esa pueril distracción, se había remangado las mangas de su chaqueta, y mostraba un brazo que hubiera podido servir de modelo para el de Hércules.
No había ciertamente en la persona de los dos marineros nada lo suficientemente imponente para intimidar a un hombre tan apremiado por la curiosidad como nuestro sastre. En vez de ir rápidamente, quiso mostrar al campesino cómo se debía actuar en un caso parecido, y darle una prueba sorprendente de esa sagacidad de la que estaba tan confiado. Después de hacerle con precaución una señal de inteligencia, se aproximó lentamente por detrás de puntillas, con el propósito de poder oír si uno de los dos marinos dejaba involuntariamente escapar un secreto. Su previsión no se vio seguida de ningún resultado importante; no tuvo para confirmar sus sospechas otra señal que la que podía deducir del simple sonido de sus voces. En cuanto a las palabras, aunque el infeliz creyó de seguro que implicaban traición, estaba obligado a reconocer que eran bastante secretas para escapar a su sagacidad. Dejaremos al lector que juzgue él mismo la justicia de sus conjeturas.
—He ahí una bonita dársena, Guinea —dijo el blanco mascando el tabaco en la boca y apartando los ojos del barco por primera vez después de algún tiempo— y es un lugar donde querría ver a su fragata cuando está indefensa a merced del viento. Puedo decir sin vanagloriarme que soy muy poco marino; y muy malo ya que no puedo adivinar cuál puede ser la filosofía del capitán para dejar su barco en la bahía exterior, cuando podría remolcarlo a este estanque en menos de media hora. De esa manera da un rudo trabajo a sus barcos, y es lo que llamo hacer mal tiempo siendo bueno.
El negro era apodado Escipión el Africano por una especie de refinamiento espiritual que era mucho más corriente en las provincias que en el este de los Estados de América, y que puebla en las clases más bajas de la sociedad de una multitud de representantes, al menos con nombre de filósofos, de poetas, y de héroes de Roma. A él le daba igual que el barco estuviese en la bahía de la entrada o en el puerto, y lo demostró respondiendo con un aire de indiferencia y sin interrumpir su infantil distracción:
—Creer que el agua ser profunda, supongo.
—Yo te digo, Guinea —dijo el otro en un tono seco y perentorio— que ese hombre no sabe nada. Si conociera algo del gobierno de un barco, ¿lo dejaría en una rada cuando podría amarrarlo, de popa y proa, en una dársena como ésta?
—¿A qué le llamas rada? —interrumpió el negro sorprendiendo con la avidez de la ignorancia la ocasión de señalar el ligero error que su adversario había cometido confundiendo la bahía exterior de Newport con el fondeadero más extenso que le separaba del puerto, y se inquietó un poco, como todas las personas de su clase, dudando de la oportunidad de la objeción—; ¡Yo no oír nunca llamar rada a un fondeadero con tierra alrededor!
—Escucha un poco, dueño de la Costa de Oro —refunfuñó el blanco inclinando la cabeza hacia el lado con aire amenazador, aunque despreció aun volver los ojos hacia su humilde adversario—, si no quieres tener el cuerpo magullado durante más de un mes, arroja, créeme, el garfio sobre tu espíritu, y ten cuidado con la forma en que dices las cosas. Dime tan sólo una cosa, si quieres: ¿un puerto no es un puerto, y el mar no es el mar?
Como eran dos preguntas que el sutil Escipión no podía contestar, se abstuvo prudentemente de discutir, contentándose con mover la cabeza con aire de complacencia, y riendo orgulloso del triunfo imaginario que había obtenido sobre su compañero el cual nunca había conocido ninguna preocupación, ni jamás había sido humillado por injurias mucho tiempo y muy pacientemente soportadas.
