A la mañana siguiente, Samantha saltó de la cama profiriendo un quejido lastimero y, trastabillando, se metió debajo de la ducha y permaneció más de quince minutos dejando correr el agua caliente por sus miembros doloridos. La parte interna de las piernas, a la altura de las rodillas, tenía un color casi escarlata debido al roce con la silla durante once horas. Cuando se puso los tejanos, acolchó los fondillos de los mismos con algodón. El único detalle alentador para enfrentar la jornada que la esperaba residía en el hecho de que ya no llovía. Al salir miró en torno, sumida en la oscuridad matutina, advirtiendo que aún había algunas estrellas en el cielo, y se encaminó hacia el comedor general, para desayunar. Esa mañana no se mostró tan tímida al entrar; colgó la chaqueta en una percha y se dirigió directamente a la cafetera automática, donde llenó una alta taza del humeante brebaje. Vio a Josh sentado a una mesa alejada y fue hacia él con una sonrisa en los labios, al ver que le hacía seña de que se sentara a su lado.
—¿Cómo te encuentras hoy, Samantha?
Ella le sonrió tristemente y bajó la voz con aire de conspirador al tiempo que ocupaba una silla vacía y le contestaba:
—Es una suerte que debamos salir a caballo. Josh, eso es todo lo que te puedo decir.
—¿Por qué?
—Porque puedes estar seguro de que si tuviera que caminar no podría dar ni un paso. Para llegar hasta aquí, tuve que venir arrastrándome.
Josh y otros dos hombres se echaron a reír, y uno de ellos la felicitó por lo bien que se había portado el día anterior.
—No hay duda de que eres una excelente jinete, Samantha.
—Lo era. Pero ha pasado muchísimo tiempo.
—Eso no tiene importancia alguna —replicó Josh con firmeza—. Cuando se tienen buenas manos, y se sabe adoptar una buena postura en la silla, eso ya no se pierde en toda la vida. ¿Vas a montar a Rusty hoy también, Sam?
Josh le formuló la pregunta arqueando la ceja, y ella se encogió de hombros mientras tomaba un sorbo de café.
—Ya veremos. Yo no lo creo.
Josh se limitó a sonreír. Sabía que Sam no se conformaría con un viejo penco como aquel por mucho tiempo. Sobre todo después de haber visto a Black Beauty. Sería un milagro que no lo montara muy pronto.
—¿Qué te parece el pura sangre? —le preguntó sonriendo con satisfacción.
—¿Black Beauty?
Los ojos de Samantha adquirieron un nuevo resplandor al pronunciar aquel nombre. Se establecía una especie de vínculo entre los amantes de los caballos y un semental de pura sangre como Black Beauty. Experimentaban una especie de pasión que la otra gente no podía comprender. Josh asintió con la cabeza, sonriendo.
—Es el mejor ejemplar de la raza equina que haya visto jamás.
—¿La señorita Caro te dejará montarlo?
Josh no pudo dejar de hacerle aquella pregunta.
—¡Si puedo convencerla, no creas que me privaré del gusto de intentarlo! —repuso Sam, sonriéndole por encima del hombro al tiempo que se dirigía a la cola de los que aguardaban el desayuno.
Regresó al cabo de unos minutos con un plato de salchichas y huevos fritos. Los otros dos hombres se habían trasladado a otra mesa, y Josh ya se estaba encasquetando el sombrero.
—¿Ya te vas tan temprano, Josh?
—Le dije a Tate que le echaría una mano en el establo antes de salir.
Le sonrió, se volvió para llamar a uno de sus compañeros y luego se marchó.
Veinte minutos después, cuando Samantha se fue hacia el establo para ensillar, miró titubeando a su alrededor en busca de Tate, sin saber cómo le plantearía el cambio de monturas. Pero de una cosa estaba segura: no volvería a montar nunca más un jamelgo como el que Jordan le había asignado. Si Caroline le había sugerido a Navajo, no tenía ninguna duda de que sería un animal más adecuado a su estilo.
—Buenos días, señorita Taylor.
