—Y luego voy a montar a Daisy…, ya jugar con el tren y el coche de bomberos, y después…
—A tomar un baño —le atajó Sam con una sonrisa, durante el viaje de vuelta.
¡Dios, qué regalo acababan de hacerle! Ella reía histéricamente, henchida de felicidad, y por primera vez desde que ocurriera el accidente en que Jeff había perdido la vida y Mari Jo se había fracturado las extremidades, Sam volvió a ver reír a Josh. Ya le habían contado a Timmie lo que le había ocurrido a Jeff, cuando el niño preguntó por él; lloró unos minutos y luego comentó, moviendo la cabeza:
—Como mamá…
Pero no dijo nada más acerca de ella, y Sam no quiso presionarle. Sabía, por lo poco que Norman le había contado, que había sido un momento terrible para el niño. Mas ahora aquella parte de la vida de Timmie había llegado a su fin, y los recuerdos que de ella conservaría en los años futuros serían compensados por el amor que Sam le brindaría a partir de aquel momento.
Samantha le habló de los nuevos niños que estaban por llegar y del jardín que plantarían en primavera, y luego le miró con una radiante sonrisa.
—Y adivina lo que harás dentro de unas semanas.
—¿Qué?
El niño parecía emocionado, a pesar de las ojeras que oscurecían sus ojos.
—Vas a ir a la escuela.
—¿Por qué?
Lo que menos parecía era estar complacido ante aquella perspectiva.
—Porque así lo acabo de decidir.
—Pero antes no iba.
Era la consabida respuesta que habría dado cualquier niño, y ella y Josh cambiaron una sonrisa.
—Eso fue porque eras un caso especial, y ahora eres un pupilo regular.
—¿Y no podría volver a ser un caso especial? —le preguntó Timmie, con mirada anhelante, y Sam se echó a reír y le estrechó contra su cuerpo.
Los tres viajaban en el asiento delantero de la furgoneta, con Timmie en el medio.
—Tú siempre serás un caso especial, cariño. Pero ahora ya podemos llevar una vida normal. No tenemos que preocuparnos porque puedas tener que irte, o que alguien te lleve, ni nada de eso. Ahora podrás ir a la escuela como los demás niños.
—Pero yo quiero quedarme en casa contigo.
—Podrás hacerlo por un tiempo, pero después irás a la escuela. ¿No quieres ser inteligente como Josh y como yo?
Sam reía de nuevo, y de pronto Timmie también se echó a reír.
—Tú no eres inteligente… ¡tú eres mi mamá, ahora!
—¡Muchísimas gracias!
Era evidente que su idilio amoroso distaba de haber concluido. Aquella tarde hicieron galletas y visitaron a los demás niños, y ella le leyó un cuento antes de que se durmiera en el cuarto contiguo al suyo, mas aún no había terminado la lectura cuando Timmie se rindió al sueño. Ella permaneció largo rato contemplándole, acariciándole el cabello y dando gracias a Dios por habérselo devuelto.
Al cabo de dos semanas, Timmie comenzó por fin a ir a la escuela, cuando ya se habían incorporado los recién llegados, y entonces Samantha pudo encerrarse casi todo el día en su despacho. Había abierto y leído tres pilas de cartas, la mayoría de ellas de médicos, y algunas provenían de la costa del Atlántico, lo cual constituía una novedad para ella. Hasta el momento todos los recomendados procedían de las ciudades del Oeste.
Fue entonces, mientras acababa de leer la última carta, cuando le vio. Miró por casualidad por la ventana, y allí estaba él, tan alto y bien parecido como siempre, con su pelo negro como el azabache, sus anchos hombros y su anguloso rostro…, con su sombrero y sus botas de vaquero… Entonces advirtió que había unas pocas canas más en sus sienes rojizas, pero ello aún acentuaba más su apostura. A Sam se le cortó el aliento al ver que se detenía y hablaba con uno de los niños. Entonces se acordó de su magnífica actuación representando a Papá Noel. Pero de pronto se apartó de la ventana, bajó la cortina y llamó a su secretaria. Se sentía acalorada y terriblemente nerviosa, y echaba miradas en torno como en pos de un lugar donde ocultarse.
—¡Busca a Josh! —fue todo lo que le dijo a la secretaria.
A los cinco minutos, el viejo ya estaba en su despacho. Para entonces, ella ya había recobrado su compostura.