—Sí, sí —refunfuñó el blanco volviendo a tomar su primera actitud y cruzando de nuevo los brazos que había separado un poco para dar más fuerza a la amenaza que acababa de hacer—, ahora respira como una manada de cornejas hambrientas, como si pensaras que me has echado a pique por ello. Un negro es un animal sin razón: ¡el Señor lo ha hecho así; y un marinero experimentado que ha doblado dos cabos y ha pasado todos los promontorios entre Fundy y Horn no tendrá derecho a utilizar su aliento, quizás en vano dando una lección a un ser de tu especie! Te diré Escipión, que el que ha fondeado en la bahía exterior de este puerto de mar no sabe nada de baraderos, ya que si supiera, fondearía en el extremo meridional de ese pequeño cabo de isla que ves, y tiraría de los cabos de su barco hasta allí, amarraría con buenos cables de cáñamo y garfios de hierro. Así que ahora, negrito, pon atención a mi razonamiento —y su tono suavizado demostraba que la pequeña escaramuza que había tenido lugar no había sido más duradera que una de esas borrascas repentinas que habían visto uno y otro muchas veces, y que generalmente pronto llegaba la calma—; sigue bien la analogía de lo que me place decirte. Ese ha venido a este baradero para alguna cosa o bien para nada, hubiera podido quedarse totalmente fuera, y yo no tendría nada que objetar; pero si ha venido para algo, podría haberse situado en un lugar más cómodo precisamente en donde yo te decía, muchacho, y no en el que se ha colocado, aunque lo que quiera llevarse no pese más que un puñado de plumas suaves para la almohada del capitán. Por el momento si tienes alguna cosa para echar por tierra la calidad de mi razonamiento, ¡pues bien! estoy dispuesto a escucharte como hombre razonable que no ha olvidado los métodos de enseñar su filosofía.
—Viento no tener más que soplar de allí —respondió el otro extendiendo su brazo robusto hacia el noroeste—, y barco ganar mar rápidamente, rápidamente; ¿por qué querer ir tan lejos para tener viento a la entrada? ¡Ah! responder a esto. Tú mucho sabio, maese Dick, pero nunca ver ir barco en dientes del viento, ni oír hablar eso.
—¡El negro tiene razón! —gritó el muchacho que, según parecía, había oído toda la discusión, en tanto que parecía ocupado en otra cosa—; el capitán del barco negrero se ha quedado en la bahía exterior, sabiendo que el viento viene casi siempre del oeste en esta época del año, y tú ves también que ha levantado sus tablas; aunque está bastante claro por la forma en que sus velas están aferradas, ya que tiene una numerosa tripulación. ¿Sabríais decirme, amigos míos, si tiene un ancla bajo la quilla, o si está sujeto por un simple cable?
—Es preciso que ese capitán haya perdido la cabeza para permanecer así arriado sin echar un ancla o por lo menos un anclote para evitar que se mueva su barco —respondió el blanco sin parecer creer que hubiera autoridad más grande que la suya para decidir sobre ese punto—. He visto ya que no sabe andar, pero nunca hubiera creído que un hombre que lo tiene todo en tan buen orden por arriba atase su barco por algún tiempo con un simple cable, para que se mueva en todos los sentidos, y que haga cabriolas como ese caballo atado a una larga cuerda que hemos encontrado en el camino cuando veníamos de Boston.
—Ellos anclar y poner todo en su sitio —dijo el negro cuyos ojos oscuros miraban al barco mientras que continuaba arrojando sus piedras al aire—; ¡ellos disponer todo para poder escapar rápido, rápido, cuando quieran! ¡A mí gustar ver a Dick galopar rápido como caballo atado a un árbol!
El negro muestra nuevamente su buen humor, y lo manifiesta moviendo la cabeza y riendo a carcajadas, como si su amo se sintiera lleno por completo de placer por lo que su grosera imaginación acababa de conjurar, y de nuevo también su compañero murmuró contra él algunas imprecaciones de las más enérgicas. El muchacho hasta entonces había tomado poca parte en las querellas y bromas de los dos adversarios; continuaba con los ojos fijos en el barco que en ese momento parecía inspirarle un interés extraordinario. Moviendo la cabeza, como si sus dudas llegaran a su fin, dijo cuando la ruidosa alegría del negro se apaciguó:
—Sí, Escipión, tienes razón, está sujeto tan sólo por el ancla y está preparado para poder largar velas al momento. En menos de diez minutos el barco podría estar fuera del alcance de los cañones, aunque tan sólo hubiera una brisa de viento.
—Parece un gran entendido en estas cosas —dijo detrás de él una voz desconocida.
