Poco antes de la hora en que normalmente se tomaban un descanso para almorzar, Tate Jordan dio la señal, y el nutrido grupo de hombres lanzó un alarido y se dirigió hacia el casco del rancho. Sam iba entre ellos, bromeando con Josh acerca de su esposa e hijos, a la vez que otros dos hombres la provocaban a ella. Uno de ellos la acusaba de haber tenido un amante que le pegaba, lo que se tenía bien merecido «a juzgar por lo bocaza que eres»; el otro sugería que seguramente era madre de once hijos y tan pésima cocinera que estos la habían arrojado del hogar.
—Hasta luego —le dijo ella alegremente a Josh, al separarse del grupo para encaminarse a la casona.
Se ducharía y se pondría unos tejanos limpios, pues había prometido volver al comedor general con el fin de ayudar a decorar el árbol de Navidad. Se habían formado conjuntos corales para entonar villancicos y también se habían designado las comisiones que se encargarían de hornear los pasteles y de otros menesteres similares. En el rancho Lord la celebración de la Navidad era un acontecimiento que no podía compararse a ningún otro.
Cuando entró en la casona, Caroline estaba inclinada sobre un enorme libraco de contabilidad con el ceño fruncido, y Samantha se colocó a sus espaldas y le dio un gran abrazo.
—¡Oh, me has asustado!
—¿Por qué no descansas un poco para variar? ¡Es Navidad!
—¿Me parezco a Scrooge ya? —El rostro de Caroline se distendió en una cálida sonrisa—. ¿Debo exclamar: «¡Bah, patrañas!»?
—Aún no. Espera hasta mañana. ¡Y entonces podremos torturarte con los penosos recuerdos de las navidades del pasado!
—¡Oh, conservo algunos de esos recuerdos!
Caroline se quedó pensativa unos instantes mientras guardaba el libro de contabilidad del rancho. De repente se había acordado de Hollywood y de las extravagantes navidades que allí pasó. Y mientras la observaba, Samantha adivinó los pensamientos que cruzaban por su mente.
—¿Aún echas de menos todo aquello? —le preguntó, si bien lo que quería decir era: «¿Aún echas de menos a tu marido?». En cuanto hubo formulado la pregunta, a Sam se le ensombrecieron los ojos. Era como si necesitara descubrir por sí misma cuánto tiempo duraría la congoja que la atenazaba.
—No —respondió Caroline con voz dulce—. No creo que nunca lo echara de menos, después de pasados los primeros tiempos. Es curioso, pero me parece que siempre me ocurrió lo mismo. Durante mucho tiempo, no me di cuenta; sólo lo descubrí cuando vine aquí. Siempre he sido feliz en este sitio, Sam. Este es el lugar adecuado para mí.
—Lo sé. Siempre tuve esa sensación.
Samantha la envidiaba, pues ella aún no había encontrado su propio lugar.
—¿Añoras mucho a Nueva York, Sam?
Samantha meneó la cabeza pausadamente.
—No, a Nueva York no. A algunos de mis amigos. Mi amigo Charlie y su esposa Melinda y sus tres hijos. Uno de ellos es mi ahijado. —Y de pronto, al decirlo, se sintió sola y abandonada, presa de una inmensa añoranza por los seres que había dejado atrás—. Y tal vez también a mi jefe, Harvey Maxwell. Es el director creativo de la agencia. Él ha sido como un padre para mí. Supongo que le echo de menos a él también.
Mientras hablaba, la iba invadiendo una sensación de desamparo al pensar en John… y en la primera Navidad sin él. Involuntariamente, se le llenaron los ojos de lágrimas y desvió la mirada, pero a Caroline ello no le pasó inadvertido y le tomó afectuosamente la mano.
—Entiendo… —Extendió los brazos y atrajo a Samantha hacia ella—. Recuerdo lo que sentí cuando perdí a mi esposo. Aquel fue un año muy arduo para mí.
Sam se limitó a asentir con un gesto, y sus hombros se estremecieron convulsivamente cuando ella apoyó la cabeza en el delicado hombro de tía Caro; al cabo de unos instantes, lloriqueando, se separó de ella.
—Lo siento —dijo, sonriendo con embarazo a través de las lágrimas—. ¡Qué sensiblera soy! No sé por qué me puse así.
—Porque es Navidad y estuviste casada con él todos estos años. Es muy natural, Sam. Por el amor de Dios, ¿qué esperabas?
