Sam permaneció con la mirada fija en el papel durante casi media hora, tratando de decidir qué hacer y sintiendo los fuertes latidos de su corazón. La noche anterior estuvo a punto de hacer el amor con el hijo de Tate… ¡Qué absurda jugada del destino! Y ahora, debido a que no lo había hecho, el muchacho estaba muerto, y ella tenía que telefonear a su padre. Ella sabía, sin embargo, que en cuanto hubiesen hecho el amor, igualmente él podría haber salido a beber y sufrido el accidente también. Cualquier cosa que hubiera sucedido, no había forma de cambiar los hechos. Y ahora ella tenía que afrontar el problema de lo que debía decirle a Tate Jordan y cómo. Resultaba irónico que después de la intensa búsqueda a la que ella se había librado, ahora, por fin, tuviera su dirección en sus manos. Se guardó el papel en el bolsillo de la chaqueta y salió de la cabaña.
Josh estaba esperándola, apoyado en un árbol, mientras el sol aparecía lentamente por el horizonte.
—¿Qué vas a hacer, Sam? ¿Vas a telefonearle?
Ahora que sabía la verdad, deseaba con toda el alma que lo hiciera.
Ella asintió con expresión sombría.
—Tenemos que hacerlo. Es lo que corresponde.
—¿Vas a hacerlo tú?
—No, tú. Tú eres el capataz.
—¿Tienes miedo?
—No; si no hubiese nadie más, lo haría yo, Josh. Pero no deseo hablar con él. No ahora.
Habían transcurrido casi tres años desde el día en que se marchó.
—Quizá deberías hacerlo.
—Quizá. —Ella le miró con tristeza—. Pero no voy a hacerlo.
—Está bien.
Pero cuando Josh telefoneó, le dijeron que Tate se hallaba en Wyoming junto con otros vaqueros, el resto de la semana, en una subasta de ganado. Nadie parecía saber en qué lugar se hospedaba ni cómo comunicarse con ellos, y eso quería decir que Jeff debería ser enterrado, ya fuese en tierras del rancho o en el cementerio de la ciudad. No podían esperar una semana.
El funeral fue sencillo y resultó doloroso para todos. Pero ello formaba parte de la naturaleza, parte de la vida, les dijo Sam a los niños, y Jeff había sido su amigo, por lo que era justo que todos asistiesen al entierro. El ministro de la localidad dijo una breve oración ante el féretro, y luego fue enterrado junto a Caro y Bill, y los niños acudieron a caballo, llevando cada uno un ramo de flores, que depositaron sobre la tumba recién excavada. Acto seguido, todos permanecieron en torno a la misma y entonaron sus canciones favoritas. Parecía una manera adecuada de enterrar a alguien que había sido miembro del personal y amigo de casi todos. Cuando dirigieron sus monturas hacia el rancho y descendieron por las laderas de las colinas, Samantha les observó, en tanto el sol se ponía a su derecha. Oía el sordo golpear de los cascos de los caballos, sentía el aire fresco en el rostro y pensaba que no había presenciado una escena tan conmovedora como aquella en toda su vida. Por un momento, tuvo la impresión de que Jeff cabalgaba junto a ellos, y en silencioso tributo a su desaparecido amigo, los vaqueros del rancho habían llevado el caballo del muchacho, sin jinete, con su pintoresca silla del Oeste. Por alguna razón, acudieron a su mente recuerdos de Timmie, y una vez más sintió el escozor de las lágrimas en sus ojos.