El muchacho se volvió rápidamente, y se apercibió por primera vez de la presencia de los que se habían acercado. La sorpresa sin embargo, no fue sólo para él, pues el sastre charlatán había estado demasiado ocupado hasta entonces en espiar los más pequeños movimientos de los dos que discutían, para darse cuenta de que se acercaba un hombre que le era totalmente desconocido.
Este hombre tendría de treinta a cuarenta años, y su aspecto así como su ropa eran de tal naturaleza que excitaba la curiosidad a los que acechaba el infeliz Homespun. Su estatura, aunque delgada, mostraba gran fuerza, era algo más alto que lo normal. Su piel había tenido la blancura de una mujer; pero unas señales de rojo oscuro dibujadas en su rostro, y que hacían resaltar los contornos de una bella nariz aguileña, hacía que no pareciese afeminado. Sus cabellos eran rubios y caían en gruesos y bellos rizos alrededor de sus sienes. Su boca y su mentón eran de una belleza normal; pero quizá poseyera en la primera un síntoma equívoco, y en conjunto una expresión muy pronunciada de voluntad. Sus ojos eran azules, llenos sin ser salientes, y aunque generalmente dulces, se hubiera podido decir por un momento que tenían algo de salvajes. Su sombrero, alto de forma, se elevaba en cono, lo llevaba un poco de lado, para dar una ligera expresión de fanfarronada a su fisonomía. Una levita verde pálida, pantalones de piel de gamo, grandes botas y espuelas completaban su ridículo atavío. Llevaba en la mano un pequeño bastón que blandía en el aire cuando fue visto por primera vez, sin parecer inquietarse de ninguna manera por la sorpresa ocasionada con su repentina aparición.
—Digo, señor, que al parecer es usted un excelente juez en estas cosas —repitió después de resistir la mirada fría y severa del joven marinero, durante tanto tiempo como era compatible con la dosis de paciencia de la que estaba provisto—; ¡habla con un hombre que cree tener derecho a emitir una opinión!
—¿Encuentra extraordinario conocer una profesión que se ha ejercido durante toda la vida?
—¡Ejem, ejem! encuentro bastante extraordinario oír dar el nombre pomposo de profesión a un oficio que se podría llamar puramente mecánico. ¡Nuestros abogados, en los que se detienen las sonrisas particulares de las sabias universidades, no nos podrían decir más!
—¡Pues bien! llámele oficio, ya que un marino no quiere tener nada en común con los eruditos de su clase —respondió el muchacho dándole la espalda con aire de enfado sin intentar ocultarlo.
—¡He aquí a un muchacho que tiene cabeza! —murmuró en tono rápido y con una sonrisa significativa—. Amigo, no nos enfademos por una palabra, por una nadería. Confieso mi completa ignorancia sobre todo lo que al mar se refiere, y tomaría voluntarioso algunas lecciones de un hombre tan versado como usted en la noble profesión. ¿Me parece que habla de la forma en que ese barco de allá está anclado y de la manera en que tiene colocadas las cosas, de pies a cabeza?
—De pies a cabeza —repitió el otro con calma.
—Veo lo alto del barco en donde todo me parece que está en orden; pero no me parece poder juzgar lo que hay debajo a esta distancia.
—Estaba pues en un error; pero excusará la ignorancia de un novato, ya que yo lo soy en la profesión. Yo no soy, como le he dicho, más que un indigno abogado al servicio de Su Majestad, enviado a estos parajes para una misión muy especial. Si no fuera un lamentable juego de palabras, podría añadir, yo no soy aún juez.
—Dudo que llegue pronto a conseguir ese puesto honorable —respondió el otro—, si los ministros de Su Majestad saben apreciar dignamente el mérito de la modestia; a menos, que no llegue a ser prematuramente…
El muchacho se mordió el labio, levantó la cabeza muy alto y se puso a pasear a lo largo del muelle, seguido de los dos marinos que le habían acompañado, y que mostraban la misma sangre fría.
El extranjero de levita verde siguió con la vista todos sus movimientos con calma, e incluso aparentemente con cierto placer, acariciando su bota con el bastón y pareciendo reflexionar como quien busca reanudar la conversación.