—Josh, acabo de ver a Tate Jordan.
—¿Dónde? —preguntó él, sorprendido—. ¿Estás segura?
Demonios, habían transcurrido tres años y él debía de haber cambiado; quizá Sam había visto visiones.
—Estoy segura. Estaba en el patio central, charlando con los niños. Quiero que salgas a su encuentro, que averigües qué quiere y te deshagas de él. Si quiere verme, dile que no estoy aquí.
—¿Te parece eso correcto? —le preguntó él, en tono de reproche—. Su hijo murió en el rancho, Sam. Aún no han pasado cinco semanas, y está enterrado allí. —Señaló hacia las colinas—. ¿No debemos brindarle una cierta hospitalidad, por lo menos?
Sam cerró los ojos unos instantes y luego los abrió para mirar a su viejo amigo.
—De acuerdo, tienes razón. Muéstrale la tumba de Jeff y luego, Josh, te lo ruego: despáchale. No hay nada que ver aquí. Ya le enviamos todas las pertenencias de Jeff. No hay razón alguna para que permanezca aquí.
—Tal vez quiere verte, Sam.
—Yo no quiero verle a él. —Y entonces, al distinguir el brillo de sus ojos, ella se puso furiosa y maniobró con la silla de ruedas para encararse con él—. ¡Y no me vengas con que no sería correcto, maldita sea! Tampoco fue correcto lo que hizo él al dejarme plantada tres años atrás. ¡Ahora no le debo absolutamente nada!
Josh se detuvo un instante en el umbral con una expresión de pena en el rostro.
—Lo que le debes, Sam, es tu propio ser.
Ella sintió deseos de mandarle al diablo, pero no lo hizo. Se quedó aguardando en su despacho, sin saber siquiera qué esperaba. Quería que Tate abandonara el rancho, que la dejase tranquila. Ahora ella tenía su propia vida, y él no tenía ningún derecho a presentarse allí para atormentarla. Claro que sabía que había mucho de verdad en lo que Josh había dicho. Tate tenía derecho a ver el lugar donde estaba enterrado su hijo.
Josh volvió al cabo de media hora.
—Le presté a Sundance para que fuese a ver el sitio donde está el muchacho.
—Bien. ¿Ya ha salido del establo? —Josh asintió con la cabeza—. Entonces me iré a la casa. Cuando veas a Timmie, dile que estoy allí.
No obstante, cuando el niño volvió, tenía que tomar su lección de equitación con algunos amiguitos, y ella permaneció sola en la casona, preguntándose si Tate ya se habría marchado. ¡Era tan rara la sensación que experimentaba al saber que estaba tan cerca! Al saber que si hubiese querido habría podido salir y tocarle, verle, hablarle, y ni siquiera estaba segura de qué era lo que le causaba temor. ¿Sus propios sentimientos? ¿Lo que él pudiese decirle? Quizá no sentiría nada en absoluto si conversaba un rato con él. Quizá lo que había mantenido la herida abierta durante tanto tiempo era el hecho de que él la hubiera abandonado sin darle una verdadera explicación ni la oportunidad de replicarle. Era como si se hubiese muerto de repente, y ahora, al cabo de tres años, hubiese resucitado y no hubiera nada que decir. O por lo menos nada que valiese la pena decir, nada que ella estuviese dispuesta a decir.
Era casi de noche cuando Josh llamó a su puerta. Ella le abrió con desconfianza.
—Se ha ido, Sam.
—Gracias.
Se quedaron mirándose el uno al otro un largo rato, y él asintió con la cabeza.
—Es un gran hombre, Sam. Charlamos durante un buen rato. Está realmente trastornado por lo del muchacho. Dijo que pasaría por el hospital esta noche para ver a Mary Jo y decirle cuánto lo siente. Sam…
Había una expresión interrogante en su mirada, mas ella sacudió la cabeza. Sabía lo que iba a decirle, de modo que instantáneamente levantó la mano.
—No. —Y luego, con voz más queda, inquirió—: ¿Sabe… lo que me pasó a mí? ¿Dijo algo?
Josh denegó con la cabeza.
