Capítulo primero

Gozando de las cuatro grandes ventajas de un puerto seguro y bien situado, de una dársena tranquila, de una bahía a la entrada y de una rada cómoda en la que el acceso es fácil, Newport parecía a los ojos de nuestros antepasados europeos destinado para refugiarse de las olas, y para alojar a muchos marinos robustos y experimentados. Aunque esta última predicción no ha sido totalmente desmentida por los acontecimientos, ¡qué poco ha respondido la realidad a la primera! Un gran rival ha surgido en la vecindad inmediata de este favorecido de la naturaleza, para frustrar todos los cálculos de la sagacidad comercial, y añadir una nueva prueba a todas las que atestiguan ya que la sagacidad humana no es nada más que locura.

Hay pocos pueblos de cierta importancia, en la superficie de nuestros vastos territorios, que hayan cambiado tan poco en medio siglo como Newport. Hasta que los grandes recursos del interior se desarrollaron, la bella isla y sobre la que esta ciudad está situada era elegida para retiro por los numerosos granjeros que llegaban del sur buscando un refugio contra las calores y las enfermedades de sus climas ardientes: era allí a donde iban en gran número para respirar el aire fortificante de las brisas del mar. Súbditos de un mismo gobierno, los habitantes de Carolina y de Jamaica se reunían amistosamente para comparar sus costumbres y sus constituciones respectivas, y para afirmarse recíprocamente en una ilusión común que sus descendientes en la tercera generación empiezan hoy a reconocer y a lamentar.

Estas relaciones han dejado, a la posteridad sencilla y sin experiencia de los puritanos, sus impresiones naturales con todas las consecuencias buenas o malas. Los habitantes del país ligados a estas relaciones, parte de ellas dulces y amables que distinguían tan extraordinariamente a los de las colonias inglesas del sur, llegaron a dejarse influir al mismo tiempo por esas ideas particulares sobre la distinción de las razas humanas, ideas que no forman un rasgo menos notable de su carácter. Rhode Island fue la primera de las provincias de Nueva Inglaterra en apartarse en sus costumbres y en sus opiniones de la sencillez de sus fundadores. Ella fue la que dio el primer golpe a esas formas rígidas y groseras que eran vistas antes como las compañeras necesarias de la verdadera religión, como una especie de seguridad exterior que garantizaba la salud del hombre interior, y fue ella también la que renunció primero, de forma sensible, a estos principios saludables que podrían disculpar a un extranjero todavía incluso más repugnante. Por una singular combinación de circunstancias y de disposiciones, que es sin embargo tan cierto como inexplicable, los negociantes de Newport se convirtieron al mismo tiempo en mercaderes de esclavos y gentlemen, y comenzaron la trata de esclavos precisamente en el momento en que sus costumbres se civilizaban.

Por lo demás cualquiera que fuera el estado moral de sus habitantes en 1759, la isla nunca había sido más agradable ni más alegre. Las cumbres más altas de sus montañas estaban aún coronadas de bosques tan viejos como el mundo; sus pequeños valles estaban entonces cubiertos de verde vivo del norte, y sus casas de campo sin pretensión, pero limpias y cómodas, estaban sombreadas por bosquecillos y adornadas con ricos tapices de flores. La belleza y la fertilidad de estos lugares le valieron un nombre que probablemente era mucho más expresivo de lo que se creía en estos primeros tiempos. Los habitantes del país llamaban a sus posesiones el Jardín de América, y sus huéspedes venidos de las llanuras tranquilas del sur no se opusieron a confirmar un título tan brillante.

La fecha que acabamos de nombrar era la época de una crisis del más alto interés para las posesiones británicas en este continente. Una guerra de sangre y de venganza que había comenzado con derrotas y desastres había de terminar con la victoria. Francia se veía privada de la última de sus posesiones marítimas, mientras que la inmensa región que se extendía entre la bahía de Hudson y el territorio español se sometía al poder de Inglaterra. Los habitantes de las colonias habían contribuido mucho a los éxitos de la madre patria. Las pérdidas y los ultrajes que les habían hecho padecer los insolentes prejuicios de los mandos europeos empezaban a olvidarse con la embriaguez de los tiempos. Las faltas de Braddock, la indolencia de Loudon y la incapacidad de Abercrombie habían sido reparadas por el vigor de Amherst y por el genio de Wolfe.