Pero nuevamente, como le había ocurrido un millar de veces desde que se enteró de que John había abandonado a Sam, Caroline sintió rabia por lo que aquel había hecho. ¿Cómo había podido abandonar a una joven tan exquisita por aquella perra fría como el hielo que había visto a hurtadillas la otra noche, tratando de descubrir la razón por la cual John la había preferido a ella en vez de Sam? El único motivo que pudo encontrar era el niño, pero le pareció que no era una razón suficiente como para que un hombre se volviera totalmente loco y abandonara a una mujer como Sam. Sin embargo, eso era lo que había hecho, aun cuando ella no lo comprendiese.
—¿Vas a ir a ayudarles a decorar el árbol?
Samantha asintió y volvió a sonreír valientemente.
—También les prometí preparar unos bizcochos, pero quizá tendrás que lamentar que lo haya hecho. Los muchachos me tomaban el pelo diciendo que una mujer que monta a caballo como lo hago yo lo más probable es que sea una pésima cocinera. Y lo malo del caso es que tienen razón.
Ambas prorrumpieron en risas, y Sam le dio un beso y luego la abrazó de nuevo.
—Gracias —le dijo en un ahogado susurro.
—¿De qué? No seas tonta.
—Por ser una buena amiga.
Al separarse de Caroline, vio que sus ojos también estaban arrasados por las lágrimas.
—¡Qué tonta eres! ¡Nunca vuelvas a darme las gracias por ser tu amiga! ¡O dejaré de serlo!
Trató de adoptar una expresión de enojo sin lograrlo, y luego empujó a Samantha hacia la puerta para que fuese a decorar el árbol. Media hora más tarde, Samantha se hallaba en el comedor general, subida a una alta escalera, colgando esferas plateadas, verdes, rojas, azules y amarillas en el árbol. Los niños hacían lo mismo en las ramas más bajas, y los más pequeños lo decoraban con orlas de papel que ellos mismos habían confeccionado. Había un grupo de personas mayores que se afanaba en ensartar arándanos y palomitas de maíz, y un círculo de hombres y mujeres elegían ornamentos para el árbol y hacían tanto o más barullo que la gente menuda. Formaban una gran congregación de personas felices: las mujeres hacían circular grandes cuencos con palomitas de maíz, fuentes con tortas de azúcar negro, cajas con bizcochos, todo ello preparado en el rancho o en «casa». Por todas partes había gente trabajando con el mejor espíritu navideño. Incluso Tate Jordan se encontraba allí, y, como gigante oficial del rancho, había accedido a colocar la estrella en lo alto del árbol. Llevaba a un niño sobre cada hombro, y el Stetson negro colgaba de una percha junto a la entrada. Sólo cuando se acercó al árbol se dio cuenta de la presencia de Samantha, y entonces, dejando a los pequeños en el suelo, le sonrió. Subida a la escalera, por una vez ella era más alta que Jordan.
—¿La hacen trabajar, Sam?
—Claro.
Ella le devolvió la sonrisa, pero a partir de aquel momento en que se había dejado vencer por la nostalgia, su expresión había perdido algo de su natural brillantez. Tate se adueñó momentáneamente de la escalera y se encaramó a ella para colgar la enorme estrella plateada. Agregó unos angelitos y unas cuantas esferas brillantes en las ramas circundantes, sujetó las luces y luego descendió y le devolvió la escalera a Samantha.
—Muy bonito.
—Alguna ventaja tiene que haber en ser tan alto como soy. ¿Quiere una taza de café?
Lo preguntó con toda naturalidad, como si fuesen amigos de siempre, y esta vez la sonrisa de Samantha fue más luminosa cuando le contestó:
—Se lo agradeceré.
Tate regresó con dos tazas y unos bizcochos, y procedió a alcanzarle a Samantha un surtido de adornos que, entre sorbo y sorbo, y mordisqueando algún que otro bizcocho, ella fue colgando siguiendo las sugerencias que él le formulaba. Por último, Samantha hizo una mueca después de que el ayudante del capataz le indicara dónde colgar un angelito plateado.
—Dígame, señor Jordan, ¿tiene usted que estar siempre dando órdenes?
Él se quedó unos instantes pensativo y luego repuso:
—Sí, me parece que sí.
Samantha le observó, tomando un sorbo de café.
—¿No le resulta cansado?
—No. —Y luego la miró fijamente—. ¿Y a usted? Me refiero a si le resulta cansado dar órdenes.
Presentía que a ella también le gustaba manejar las cosas. Algo en ella sugería que estaba acostumbrada a mandar.
—Sí, mucho.
—¿Y por eso está aquí?
Era una pregunta directa, y ella se quedó mirándole un largo rato antes de responder.
—En parte.
Cuando ella le contestó. Tate se estaba preguntando si la joven habría sufrido alguna crisis nerviosa. Estaba seguro de que debía de existir una razón muy poderosa por cuya causa había ido al rancho, y también tenía la certeza de que no se trataba de un ama de casa común y corriente huyendo de su hogar. Pero no sabía descubrir indicio alguno que le hiciera suponer que estaba un poco loca. En verdad, no encontraba ninguna sólida razón.
