Capítulo 6

A la mañana siguiente, cuando Samantha logró arrancar su cuerpo de la cama, sólo experimentó dolor los primeros instantes. En seguida se acordó de la conversación que había mantenido con Caroline, y cuando se metió bajo la ducha ya nada le dolía. Esa mañana ni siquiera perdería tiempo para desayunar. Todo lo que deseaba era tomar una taza de café en la cocina de Caroline y acto seguido saldría volando hacia el establo. Sólo el pensar en ello la hizo sonreír. Y la sonrisa aún persistía en sus ojos cuando bajó los últimos escalones en dirección al granero. Dos de los vaqueros charlaban tranquilamente en un rincón, pero aparte de ellos no había nadie más. Era demasiado temprano para que la mayoría estuviese allí.

Sigilosamente, casi de manera furtiva, Samantha cogió la silla de Black Beauty y se dirigió hacia la cuadra. En cuanto llegó allí, se dio cuenta de que los dos hombres la estaban observando, uno de ellos con la ceja arqueada. Ambos habían enmudecido y la contemplaban con interrogadora expresión. Tan silenciosa como ellos, Samantha hizo un movimiento con la cabeza y penetró en la cuadra. Murmuraba palabras ininteligibles para sosegarlo, al tiempo que acariciaba su largo y grácil cuello y le palmeaba los flancos poderosos mientras él la miraba con nerviosismo al principio, retrocediendo y piafando, hasta que se detuvo como olfateando el aire que rodeaba a la joven.

Ella colocó la silla sobre la puerta baja de la cuadra, pasó la brida sobre el cuello del animal y lo sacó del recinto.

—¿Señora?

La voz la sorprendió mientras sujetaba la rienda en torno de un poste con el fin de poder ensillar a Black Beauty. Volvió la cabeza para ver de quién se trataba. Era uno de los hombres que se habían quedado observándola y entonces se dio cuenta de que se trataba de un buen amigo de Josh.

—Señorita Taylor.

—¿Sí?

—¡Ejem! ¿Tiene usted…? No quisiera…

El hombre parecía mortificado, pero estaba visiblemente preocupado también, y Samantha le brindó su radiante sonrisa. Aquella mañana ella llevaba el cabello suelto y tenía los ojos brillantes y las mejillas rosadas a causa del frío aire del mes de diciembre. Estaba increíblemente hermosa junto al pura sangre negro como el azabache, al igual que un menudo palomino.

—No se preocupe —se apresuró a decirle para tranquilizarle—. Tengo permiso de la señorita Lord.

—¡Ejem! Señora…, ¿lo sabe Tate Jordan?

—No —repuso ella, meneando la cabeza firmemente—. Él no lo sabe. Y no veo por qué habría de saberlo. Black Beauty es propiedad de la señorita Caroline, ¿no es así? —El hombre asintió, y ella volvió a esbozar su deslumbrante sonrisa—. Entonces no hay ningún problema.

El vaquero vaciló un instante y luego se retiró.

—Supongo que no. —Pero frunciendo el ceño con evidente inquietud, inquirió—: ¿No tiene usted miedo de montarlo? Le aseguro que esas largas patas son muy poderosas.

—Apuesto a que sí lo son.

Contempló las patas del animal con placer y gozosa impaciencia, y acto seguido le puso la silla sobre el lomo. Para Black Beauty, Caroline también había adquirido una silla inglesa, y esta era la que ahora Samantha estaba cinchando. Parecía que el animal percibiera la suavidad del cuero marrón, tan distinta de la aspereza que caracteriza a las sillas del Oeste como la que había usado ella durante los dos días pasados. Esta era una silla que Samantha conocía mejor, tal como le resultaba más familiar la raza del caballo, aunque poder montar una bestia tan magnífica era un privilegio que raras veces se le ofrecía a un jinete en toda su vida.