La historia de esta memorable lucha es conocida por todo americano. Feliz al saber que su país ha triunfado, se contenta con dejar que el glorioso resultado tome su lugar en las páginas de la historia. Ve que el imperio de su patria se cimenta sobre unas bases vastas y naturales que no tienen necesidad del apoyo de plumas venales; y, felizmente tanto para la paz de su conciencia como para la dignidad de su carácter, siente que la prosperidad de la república no debe ser comprada al precio de la degradación de las naciones vecinas.

Nuestro objeto nos conduce al período de calma que precedió a la tempestad de la revolución. En los primeros días del mes de octubre de 1759, Newport, como todas las otras ciudades de América, había experimentado al mismo tiempo la alegría y la tristeza. Los habitantes lloraban la muerte de Wolfe y celebraban su victoria: Quebec, la llave del Canadá y el último lugar de importancia que ocupaba un pueblo que había sido levantado para ver como sus enemigos naturales habían cambiado de dueños. Esta fidelidad a la corona de Inglaterra que impuso tantos sacrificios hasta la extinción de este extraño principio, estaba entonces en su mayor ardor, y probablemente no se hubiera encontrado un solo colono que no asociase hasta cierto punto su propio honor a la gloria imaginaria del jefe de la casa de Brunswick.

El día en que comienza la acción de nuestra historia había sido especialmente destinado para manifestar la postura que tomaba la gente del pueblo y sus alrededores con respecto a los triunfos de los ejércitos reales. Había sido anunciado, al igual que mil días lo fueron después, por el sonido de las campanas y por salvas de artillería, y la población se esparció muy pronto por las calles de la ciudad, con la intención muy acentuada de divertirse, que ordinariamente hace tan insípido un placer concertado de antemano. El orador del día había desplegado su elocuencia en una especie de discurso prosaico en honor de los héroes muertos.

Satisfechos por haber expresado así su fidelidad, los habitantes empezaron a dirigirse a sus casas. Los campesinos de los alrededores e incluso del continente vecino se dirigían hacia sus alejadas moradas con esta previsión económica que distingue aún a los habitantes del país incluso en el momento en que parecen dedicarse a los placeres con el máximo abandono. En una palabra, la hora de los excesos había terminado.

El ruido del martillo, del hacha y de la sierra se oía de nuevo en el pueblo. Las ventanas de más de una tienda estaban medio abiertas, como si el propietario hubiese hecho una especie de compromiso entre sus intereses y su conciencia; se podía ver a los dueños de las tres únicas posadas del pueblo sentados ante sus puertas, mirando a los campesinos que se marchaban. Algunos marineros ruidosos y desocupados, ligados a los barcos del puerto, y unos cuantos parroquianos de las tabernas, fueron sin embargo la única conquista que pudieron hacer todos sus gestos de amistad, todas sus preguntas sobre la salud de las esposas y de los hijos, e incluso las invitaciones directamente hechas algunas veces a los transeúntes de ir a beber y descansar.

Los viajeros, a lo largo de las diferentes rutas que conducían hacia el interior de la isla, se reunían en pequeños grupos, donde los resultados políticos del gran acontecimiento nacional que acababan de celebrar y la forma en que habían sido tratados por los diferentes individuos elegidos para desempeñar el primer papel en las ceremonias del día eran examinados libremente, aunque sin embargo con un gran respeto hacia la reputación otorgada a los personajes distinguidos más interesados en el asunto. En general se consideraba que el discurso, que bien podría llamarse histórico, era tan esmerado como edificante; y, en suma, aunque esta opinión encontró una contradicción moderada en casa de algunos clientes de un abogado opuesto al orador, se convenía en que jamás había salido de boca alguna un discurso más elocuente que el que aquel día se había pronunciado en presencia de ellos.