—Samantha, ¿qué hace usted cuando no está en California trabajando en algún rancho?
Ella no tenía deseos de contestarle, pero le gustó la franqueza con que le hablaba. No quería que se resintiera su relación en el plano laboral por el hecho de hacerse la chica lista recurriendo a respuestas insinceras que le causaran resquemor. Sentía simpatía por aquel hombre y le respetaba, aunque a veces le detestaba, pero consideraba que era excelente en su trabajo. ¿Qué sentido tenía jugar al gato y al ratón con él?
—Escribo guiones publicitarios.
Era una forma de explicar muy sumariamente en qué consistía su trabajo, pero bastaba por el momento. En cierto modo, en Crane, Harper & Laub su puesto no difería mucho del de un ayudante de capataz. Al pensar en ello, sonrió.
—¿Qué es lo que le hace gracia?
Él pareció confundido al observarlo.
—Nada. Es sólo que me di cuenta de que su cargo y el mío son muy parecidos. En la agencia de publicidad donde trabajo hay un hombre que se llama Harvey Maxwell y viene a ser una especie de Bill King. También es viejo y uno de estos días se retirará, y…
De repente lamentó haber dicho aquellas palabras, pues seguramente Tate Jordan la detestaría si suponía que ella deseaba ocupar el puesto de un hombre, pero él le sonrió cuando ella enmudeció tan bruscamente.
—Adelante, dígalo.
—¿Que diga qué?
Trató de adoptar la expresión más inocente del mundo.
—Que probablemente ocupará ese puesto.
—¿Qué le hace suponer una cosa semejante? —A pesar del bronceado se notaba el rubor de sus mejillas—. Yo no dije eso.
—No era necesario. Dijo que nuestros cargos eran similares. Entonces quiere decir que es usted ayudante del capataz, ¿no es así? —Por alguna razón que se le escapaba, Samantha tuvo la impresión de que él estaba gozoso, como si aquello le divirtiese—. Muy bien. ¿Le gusta su trabajo?
—A veces. Hay momentos en que la actividad se vuelve febril y enloquecedora, y lo detesto.
—Por lo menos no tiene que pasarse doce horas montada en un caballo bajo la lluvia.
—Así es.
Samantha volvió la cabeza hacia él con una sonrisa, súbitamente intrigada por aquel hombre tan afable que se había mostrado tan rudo y exigente los primeros días que pasó en el rancho, y que tanto se había enfurecido cuando montó a Black Beauty, y en cambio ahora parecía una persona totalmente distinta mientras tomaban café y comían bizcochos junto al árbol de Navidad. Le miró con atención unos instantes y entonces resolvió preguntarle algo. Le pareció que en aquel momento no podría enfadarse, no podría vejarla.
—Dígame una cosa: ¿por qué se enfureció tanto conmigo el día que monté a Black Beauty?
Él se quedó muy quieto unos segundos, y acto seguido dejó la taza de café y la miró fijo a los ojos.
—Porque consideré que era peligroso para usted.
—¿Porque no creía que fuese lo suficientemente buena amazona como para montarlo?
Esta vez no era desafiante el tono de su voz; ante la pregunta directa, le contestó con una respuesta directa.
—No. El primer día ya supe que era una buena amazona, por el modo de montar a Rusty y de llegar a sacar bastante buen partido del viejo jamelgo. Me di perfecta cuenta de que era buen jinete. Pero hace falta algo más que eso para montar a Black Beauty. Se requiere prudencia y fuerza, y no estoy muy seguro de que usted esté muy dotada de ninguna de ambas cosas. En realidad, estoy seguro de ello. Un día ese caballo matará a alguien y no quisiera que ese alguien fuese usted. —Calló por un momento y luego prosiguió con voz ronca—: La señorita Caroline jamás debió comprar ese animal. Es un caballo malo, Sam. —La miró con una extraña expresión en el rostro—. Lo siento en mis vísceras. Esa bestia me da miedo. —Y entonces a ella le sorprendió que le hablara en voz tan baja—. No quiero que vuelva a montarlo nunca más. —Ella no respondió y al cabo de un largo rato desvió la mirada—. Pero eso no concuerda con su modo de ser, ¿verdad? ¿Rechazar un desafío, evitar un riesgo? Sobre todo ahora.
—¿Qué quiere decir con eso? —inquirió ella, confundida por lo que él le acababa de decir.
Tate Jordan la miró fijamente a los ojos antes de responder.