El firme timbre de aquella voz la sacó de sus lucubraciones y, cuando ella levantó la vista hacia Tate Jordan, comprendió de pronto que por muy incómoda que aquel hombre la hiciese sentirse, o quisiera que se sintiese, ella no estaba dispuesta a montar un caballo matalón todo el día para darle el gusto de poder demostrar que allí era él quien mandaba. Sólo en el modo de mirarla ya se manifestaba su espíritu terco y autoritario, y Sam sintió que le flaqueaban las piernas ante un solo movimiento de su cabeza.
—¿Cansada, después de la jornada de ayer?
—No mucho.
No; a él no le diría que le dolían todos los huesos y músculos de su cuerpo. ¿Cansada? Por supuesto que no. Sólo con mirarle, uno se daba cuenta de lo muy importante y poderoso que creía ser. Ayudante del capataz del rancho Lord. No está mal, señor Ayudante del Capataz. Y Samantha sabía que era muy posible que, habiendo cumplido los sesenta y tres años. Bill King se retirara en cualquier momento, y Tate Jordan pasara a ocupar su importante lugar. Por supuesto que, en cuanto a capacidad, inteligencia, gentileza y bondad, Jordan no le llegaba ni a la suela de los zapatos a Bill King… Sin saber por qué, Tate Jordan la sacaba de las casillas, y existía entre ambos una mutua animadversión, que hasta los que les rodeaban llegaban a percibir, instantáneamente.
—¡Ah…, señor Jordan!
De repente, Samantha experimentó un acendrado placer al sembrar unas piedras en su camino.
—¿Sí?
Él se volvió de cara a la joven, con la silla de montar apoyada en el hombro.
—Pensé en cambiar de cabalgadura —le dijo Samantha con una expresión en los ojos tan fría como el hielo, mientras que los de él comenzaban a fulgurar de ira.
—¿Pensó en alguno en particular? —inquirió Jordan con tono desafiante.
Samantha se moría de ganas por contestar: Black Beauty, pero resolvió no malgastar en él la ironía que encerraba la sugerencia.
—A Caroline le pareció que Navajo podría andar.
Jordan pareció quedarse momentáneamente asombrado, pero en seguida asintió con la cabeza y giró sobre sus talones, musitando despectivamente por encima del hombro:
—Adelante, pues.
La había asignado al mismo grupo del día anterior, y advirtió que Tate Jordan la observaba con manifiesta desaprobación mientras trotaban hacia las colinas.
—¿Le parece que podrá dominarlo, señorita Taylor?
Su voz sonó clara como una campana, y Samantha sintió que la invadía el imperioso deseo de abofetearle al verle cabalgar a su lado y vigilar las nerviosas maniobras de su montura.
—Tenga la seguridad de que lo intentaré, señor Jordan.
—Creo que tendríamos que haberle dado a Lady.
Samantha guardó silencio por toda respuesta y se adelantó. Media hora después estaban todos absorbidos en sus respectivas tareas: buscando reses descarriadas y, una vez más, revisando las cercas. Encontraron una novilla enferma, que dos de los hombres se encargaron de enlazar con el fin de llevarla a uno de los principales establos para el ganado. Y para cuando hicieron alto para almorzar, ya llevaban seis horas de trabajo ininterrumpido. Se detuvieron en un claro y ataron los caballos en los árboles circundantes. Ninguno de los vaqueros hablaba mucho con Samantha, pero, a pesar de ello, la joven se sentía cómoda entre ellos, y dejó vagar los pensamientos al quedarse unos instantes con los ojos cerrados de cara al sol invernal.
—Debe de estar cansada, señorita Taylor.
Era la misma voz de nuevo. Ella abrió los ojos.
—En verdad, no. Estaba disfrutando del sol. ¿Le molesta a usted, acaso?
—En absoluto. —Jordan le sonrió afablemente—. ¿Disfruta también con Navajo?
—Muchísimo. —Abrió ambos ojos y le sonrió. Y de repente no pudo resistir la tentación de tomarle un poco el pelo—. No tanto como disfrutaré con Black Beauty, por supuesto.
Su sonrisa se tornó maliciosa y difícilmente se hubiese podido adivinar si hablaba en serio o en broma.
—Eso, señorita Taylor —repuso él, devolviéndole la sonrisa como en un rápido voleo en un partido de tenis—, sería un error que espero que nunca cometa. —Movió la cabeza con aire de suficiencia—. Se lastimaría. Y eso… —volvió a sonreír afablemente— sería una verdadera pena. Un pura sangre como ese hay pocas personas que puedan montarlo. Hasta la señorita Lord debe poner mucho cuidado cuando lo saca. Es un animal peligroso y no… —calló buscando las palabras justas— un caballo con el que puede jugar cualquier «jinete ocasional».
