El despertador sonó junto a la cama de Samantha a las cuatro de la madrugada. Ella lanzó un gruñido al oírlo y luego extendió la mano para pararlo. Pero al hacerlo, sintió el frío reinante en el ambiente en los dedos y comprendió súbitamente que algo era diferente. Abrió un ojo, miró en torno y se dio cuenta de que no estaba en su casa. Volvió a echar un vistazo a lo que la rodeaba, sumida en una confusión total, luego fijó la vista en el escarolado dosel blanco de la cama, y de repente se acordó de que se encontraba en el rancho de Caroline Lord, en California, y que esa mañana debía salir a caballo con los vaqueros de la hacienda. La idea le parecía ahora un poco menos atractiva que la noche anterior. Pero para eso había viajado al oeste, y como sea que había pensado pasarse la primera mañana en el rancho durmiendo, comprendió que no podría hacerlo, sobre todo si pensaba granjearse la simpatía de los hombres. Además, dejarla salir con ellos constituía un privilegio que Caroline le había concedido. Y si quería ganarse el respeto de los peones del rancho, tenía que demostrar que era tan recia, tan voluntariosa, tan experta, tan excelente jinete y que estaba tan dispuesta a cabalgar como cualquiera de ellos.
Cuando después de haberse duchado, escrutó la oscuridad y vio que afuera todo estaba envuelto en un tenue velo de lluvia, se sintió descorazonada. Se puso unos tejanos viejos, una camisa blanca, un grueso suéter negro con cuello de cisne, calcetines de lana y las botas de montar que utilizaba religiosamente cuando practicaba equitación en el este. Se ató la rubia cabellera en forma de moño en la nuca, se mojó la cara con agua fría para despabilarse, cogió el gastado abrigo de piel con capucha azul que usaba para esquiar y unos guantes de cuero marrones. ¡Qué lejos estaban aquellos días pasados en Halston, Bill Blass y Norell! Pero lo que tendría que hacer ahora nada tenía que ver con aquello. La elegancia no tenía importancia alguna aquí; sólo importaba la comodidad y llevar buena ropa de abrigo.
Salió de la habitación al pasillo y notó la franja de luz plateada bajo la puerta del cuarto de Caroline. Se le ocurrió entrar a darle los buenos días, pero le pareció que era una hora muy intempestiva para molestar a nadie, por lo que siguió caminando de puntillas hacia la puerta de entrada. La cerró suavemente a sus espaldas, al tiempo que se colocaba la capucha del abrigo y ataba fuertemente los cordones de la misma para protegerse de la lluvia; sus botas se hundían en los charcos que se habían formado, con un ligero chapoteo.
Le parecía que tardaría una eternidad en llegar a la casona donde los hombres comían o se reunían por la noche para jugar a cartas o al billar. Pero en cuanto Samantha llegó a la puerta, su mano quedó paralizada al coger el tirador. Estaba a punto de invadir el santuario exclusivo de los hombres, de compartir la comida con ellos, de trabajar a su lado y de tratar de emularles. ¿Qué les parecería a ellos aquella intrusión? De repente comenzaron a temblarle las rodillas al tiempo que se preguntaba si Caroline o Bill les habría avisado, y se quedó allí tan aterrada que las piernas no la obedecieron cuando quiso entrar. Mientras seguía bajo la lluvia, vacilando, con la mano en el pomo de la puerta, una voz a sus espaldas exclamó:
—¡Vamos, hombre, que hace frío, maldita sea!
Samantha giró sobre sus talones, sobresaltada al oír aquella voz imperiosa e inesperada, y se encontró cara a cara con un hombre fornido de cabellos castaños y ojos negros, que aproximadamente tenía su misma estatura y su misma edad. El hombre pareció tan sorprendido como ella, y entonces, llevándose la mano a la boca al constatar su error, su rostro se distendió en una amplia sonrisa.