—No lo creo. No dijo nada. Me preguntó dónde estabas, y le dije que no regresarías en todo el día. Creo que lo comprendió, Sam. Uno no deja plantada a una mujer para volver junto a ella al cabo de tres años. Sólo dijo «gracias» muy convencido, al saber dónde habías enterrado a Jeff. Dijo que deseaba dejarle allí. —Exhaló un suspiro con la mirada perdida en las colinas—. Charlamos de muchas cosas, ¿sabes?, de la vida, de la gente…, de Caroline y Bill King… La vida ha cambiado en unos pocos años, ¿verdad? —Josh parecía triste esa noche, pues al parecer el reencuentro con su viejo amigo le había afectado. Sam no le preguntó nada, pero Josh le informó de lo demás espontáneamente—. Cuando se marchó de aquí, se fue a Montana. Trabajó en un rancho. Ahorró dinero y luego obtuvo un préstamo, se compró unas hectáreas de tierra y se convirtió en hacendado. Yo le tomé un poco el pelo. Él dijo que lo hizo con el propósito de dejarle algo a su hijo. Le fue muy bien, y ahora Jeff ya no existe. Dice que la semana pasada lo vendió todo.
—¿Y qué va a hacer ahora?
De repente, Sam se puso nerviosa. ¿Y si se quedaba allí o se empleaba en el rancho Bar Three?
—Mañana regresa a Montana —dijo Josh, que había visto el temor en sus ojos, y agregó—: Si cambias de idea, Sam, le veré esta noche.
—No.
Entonces llegó Timmie; Sam le dio de nuevo las gracias a Josh y luego se fue a preparar la cena. Prefirió no ir a cenar al comedor general, y por su parte Timmie había estado todo el día con los otros niños. Pero la joven estuvo nerviosa y malhumorada toda la tarde, y esa noche, tendida en la oscuridad, no hizo más que pensar en Tate. ¿Acaso ella estaba equivocada? ¿Debería verle? ¿Qué importancia tenía? Ahora era demasiado tarde y ella lo sabía, pero de repente, por primera vez desde el regreso al rancho, sintió deseos de volver a los viejos lugares por el mero placer de verlos…, a la cabaña donde vivía él en el otro lado del huerto, a las colinas que había recorrido a caballo y a la cabaña secreta. Durante todo el tiempo que llevaba en el rancho —hacía más de un año ya—, no había vuelto a la cabaña ni a la laguna, hasta el día en que enterraron a Jeff muy cerca de allí. Desde el sitio donde estaban enclavadas las tumbas podía verse la cabaña. Hacía meses que se había prometido a sí misma volver allí, con el fin de recoger las cosas de Caroline. En realidad, debería desmantelar la cabaña, pero no tenía coraje para hacerlo, ni siquiera para verlo. Todo en ella le recordaría a Tate… Tate… Tate… Su nombre resonó en sus oídos a lo largo de toda la tarde.
Por la mañana, Sam estuvo exhausta y temblorosa, y Timmie le preguntó si estaba enferma cuando fueron a tomar el desayuno al comedor general. Sintió alivio cuando el niño se fue a la escuela con los demás y pudo disponer de tiempo para estar sola consigo misma. Se dirigió lentamente en la silla de ruedas a ver a Black Beauty. De cuando en cuando, salía a dar una vuelta en el pura sangre, pero ahora hacía tiempo que no lo montaba, y lo conservaba más por sentimentalismo que por cualquier otra cosa. Era demasiado alto y fuerte para la mayoría de los otros jinetes, a los vaqueros no les gustaba y no era la clase de caballo capaz de entusiasmar a Josh; además, cuando ella enseñaba a los niños o les llevaba a pasear, tenía que hacerlo en un caballo más pacífico, como Pretty Girl. No obstante, de vez en cuando, si estaba sola, aún salía con él. Era un animal sensible, y hasta parecía esforzarse por adaptarse a la manera de montar de Sam. Aun después de la experiencia con Gray Devil en Colorado, ella no le tenía miedo.