Sus verdes ojos adquirieron una expresión de arrogante condescendencia cuando los bajó hacia ella, con la humeante taza de café en la mano.
—¿Lo ha montado usted?
La pregunta fue formulada con sequedad y los ojos de Samantha no sonreían.
—Una vez.
—¿Qué le pareció?
—Es un magnífico animal. De eso no hay ninguna duda. —Los verdes ojos se tornaron risueños de nuevo—. No puede comparársele con Navajo. Me pareció que este la tuvo a mal traer cuando partimos.
—¿Y usted pensó que yo no podría dominarlo? —preguntó ella en un tono casi sarcástico.
—Me inquietó. Después de todo, si sufre usted algún daño, yo seré el responsable, señorita Taylor.
—Habla como un verdadero capataz, señor Jordan. Pero en realidad no creo que la señorita Lord le haga responsable de lo que pueda sucederme a mí con un caballo. Me conoce demasiado bien.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que no estoy acostumbrada a montar caballos como Rusty.
—En cambio, se cree capaz de montar un semental como Black Beauty.
Él sabía que ni Caroline ni Bill King se lo permitirían. ¡Diablos, si a él sólo le habían dejado montar el pura sangre una sola vez! Samantha asintió en silencio.
—Sí, creo que soy capaz de montarlo.
Jordan pareció encontrarlo divertido.
—¿De veras? ¿Tan segura está de sí misma?
—Sólo estoy segura de que sé montar a caballo. Me arriesgo. No le temo al peligro. Sé lo que estoy haciendo, pues comencé a montar cuando tenía cinco años. Y de eso hace ya muchísimo tiempo.
—¿Todos los días? —El tono volvía a ser desafiante—. ¿Monta mucho a caballo en Nueva York?
—No, señor Jordan. —Samantha le sonrió dulcemente—. Casi nunca.
Pero al decirlo, se prometió a sí misma que montaría a Black Beauty en cuanto Caroline se lo permitiera, porque esa era su voluntad, y porque quería demostrarle a aquel arrogante vaquero que podía hacerlo.
Al cabo de un instante, Tate Jordan regresaba junto a sus hombres y les hacía seña de partir Todos montaron en sus cabalgaduras y pasaron el resto de la tarde revisando la cerca que marcaba el límite del rancho. Encontraron más vaquillonas descarriadas en los puntos más alejados y a la puesta del sol emprendían el camino de vuelta, momento en que Samantha volvió a preguntarse si podría apearse del caballo. Pero Josh estaba aguardando fuera del establo cuando llegaron allí, y él le brindó su ayuda cuando la joven descabalgó, profiriendo un gemido.
—¿Vas a poder, Sam?
—Lo dudo.
Josh le sonrió mientras ella desensillaba a Navajo y, casi trastabillando, se dirigió al cuarto de los arreos cargada con la silla y la brida.
—¿Cómo anduvieron las cosas hoy?
Él la siguió y se quedó en el umbral.
—Bien, supongo.
Samantha se dio cuenta de que comenzaba a expresarse con el mismo laconismo con que lo hacían los vaqueros. Sólo Jordan hablaba de distinta manera que ellos, pero sólo cuando conversaba con ella. Entonces se ponía en evidencia que era un hombre instruido; el resto del tiempo era uno del montón. Se asemejaba a Bill King, que se transformaba sutilmente cuando estaba con Caroline, pero ahí terminaba la semejanza. Bill King y Tate Jordan eran dos hombres muy diferentes. Jordan era poco menos que un diamante en bruto.
—Cuán lejos queda Nueva York, ¿verdad Samantha?
El viejo vaquero de rostro arrugado sonrió, y ella elevó los ojos al cielo.
—Vaya que sí. Pero es por eso que vine aquí.
Él movió la cabeza en señal de asentimiento. No sabía realmente por qué ella había venido al rancho. Pero lo comprendía. Aquel era un buen lugar para alguien con problemas. Trabajo duro, aire sano, buena comida y magníficos caballos podían hacer el milagro de curar casi cualquier cosa. Y se daba cuenta de que también a Sam le haría bien. Cualquiera que fuese la causa de su herida, estaba seguro de que su estancia allí contribuiría a mitigar su dolor o su pena. La mañana del día anterior, había advertido las sombras oscuras que rodeaban sus ojos. Hoy ya parecían más tenues.