Quizá sea necesario decir algo del orador, con el fin de que un prodigio intelectual tan destacado ocupase su lugar en nuestra efímera enumeración de los grandes hombres de esta época. Él era el oráculo habitual del vecindario cuando se necesitaba que las ideas se concentrasen sobre algún gran acontecimiento, tal como el que acabamos de hablar. Su formación se consideraba con justicia, por comparación, como de las más completas y entendidas; su reputación era como la del calórico; se asegura, no sin razón, que había asombrado a más de un doctor europeo que había querido discutir con él de literatura antigua. Era un hombre que sabía sacar el mayor partido de sus dotes sobrenaturales. Tan sólo en una ocasión pudo haber disminuido una reputación adquirida de esta forma: fue al permitir que uno de sus mejores capataces se infundiese de su elocuencia, o, como decía su rival más intelectual pero menos dichoso, el otro hombre de leyes del pueblo, sufriendo que se le detenga el paso a uno de sus ensayos fugitivos. Pero incluso esta prueba, cualquiera que pudiesen ser los resultados al exterior, servía para confirmar su reputación en el país. Relucía entonces a los ojos de sus admiradores con todo el esplendor de la impresión, y era en vano que esta miserable raza de animaluchos que se alimentaban de la substancia del genio tratara de minar una reputación consagrada en la opinión de tanta parroquia. El folleto fue distribuido cuidadosamente en las provincias, comentado en las veladas, abiertamente alabado en los documentos públicos por alguna pluma homogénea, como se veía por la semejanza sorprendente del estilo; y, en fin, gracias al celo de un campesino más entusiasta o quizá más interesado que los otros, llevado a bordo del primer barco que largó velas para regresar a la querida patria, como se llamaba entonces afectuosamente a Inglaterra, en un sobre que iba dirigido nada menos que al rey de esa nación. El efecto que produjo en el espíritu rígido del alemán dogmático que ocupaba entonces el trono del Conquistador nunca fue conocido, aunque los que estaban en el secreto del envío esperasen en vano mucho tiempo la recompensa señalada que debía ser el precio de tan maravillosa producción de la inteligencia humana.

Dejando a este agraciado de la fortuna y de la naturaleza, vamos a pasar a un individuo muy diferente y que vive en otra parte del pueblo. El lugar a donde vamos a llevar al lector no es ni más ni menos que a la tienda de un sastre que no desdeñaba entrar en los más mínimos detalles de su profesión y de ser él mismo su único obrero. El humilde edificio se encontraba a poca distancia del mar, en un extremo del pueblo y en una situación tal que el propietario podía contemplar toda la belleza de la dársena interior, e incluso, por un pasaje abierto al agua entre las islas, la superficie tan apacible como un lago de la bahía de la entrada. Había un muelle pequeño y poco frecuentado ante su puerta, en tanto que un cierto aire de negligencia y la ausencia de todo ruido demostraban que este lugar no era la sede directa de la prosperidad comercial tan elogiada de Newport.

Por la tarde era como una mañana de primavera, pues la brisa rizaba la superficie de la dársena dando ese dulzor particular que caracteriza el otoño en América. El digno obrero trabajaba en su oficio, sentado sobre su banco cerca de una ventana abierta, y más satisfecho de él mismo que mucha gente a la que la fortuna ha situado entre cortinas de terciopelo y oro. En el exterior de la pequeña tienda, un campesino de gran estatura, de modales torpes, pero fuerte y bien formado, se balanceaba, con el hombro apoyado sobre una de las paredes de la tienda. Parecía como si esperase el vestido que el otro estaba haciendo, y que se propusiera adornar las gracias de su persona.

Para abreviar y quizá para satisfacer unos enormes deseos de hablar, a los que el que manejaba la aguja estaba muy dado, no pasaba mucho tiempo sin que uno no le dirigiera la palabra al otro. Como la conversación tenía relación directa con el principal protagonista de nuestra novela, nos permitiremos narrar las partes que nos parezcan más apropiadas para servir a la exposición de lo que seguirá. Diremos al lector que el que trabajaba era un viejo ya en el declive de la vida, y cuya apariencia anunciaba que, bien sea porque la suerte le hubiera sido siempre adversa, o bien porque ella le hubiese privado de sus favores, no podía apartar la pobreza de su morada a no ser con la ayuda de mucho trabajo y de una extrema frugalidad.

—Sí —dice el infatigable sastre dando una especie de suspiro que igualmente se podría tomar por la prueba del exceso de su satisfacción moral, o de la fatiga física debida a sus penosos trabajos—, sí, raramente salen de la boca del hombre palabras más bellas que las que ese señor ha pronunciado hoy. Cuando hablaba de las llanuras del padre Abraham, del humo y de los muertos de la batalla, mi querido Pardon, me ha conmovido tan profundamente que, según creo, se me podría meter en la cabeza dejar la aguja, y marchar para buscar la gloria bajo las banderas del rey.

El joven cuyo nombre de pila había sido humildemente elegido por sus padrinos para expresar sus esperanzas en el porvenir, volvió la cabeza hacia el valiente sastre con una expresión de burla en la mirada con lo que demostraba que la naturaleza no le había negado el don de la broma, aunque esta cualidad fuese reprimida por la sujeción de costumbres muy particulares y por una no menor educación.