Ahora, mientras lo contemplaba, comprendió lo que tenía que hacer. Le pidió a uno de los vaqueros que lo ensillara, y minutos después él mismo la acomodó en la silla. Sam guio lentamente el enorme caballo a través del patio y enfiló el camino de las colinas con aire pensativo. Quizás había llegado el momento de encararse con ello, el momento de volver a verlo y comprobar que ya no podía afectarle en manera alguna, porque nada de todo aquello le pertenecía en absoluto. Tate Jordan había amado a una mujer que ya hacía años que había dejado de existir, y no volvería a existir jamás. Mientras subía por la ladera de la loma, contemplaba el cielo y se preguntaba si volvería a amar alguna vez a un hombre. Quizá si se enfrentaba con ello de una vez por todas y borraba a Tate de su memoria, podría volver a querer a alguien…, alguien del rancho, a uno de los médicos que conocía, a algún abogado como Norman, o… ¡Pero cuán insignificantes parecían al lado de Tate! Al pensar en él tal como le había visto en el patio el día anterior, sonrió ligeramente, y minuto a minuto fue recordando el tiempo que habían pasado juntos, el tiempo pasado recorriendo aquellos montes, los días que pasaron trabajando uno junto al otro, el respeto que se tenían mutuamente, las noches que ella había pasado en sus brazos… Y entonces, cuando comenzó a experimentar plenamente todo cuanto había sentido por aquel hombre, ganó la cumbre de la última colina, contorneó el bosquecillo de árboles y aparecieron ante sus ojos la laguna y la cabaña que había visitado en su compañía. No quiso acercarse más. Era como si, para ella, estuviese embrujada. Pertenecía a otro espacio temporal de su vida, a otra gente, pero se quedó observándola e internamente la saludó. Luego obligó a dar la vuelta al poderoso pura sangre negro y se dirigió hacia el montículo donde habían depositado los restos de Jeff. Permaneció allí un largo rato sonriendo a las personas que allí reposaban, un hombre, una mujer y un muchacho, todas personas a las que ella había amado mucho. De pronto, mientras estaba allí con las lágrimas corriendo por sus mejillas, sintió que Black Beauty se movía hacia un costado al tiempo que profería un ligero relincho, y al volver ella la cabeza vio a Tate Jordan, tan apuesto y orgulloso en su silla como siempre, jinete en un moteado indio que acababa de adquirir. Tate había ido a dar el último adiós a su hijo. Por un largo rato, nada le dijo a Samantha; también él tenía lágrimas en las mejillas, pero sus ojos se posaron en los de la joven, y ella sintió que se le cortaba el aliento, sin saber si decirle algo o limitarse a alejarse de allí. Black Beauty danzaba alegremente girando sobre sí mismo y, al refrenarlo, Samantha saludó a Tate con una inclinación de cabeza.
—Hola, Tate.
—Ayer quise verte, para expresarte mi agradecimiento.
Había una expresión de infinita ternura en su rostro, que a la vez denotaba fortaleza. De no haber sido por la dulzura de sus facciones, habría impuesto temor.
—No tienes que agradecerme nada. Todos le queríamos.
Los ojos azules de Sam poseían una cualidad aterciopelada al fijarse en Tate.
—Era un buen muchacho. —Entonces él meneó tristemente la cabeza—. Cometió una imprudencia. Anoche vi a Mary Jo. —Y sonriendo, añadió—: ¡Cielos, cómo ha crecido!
Sam rio quedamente.
—Han pasado tres años.
Él asintió y miró a Samantha con ojos interrogantes, y dejó que el moteado indio se le acercara.
—Sam.
Era la primera vez que pronunciaba su nombre, y ella trató de no dejarse conmover por aquel sonido.
—¿Quieres acompañarme durante unos minutos?
Ella comprendió que quería ir a ver la cabaña, pero se le hacía insoportable la idea de regresar allí con él. Tenía que luchar denodadamente para conservar la distancia, para no caer en los brazos de aquel tierno gigante que de repente se erguía ante ella y la contemplaba desde un abismo de tres años. Pero cada vez que deseaba decirle algo, pronunciar su nombre, tenderle los brazos mientras aún estuviera a tiempo, se miraba las piernas sujetas firmemente a la silla, y se afirmaba en lo que sabía que tenía que hacer. Además, él la había abandonado tres años atrás, por sus propias razones. Mejor sería, pues, dejar las cosas tal como estaban.
—Debo regresar, Tate. Tengo muchas cosas que hacer.
Por otra parte, no quería dejar que advirtiera las correas que le sujetaban las piernas. Al parecer aún no las había notado. Estaba demasiado concentrado en su cara.
—Has realizado una gran labor. ¿Cómo se te ocurrió una cosa semejante?
—Ya te lo dije en la carta: Caroline lo dispuso en su testamento.
—Pero ¿por qué tenías que hacerlo tú?
Así que nada sabía. Samantha sintió un gran alivio.
—¿Por qué no?