A los pocos minutos de haberlo ensillado, volvió a apretarle la cincha, y entonces uno de los peones se le acercó titubeando y le echó una mano para ayudarla a subir al gigantesco caballo negro. Al sentir el jinete sobre el lomo, Black Beauty corveteó nerviosamente unos instantes, y luego, con las riendas firmes en la mano, Samantha saludó con un ligero cabeceo a los dos hombres y se alejó prestamente sobre el pura sangre. Este gambeteó y se desplazó de costado hacia la primera talanquera, y en cuanto la hubo traspuesto, Samantha dejó que iniciara un trote ligero, que rápidamente se convirtió en un galope a través de los prados. Para entonces, el cielo comenzaba a teñirse con las franjas rojizas del amanecer, y la luz grisácea que bañaba los campos se iba tornando casi dorada. Era una espléndida mañana invernal, y ella tenía entre sus piernas el caballo más extraordinario que jamás hubiese montado. Inconscientemente, esbozó una amplia sonrisa y dejó que Black Beauty galopara a su gusto por las vastas praderas. Experimentaba la más extraña sensación de libertad que había sentido nunca, y era casi como si ella y el animal, fusionados en un solo cuerpo, volaran a ras del suelo. Le pareció que habían transcurrido muchas horas cuando por fin hizo un esfuerzo para cambiar la dirección del caballo y, aminorando ligeramente el paso, emprendió el camino de regreso. Aún tenía que cabalgar toda la mañana con los vaqueros, y lo que había hecho no era más que sacrificar el desayuno en aras de una recorrida por los campos en aquel soberbio animal. Cuando sólo le faltaban unos cuatrocientos metros para llegar a los edificios de la hacienda, sucumbió a la tentación de cruzar un arroyo de un salto, lo que el animal hizo fácilmente, y sólo entonces ella se dio cuenta de que, no muy lejos de donde se encontraba, Tate Jordan cabalgaba en su hermoso pintado blanquinegro y la estaba fulminando con la mirada. Refrenó ligeramente a Black Beauty, giró de costado y se dirigió hacia él, deseando, por un momento, pasar velozmente por su lado y demostrarle lo bien que sabía montar. Pero esta vez logró resistir la tentación y se limitó a galopar alegremente en su dirección a lomos de la maravillosa bestia. Le obligó a tomar un trote ligero y, cuando llegaron junto a Tate, Black Beauty acortó el paso gambeteando ufanamente.

—Buenos días. ¿Quiere galopar con nosotros?

En los ojos de Samantha se reflejaba el brillo de la victoria, en definido contraste con la ira que dejaban traslucir los de Tate Jordan.

—¿Qué demonios está haciendo montada en ese caballo?

—Caroline me dijo que podía hacerlo —respondió ella, adoptando el tono petulante de una chiquilla al tiempo que refrenaba aún más al animal y Tate se ponía a su lado.

Samantha recordaba todo cuanto él le había dicho el día anterior y gozaba aquel momento de triunfo mientras él echaba chispas.

—Extraordinario, ¿eh?

—Sí. Y si hubiese tropezado al saltar el arroyo, ahora tendría una extraordinaria fractura en una pata, ¿o acaso no pensó usted en eso cuando le azuzó para que saltara? ¿No vio las rocas que allí había, maldita sea? ¿No sabe con qué facilidad hubiese podido resbalar?

Su vozarrón atronaba en el silencio matinal, y Samantha le miraba con fastidio.

—Sé lo que me hago, señor Jordan.

—¿De veras? —replicó él con furia desatada—. Lo dudo. La idea que usted se hace de lo que significa estar seguro de sí mismo consiste en pavonearse por ahí corriendo a galope tendido. Podría causar mucho daño a los caballos, comportándose de esa manera. Para no hablar del que podría hacerse usted.

Mientras le escuchaba, Samantha sentía deseos de ponerse a gritar.

—¿Acaso cree que usted sabe hacerlo mejor?

—Quizá tengo el suficiente sentido común para no intentarlo. Un caballo como ese debería ser destinado a las carreras o a las competencias hípicas. No tiene cabida en un rancho. Y no debería montarlo gente como usted, o como yo, o como la señorita Caro. Sólo debería montarlo alguien bien entrenado, un conocedor, un jinete de raza, o bien no debería montarlo nadie.

—Le digo que yo sé lo que hago.

Su voz pareció hendir el silencio. Y entonces, bruscamente, él le cogió las riendas. Casi instantáneamente ambos caballos se detuvieron.

—Ayer le dije que ese animal no era para usted. Terminará por lastimarlo o por matarse.

—Bien —repuso ella con voz airada—, ¿fue eso lo que pasó?

—Pero puede suceder la próxima vez.

—No quiere reconocerlo, ¿verdad? No quiere reconocer que una mujer puede montar tan bien como usted. Eso es lo que le tiene malhumorado, ¿no es cierto?