—Influido por un hombre ambicioso, vecino Homespun —dijo—, Su Majestad ha perdido a su más valiente general.

—Sí, sí —respondió el individuo que en su juventud y en su madurez estaba tan equivocado en la elección de una situación—, es una suerte bella y agradable para el que no tiene nada más que veinticinco años. Pero para mí, la mayor parte de mis días han transcurrido, y tengo que pasar los que me quedan aquí donde me ve. ¿Qué color tiene su vestido, Pardy? Es el color más bello que he visto este otoño.

—Mi madre lo ha hecho para dar un color sólido al tejido, y le digo, vecino Homespun, que con el tiempo, no habrá en toda la isla un muchacho mejor vestido que el hijo de mi madre. Pero puesto que no puede ser general, buen hombre, puede tener al menos el consuelo de saber que no se lucha sin usted. Todos están de acuerdo en que los franceses no resistirán mucho tiempo, y que obtendremos la paz sin enemigos.

—Tanto mejor, tanto mejor, muchacho. ¡El que haya visto como yo los horrores de la guerra, dará gracias a Dios! He visto muchas cosas, has de saber que el precio debe ligarse a las dulzuras físicas de la paz.

—¿No se haría raro, buen hombre, en la nueva situación que queréis tomar?

—¡Yo! He pasado por cinco largas y sangrientas guerras, y puedo decir que a Dios gracias he salido de ellas felizmente, ya que no he recibido ni un rasguño más grande que el que podría hacerme esta aguja. ¡Sí, son cinco largas, sangrientas, y puedo decirlo, gloriosas guerras a las que he sobrevivido sano y salvo!

—Debe haber viajado mucho y caminado desde muy joven, buen hombre, para ver todas esas cosas y no sufrir ningún daño.

—¡Sí, sí, por poco que sea he sido viajero, Pardy! He ido dos veces por tierra a Boston, y he cruzado una vez el gran estrecho de Long Island para bajar a la ciudad de York. Esta última empresa es muy peligrosa vista la distancia, y sobre todo porque es preciso pasar por un lugar llamado Puerta del Infierno.

—Con frecuencia he oído hablar de ese lugar y puedo decirle también que conozco muy bien a un hombre que lo ha pasado dos veces, una para ir a York, y la otra de regreso a su casa.

—Con ellas habrá tenido bastante, estoy seguro. ¿Te ha hablado de la Gran Marmita que hierve y que zumba como si Belcebú atizara por debajo sus fuegos más violentos? ¿Te ha hablado del Lomo de Jabalí por encima del cual el agua se precipita con tanta violencia que parece que no cae, y que yo compararía, a las grandes cascadas del Oeste? Gracias a la prudente destreza de nuestros marinos y al extraño valor de nuestros pasajeros, tuvimos éxito, y sin embargo debo confesarlo, y poco me importan que se rían, es una dura prueba para el valor penetrar en ese terrible estrecho.

—¿Atravesó la Puerta del Infierno por tierra? —preguntó el campesino con atención.

—Ciertamente hubiera sido blasfemar y tentar a la Providencia de una manera impía si dijese otra cosa, cuando vimos que nuestro deber nos llamaba para tal sacrificio; pero el peligro pasó, como pasará, así lo espero, esta guerra sangrienta en la que nosotros dos hemos desempeñado nuestro papel, y entonces, espero humildemente, que Su Graciosa Majestad tenga a bien dirigir sus augustos pensamientos hacia los piratas que infectan la costa, y ordene a alguno de sus valientes capitanes que dé a esos granujas el mismo tratamiento que ellos quieren imponer a los demás. Será un maravilloso espectáculo para mis débiles ojos ver al famoso Corsario Rojo, tanto tiempo perseguido, llegando a este mismo puerto a remolque de un barco del rey.

—¿Acaso es un granuja furioso ése de quien habla?

—¡Él! Hay más de uno en ese barco de contrabando, son todos unos bandidos sedientos de sangre y rapiñas, hasta el último de los grumetes de la tripulación. ¡Es una verdadera tristeza, una verdadera desolación, Pardy, oír el relato de sus fechorías en los mares del rey!

—Mucho he oído hablar del Corsario —contestó el campesino—, pero nunca me han contado con detalle sus piraterías.