—¿Nunca volviste a Nueva York? —Eso parecía intrigarle—. Pensé que lo harías.
«¿De veras? ¿Por eso te fuiste, Tate? ¿Para que yo volviese al lugar donde tú considerabas que debía estar?».
—Volví por un corto tiempo. —Exhaló un leve suspiro—. Regresé al fallecer Caroline. —Hablaba con la mirada perdida en el espacio—. Aún la echo de menos.
—Yo también —repuso él, con voz queda—. ¿Me acompañas? Sólo unos minutos. Tardaré mucho tiempo en volver aquí.
Tate la miraba casi suplicante y, dejándose dominar por el impulso de su corazón, ella asintió con la cabeza y dejó que él tomase la delantera. Una vez hubieron circundado el promontorio, se detuvieron junto a la laguna.
—¿No quieres desmontar por unos minutos, Sam?
—No —contestó, meneando la cabeza enérgicamente.
—No tengo intención de entrar en la cabaña. ¿Aún están allí sus cosas?
—Yo no las he tocado.
Tate hizo un gesto de asentimiento.
—Quisiera hablar contigo, Sam. —Pero esta vez ella denegó con la cabeza—. Hay muchas cosas que nunca te dije.
La miraba con ojos implorantes, y ella adoptó una expresión más afable.
—No tienes por qué decirlas, Tate. Ha pasado mucho tiempo. Ya no tiene importancia.
—Tal vez no la tenga para ti, Sam. Pero sí la tiene para mí. No te abrumaré haciendo un largo parlamento. Sólo deseo que sepas una cosa. Me equivoqué.
Ella le miró, sobresaltada.
—¿Qué quieres decir?
—Al dejarte. —Suspiró quedamente—. Lo curioso es que hasta tuve que pelear con Jeff por esa cuestión. Bueno, no por tu causa, sino por el hecho de abandonar el rancho. Me dijo que toda la vida había estado huyendo de las cosas importantes, de las cosas que cuentan. Me dijo que podía ser capataz o hacerme propietario de un rancho, si quería. Anduvimos juntos unos seis meses, y luego cada uno se marchó por su lado. Después me fui a Montana y compré un pequeño rancho. —Sonrió—. Hice una inversión muy buena, y todo con un préstamo. Lo hice para demostrarle a Jeff que estaba equivocado, y ahora… —agregó, encogiéndose de hombros— ya no tiene ningún sentido. Salvo por la experiencia que adquirí. Aprendí que no importa ni un comino que uno sea hacendado o peón, que sea hombre o mujer, siempre y cuando se viva honestamente, se ame con sinceridad y se haga el bien, eso es todo lo que importa. Esos dos… —dijo luego, indicando la cabaña con un gesto de la cabeza—. Míralos, al fin están enterrados uno junto al otro, porque se amaban, y a nadie le importa si estaban casados o no, ni que Bill King mantuviera en secreto toda su vida el hecho de que amaba a Caroline. ¡Qué estúpida manera de perder el tiempo!
Parecía fastidiado consigo mismo, y ella le sonrió a la vez que le tendía la mano.
—Está bien, Tate. —Tenía los ojos húmedos pero aún le sonreía, y él le tomó la mano y se la llevó a los labios—. Gracias por lo que acabas de decirme.
—Debió de resultarte muy penoso cuando te dejé, Sam, y lo lamento. ¿Te quedaste aquí mucho tiempo después?
—Durante dos meses te busqué por todas partes, y luego tía Caro prácticamente me echó del rancho.
—Con razón. Yo no valía tanto como para justificar el esfuerzo. —Y luego, con una sonrisa, añadió—: Entonces.
Ella rio por la corrección.
—Y supongo que ahora lo vales.
—Quizá no. Pero ahora yo también soy un hacendado.
Esta vez se echaron a reír ambos, y Sam se dio cuenta de lo cómoda que se sentía charlando con él. Era casi, pero no del todo, como en los viejos tiempos, cuando ella le conoció, después de que empezaran a hacerse amigos.
—¿Recuerdas la primera vez que vinimos aquí?
Ella asintió, comprendiendo que se estaban adentrando en un terreno harto peligroso, y que ya habían llegado demasiado lejos.
—Sí, pero desde entonces ha corrido mucha agua bajo los puentes, Tate.
—Y ahora tú ya eres una anciana.
Ella le miró con expresión enigmática.