—Usted es la amiga de Caroline, ¿no es así? —Ella asintió mudamente con la cabeza, tratando de forzar una sonrisa—. Lo siento…, ¿pero no podría abrir la puerta de todos modos? ¡Hace frío!
—¡Oh…! —exclamó ella, abriendo el batiente de par en par—. Lo lamento. Es sólo… ¿Acaso ella… les dijo algo con respecto a mí?
Sus mejillas de porcelana estaban invadidas por el rubor y la helada lluvia.
—Claro. Bienvenida al rancho, señorita.
El hombre sonrió, y pasó junto a ella, con aire cortés pero no particularmente ansioso por prolongar la conversación. Después de saludar a los vaqueros allí reunidos, se dirigió prestamente hacia la cocina.
—¿No va usted a desayunar?
La voz que formulaba la pregunta junto a ella era ronca pero afable, y Samantha se volvió hacia el rostro de otro hombre que pertenecía a la camada del antiguo capataz, pero este no parecía tan antipático como el primero. En realidad, después de mirarle con detenimiento, la joven soltó una exclamación.
—¡Josh! ¡Josh! ¡Soy yo, Sam!
Josh se encontraba en el rancho todos los veranos en que ella iba a pasar allí una temporada con Barbara y era quien se encargaba de cuidarlas. Barbara le había contado a Sam con cuánto cariño le había enseñado a montar cuando ella era niña. Samantha recordó que tenía esposa y seis hijos en alguna parte. Pero ella jamás les había visto en el rancho. Al igual que la mayoría de los hombres con quien trabajaba, Josh estaba acostumbrado a encerrarse en un mundo exclusivamente masculino. Llevaba una vida solitaria y extraña, una existencia de aislamiento entre otros individuos que vivían igualmente al margen de la sociedad. Una sociedad de solitarios que parecían agruparse como si con ello buscaran encontrar calor y afecto. Y ahora Josh miró a Samantha con expresión de sorpresa, en un primer instante, que se transformó en una amplia sonrisa al reconocerla. Sin titubear, se adelantó hacia ella y la estrechó entre sus brazos, y Samantha sintió el roce de los pelos crecidos de su barba contra su mejilla.
—¡Que me cuelguen! ¡Pero si es Sam! —Lanzó un sordo grito de alegría, y Samantha le acompañó en su risa—. ¿Cómo diablos no me lo imaginé cuando Caroline nos anunció que venía su «amiga»? —Se dio una palmada en el muslo y su sonrisa se ensanchó—. ¿Cómo estás, por todos los diablos? ¡Rayos, estás encantadora!
A ella le pareció que difícilmente podía ser cierto pues aún estaba medio dormida y se imaginaba el aspecto que debía de tener con su expresión adormilada y ataviada con sus peores ropas.
—También tú tienes buen aspecto. ¿Cómo están tu esposa y los chicos?
—Grandes y lejos, gracias a Dios, con excepción de uno de ellos y de mi esposa. —Y entonces bajó la voz como para confiarle un tremendo secreto—. Ahora viven aquí en el rancho, ¿sabes? La señorita Caroline quiso que les trajera. Decía que no estaba bien que ellos vivieran en la ciudad y yo aquí.
—Me alegro.
Él puso los ojos en blanco a modo de respuesta, y ambos se echaron a reír.
—¿No vas a comer algo para desayunar? La señorita Caroline nos dijo que vendría una amiga suya de Nueva York para echarnos una mano. —Hizo una mueca maliciosa y agregó—: ¡Deberías haberles visto la cara cuando se lo dije a los muchachos!
—Debieron de quedarse anonadados —dijo Samantha sarcásticamente mientras se encaminaban a la cocina.
Se moría de ganas de tomar un café y, ahora que se había encontrado con Josh, el olor de la comida le abría el apetito. Y en tanto ella se servía un enorme bol de gachas de avena, Josh se inclinó hacia ella con aire de conspirador.
—¿Qué estás haciendo aquí, Sam? ¿No estabas casada?