—¿Cómo vas a poder conocer, muchacho, tú que vives en el interior, lo que ocurre en el vasto océano, igual de bien que nosotros que vivimos en un puerto tan frecuentado por los marinos? Temo que regreses tarde a tu casa, Pardon —añadió dirigiendo la mirada a unas rayas trazadas sobre las tablas de su tienda, por medio de las cuales podía calcular la marcha del sol—; van a dar las cinco de la tarde, y tienes que andar dos veces ese número de millas antes de poder, moralmente hablando, alcanzar el punto más cercano de la granja de tu padre.

—El camino es fácil y la gente honrada —respondió el campesino al que no preocupaba que se hiciese medianoche, con tal de poder llevar el relato de algunos terribles robos sobre el mar a los oídos de quienes, como él sabía bien, le rodearían a su vuelta para conocer las noticias del puerto—. ¿Y es en efecto tan temible y tan buscado como el pueblo dice?

—¡Buscado! Hay pocos marinos en el gran océano, tan valientes para la guerra como Josué el gran caudillo judío, que no prefiriesen mejor ver antes tierra que las velas de ese maldito pirata. Los hombres combaten por la gloria, Pardon, como puedo decir haberlo visto a través de tantas guerras, pero nadie quiere encontrar un enemigo que, de buenas a primeras, levante un estandarte sangriento, y que está preparado para hacer saltar por el aire a amigos y enemigos si se da cuenta que el brazo de Satán no es suficientemente largo para socorrerle.

—¿Si el granuja es tan furioso —dijo el muchacho dando a sus miembros vigorosos un aire de orgullo— por qué la isla y sus plantaciones no envían un barco para traerlo aquí, a fin de que se pudiese disfrutar del espectáculo de una horca beneficiosa? Que el tambor redoble con este fin en nuestro vecindario, y creo que uno por lo menos se presentará voluntario.

—¡He aquí los propósitos de un hombre que jamás ha visto una guerra! ¿De qué sirven los mayales y las horcas contra unos hombres que están vendidos al diablo? Se ha visto con frecuencia al Corsario por la noche o en el momento en que el sol acababa de ponerse, junto a los barcos de Su Majestad y encontrándose totalmente cercados los bandidos, había motivos para creer que les tenían ya encadenados; pero cuando amanecía, el pájaro había escapado de su nido, el diablo sabrá cómo.

—¿Y los malvados están tan sedientos de sangre que han sido llamados Rojos?

—Ese es el nombre de su jefe —respondió el sastre confiado en la importancia que le daba el conocimiento de una leyenda tan importante—, y tal es también el nombre que se le da a su barco; que ningún hombre que haya puesto el pie en él ha regresado para contar si había otro mejor o peor. ¡Dios mío, ni viajero ni marinero! El barco es como una balandra real, según se dice, por su forma y construcción. Pero ha escapado milagrosamente a más de una buena fragata, y una vez, uno lo dice muy bajo, pues nadie se atrevería a pronunciar muy alto tan escandaloso relato, permaneció durante una hora bajo el fuego de un barco de cincuenta cañones, y a la vista de todos pareció hundirse como la sonda hasta el fondo del mar; pero cuando aplaudían y felicitaban a sus vecinos por el feliz castigo que se había dado a los granujas, entró en el puerto un navío de las Indias Occidentales que había sido saqueado por el Corsario al día siguiente en que se pensó que ya habían terminado con ellos para siempre.

—¡Y bien!, es inaudito —respondió el campesino a quien el relato empezaba a causar una profunda impresión—. ¿Es un barco bien hecho, y de buen ver? ¿Y, se podría decir que es un barco viviente?

—Hay distintas opiniones: unos dicen que sí, otros que no. Pero yo sé de un hombre que ha viajado una semana en compañía de un marino que, arrastrado por una borrasca, ha pasado a una distancia de cien pies de ese barco. La mano del Señor se hizo notar en las olas, y el Corsario tuvo que cuidar de que su barco no sucumbiera. El amigo de mi amigo vio perfectamente al barco y al capitán, sin correr el menor peligro. Decía que el pirata era un hombre que podía ser algo más grueso que la mitad del predicador de hoy, tenía el pelo del color del sol en una niebla, y unos ojos que nadie quisiera ver por segunda vez. Le vio tan bien como yo le veo a usted; pues el bandido se mantenía sobre la tilla de su barco, haciendo señas al honrado mercader, para que no avanzase por temor a que los dos navíos se dañasen al chocar.

