Capítulo 7

—¿No va usted a montar a Black Beauty esta mañana?

Casi estuvo a punto de abofetearle cuando se subía a horcajadas sobre Navajo y se acomodaba en la silla, pero, sin ninguna razón en particular, en vez de ello le sonrió.

—No, pensé que le haría bien un poco de descanso, señor Jordan. ¿Y qué me dice de usted?

—Yo no monto pura sangres, señorita Taylor.

Los ojos verdes se reían de ella al compás de los pasos de danza de su pintado.

—Quizá le convendría hacerlo.

Pero él no le replicó y se alejó para conducir a sus hombres hasta una parte alejada del rancho. Su grupo era más nutrido que de costumbre, y hoy Bill King y Caroline también iban con ellos. Sin embargo, Samantha apenas les vio. Estuvo demasiado atareada realizando la labor que le habían asignado. Ahora ella ya estaba segura de que los hombres la habían aceptado. No era que lo hubieran pensado ni que lo desearan siquiera. Pero ella había trabajado tan esforzadamente y demostrado un dominio tan extraordinario en el manejo de los caballos, así como una dedicación tan extrema a la tarea de salvar los terneros huérfanos, que se ganó las simpatías de todos ellos. Esa mañana dejaron de llamarla «señorita Taylor», y ni una sola vez se escuchó la palabra «señora» de sus labios. Ella perdió absolutamente la noción del tiempo y sólo a la hora de cenar tuvo oportunidad de sentarse a conversar con Caroline de nuevo.

—¿Sabes, Sam? Eres una maravilla. —Le sirvió a Samantha una segunda taza de café y se repantigó en el cómodo sillón de la cocina—. Podrías estar en Nueva York, sentada detrás de un escritorio, creando exóticos cortos publicitarios y viviendo en un apartamento que es la envidia de todos tus conocidos, y en vez de ello te encuentras aquí, enlazando vacas, transportando terneros enfermos, reparando cercas con mis vaqueros, recibiendo órdenes de hombres que apenas han terminado la escuela primaria, levantándote antes del amanecer y montando a caballo todo el santo día. Te aseguro que muy pocas personas lo comprenderían. ¿Qué piensas tú de lo que estás haciendo?

Los ojos azules de Caroline la miraban inquietos, y Samantha le sonrió.

—Pienso que estoy haciendo la primera cosa sensata en muchos años, y eso me encanta. Además —agregó con una mueca infantil—, me imagino que si permanezco aquí el tiempo suficiente, puedo volver a tener la oportunidad de montar a Black Beauty de nuevo.

—Oí decir que a Tate Jordan no le hizo mucha gracia.

—No creo que le haga mucha gracia nada de lo que yo hago.

—¿Acaso le has dado un susto de muerte, Sam?

—Lo dudo. Con lo arrogante que es, se necesitaría a alguien mucho más feroz que yo para asustarle.

—No creo que ese sea el caso. Pero me dijeron que admira tus condiciones de amazona. Viniendo de él, eso es un gran halago.

—Eso me pareció esta mañana, pero habría preferido la muerte antes que reconocerlo francamente.

—Tate no es distinto de los demás. Este es su mundo, Sam, no el nuestro. En un rancho, la mujer aún es un ciudadano de segunda categoría, por lo menos la mayor parte del tiempo. Aquí, todos ellos son reyes.

—¿Te preocupa eso?

Samantha la observaba, intrigada, pero la mujer de más edad se ablandó notablemente al tiempo que se quedaba pensativa y una dulce expresión le velaba la mirada.

—No; me gusta que sea así.

Su voz sonó sumamente preñada de ternura y cuando le sonrió a Samantha casi parecía una niña. En una fracción de segundo, quedó explicado todo lo concerniente a Bill King. A su manera, el hombre la dominaba, y ella estaba encantada. Así había sido durante años. Caroline respetaba su poder, su fuerza y su masculinidad; su juiciosa capacidad para dirigir el rancho y su autoridad para manejar a los vaqueros. Caroline era la propietaria del rancho, pero era Bill King quien siempre la había ayudado a conducirlo desde las sombras, quien silenciosamente sujetaba las riendas junto con ella. Los vaqueros la respetaban, pero como mujer, como figura decorativa. Era Bill King quien siempre les había tenido al trote. Y Tate Jordan era quien se encargaba de hacerles trotar ahora. En todo ello había algo con terribles connotaciones machistas, primitivas e incitantes. Como mujer moderna, quería resistirse a la atracción que ejercía en ella, pero no podía. La fascinación de aquella masculinidad era demasiado poderosa.

—¿Te gusta Tate Jordan?

Era una pregunta absurda, directa, y sin embargo Caroline la había formulado de una manera tan ingenua, que Samantha no pudo menos que reír.