—Ya no.
Josh asintió pausadamente, y ella, por su parte, no le proporcionó más información sobre el particular mientras se acercaban y tomaban asiento ante una de las mesas. Durante un buen rato, en tanto Sam comía sus gachas y mordisqueaba una tostada, nadie se unió a ellos, hasta que por fin a dos o tres de los hombres les picó la curiosidad. Josh se los presentó a Sam; todos eran mayores que ella y poseían el rudo aspecto de los hombres acostumbrados a hacer vida al aire libre. Ni que decir tiene que su trabajo no era nada fácil, sobre todo en aquella época del año.
—Muchas caras nuevas, ¿eh, Sam?
Samantha asintió con la cabeza, y él se fue a buscar más café. La joven se preguntaba quién se encargaría de asignarle una montura para la tarea del día. Caroline no lo había mencionado la noche anterior, y ahora se apoderó de ella de repente la ansiedad mientras miraba a su alrededor en busca de Josh, pero este había desaparecido en compañía de uno de sus compañeros, y Samantha se quedó dirigiendo miradas en torno como una niña perdida.
—¿Señorita Taylor?
Volvió prestamente la cabeza al oír su nombre y se encontró con un amplio y robusto pecho cubierto por una gruesa camisa de lana a cuadros azules y rojos.
—¿Sí?
Samantha levantó la vista hasta que su mirada se posó en unos ojos de un color que raras veces había visto. Eran casi de color verde esmeralda con motitas doradas. Su cabello era negro con hebras grises en las sienes. Tenía el rostro curtido, angulosas facciones y era más alto que cualquiera de los otros hombres del rancho, incluyendo a Bill King.
—Soy el ayudante del capataz.
Anunció sólo su cargo, pero no su nombre. Y había una cierta frialdad y como una nota de aborrecimiento en su voz. Si Samantha se hubiera topado con él en un callejón oscuro, un escalofrío le habría recorrido la columna vertebral.
—¿Cómo está usted?
Samantha no sabía qué decirle, y él la observaba con el ceño fruncido.
—¿Está lista para venir al establo?
Por toda respuesta, ella asintió con la cabeza, atemorizada por su tono autoritario, así como por su formidable estatura. Advirtió también que los demás estaban expectantes, preguntándose qué le diría a la joven y advirtiendo, evidentemente, que no había ni un mínimo de cordialidad en el tono de su voz, que no le había dirigido ni una sola palabra de bienvenida ni una simple sonrisa.
Samantha descolgó su chaquetón de la percha y cerró la puerta tras ella, sintiéndose como una niña que acabara de cometer una travesura. No había duda de que sólo el pensar que Samantha cabalgaría con ellos, a aquel hombre le sacaba de sus casillas y no podía disimular su irritación mientras se dirigía rápidamente al establo. Al llegar allí, cogió una tablilla con sujetapapeles y luego, con expresión pensativa, se acercó a una de las cuadras.
—¿Monta bien?
De nuevo ella se limitó a hacer un gesto de asentimiento, temerosa de expresar lo que sentía, temerosa de ofenderle, cuando en realidad era muy posible que supiera montar mejor que la mayoría de los hombres del rancho, pero de eso él tendría que darse cuenta por sí mismo, si es que se tomaba la molestia de observarla. Samantha se atrevió a mirarle cuando él se concentró en la lista que tenía en la mano, y se fijó en la comba de su nuca y en los largos cabellos negros que rozaban el cuello de la camisa. Era un hombre de aspecto enérgico y sensual, de unos cuarenta y tantos años. Había algo en su porte que imponía respeto, una especie de determinación, impetuosidad y obstinación. Ella lo advertía sin conocerle, y la invadió una suave oleada de terror cuando él se volvió de nuevo hacia ella y sacudió la cabeza.
—Quiero que monte a Rusty. Está en el otro extremo del establo. Elija una de las sillas libres de la talabartería y ensíllelo. Saldremos dentro de diez minutos. —Y con una mueca de fastidio, agregó—: ¿Podrá hacerlo en ese tiempo?