—Sí, lo soy.
—Pensé que te habías vuelto a casar.
La mirada de Sam se endureció.
—Te equivocaste.
—¿Por qué? ¿Tanto te dolió lo que te hice?
Parecía compadecerse de ella, pero Sam denegó con la cabeza sin decir nada, y él le tomó de nuevo la mano.
—Demos un paseo, Sam.
—Lo siento, Tate, no puedo. —Con cara triste, insistió—: Tengo que regresar.
—¿Por qué?
—Porque tengo que hacerlo.
—¿Por qué no dejas que te explique cuáles son mis sentimientos? —le preguntó él, y sus ojos se tornaron aún más verdes y profundos.
—Porque es demasiado tarde —repuso ella, en voz baja.
Y entonces él bajó la vista con desánimo y en aquel momento frunció el ceño; cuando se disponía a formularle una pregunta, Sam aprovechó la ocasión para emprender el camino de regreso.
—Sam…, espera…
En aquel preciso instante, al verla galopar, encontró de pronto la respuesta, la pieza que había encontrado a faltar en el rompecabezas durante los dos días pasados: el porqué lo había hecho, el porqué no se había vuelto a casar, el porqué era demasiado tarde…
—¡Sam!
Pero ella no quiso escucharle. Fue como si hubiese percibido algo distinto en el tono de su voz, y haciendo restallar las riendas sobre el cuello de Black Beauty, lo azuzaba para que corriera más aprisa. Al observarla con más detenimiento, Tate tuvo la certeza de lo que sospechaba. Los pies que con tanta firmeza se asentaran otrora en los estribos, que con tanto brío oprimieran los flancos del animal, ahora colgaban inertes, con las puntas hacia abajo. Jamás habría permitido que ello sucediese si hubiera ejercido control sobre sus miembros. Ahora se explicaba el extraño aspecto de su silla. Había estado tan absorto contemplándola a ella que no se había fijado en lo más importante de todo. Mas ahora tenía que espolear al moteado indio con el fin de darle alcance, y finalmente, poco antes de trasponer la última loma antes de llegar a la hacienda, azuzó a su montura como si fuese un caballo de carreras y así alcanzó al pura sangre, se puso a la par y, cogiéndole por la brida, logró refrenarlo.
—¡Detente, maldita sea! ¡Quiero preguntarte algo!
Sus verdes ojos buscaron los de Sam, pero cuando esta volvió la cabeza, sus azules ojos despedían chispas.
—¡Suelta, demonios!
—¡No, ahora quiero saber algo y quiero la verdad, o te derribaré de un puñetazo de ese maldito caballo que siempre he detestado, y entonces veremos lo que pasa!
—¡Adelante, atrévete, bastardo!
Le miraba con ojos desafiantes, y forcejeó para recobrar las riendas.
—¿Y entonces qué sucedería?
—Me levantaría y me marcharía a casa.
En su fuero interno, Sam rogaba porque él la creyera.
—¿De veras? ¿Eso harías, Sam? Bien, entonces creo que debería atreverme…
Tate hizo como si se dispusiera a arrancarla de la silla, y ella obligó al pura sangre a desplazarse hacia un costado.
—¡Basta, maldito!
—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué?
Los ojos de Tate eran tan verdes como Samantha no los había visto nunca, y en su rostro se pintaba un dolor inconmensurable.
—Yo te amo, maldita sea, mujer, ¿no lo sabías? Te he amado durante todos y cada uno de los minutos de mi vida desde que me marché de aquí tres años atrás. No obstante, si me fui, lo hice por tu bien, no por egoísmo, para que pudieras volver al lugar que te correspondía, con la gente de tu clase, y así te olvidaras de mí. Pero nunca, jamás, te olvidé, Sam. He soñado contigo todas las horribles noches de estos últimos tres años, y ahora de repente te tengo ante mis ojos, más hermosa que nunca, amándote tanto como entonces, y tú no quieres ni siquiera que me acerque a ti. ¿Por qué? ¿Hay algún otro hombre? Si es así, dímelo y me marcharé y no volverás a saber de mí en toda tu vida. Pero existe otro motivo, ¿verdad? Tú eres como los demás, ¿no?, como los niños. Y eres tan estúpida como lo fui yo entonces. Yo pensaba que el hecho de ser un simple vaquero establecía la diferencia; ahora tú crees que esa diferencia reside en el hecho de que no puedes caminar, ¿no es así? Porque no puedes caminar, ¿verdad, Sam? ¿Puedes? ¡Contéstame, maldita sea! —rugió angustiado, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
Ella se quedó mirándole, entre acongojada y airada, y luego asintió lentamente con la cabeza, y cuando comenzaron a caer también las lágrimas de sus ojos, tiró de las riendas hacia un costado para alejarse de Tate.