—¡Ahorcado! —dijo al fin entre dientes, como para terminar la frase que el otro había dejado a medio acabar—. ¡Es muy raro que este joven pícaro se atreva a predecirme tal cosa, a mí!
Y se disponía evidentemente a seguirles, cuando notó una mano que se posaba familiarmente en su brazo, y tuvo que detenerse: era la de nuestro amigo el sastre.
—He de deciros una palabra al oído —dijo éste haciendo un signo expresivo para indicar que tenía un secreto de importancia para comunicarle—, una sola palabra señor, puesto que estáis al servicio particular de Su Majestad. Vecino Pardon —añadió dirigiéndose al campesino de forma noble y protectora—, el día comienza a declinar, y temo que llegue tarde a su casa. ¡La muchacha le dará los vestidos, y el cielo le guíe! No diga nada de lo que ha visto y oído, que no ha recibido mis noticias para ese fin; pues no sería conveniente que dos hombres que han adquirido tanta experiencia en una disputa como ésta faltasen de discreción. ¡Adiós, muchacho; saludos a su padre, ese valiente granjero, sin olvidar a su madre. Adiós, mi digno amigo, hasta la vista; que le vaya bien!
Homespun, habiendo despedido así a su compañero, esperó, hasta que el campesino embobado hubo abandonado el muelle antes de dirigir de nuevo los ojos hacia el extranjero de levita verde. Este había permanecido inmóvil en el mismo lugar, conservando una sangre fría imperturbable, hasta el momento en que el sastre le dirigió la palabra por segunda vez, el cual parecía haber tomado las dimensiones y haber medido de alguna manera el carácter con una sola de sus miradas rápidas.
—¿Decís, señor, que sois un servidor de Su Majestad? —preguntó Homespun decidido a asegurarse de los derechos que el extranjero podía tener a su confianza, antes de comprometerse diciéndole secretos por precipitación.
—Puedo decir más, señor: su confidente íntimo.
—¡Es con su confidente íntimo con quien tengo el honor de hablar! es una dicha que me llega hasta lo más hondo de mi alma —respondió el artesano pasando la mano por sus cabellos e inclinándose casi hasta tocar la tierra—; una dicha realmente excesiva, un magnífico privilegio.
—Quienquiera que sea, amigo mío, en nombre de Su Majestad, le diré que sea bienvenido.
—Una condescendencia tan magnífica abriría todos los pliegues de mi corazón, incluso cuando no encerrase nada más que traición e infamias de toda clase. Soy feliz, muy honrado y no dudo de tan honorable persona, por tener ocasión de poner a prueba mi devoción al rey ante alguien que no dejará de contar mis débiles esfuerzos a los oídos de Su Majestad.
—Hable libremente —interrumpió el extranjero con aire de condescendencia de príncipe, aunque un hombre menos simple y menos preocupado de su grandeza que el sastre podría haberse dado cuenta que estos cumplidos demasiado prolongados y devotos empezaban a impacientarle—. Hable sin reserva, mi amigo; es lo que hacemos siempre de corazón. —Después golpeó su bota con el bastón, y dijo muy bajo para sí mismo girando ligeramente sobre sus talones con un aire de indiferencia—: «si cree eso, es tan simple como su plancha de sastre».
—¡Qué bueno sois, señor!, ¡y es una gran prueba de caridad por parte de su noble persona el querer escucharme! ¿Veis ese gran barco que está allí, en la bahía exterior de este leal puerto de mar?
—Lo veo; y ése parece ser el objeto de la atención general entre los dignos habitantes del lugar.
—¡Pues bien, señor!, hacéis demasiado honor a la sagacidad de mis compatriotas, hace varios días que ese barco está allí donde lo veis, y no he oído decir allí abajo a nadie una palabra de sospecha, a no ser las mías.
—En realidad —dijo el extranjero mordiendo la punta de su bastón y fijando su mirada centelleante sobre los rasgos del bravo hombre que eran como una carta escrita por la importancia de su secreto— ¿y cuál puede ser la causa de sus sospechas?