¿Qué se imaginaba, que precisaba dos horas para ensillar un caballo?, se dijo ella para sus adentros.
—Puedo hacerlo en cinco minutos, o menos —replicó airada.
Casi todos los hombres se habían puesto impermeables sobre las chaquetas, y Josh le había ofrecido uno a Samantha cuando esta sacaba el caballo del establo. El animal era un castaño de aspecto tranquilo, sin vivacidad ni nervio en el paso. Samantha sospechaba que se trataba de un jamelgo que emprendería el camino de vuelta al establo en cuanto ella se volviera ligeramente y en forma casual en aquella dirección.
Los hombres, montados a caballo bajo la lluvia, que se deslizaba por sus impermeables, charlaban en grupos, mientras esperaban que el ayudante del capataz impartiera las órdenes para el trabajo de la jornada. Los veintiocho vaqueros que trabajaban en el rancho nunca salían juntos, sino que solían formar cuatro o cinco grupos a fin de llevar a cabo las distintas tareas en los puntos más extremos de la hacienda. Cada mañana, Bill King, o su ayudante, se desplazaba de un grupo a otro, para asignarles el trabajo y el lugar donde debían realizarlo, así como distribuir a los hombres que lo llevarían a cabo. Ahora, como lo hacía todas las mañanas en que Bill King no se encontraba en el rancho, su ayudante, alto y moreno, se ocupaba de ese cometido.
Samantha siguió al grupo que se alejaba del casco de la hacienda, plácidamente montada en Rusty, deseando que cesara de llover. Le pareció que ya había transcurrido un siglo cuando por fin iniciaron un medio galope, y entonces tuvo que recordarse a sí misma que en una silla del Oeste no se suele trotar de entrada. A ella le resultaba fastidioso andar sentada en aquella cómoda y enorme silla, ya que estaba acostumbrada a las inglesas, más pequeñas y planas, que solía usar cuando participaba en competiciones y concursos de saltos en el Madison Square Garden, pero ahora debía tener presente que se encontraba en otro mundo.
A medida que transcurría el día, notaba que se le iban fatigando las piernas, comenzaban a dolerle las posaderas y le escocía la parte interna de las rodillas debido al roce de la silla contra los tejanos. Tenía los pies helados y las manos ateridas, y cuando ya comenzaba a preguntarse si aquello llegaría jamás a su fin, anunciaron que era la hora del almuerzo. Se detuvieron ante una pequeña cabaña situada En los confines de la propiedad de Caroline, precisamente levantada para semejantes ocasiones.
Sam descubrió que el propio ayudante del capataz había traído las provisiones necesarias en sus alforjas, y cada uno recibió un enorme emparedado de pavo y jamón. Dos termos aparecieron y se vaciaron rápidamente; uno había contenido sopa y el otro café.
—¿Resistiendo, señorita Taylor?
Había un ligero tono sarcástico en su voz, pero esta vez sus ojos poseían un destello de afabilidad.
—Así es, gracias. ¿Y usted, señor…? ¿Sabe que desconozco su nombre?
Samantha le sonrió con dulzura, y el hombre esbozó una sonrisa. Evidentemente, aquella joven sabía ser mordaz.
—Me llamo Tate Jordan. —Le tendió la mano, y una vez más la joven no estuvo segura de si se burlaba de ella o le hablaba con sinceridad—. ¿Cómo lo está pasando?
—Admirablemente —repuso Samantha, con una sonrisa angelical—. Un tiempo espléndido. Un caballo soberbio. La gente es extraordinaria…
Se interrumpió, y Jordan arqueó una ceja.
—¿Cómo? ¿Nada que decir de la comida?
—Y a se me ocurrirá algo.
—Estoy seguro de ello. Debo decirle que me sorprende que se decidiera a cabalgar en un día como el de hoy. Pudo haber esperado que hiciera mejor tiempo para empezar.