Tal como le escribió a Tate aquella misma noche en su mesa de despacho de la casona, eso la ayudó a tenderle una mano, sin tener en cuenta lo que hubiera pasado entre ellos y lo que había dejado de existir. También ella había perdido un hijo, a pesar de no ser igual como lo había sido Jeff para Tate, pero aún experimentaba el dolor de la pérdida y ahora lo sentía más profundamente, mientras escribía al hombre que había buscado en vano durante tanto tiempo. Lo único que no deseaba que supiera era lo que le había ocurrido a ella. Pero resolvió deformar ligeramente la verdad y rogar que Jeff no se lo hubiera dicho. Después del párrafo inicial, en el que le comunicaba la noticia de la manera más simple que pudo, le escribió:
«Tres años no parece tanto tiempo. Pero muchas cosas han cambiado aquí. Caroline y Bill nos dejaron para siempre, y ahora reposan cerca del sitio donde enterramos a Jeff, en las colinas, junto a su cabaña. Y los niños que residen en el rancho acudieron a la puesta del sol montados en sus caballos para depositar flores en la tumba de Jeff mientras los vaqueros llevaban su montura. Fue un momento terrible, un día hermoso y una triste pérdida para todos. Los niños entonaron las canciones que más le gustaban a él, y en cierto modo, al volver al rancho tuve la impresión de que él cabalgaba junto a nosotros. Espero, Tate, que tú también le sientas junto a ti. Era un joven encantador y un amigo querido por todos, y la pérdida de una vida tan joven constituye una fuente inagotable de estupor, de pena y de dolor inconmensurables. No puedo dejar de pensar que fue más fructífera su corta vida que la de muchos de nosotros, con muchísimos más años a cuestas.
»No sé si tú lo sabías, pero Caroline dejó el rancho, en su postrer deseo, para un fin determinado. Quiso que se convirtiese en un centro especial para niños incapacitados, y Josh y yo nos encargamos de cumplir con su última voluntad. Fue poco antes de abrirles las puertas a esos niños especiales cuando Jeff se incorporó a nuestro equipo, y poseía un don tan precioso para este tipo de trabajo que resultaba verdaderamente conmovedor. Hacía cosas que requeriría horas relatar pero que te llenarían de orgullo. Miraré si entre la serie de fotografías que se tomaron al principio hay algunas donde aparezca Jeff y te las enviaré. Sin duda contribuirán a que te formes una idea más clara de la labor que hizo aquí, el rancho es muy diferente de como era cuando tú lo conociste.
»Por cierto que nadie adivinó las intenciones de Caroline con respecto al rancho, pero ha servido para un buen fin, al igual que tu hijo. Comparto tu pena por su pérdida, y con mis mejores deseos para ti, te enviaremos sus cosas para ahorrarte un doloroso viaje. Si algo podemos hacer por ti, no dudes en comunicárnoslo. Josh está siempre aquí, y estoy segura de que se sentirá feliz si puede ayudarte. Cordialmente, Samantha Taylor.
Nada en la carta se refería a lo que había habido entre ellos, y al día siguiente del entierro Sam le pidió a Josh que, con la colaboración de algunos niños, embalara todas las pertenencias de Jeff y las enviara por vía aérea a Tate. Esa misma noche revisó los álbumes del archivo del rancho, tal como le había prometido, y cuidadosamente fue extrayendo todas las fotos donde aparecía Jeff, buscó los correspondientes negativos, y al día siguiente se fue a la ciudad con todo el montón de películas.
Cuando recibió las copias al cabo de una semana, las examinó de nuevo y meticulosamente para cerciorarse de que no había ninguna en la que apareciese ella, y luego las metió en un sobre, sin nada más, y las envió por correo a Tate. Para Sam, con ello concluía el capítulo de Tate Jordan. Por fin, le había encontrado, ofreciéndosele la oportunidad de abrirle los brazos, de decirle que aún le amaba, de pedirle que acudiera a su lado. Pero del mismo modo como había despedido a Jeff aquella noche aciaga, también ahora se volvía de espaldas, por razones muy íntimas, y luego se felicitó a sí misma por lo que había hecho. Ya no pertenecía a la vida de Tate, no en su estado. Y aquella noche, mientras permanecía despierta en la cama, se preguntó si, en el caso de no haber estado paralítica, le habría pedido que volviera junto a ella. Por supuesto, eso no había manera de saberlo, pues si no hubiese estado impedida no habría conocido a Jeff, no habría… Se durmió, y a la mañana siguiente la despertó el timbre del teléfono.