Juntos pasaron ante Black Beauty y, casi instintivamente, Samantha extendió el brazo y le palmeó el cuello.
—Hola, precioso —le dijo en voz baja, y el animal renilló como si la conociera.
Ella se quedó contemplándolo con admiración como si fuese la primera vez que lo veía. Y una nueva luz brillaba en sus ojos cuando salió del establo, junto a Josh, a quien dio las buenas noches para encaminarse lentamente hacia la casa principal, donde Bill King estaba conversando con Caroline. Al entrar ella, ambos callaron bruscamente.
—Hola, Bill… y Caro —les saludó con una sonrisa—. ¿Interrumpo?
Pareció turbada unos instantes, pero ambos se apresuraron a denegar con la cabeza.
—Por supuesto que no, querida.
Caroline le dio un beso y Bill King cogió su sombrero y se puso de pie.
—Nos veremos mañana, señoras.
Se apresuró a dejar solas a las dos mujeres, y Samantha se dejó caer en el sofá con un suspiro.
—Duro día. ¿Estás muy cansada, Sam? —le preguntó Caroline, como compadeciéndose de ella.
—¿Cansada? ¿Estás bromeando? ¿Después de todos estos años que pasé sentada detrás de un escritorio? No estoy cansada. Estoy molida. Si Josh no me ayudara a bajarme de ese caballo todas las tardes, probablemente tendría que quedarme a dormir en su lomo.
—Es terrible, ¿verdad?
—Peor.
Las dos mujeres se echaron a reír, y la mexicana que ayudaba a Caroline en la limpieza y en la cocina, le hizo una seña desde la puerta de su reducto. La cena estaba lista.
—Hum, ¿qué hay de rico?
Sam arrugó la nariz de gozo al entrar en la espaciosa y bien puesta cocina campestre.
—Enchiladas, pimientos rellenos, tamales… Todos mis platos favoritos, y espero que algunos de ellos lo sean también para ti.
Samantha le sonrió, feliz.
—Después de un día como el de hoy, podrías servirme hasta cartón, siempre y cuando lo hubiese en abundancia, y me esperara un buen baño y una mejor cama al término de la cena.
—Lo tendré presente, Samantha. Por lo demás, ¿cómo van las cosas? Espero que todos se porten civilizadamente contigo —dijo, frunciendo las cejas.
—Todo el mundo me trata bien —repuso Samantha sonriendo, pero con un ligero retintín que no se le escapó a Caroline.
—¿Con excepción…?
—Sin excepciones. No creo que Tate Jordan y yo lleguemos a ser jamás buenos amigos, pero se porta como un ser civilizado. No creo que simpatice mucho con los que él llama «jinetes ocasionales»…
A Caroline le pareció graciosa la observación.
—Probablemente no. Es un individuo raro. En algunos aspectos, razona como un hacendado, pero se siente feliz rompiéndose el espinazo trabajando en el rancho. Es el último de los vaqueros auténticos: jinete incansable, trabajador esforzado y hombre cabal, capaz de dar su vida por sus patronos y de hacer cualquier cosa con el fin de salvar el rancho. Es un hombre valioso, y algún día —añadió con un sordo suspiro— será el hombre adecuado para ocupar el lugar de Bill. Si aún sigue aquí.
—¿Por qué no habría de quedarse? Aquí lleva una vida más que estupenda. Siempre has ofrecido a tus hombres más comodidades que nadie.
—Sí. —Caroline asintió lentamente con la cabeza—. Y nunca llegué a convencerme de que eso les importara tanto como yo suponía. Son una gente muy especial. Casi todo cuanto hacen está marcado por el orgullo y el honor. Son capaces de trabajar para alguien por el mero hecho de considerar que están en deuda con él o porque se portó bien con ellos, y del mismo modo pueden despedirse de alguien por simple capricho. Resulta del todo imposible predecir cómo reaccionarán en un momento determinado. Ni siquiera con Bill sé a qué atenerme.
—Debe de ser muy arduo gobernar un rancho como este.