—¿Por qué? ¿Acaso usted lo hizo?
—No. —Él la miró con una expresión semiburlona—. Pero mi situación es muy distinta.
—Los voluntarios siempre se ponen a prueba, ¿o no lo sabía usted, señor Jordan?
—Supongo que no. No hemos tenido muchos voluntarios por aquí. ¿Estuvo alguna otra vez en el rancho?
Por primera vez le observó con interés, pero era evidente que le guiaba la curiosidad más bien que el deseo de entablar una amistad.
—Sí, pero hace muchísimo tiempo.
—¿También entonces Caroline le permitió que saliera con los vaqueros?
—En realidad, no… Oh, alguna que otra vez…, pero era como diversión.
—¿Y ahora?
La ceja interrogadora se arqueó de nuevo.
—Supongo que es como diversión también.
Esta vez su sonrisa fue más genuina. Pudo haberle dicho que el trabajo ejercía una función terapéutica, pero no estaba dispuesta a revelarle sus secretos. En la euforia del momento, resolvió darle las gracias.
—Aprecio en lo que vale el hecho de que me haya permitido salir con usted. Comprendo que debe resultar molesto tener a un extraño en la cuadrilla. —No iba a pedirle disculpas por ser mujer. Eso ya hubiese sido el colmo—. Espero que, a la larga, pueda serle de alguna utilidad.
—Tal vez.
Con un movimiento de cabeza, se alejó de ella y no volvió a dirigirle la palabra en toda la tarde.
Samantha colaboraba de una manera imperceptible en lo que estaban haciendo, y a decir verdad, a las tres ya estaba tan cansada que no le hubiera costado mucho echarse a dormir. A las cuatro, causaba pena verla, y a las cinco y media, momento en que regresaron, estaba segura de que una vez se bajara del caballo no volvería a moverse jamás. De once horas y media, se había pasado once a lomo de caballo, bajo la lluvia, y pensaba que existía una efectiva posibilidad de que se muriera esa misma noche. Cuando llegaron al establo, apenas pudo descabalgar, y tuvo que dar gracias a las firmes manos de Josh que evitaron que se desplomara exhausta. Al ver su expresión preocupada, Samantha le dedicó una desvaída sonrisa y se apoyó agradecida en su firme brazo.
—Pienso que quizá te extralimitaste un poco hoy, Sam. ¿Por qué no regresaste más temprano?
—¿Estás bromeando? Primero me habría caído muerta. Si tía Caro puede hacerlo, también puedo yo… —Y entonces miró a su viejo camarada con expresión lastimera—. ¿Puedo realmente?
—Detesto decírtelo, pero ella lleva muchísimo más tiempo que tú haciendo esto, y además todos los días. Mañana vas a estar dolorida toda tú.
—¡No te preocupes por mañana! Deberías saber cómo me siento ahora.
Toda esta conversación la mantenían en voz baja dentro de la cuadra de Rusty, que se regodeaba con el pienso que le habían preparado.
—¿Puedes caminar?
—Eso espero. Pero de lo que estoy más que segura es de que no voy a salir arrastrándome de aquí.
—¿Quieres que te lleve?
—Me encantaría. —Le ofreció una sonrisa—. ¿Pero qué dirían los demás?
Ambos se echaron a reír al imaginarlo, y luego cuando Samantha levantó la vista, sus ojos adquirieron un nuevo brillo. Acababa de advertir el nombre grabado en una pequeña chapa de bronce en el exterior de otra de las cuadras.
—Josh. —De repente desapareció todo signo de cansancio de sus ojos—. ¿Es ese Black Beauty?
—Sí, señora —repuso él con una sonrisa de admiración, tanto por ella como por el pura sangre—. ¿Quieres verlo?
—Daría mis últimos pasos agonizantes por encima de un lecho de clavos con el fin de verlo, Joshua. Llévame hasta él.