—¡Un cuerno! Condenada caprichosa de la ciudad, que viene aquí a divertirse y a jugar a la «ganaderita», montando un caballo como ese y saltando en terrenos que no conoce… ¡Maldita sea! ¿Por qué las personas como usted no se quedarán en el lugar que les corresponde? Aquí no tiene usted nada que hacer. ¿Acaso no lo comprende?

—Lo comprendo perfectamente. Ahora, suelte usted a mi caballo.

—¡Vaya si lo haré!

Le arrojó las riendas y se alejó. Y Samantha, presa de la sensación de haber salido perdedora en vez de triunfante, se dirigió al establo, bastante más sosegada.

Vio que los hombres se congregaban en el patio central y se apresuró a entrar en la caballeriza para encerrar a Black Beauty en su cuadra. Lo almohazaría durante un rato, lo cubriría con la manta y luego se marcharía. Por la noche lo cepillaría más a fondo, se dijo, pero cuando llegó a la cuadra Tate Jordan ya estaba allí esperándola, con los ojos verdes encendidos como dos esmeraldas en estado de fusión, los músculos de la cara pétreos como ella nunca los había visto antes, si bien parecía más alto y apuesto que cualquiera de los vaqueros de los carteles de publicidad, y por un instante pensó absurdamente en los anuncios para el nuevo modelo de auto de su agencia. Tate Jordan habría sido el modelo masculino perfecto, pero aquello no era un corto publicitario y tampoco estaban en Nueva York.

—¿Qué es, exactamente, lo que se propone hacer con ese caballo? —inquirió con voz grave y tensa.

—Almohazarlo durante unos minutos y luego cubrirlo con la manta.

—¿Eso es todo?

Samantha comprendió lo que quería decir con aquella pregunta y la delicada piel de su cara se sonrojó hasta las raíces de sus dorados cabellos.

—Cuando vuelva luego, cuidaré como corresponde de él.

—¿Cuándo? ¿Dentro de doce horas? Ni lo sueñe, señorita Taylor. Si quiere montar un caballo como Black Beauty, debe asumir la responsabilidad hasta las últimas consecuencias. Hágalo caminar, para que se enfríe, y luego cepíllelo a fondo. No quiero verla con los demás hasta dentro de una hora, como mínimo. ¿Está claro? Sé que no le gusta aceptar consejos ni sugerencias de nadie, ¿pero qué tal recibe las órdenes? ¿Las comprende? ¿O acaso también en eso se deja llevar por sus caprichos ocasionales?

—De acuerdo. Entiendo lo que quiere decir.

Samantha bajó los ojos, cogió la brida de Black Beauty y se dispuso a salir con él de la cuadra.

—¿Está segura?

—Sí, ¡maldita sea! —le gritó, volviéndose de cara a él, y descubrió un extraño fulgor en sus ojos.

Tate Jordan asintió con la cabeza y se dirigió hacia su caballo, cuyas riendas estaban flojamente arrolladas en uno de los postes de amarre del exterior.

—Por cierto, ¿dónde van a estar trabajando hoy?

—Lo ignoro —repuso él, al pasar por su lado—. Ya nos encontrará.

—¿Cómo?

—Sólo tiene que recorrer toda la extensión de la propiedad a galope tendido. Eso le encantará.

Hizo una sarcástica mueca mientras montaba en su caballo y se alejaba a paso lento, y en ese momento Samantha hubiese querido ser hombre. Le habría encantado propinarle un buen puñetazo, pero Tate Jordan ya se había ido.

Le llevó más de dos horas encontrarles. En un punto dado, casi llegó a creer que Tate Jordan había elegido a propósito una actividad que, forzosamente, tuviese que desarrollarse en la zona más remota con el fin de que ella no pudiese encontrarles. Pero por fin les localizó. Y a despecho del frío viento de diciembre, se sentía acalorada bajo el brillante sol invernal, después de cabalgar por todas partes en su busca.

—¿Fue placentero el paseo?

Tate Jordan la miraba con expresión burlona mientras ella refrenaba a Navajo, que se detuvo y comenzó a piafar.

—Muy placentero, gracias.