—¿Sam?
Era Norman Warren, y parecía muy excitado en el otro extremo de la línea.
—Hola —respondió ella medio dormida—. ¿Qué sucede?
—Sam, quiero que vengas a Los Angeles.
—No quiero discutirlo, Norman. —Se sentó en la cama, con el entrecejo fruncido—. No tiene objeto. No lo haré.
—Lo comprendo. Pero hay otras cosas que debemos resolver.
—¿Qué cosas? —inquirió con recelo.
—Hay algunos papeles que no firmaste.
—Envíamelos.
—No puedo.
—Entonces tráemelos tú. —Ella parecía fastidiada. Estaba cansada y era muy temprano. Y entonces se dio cuenta de que era domingo—. ¿Qué te propones llamándome un domingo a una hora tan temprana. Norman?
—Simplemente lo hago porque no pude ocuparme de ello la semana pasada. Oye, sé que esto es una imposición, Sam, y que estás también muy ocupada, pero ¿no podrías hacerme un favor? ¿No podrías venir hoy?
—¿Hoy, domingo? ¿Por qué?
—Te lo ruego. Hazlo por mí. Te estaré eternamente agradecido.
Y de repente, Samantha fue presa del pánico.
—¿Le pasó algo malo a Timmie? ¿Le volvió a pegar?
Sam sintió que su corazón latía aceleradamente, pero Norman se apresuró a tranquilizarla.
—No, no, no, nada de eso. Estoy seguro de que está bien. Pero quisiera terminar con este asunto hoy mismo, de una vez por todas.
—Norman —repuso ella con un suspiro y mirando el reloj; eran las siete de la mañana—. Personalmente, creo que estás chiflado. Pero me ayudaste mucho e hiciste cuanto estuvo en tu poder, por lo tanto te haré este favor, por esta sola vez. ¿Te das cuenta del viajecito que tenemos que hacer?
—¿Te acompañará Josh?
—Probablemente. ¿Dónde nos encontraremos contigo? ¿En tu bufete? ¿Y qué es exactamente lo que tengo que firmar?
—Sólo unos papeles en los que declares que no quieres apelar.
¿Qué demonios se llevaba entre manos?
—¿Por qué rayos no puedes enviármelos por correo?
—Porque soy demasiado tacaño para comprar los sellos.
Sam se echó a reír.
—Estás loco.
—Lo sé. ¿A qué hora llegarás?
—No lo sé —contestó, bostezando—. ¿Te parece después de almorzar?
—¿Por qué no más temprano?
—¿Acaso quieres que vaya en camisón, Norman?
—Me encantaría. ¿Digamos a las once?
—¡Oh, demonios! —exclamó ella con un suspiro—. Está bien. Pero será mejor que no perdamos el tiempo. Tengo muchas cosas que hacer aquí.
—De acuerdo.
Samantha llamó a Josh, le contó lo que pasaba y el viejo se mostró tan fastidiado como ella.
—¿Por qué demonios no puede enviarte esos papeles por correo?
—Lo ignoro. Pero ya que tenemos que ir, mejor que sea en domingo. Durante la semana no tengo tiempo.
—Está bien. ¿Quieres que salgamos dentro de media hora?
—Ven a buscarme dentro de una hora.
Así lo hizo, y Samantha se deslizó al asiento del auto, vestida con unos tejanos y un suéter rojo, con sus botas de vaquero favoritas, de color rojo también, y una cinta de ese color en el pelo.
—Estás tan bonita como una enamorada, Sam.
—Me siento más bien como una bruja. No comprendo por qué demonios tenemos que ir a Los Angeles un domingo por la mañana.
Cuando llegaron al bufete de Norman, este parecía muy nervioso e insistió en que tenían que ir a los tribunales, porque no tenía en su poder los papeles que precisaba.
—¿Un domingo? Norman, ¿has bebido? —le dijo Samantha, que no parecía encontrar aquello nada divertido.