El vaquero le pasó un brazo por debajo de la axila para sostenerla y ayudarla a atravesar el establo hasta la otra cuadra. Para entonces todos los demás ya se habían marchado, y súbitamente ya no resonaron más voces que las suyas.
A la distancia, la cuadra parecía estar vacía, pero al acercarse Samantha lo vio en el rincón del fondo y lanzó un quedo silbido cuando el animal se les acercó y le rozó la mano con el hocico. Era el caballo más hermoso que ella había visto en su vida, una obra maestra de raso negro con una estrella blanca en la frente, y parecía llevar un par de calcetines blancos exactamente iguales en las patas delanteras. La crin y la cola eran tan negras y lustrosas como el resto del cuerpo, y tenía unos ojos enormes y bondadosos. Sus patas poseían una gracia increíble, y también era el caballo más grande del que Samantha tuviese memoria.
—¡Dios santo, Josh, es formidable!
—Es hermoso, ¿no?
—Más que eso: es el caballo más espectacular que jamás haya visto. —Samantha parecía asombrada—. ¿Qué mide?
—Mide diecisiete palmos y medio, casi dieciocho —contestó Josh, con orgullo y enorme satisfacción, y Samantha soltó un ligero silbido.
—¡Lo que daría por montar en él!
—¿Crees que la señorita Caro lo permitirá? Al señor King ni siquiera le gusta que lo monte ella. Es un animal endemoniado. Casi la tiró al suelo en dos oportunidades, y te aseguro que eso no es nada fácil. Aún no he visto un caballo que fuese capaz de arrojar de la silla a la señorita Caro.
Samantha no podía apartar los ojos del hermoso animal.
—Caro dijo que yo podría montarlo, y apostaría a que ni siquiera intentará despedirme de la silla.
—Yo no correría ese riesgo, señorita Taylor.
La voz que sonó directamente a sus espaldas no era la de Joshsino otra más grave, algo velada, que poseía una inflexión grata al oído, aunque desprovista de calidez. Al volverse se encontró con Tate Jordan ante ella, y sus ojos despidieron chispas.
—¿Y por qué cree que no debería correr ese riesgo? ¿Acaso piensa que Rusty es más adecuado para mí?
De repente, todo el cansancio, el dolor y el fastidio se mezclaron hasta desembocar en un estallido de ira que casi escapaba a su control.
—Eso yo no lo sé. Pero existe un abismo entre esos dos caballos, y la señorita Caroline es probablemente la mejor amazona que conozco. Si ella tuvo problemas con Black Beauty, cabe suponer que las cosas le irán mucho peor a usted.
Jordan parecía estar muy seguro de sí mismo, y Josh no ocultaba su embarazo ante aquel enfrentamiento.
—¿Ah, sí? ¡Qué interesante, señor Jordan! Advierto que califica a Caroline como la mejor amazona que usted conoce. ¿Debo entender que no la considera digna de compararse con los hombres?
—Se trata de maneras distintas de montar.
—No siempre. Le apuesto a que puedo manejar ese animal mucho mejor que usted.
—¿Qué le hace pensar eso?
Sus ojos centellearon, pero sólo un instante.
—He montado pura sangres durante años —replicó ella con todo el veneno que destilaba su alma por causa de la fatiga.
Sin embargo, Tate Jordan no se mostró complacido ni pareció encontrarlo divertido.
—Algunos de nosotros no hemos gozado de semejante privilegio. Tratamos de hacer lo mejor que pudimos con las cabalgaduras que teníamos a mano.
Al oír esas palabras, Samantha notó que se ruborizaba. Jordan se tocó el ala del sombrero con los dedos, la saludó con una inclinación de cabeza y, sin dirigir una mirada al vaquero que estaba con ella, salió del establo caminando a grandes trancos.
Por un instante reinó el silencio, y luego Josh le escrutó el rostro para ver qué se reflejaba en él. Samantha trató de simular indiferencia mientras acariciaba el morro de Black Beauty, y acto seguido posó sus ojos en Josh.