Pero una sensación de victoria anidaba en su pecho, por haber logrado encontrarles, y fijó su mirada en los verdes ojos color de esmeralda que refulgían a la luz del sol. Y entonces, sin pronunciar una sola palabra más. Samantha hizo girar el caballo en redondo y se unió al grupo de vaqueros. A los pocos minutos, se vio obligada a desmontar con el fin de ayudar a transportar un ternero recién nacido en una improvisada camilla hecha con una manta. La madre había muerto hacía tan sólo unas horas, y el ternero daba la impresión de que tampoco lograría sobrevivir. Uno de los hombres colocó el animalito, que apenas respiraba, delante de su silla y se dirigió lentamente hacia el establo del ganado, donde lo pondría junto a otra vaca con la esperanza de que se convirtiera en madre adoptiva. Fue sólo media hora más tarde cuando Sam divisó a otro ternero, más pequeño aún que el anterior, cuya madre, evidentemente, había muerto hacía varias horas más. Esta vez, sin ayuda de nadie, la joven cargó el animalito en su montura y luego, sin esperar instrucciones, se encaminó a paso lento hacia el establo, siguiendo la huella de los demás vaqueros.

—¿Puede arreglárselas sola?

Samantha levantó la vista sobresaltada y se encontró con Tate Jordan cabalgando pausadamente a su lado.

—Sí, creo que sí. —Y luego, dirigiendo una mirada angustiada al animal que llevaba atravesado en la silla, preguntó—: ¿Le parece que se salvará?

—Lo dudo —contestó él tranquilamente sin quitarle los ojos de encima—. Pero siempre vale la pena intentarlo.

Ella hizo un gesto de asentimiento a modo de respuesta y espoleó a su cabalgadura, y esta vez Tate Jordan se separó de ella y volvió por donde había venido. Unos minutos más tarde, Samantha llegaba al establo del ganado y dejaba al ternero huérfano en manos expertas que estuvieron tratando de reanimarlo durante más de una hora, pero el ternerito no logró sobrevivir. Mientras Samantha caminaba hacia Navajo, que aguardaba pacientemente fuera del establo, sintió el escozor de las lágrimas en los ojos y, cuando se encaramó en su montura, la invadió una oleada de ira. Ira porque no habían sido capaces de salvarlo, porque el pobre animal no había podido sobrevivir. Los demás parecían aceptarlo como algo natural, pero ella no podía. De alguna manera, los terneros huérfanos se erigían casi como símbolos de los hijos que ella no había podido concebir, y por ello salió en busca de otros con la determinación y el propósito de salvar al próximo que encontrara.

Esa tarde, galopando como una poseída, tal como lo había hecho por la mañana con Black Beauty, trajo otros tres terneros más, envueltos en sendas mantas, ante el estupor y las intrigadas miradas de los hombres. Samantha era una extraña y bella joven que, inclinada sobre el cuello de su montura, cabalgaba como no lo había hecho jamás ninguna otra mujer en el rancho, ni siquiera Caroline Lord. Lo extraordinario era que al verla correr como el viento por las colinas, montada en Navajo, que se desplazaba como una estrella fugaz, eran capaces de reconocer sus innegables méritos. Samantha era una amazona como pocas, y cuando esa noche regresó a la caballeriza, los vaqueros comenzaron a bromear con ella como nunca lo habían hecho antes.

—¿Siempre cabalga usted de esa manera?

De nuevo era Tate Jordan, con su pelo oscuro enmarañado bajo el enorme Stetson negro, los ojos brillantes y la sombra de la barba de todo un día acentuando la gravedad de sus gestos. Tenía un aire de ruda masculinidad que siempre obligaba a las mujeres a detenerse cuando le veían, como si por un instante no pudieran recobrar el aliento. Pero Samantha no había sufrido esa experiencia. Había algo más en su forma de comportarse, tan seguro de sí mismo, que a Samantha le fastidiaba. Por un instante, no respondió a su pregunta, y luego, asintiendo con la cabeza y esbozando una vaga sonrisa, le dijo:

—Cuando se trata de una buena causa.

—¿Y esta mañana?

¿Por qué se empeñaba en atacarla?, se preguntó ella. ¿Por qué?

—También fue por una buena causa.

—¿De veras?

Los verdes ojos la siguieron mientras ambos se alejaban en busca del reposo después de tan larga jornada. Pero esta vez, Samantha se encaró abiertamente con él, sosteniéndole la mirada con sus bellos ojos azules.

—Sí, lo fue. Ello me hizo sentirme viva de nuevo, señor Jordan. Me hizo sentirme libre. Hacía muchísimo tiempo que no me sentía así.