—Escuchad, señor, puedo equivocarme, y ¡que Dios me perdone en ese caso! pero he aquí ni más ni menos, lo que se le ha ocurrido a este hombre. Ese barco y su tripulación se cree entre la buena gente de Newport como dedicado inocentemente y sin malicia a la trata de negros; y son recibidos maravillosamente, el barco en un buen baradero, y los otros en todas las tabernas y en casas de los comerciantes. No vayáis a creer que alguna vez chaleco o pantalón ha salido de mis manos para uno de esos de allá; no, no, porque como sabéis, tienen a un joven sastre llamado Tape, que posee todas las prácticas diciendo barbaridades de los que conocen mejor que él el oficio; no, recordad bien que yo no he hecho nada ni siquiera para el último grumete de la tripulación.
—Tiene suerte al no haberse mezclado con esos bribones —respondió el extranjero—; pero ha olvidado decirme el delito por el que yo debo acusarles ante Su Majestad.
—Voy, tan rápido como me sea posible al punto importante. Debéis saber, digno y respetable señor, que soy un hombre que ha sufrido mucho al servicio de Su Majestad. He pasado por cinco largas y sangrientas guerras, sin hablar de otras aventuras y otras pruebas, como las que conviene a un humilde sujeto soportar pacientemente y en silencio.
—Todos esos servicios llegarán a oídos del rey. Ahora, mi digno amigo, alivie su espíritu comunicándome francamente sus sospechas.
—Gracias, muy honorable señor; no olvidaré jamás vuestra bondad para mí; pero no se dirá que el apresuramiento en buscar el alivio del que habláis me haya turbado hasta el extremo de olvidarme la forma justa y conveniente de descargar la conciencia. Sabréis, respetable señor, que ayer, como estaba sentado, solo, a esta misma hora, en mi banco, reflexionando por mi parte… por la simple razón de que mi envidioso vecino había llevado todos los adelantos últimamente llegados, a su tienda; pues, señor, la cabeza trabaja cuando las manos están ociosas… Estaba pues sentado allí, como os he dicho brevemente, reflexionando, como un ser razonable, en las calamidades de la vida y en la gran experiencia que he adquirido en la guerra; pues es preciso que sepáis, valiente señor, que sin hablar de las cosas realizadas en el país de los Medos y de los Persas, y del motín a Portews en Edimburgo, he pasado por cinco largas y sangrientas…
—Hay, en efecto, en su aspecto algo de militar —interrumpió el extranjero que hacía esfuerzos evidentes para contener su impaciencia cada vez mayor—; pero como mi tiempo es precioso, desearía más particularmente saber por el momento lo que va a decirme sobre ese barco.
—Sí, señor, se posee un aspecto militar a fuerza de ver combates. Es así que, felizmente para los dos, voy a la parte de mi secreto referente a ese barco. Estaba sentado allí, pensando sobre la forma en que los marinos extranjeros habían sido embrujados por mi vecino con su voz empalagosa; pues, para que lo sepáis, ese Tape habla, habla… ¡Un joven bribón que habría visto una sola guerra a lo más!… Reflexionaba pues en la forma en que me ha robado mis prácticas legales, hasta que… una idea arrastra siempre a otras, esa conclusión natural —como dice todas las semanas nuestro reverendo padre en sus sermones que son para partir el corazón— se presentó de repente a mi espíritu: ¿si esos marinos eran honrados y conscientes negreros, abandonarían a un pobre diablo que tiene una numerosa familia, para ir a tirar su oro legalmente ganado a la cabeza de un malvado charlatán? En seguida me di la respuesta a mí mismo; sí, señor, no vacilé en ello, y me dije que no. Entonces hice sin rodeos esta pregunta a mi inteligencia: ¿Si no son negreros, qué son? Pregunta que, el mismo rey convendría en su sagacidad real, era más fácil de hacer que de responder. A la que yo contesté: si el barco no es un simple negrero ni uno de los cruceros de Su Majestad, es tan claro como el día que éste no puede ser otro que el barco de ese infame pirata, el Corsario Rojo.
—¡El Corsario Rojo! —gritó el extranjero de levita verde estremeciéndose para demostrar su atención, que estaba perdiendo a causa de las divagaciones interminables del sastre, y se había excitado de repente—; sería en efecto un secreto que valdría muchísimo. ¿Pero qué le hace suponer eso?