—Qué irritante es el muy hijo de perra, ¿no? ¿Siempre se comporta así?
—A veces. Cuando hay mujeres. Hace años su mujer le abandonó. Se fugó con el hijo del propietario del rancho y se casó con él. Y el tipo incluso adoptó al hijo de Tate. Hasta que fallecieron. Su esposa y el hijo del hacendado se mataron en un accidente de auto. Tate recuperó la posesión del hijo, aunque el muchacho no lleva su nombre. No creo que eso le importe mucho a Tate. Está loco como una cabra por ese chico. Pero jamás habla de su esposa. Creo que por su culpa le quedó un sabor amargo en la boca, por lo que a las mujeres se refiere. Con excepción de… —Josh enrojeció violentamente de una manera fugaz—. Con excepción de… ya sabes, las mujeres fáciles. No creo que haya vuelto a enredarse con ninguna otra. Y, demonios, su hijo ya tiene veintidós años, así que calcula el tiempo que hace de eso.
Samantha asintió con la cabeza.
—¿Conoces al muchacho?
Josh se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—No. Sé que Tate le consiguió un trabajo por aquí cerca, pero no suele hablar mucho de sí mismo, ni de su hijo. Preserva celosamente su intimidad, como la mayoría de los hombres de por aquí, pero va a verle por lo menos una vez por semana. El muchacho trabaja en el rancho Bar Three.
Otro solitario, se decía Samantha, preguntándose si los vaqueros serían todos iguales. Estaba intrigada por saber algo más acerca de Jordan. Daba muestras de poseer una aguda inteligencia, y no dejaba de preguntarse quién debía ser aquel hombre, en tanto que Josh meneaba la cabeza con su sonrisa habitual.
—No dejes que este incidente te quite el sueño, Sam. No lo dijo con mala intención. Es sólo su manera de ser. Debajo de todas esas púas de puercoespín, hay un corazón tierno. Deberías verle jugar con los niños del rancho. Debe de haber sido un buen padre con su hijo. Y además Tate tiene estudios, aunque esto aquí no tiene mucha importancia. Su padre era hacendado y le envió a varias escuelas de primera. Incluso cursó estudios universitarios y se graduó en no sé qué cosa, pero luego falleció su padre y perdieron el rancho. Creo que fue entonces cuando él se colocó en otra hacienda, y su esposa se fugó con el hijo de su patrón. Creo que todo esto le afectó mucho. Y al parecer no tiene ambiciones de poseer mucho más de lo que ya tiene. Ni para él ni para su hijo. Es simplemente uno más entre todos nosotros. Pero es listo y un día llegará a capataz. Si no aquí, en otro lugar. No se puede dejar de reconocer las cualidades de un hombre. Y por intratable que sea, no se puede negar que posee excelentes cualidades para dirigir un rancho.
Samantha se quedó pensativa, reflexionando sobre lo que acababa de escuchar. Ya sabía más cosas de las que realmente deseaba saber, gracias a la locuacidad de Josh.
—¿Lista para volver a casa? —le preguntó Josh, mirando afectuosamente a la bonita mujer de expresión fatigada y ropas empapadas—. ¿Podrás llegar por tu propio pie?
—Josh, si vuelves a preguntármelo una vez más, te daré una patada.
La joven le miraba con ojos airados, y él se echó a reír.
—No, diablos —replicó, riendo con más ganas—. No podrías levantar la pierna ni para darle un puntapié a un perrito faldero, Samantha.
No dejó de celebrar su propia ocurrencia en todo el camino hasta la casa. Pasaban unos minutos de las seis cuando Caroline les abrió la puerta, y Josh la dejó allí al cuidado de su amiga. Esta no pudo menos que sonreír al ver cómo Sam entraba caminando penosamente en la sala de estar y se desplomaba, gimiendo, sobre el sofá.