—Confía en mí, por amor de Dios.
—Si no lo hiciera, no estaría aquí.
Josh le miraba con desconfianza y conducía el auto hacia los tribunales, que se encontraban en el otro lado de la ciudad respecto a donde vivía Norman. Pero cuando llegaron allí, este comenzó a actuar de pronto como si lo tuviera todo premeditado. Le mostró un pase al guardia de la entrada, el cual hizo un gesto de asentimiento y les dejó pasar. Le indicó al ascensorista que se dirigían al sexto piso, y al salir del ascensor en ese piso, enfilaron el pasillo hacia la izquierda, luego doblaron a la derecha y después a la izquierda de nuevo, y entonces entraron en una sala brillantemente iluminada donde había una carcelera de uniforme sentada ante un escritorio y un policía que charlaba con ella. De repente, Sam profirió un grito y se precipitó en su silla de ruedas hacia el niño. Timmie, sentado en su silla de ruedas también, abrazaba su osito de felpa, y si bien llevaba un trajecito nuevo, estaba sucio y pringoso.
El pequeño la abrazó fuertemente por un largo rato, y Samantha le sintió temblar en sus brazos, en silencio, mientras ella le decía:
—Te quiero, Timmie…, te quiero, cariño… Todo saldrá bien…
Ella no sabía por cuánto tiempo podría verle, si sería un minuto, una hora o un día, pero eso no le importaba, pues le brindaría todo cuanto tenía durante todo el tiempo que se lo permitieran.
—Todo está bien…
—Mi mamá está muerta —dijo el niño, mirando a Sam como si no comprendiese el sentido de aquellas palabras.
Entonces ella vio que tenía profundas ojeras y otro moretón en el cuello.
—¿Qué pasó? —inquirió, horrorizada, tanto por el aspecto del pequeño como por lo que acababa de decirle—. ¿Qué quieres decir?
Pero Norman se adelantó hacia ellos y tomó a Sam por el brazo.
—Falleció a causa de una sobredosis, hace dos días. La policía encontró a Timmie solo en la casa anoche.
—¿Estaba ella allí? —preguntó Sam con los ojos muy abiertos, sin soltar la mano del niño.
—No; se encontraba en otro lugar. Timmie estaba solo en el apartamento. Avisaron al juez anoche, porque no sabían si debían encerrarle en un establecimiento juvenil, y este me llamó a mí. Me pidió que viniéramos aquí esta mañana. Sam, todo va a terminar bien.
—¿Ahora mismo? —Norman asintió con la cabeza—. ¿Puede hacer una cosa así?
—Sí; puede revocar el fallo sobre la base de lo que acaba de ocurrir. No será necesario que Timmie tenga que volver a pasar por todo lo de antes. ¡Ahora es tuyo, Sam! —Se volvió a mirar al pequeño sentado en su silla de ruedas, que se aferraba a la mano de Samantha—. ¡Ya tienes a tu hijo!
Habían transcurrido dos semanas desde el día en que le había visto salir de la sala del tribunal en su sillón de ruedas, gritando y llorando, y ahora era suyo. Le tendió los brazos, le atrajo hacia su regazo, sollozando abiertamente y riendo y besándole y acariciándole, hasta que lentamente el niño fue comprendiendo lo que ocurría y entonces se abrazó a ella, la besó y en un momento de sosiego le acarició la cara con su sucia manita y le dijo:
—Te quiero, mamá.
Aquellas eran las palabras que Samantha había deseado oír toda su vida.
El juez llegó al cabo de media hora con el legajo que había pasado a recoger por su despacho, firmó varios papeles, se los hizo firmar también a Sam y la carcelera hizo de testigo; Josh lloró, Norman lloró, Sam lloró, el juez sonrió y Timmie agitó el osito para saludar al juez con una amplia sonrisa, mientras se dirigían todos hacia el ascensor.
—¡Hasta la vista! —gritó el niño.
Y cuando se cerraban las puertas del ascensor, el juez también reía y lloraba a la vez.