—Era un intrépido marino este mercader, para osar aproximarse tanto a semejante malvado sin piedad.

—Yo le aseguro, Pardon, que lo hacía absolutamente contra su voluntad. ¡Pero la noche era tan oscura!

—¡Oscura! —interrumpió el otro—. ¿Entonces cómo pudo verle tan bien?

—Esto nadie sabría decirlo —respondió el sastre—; pero por lo que se ve, él ha visto bastante bien todo lo que le he dicho. Más aún, ha tomado buena nota del barco, con el propósito de reconocerlo si el azar o la Providencia le pone otra vez en su camino. Era un largo barco negro, hundido en el agua al igual que una serpiente en el césped, con un aire de maldad diabólica, y una dimensión muy grosera. Todo el mundo dice que parece navegar más rápido que las nubes, y que demuestra inquietarle poco el lado por donde sople el viento; también dicen que no es fácil escapar a su persecución ni al tratamiento que prepara. Después de todo lo que he oído decir, hay cierta relación con ese navío negrero que ancló la semana pasada en el puerto, Dios sabe por qué, en nuestra bahía.

Como el sastre parlanchín había necesariamente perdido muchos ratos preciosos en contar la historia que precede, se puso entonces a recuperarlos con gran actividad, ayudándose con rápidos movimientos de la mano sosteniendo la aguja y con gestos de la cabeza y de los hombros. Al mismo tiempo, el campesino, cuyo espíritu estaba muy lleno de lo que acababa de oír, dirigió los ojos hacia el barco que el otro le señalaba con el dedo, para hacerse una idea, y aprenderse todo lo que tenía relación con una historia tan interesante, a fin de poderla contar después con todos sus detalles. Fue necesario un momento de interrupción en la conversación, mientras que los dos interlocutores se ocupaban cada uno de lo suyo. Pero el silencio fue súbitamente roto por el sastre, que cortó el hilo con el que terminaba el traje de Pardon, lo dejó todo sobre el banco, levantó sus gafas, y dirigió su vista hacia el barco sobre el que los ojos de su compañero permanecían fijos.

—¿Sabe, Pardy —dijo—, qué raros pensamientos, qué crueles sospechas se me han ocurrido en relación con ese barco? Se cuenta que es un negrero llegado aquí para coger agua y madera; lleva ya una semana ahí, y que me muera si se ha llevado a él una sola tabla; en cuanto al agua, le digo que por cada gota de agua han transportado a bordo por lo menos diez de ron de Jamaica. Además, puede ver que ha anclado en un lugar en el que no hay ni un solo cañón de la batería que pudiese esperarle; mientras que si hubiese sido un sencillo barco mercante, se hubiera colocado naturalmente en un lugar donde, si algún corsario codicioso llegaba a rondar alrededor del puerto, se hubiese encontrado en el más ardiente fuego.

—Es usted muy astuto, buen hombre —dijo el campesino embobado—. ¡Pues bien!, yo apenas hubiera sospechado eso.

—Es la práctica, la experiencia, Pardon, la que nos hace hombres. Debo saber cosas de las baterías, yo que he visto tantas guerras y que he servido durante una semana en ese fuerte, cuando el rumor se extendió de que los franceses enviaban una flota de Louisbourg para cruzar la costa. En esa ocasión tuve por misión hacer de centinela junto al cañón, y examiné veinte veces la pieza en todos los sentidos, a fin de ver en qué dirección el cañonazo partiría en caso que fuera necesario hacer fuego.

—¿Y quiénes son esos hombres? —preguntó Pardon con esa especie de boba curiosidad que había despertado las maravillas contadas por el sastre—. ¿Son esos marineros del barco negrero o de los ociosos de Newport?

—¡Ellos! —gritó el sastre mirando el pequeño grupo que le señalaba el campesino—; seguro que son recién llegados, y puede ser interesante examinarlos más de cerca en estos tiempos de turbación. ¡Eh! Nab, toma este vestido y dobla las costuras, holgazana, pues el vecino Hopkins tiene prisa, mientras que tu lengua parece la de un abogado en un tribunal de justicia. Ahorra codos muchacha; esto no es muselina sino una tela sobre la que se podría sostener una casa.

Descargándose así del resto de su trabajo en una criada de aspecto ceñudo que fue obligada a dejar de hablar con un vecino para obedecer sus órdenes, cojeando salió de su tienda al aire libre.