—¿Si me gusta? No creo que eso suceda jamás. —Pero no era eso lo que Caroline había querido decir, y ella lo sabía, por lo que soltó una risita argentina al tiempo que se recostaba contra el respaldo del asiento—. Es bueno en lo suyo, supongo, y le respeto por ello, aunque no es un hombre con quien sea fácil entenderse, y no creo que me tenga mucha simpatía. Es atractivo, si a eso te referías, pero también es inaccesible. Es un hombre raro, tía Caro. —Caroline asintió en silencio. Una vez ella también había dicho algo parecido con respecto a Bill King—. ¿Por qué me lo preguntas?

En verdad, no había nada entre ellos, nada que Caroline hubiese podido advertir mientras les estuvo observando en el curso de todo el día.

—No lo sé. Fue sólo un presentimiento. Tenía la impresión de que te gustaba —contestó con la misma naturalidad con que lo habría hecho una jovencita.

—Eso lo dudo —replicó Samantha entre divertida y escéptica. Y luego agregó con más firmeza—: Pero, de cualquier manera, no es para eso que estoy aquí. Vine para superar la crisis provocada por la ruptura con un hombre, y para ello no tengo ninguna necesidad de liarme con otro. Y mucho menos con uno de aquí.

—¿Por qué dices eso? —le preguntó Caroline sorprendida.

—Porque somos todos extraños entre sí. Yo soy una extraña para ellos, y ellos son unos extraños para mí. Yo no comprendo sus modos y costumbres así como ellos no comprenden los míos. No —añadió, con un suspiro—, yo vine aquí a trabajar, tía Caro, no a juguetear con los vaqueros.

Caroline se echó a reír al escuchar las palabras que Samantha había empleado y meneó la cabeza.

—Sin embargo, así es como comienzan esas cosas. Nadie tiene intención de…

Caroline se puso en pie, metió los platos dentro del fregadero y, minutos más tarde, comenzaba a apagar las luces de la cocina. Samantha lamentó no haberla presionado para que siguiera hablando, pero tuvo la impresión de que Caroline no deseaba hablar más del tema. Silenciosamente, ya se había cerrado una puerta.

—La verdad es, tía Caro, que ya me enamoré de alguien, ¿sabes?

—¿De veras?

Caroline interrumpió instantáneamente lo que estaba haciendo y se quedó estupefacta. Nada le había hecho sospechar que su amiga ya tuviera un amorío.

—Sí.

—¿Seré indiscreta si te pregunto quién es?

—En absoluto. —Samantha le sonrió dulcemente—. Estoy muy enamorada de tu pura sangre.

Ambas celebraron la ocurrencia con una carcajada y al cabo de un rato se dieron las buenas noches.

Cuando estuvo sola, Samantha se puso a analizar las preguntas que Caroline le había formulado acerca de Tate Jordan, sin llegar a comprender qué había sido lo que la hizo sospechar que sentía atracción por aquel hombre. En realidad, no era así. Si acaso, más bien le causaba fastidio. ¿O no? De pronto se dio cuenta de que se estaba interrogando a sí misma. En realidad, Tate Jordan era tremendamente apuesto, como un modelo de anuncio televisivo… como un galán soñado. Pero no era el hombre de sus sueños: alto, moreno y bien parecido. Sonrió, mientras su mente volaba en alas del recuerdo de John Taylor… John, con su esplendorosa belleza, sus largas piernas, sus ojos grandes y casi del color del zafiro… Su vida juntos había sido perfecta, y habían sido tan felices… Todo lo habían hecho juntos…, todo… salvo enamorarse de Liz Jones. Eso John lo había hecho solo.

Al menos, se consoló a sí misma al tiempo que le alejaba de sus pensamientos, al decirse que no había visto el telediario. Y dentro de una semana sería Navidad, y después de que lograra salir con vida de esa contingencia —su primera Navidad sin John, la primera vez en once años que estaría sin él—, entonces estaría segura de que era capaz de seguir viviendo. Y mientras tanto, todo lo que tenía que hacer era trabajar de la mañana a la noche, día a día, mes a mes. Por fin, comenzaba a darse cuenta de que seguiría viviendo. En el momento en que cerraba los ojos y se sumía en el sueño, se felicitó a sí misma por la acertada decisión de trasladarse al Oeste. Y esta vez, además de Liz y John y Harvey Maxwell, otras personas poblaron sus sueños: Caroline que trataba desesperadamente de decirle algo que ella nunca podía oír con claridad; Josh, que se reía, siempre se reía, y un hombre alto de pelo negro montado en un hermoso caballo también negro con una estrella en la frente y dos franjas blancas en los extremos de las patas. Ella iba montada detrás de él, a pelo, y se aferraba a su cuerpo mientras cabalgaba en la noche. No sabía con certeza a dónde se dirigían ni de dónde venían, pero ella se sentía segura junto a él, mientras galopaban en perfecta sincronización de movimientos. Y cuando despertó al sonar el despertador a las cuatro y media, se sintió extrañamente descansada, pero no logró recordar nada del sueño.