Mas entonces miró hacia atrás por encima del hombro.
—Así es. Estás en lo cierto. Pero lo curioso es que tenías razón. No entonces, sino ahora. Hay cosas que establecen una diferencia. Y créeme, esta es una de ellas. —Hizo girar despacio el caballo—. Hazme un favor, Tate. Ya te despediste de tu hijo y me dijiste lo que querías decirme; ahora vete. Por el bien de los dos, vete.
—No lo haré —repuso Tate con firmeza, más enérgico que el pura sangre que ella montaba—. No me iré, Sam. Esta vez no. Si no me quieres, dímelo y entonces veremos, pero no por causa de tus malditas piernas. No me importa que no puedas caminar, arrastrarte o moverte. Te amo. Amo tu espíritu y tu corazón, tu mente y tu alma. Amo lo que me brindaste a mí y lo que brindaste a mi hijo, así como lo que les has brindado a esos niños. Él me lo contó, ¿sabes? Jeff me lo dijo. Me escribió, hablándome de la extraordinaria mujer que dirigía el rancho. La estupidez fue no comprender lo que él estaba haciendo. Nunca adiviné que fueses tú. Lo único que comprendía es que su patrón era una mujer. Me imaginé que una de esas chifladas santonas había iniciado algo nuevo en el rancho de Caro. Pero no sabía que eras tú, Sam… Y ahora no pienso marcharme de aquí.
—Te marcharás —replicó ella, con pétrea expresión—. No quiero compasión. No necesito ayuda. No quiero nada más que lo que tengo: los niños y mi hijo.
Fue la primera vez que él oía hablar de Timmie, y aún recordaba que una vez le había dicho que no podía tener hijos.
—Eso me lo explicarás luego. Ahora dime qué quieres hacer. ¿Perseguirme por las colinas, por el establo, por la carretera? No pienso dejarte, Sam.
Ella le fulminó con la mirada, y luego, dominada por la furia, espoleó de nuevo al pura sangre, que comenzó a galopar por las colinas a un paso que el moteado indio apenas podía seguir; pero dondequiera que ella fuese, allí estaba Tate, a sus espaldas. Por último, aun sabiendo que Black Beauty podía correr como el viento, Sam comprendió que tenía que detenerse. Ahora se hallaban en los confines de la hacienda, y Sam le miró casi con desánimo cuando disminuyó el paso.
—¿Por qué haces esto, Tate?
—Porque te amo Sam, ¿qué ocurrió?
Ella se detuvo por fin y se lo contó. Tate levantó la mano para protegerse los ojos de los rayos del sol. Sam le contó que anduvo buscándole por todas partes, lo de sus viajes y los anuncios televisivos, lo de Gray Devil y la fatal cabalgada.
—¿Por qué, Sam?
—Porque estaba desesperada por encontrarte… —Y entonces agregó en un murmullo—: Porque te amaba con toda mi alma… Me parecía que no podría vivir sin ti.
—Y yo tampoco —confesó él, con toda la pena de tres años de soledad—. Trabajé denodadamente día y noche, y no hacía más que pensar en ti, Sam. Todas las noches me quedaba despierto y pensaba en ti.
—Lo mismo me ocurría a mí.
—¿Cuánto tiempo estuviste en el hospital?
—Unos diez meses. —Y luego ella se encogió de hombros—. Lo bueno del caso es que ya no me importa. Fue algo que ocurrió, y lo he asumido. Pero no puedo obligar a nadie a compartirlo.
—¿Existe otra persona? —inquirió él con vacilación, y ella sonrió y meneó la cabeza.
—No, no hay ni habrá nadie más.
—Sí. —Tate acercó su caballo al pura sangre—. Habrá.
Y sin más, la besó, atrayéndola hacia sí y acariciándole la preciosa cabellera rubia.
—Palomino… ¡Mi palomino! —Y cuando oyó las palabras que durante tanto tiempo había deseado oír, Samantha sonrió—. No volveré a dejarte nunca, Sam. Jamás.