—Una multitud de razones que os voy a detallar en su orden respectivo. En primer lugar, se trata de un barco armado; en segundo lugar, ése no es un crucero legítimo, de lo contrario se sabría y yo el primero, entiendo que es muy raro que no me recuerde algo a los barcos del rey; y en fin, lo que está bien demostrado puede ser mirado como substancialmente admitido. Tales son señor, lo que yo llamaría las premisas de mis inducciones, que os ruego sometáis a la atención real de Su Majestad.
El abogado de levita verde escuchó las conjeturas largamente deducidas de Homespun con mucha atención, a pesar de la forma oscura y confusa en que las exponía. Su vista aguda miraba alternativamente y con rapidez ya al barco, ya el rostro de su compañero; pero transcurrieron unos minutos antes de que juzgara aconsejable dar alguna respuesta. El aspecto alegre y de indiferencia que había tenido, y que mantuvo hasta entonces en el curso de la conversación, dio paso a otro abstracto y pensativo que demostraba que, por simple que pudiera parecer, estaba lejos de ser incapaz de maduras y profundas reflexiones. Sin embargo, su cara abandonó de golpe esta expresión de seriedad para tomar otra que ofrecía una singular mezcla de sinceridad y de ironía, y posando familiarmente la mano sobre el hombro del sastre que estaba muy atento, dijo:
—Acaba de cumplir con el deber de un leal y fiel servidor del rey, y sus observaciones son en efecto de gran importancia. Es bien conocido que gran cantidad de dinero está prometida a quien descubra a uno solo de los compañeros del Corsario, y que magníficas recompensas serán entregadas a aquel que ponga a todos esos malvados en manos del verdugo; es incluso posible que el rey dé alguna muestra de su agradecimiento por el servicio prestado, un caso parecido a éste ha sido el de Phipps, que ha recibido el título de caballero…
—¡De caballero! —repitió el sastre en una especie de éxtasis.
—Sí, de caballero —repitió el extranjero con gran sangre fría—, de ilustre y honorable caballero ¿Cuál es el nombre que sus padrinos le dieron al bautizarle?
—Mi nombre, noble señor, es Héctor.
—¿Y la casa, el título distintivo de la familia?
—Se nos ha llamado siempre Homespun.
—¡Sir Héctor Homespun!, he aquí un nombre que resonará más que ningún otro; pero para asegurar esas recompensas, mi amigo, es necesaria mucha discreción. Admiro su perspicacia, y me rindo a sus argumentos invencibles; ha demostrado de una forma tan palpable la justicia de sus sospechas, que estoy tan seguro que ese barco es el del Corsario, que le veo pronto llevando las espuelas, y oírle llamar sir Héctor: esto son dos cosas fijas por igual en mi espíritu; pero es necesario que en esta ocasión obremos con prudencia. ¿Le he oído decir que no ha dicho a nadie el resultado de sus ingeniosas observaciones?
—A nadie. Incluso Tape está dispuesto a jurar que la gente de la tripulación son unos honrados negreros.
—Perfecto. Primero es necesario que estemos seguros de nuestras sospechas, y después pensaremos en la recompensa. Venga a buscarme esta noche, a las once, allá abajo; haremos las observaciones oportunas, y aclaradas las dudas, hablaremos por la mañana, y nuestras palabras resonarán desde la colonia de la bahía hasta las posesiones de Oglethorpe. Separémonos hasta entonces, ya que no es conveniente que nos vean más tiempo hablando. Acuérdese bien de mis recomendaciones. Silencio, exactitud y favor del rey, ésa será nuestra contraseña.
—Adiós, honorable señor —dijo el sastre con una reverencia que llegó casi a tocar tierra, mientras que su compañero llevaba ligeramente su mano al sombrero.
—Adiós, sir Héctor —respondió el extranjero de levita verde con una débil sonrisa y haciendo un saludo con la mano. Subió entonces lentamente por el muelle, y desapareció por detrás de la casa de Homespun, dejando al jefe de esta vieja familia, como a muchos de sus antepasados y sin duda de sus descendientes, absorbido de tal forma en el pensamiento de su grandeza futura y tan ciego por su alegría, que aunque físicamente veía perfectamente, los ojos de su alma estaban completamente oscurecidos por los humos de la ambición.