—Tengo el presentimiento de que acaba de perder algo que le era muy precioso…, a alguien, más probablemente… Eso es lo único que a la mayoría de la gente le importa. Entonces es posible que en estos momentos no sea todo lo cautelosa que debiera ser en todos sus actos. Por lo tanto es un mal momento para montar un demonio como ese. Prefiero verla cabalgando en cualquier caballo del rancho antes que en ese animal. Pero supongo que usted no renunciará a montar un semental pura sangre por el solo hecho de que se lo diga yo.
Samantha no sabía qué contestarle cuando él terminó aquella larga perorata, y su voz sonó ronca cuando por fin lo hizo.
—Tiene usted razón en muchas cosas, Tate. —Su nombre era nuevo y sonaba raro en sus labios, y cuando levantó los ojos hacia él, su voz se tornó más dulce—. Cometí un error al montarlo… en la forma en que lo hice. Esa mañana corrí muchos riesgos. —Y después de una breve pausa, agregó—: No puedo prometerle que no volveré a montarlo jamás, pero cuando lo haga tendré más cuidado. Eso sí que se lo prometo. Lo haré a plena luz del día, por terrenos conocidos y no saltaré por encima de ningún arroyo con lecho rocoso que no pueda ver con claridad…
—¡Santo Dios, qué razonable se ha vuelto! —exclamó él, sonriendo—. ¡Estoy impresionado!
Estaba bromeando, y Samantha esbozó una sonrisa.
—¡No es para menos! No puede imaginarse las cosas que he hecho con los caballos en el curso de los años.
—Debería dejar de hacer esas tonterías, Sam. No valen el precio que puede llegar a pagar.
Ambos guardaron silencio unos instantes. Uno y otro sabían de gente que había sufrido accidentes, parapléjicos que debían pasar el resto de su vida en una silla de ruedas por haber cometido la imprudencia de arriesgarse a efectuar un salto peligroso.
—Nunca comprendí ese loco afán por saltar que tienen en el Este. Demonios, Sam, uno puede matarse comportándose de esa manera. ¿Vale la pena?
Samantha dejó que su mirada se encontrara con la de él.
—¿Importa acaso?
Él fijó en ella sus ojos penetrantes y acerados.
—Tal vez no le importe en estos momentos, Sam. Pero llegará un día en que volverá a importarle. No cometa una tontería. El pasado no se puede cambiar.
Ella asintió pausadamente con la cabeza y sonrió. Tate Jordan era un hombre extraño y perceptivo, y se dio cuenta de que poseía cualidades que, en un primer momento, le habían pasado inadvertidas. Ahora descubría que no era tan superficial como había supuesto. Los años que había pasado tratando con hacendados y vaqueros, ganando y perdiendo, y trabajando hasta caer exhausto, no habían sido en vano. Había aprendido el oficio y, además, a conocer a la gente, lo cual no es nada simple.
—¿Más café?
Tate la miraba de nuevo con una ligera sonrisa, y ella meneó la cabeza.
—No, gracias, Tate. —Esta vez sus labios pronunciaron con más facilidad ese nombre—. Debo comenzar a moverme. Formo parte del equipo de panaderos. ¿Y usted?
Con una mueca, él se inclinó para decirle al oído:
—Yo soy Papá Noel.
—¿Qué?
Ella le miró entre confundida y divertida, sin saber si le estaba tomando el pelo.
—Soy Papa Noel —repitió Tate, vocalizando apenas las palabras y luego, acercándose más a ella, le explicó—: Todos los años me disfrazo, y la señorita Caroline me da una bolsa llena de juguetes para los niños. Y hago de Papá Noel.
—Oh, Tate, ¿usted?
—¡Diablos, por algo soy el más alto del rancho! —exclamó tratando de restarle importancia, pero era evidente que ello le llenaba de gozo—. Realmente vale la pena por los chicos. —Y entonces la miró de nuevo con expresión interrogadora—. ¿Tiene hijos?
Ella denegó moviendo lentamente la cabeza, sin que sus ojos revelaran el vacío que sentía.
—¿Y usted?
Había olvidado momentáneamente lo que Josh le había contado acerca de él.
—Tengo uno. Trabaja en un rancho, no lejos de aquí. Es un buen muchacho.
—¿Se parece a usted?
—No. En nada. Es más bien delgado y pelirrojo como su madre.
Esbozó una sonrisa, al decirlo, pensando en su hijo con evidente orgullo.
—Es usted un hombre muy afortunado —le dijo ella, y se le veló la voz de nuevo.
—Eso creo yo también. —Sonrió y bajó tanto el tono de su voz que esta casi se convirtió en una caricia—. Pero no te preocupes, palomino, un día no muy lejano volverá a sonreírte la fortuna a ti también.
Le tocó suavemente el hombro y se alejó de ella.