—Resulta interesante —repuso Caroline con una sonrisa—. Muy interesante. —Y entonces, al observar que Samantha consultaba el reloj, le preguntó—: ¿Ocurre algo, Sam?
—No. —De repente Samantha se había puesto extrañamente taciturna—. Son las seis.
—¿Sí? —Caroline la miró sin comprender hasta que imaginó de qué se trataba—. ¿El programa de noticias? —Samantha asintió—. ¿Lo ves todas las tardes?
—Trato de no hacerlo —contestó Sam, y la expresión de dolor le ensombreció de nuevo los ojos—. Pero siempre termino por ceder.
—¿Crees que es conveniente que lo veas?
—No —replicó la joven, meneando la cabeza.
—¿Quieres que le pida a Lucía María que traiga el televisor?
Pero Samantha denegó de nuevo con un gesto.
—Alguna vez tengo que dejar de verlo. —Se le escapó un leve suspiro—. Bien podría empezar en este momento.
Era como pretender liberarse de una adicción. La adicción de contemplar todas las noches el rostro de John Taylor.
—¿Puedo ofrecerte algo para distraerte? ¿Un trago? ¿Un programa similar en otro canal? ¿Una barra de caramelo? ¿Pañuelos de papel para que los hagas trizas? —le dijo en tono de broma, y Samantha se echó a reír.
Caroline era una mujer maravillosa y sumamente compasiva.
—No es necesario nada de eso, pero pensándolo bien…
Miró a Caroline desde el otro lado de la mesa, como una jovencita que se dispone a formular una magna petición, como la estola de visón de mamá para la fiesta de fin de curso. Y la cabellera rubia caída sobre los hombros contribuía a acentuar su expresión juvenil bajo la tenue luz de la sala.
—Tengo que pedirte un favor.
—¿De qué se trata? No puedo imaginar qué es lo que te hace falta o puedes necesitar.
—Hay una cosa —declaró ella con la sonrisa de un pillete.
—¿Y cuál es?
Samantha musitó las dos palabras mágicas.
—Black Beauty.
Caroline se quedó pensativa un instante y luego pareció encontrarlo divertido.
—Conque era eso, ¿eh?
—Tía Caro…, ¿me das tu permiso?
—¿Mi permiso para qué?
Caroline Lord se recostó contra el respaldo del asiento con aire arrogante y un brillo malicioso en los ojos. Pero Samantha no se arredró.
—Para montarlo.
Durante un largo rato Caroline no contestó, pues se debatía contra una creciente sensación de angustia.
—¿Te parece que estás preparada?
Samantha asintió lentamente, sabiendo que lo que Josh le había dicho era cierto: una vez se adquiere, ya no se pierde jamás.
—Sí.
Caroline movió la cabeza en señal de asentimiento. Había observado a Sam cabalgando junto con los hombres desde los amplios ventanales en compañía de Bill. Sam era una amazona nata.
—¿Por qué quieres montarlo? —inquirió, inclinando la cabeza hacia un costado y habiéndose olvidado por completo de la cena.
Cuando Samantha respondió, su voz tenía un cálido acento y su mirada adquirió una expresión distante. Sólo podía pensar en el hermosísimo semental negro que reposaba en el establo y en el acuciante deseo de sentirlo bajo su cuerpo galopando en el viento.
—No sé por qué —le dijo francamente, y luego le sonrió—: Es sólo que siento…, siento… —Se le quebró la voz y su mirada se tornó distante de nuevo—, siento que tengo que hacerlo. No puedo explicarlo, Caro. Ese caballo tiene algo que…
—Lo sé. Yo también lo percibo. Por eso tuve que comprarlo. A pesar de que es absurdo que una mujer de mi edad posea un caballo como ese. Fue algo más poderoso que yo.
Samantha asintió con la cabeza para indicarle que la comprendía absolutamente, y cuando sus miradas se encontraron se sintieron unidas por el mismo vínculo que las había mantenido juntas, a lo largo de los años, a través de la distancia. En ciertos aspectos eran como un solo ser, como si espiritualmente fuesen madre e hija.
—¿Y bien?
Samantha la miraba esperanzada.
—Adelante —respondió Caroline, esbozando una lenta sonrisa—. Móntalo.
—¿Cuándo? —preguntó Samantha casi sin aliento.
—Mañana. ¿Por qué no?