La miraba fijamente a los ojos, y entonces ella arrojó todas sus reticencias al viento y le dijo:
—Te amo. Siempre te he amado.
Su voz estaba preñada de reverente temor mientras sus ojos escrutaban los de él. Al fin, Tate Jordan había vuelto. Y cuando él la besó esta vez, Sam musitó:
—Bienvenido a casa.
Entonces él le tomó la mano y, llevando los caballos lo más juntos posible, emprendieron el lento camino de vuelta al rancho.
Josh aguardaba en el espacioso patio cuando ellos se dirigieron hacia él, pero el viejo giró sobre sus talones y se metió en el establo, simulando no haberles visto. Y cuando ellos llegaron a la entrada del establo, Sam refrenó al magnífico semental y miró a Tate. Lentamente, con solemnidad, él desmontó y se quedó mirándola a la cara. Sus ojos le formulaban miles de preguntas, al tiempo que su corazón se fundía en el de ella. Samantha vaciló un instante, y luego sonrió cuando él pronunció las palabras familiares:
—Te amo, palomino. —Y con una voz que sólo ella podía oír, agregó—: Quiero que lo recuerdes cada día, cada hora, cada mañana, cada noche, durante el resto de tu vida. De ahora en adelante, voy a estar aquí contigo, Sam.
Los ojos de la joven no se apartaban de los de Tate. Entonces, pausadamente, muy pausadamente, este comenzó a desabrocharle las correas que le sujetaban las piernas a la silla. Ella le observó en silencio, preguntándose si al cabo de aquellos tres interminables años podía confiar en él. ¿Habría vuelto realmente para quedarse? ¿O acaso era todo una ilusión, un sueño, y volvería a huir? Tate presintió el terror que se apoderaba de ella y entonces le tendió las manos.
—Confía en mí, cariño… —Y tras una larga pausa, añadió—: Te lo ruego.
Sus brazos no temblaron mientras sostenía las manos de ella, que se mantenía erguida y orgullosa en la silla. No había nada en Sam que hiciera pensar en la derrota, nada que sugiriera que se había convertido en una inválida, en una impedida. Ella no era media mujer, sino una mujer y media. Pero también Tate Jordan era más que un simple hombre.
—Sam.
Cuando sus ojos se encontraron y ambos se miraron de hito en hito, fue como si los años que les separaban se esfumaran, y cuando Sam apoyó las manos sobre sus hombros, casi se hubiese podido sentir cómo el lazo que les había unido volvía a estrecharse firmemente.
—Ayúdame a desmontar.
Aquellas palabras fueron dichas con naturalidad, con voz queda, y él la tomó en sus brazos sin esfuerzo. Entonces, Josh, que no se había perdido ningún detalle de la escena, apareció en seguida con la silla de ruedas. Tate titubeó una fracción de segundo y luego la depositó en ella, temiendo que cuando sus ojos volviesen a encontrarse con los de Sam, descubrirían dolor y pena en ellos. Pero cuando contempló su cara, una sonrisa brillaba en ella. Samantha comenzó a hacer girar las ruedas diestramente en dirección a la casa.
—Vamos, Tate —le dijo con naturalidad.
Entonces él comprendió que algo había cambiado. Aquella no era una frágil mujer a la que él debía ayudar; aquella era una mujer vigorosa y bella a la que tenía que amar. Cuando se apresuró a colocarse a su lado, había una sonrisa en sus verdes y profundos ojos.
—¿Adónde vamos, Sam?
Caminaba junto a ella, y la joven levantó la cara con una expresión de paz mezclada con una alegría desbordada.
Samantha le sonrió y siguió avanzando.
—A casa —murmuró, volviendo de nuevo los ojos hacia él.
Al llegar a la casona, ella enfiló la rampa, seguida por Tate a sólo unos pasos de distancia. Él abrió la puerta de un empujón y se quedó observándola atentamente un largo rato. En los ojos de Tate se reflejaba una expresión de ternura mientras ambos rememoraban otros tiempos, otros episodios de otra vida. Sintió deseos de trasponer el umbral con Sam en brazos, pero no estaba muy seguro de que ella lo quisiera. Entonces, dirigiendo una última mirada a Sam, entró en la casa calladamente, y ella le siguió en su silla de ruedas y cerró la puerta.