—Santo Dios, niña, ¿cabalgaste todo el día? —Sam asintió con un movimiento de cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra de tan cansada y aterida como estaba—. ¿Por qué, en el nombre del cielo, no volviste a casa cuando ya no podías con tu alma?
—Porque no quise comportarme como una blanducha.
Se quejaba horriblemente pero logró hacerle una mueca a Caroline, que se hundió en el sofá a su lado al tiempo que lanzaba una risita.
—¡Oh, Samantha, qué tontuela eres! ¡Mañana estarás molida!
—No. Mañana volveré a montar ese maldito jamelgo.
Profirió otro gemido, más por el recuerdo del animal que por el dolor.
—¿Qué caballo te dieron?
—Un miserable rocín, llamado Rusty.
Sam miró a Caroline francamente disgustada, y esta se echó a reír aún más fuerte.
—¡Oh, Dios mío, no! ¿De veras? —Samantha asintió—. ¿Quién demonios hizo tal cosa? Yo les dije que eras capaz de montar como el más pintado de los hombres.
—Bueno, al parecer no te creyeron. Al menos Tate Jordan no te creyó. Estuvo a punto de darme a Lady, pero luego resolvió que Rusty se adecuaba mejor al paso que a mí me convenía.
—Mañana dile que quieres a Navajo. Es un hermoso moteado indio, que nadie monta salvo Bill y yo.
—¿No crees que eso les malquistará conmigo?
—¿Acaso ocurrió eso hoy?
—No estoy muy segura. No hablaron mucho.
—Tampoco hablan mucho entre ellos. Y si estuviste cabalgando con ellos desde la mañana, ¿cómo podrían malquistarse contigo? ¡Dios mío, tantas horas sobre el caballo el primer día!
Parecía verdaderamente horrorizada por lo que Samantha había hecho.
—¿No habrías hecho tú lo mismo?
Caroline lo pensó un instante y luego, con una tímida sonrisa, asintió con un gesto.
—A propósito, vi a Black Beauty.
—¿Qué te pareció? —inquirió Caroline con ojos fulgurantes.
—Que quisiera robártelo o por lo menos montar en él. Pero… —Sus ojos volvieron a despedir chispas—, el señor Jordan opina que no debo hacerlo. Según él, Black Beauty no es caballo para que lo monte una mujer.
—¿Y yo qué soy?
Caroline parecía encontrar el asunto enormemente divertido.
—Él cree que eres «la mejor amazona» que conoce. Y yo le pregunté por qué no decía «el mejor jinete», sin hacer discriminación de sexos. —Pero al oírle decir eso. Caroline se rio de ella—. ¿Qué es lo que te parece tan gracioso, tía Caro? Tú eres el mejor jinete que he conocido en mi vida.
—Como mujer —replicó Caroline.
—¿Lo encuentras gracioso?
—Estoy acostumbrada. Bill King opina lo mismo.
—Parece que están liberados por estos lados, ¿no es así? —gruñó Samantha al tiempo que se ponía en pie y se dirigía a su habitación—. De cualquier manera, si mañana puedo convencer a Tate Jordan para que me dé un caballo mejor, me sentiré como si hubiese ganado una gran batalla en favor de los derechos de la mujer. ¿Cómo dijiste que se llamaba ese moteado indio?
—Navajo. Sólo tienes que decirle que lo ordené yo.
Samantha puso los ojos en blanco y salió al pasillo.
—¡Buena suerte! —le gritó Caroline a sus espaldas.
Pero mientras Samantha se lavaba la cara y cepillaba el pelo en su bonita habitación, se dio cuenta de que era la primera vez en tres meses que no había removido cielo y tierra con el fin de poder ver el noticiario de la noche de John y Liz, y además ni siquiera lo había echado de menos. Ahora se encontraba en otro mundo. Un mundo poblado de caballos, que podían llamarse Rusty o Lady, y de ayudantes de capataz que se creían capaces de gobernar el universo; pero en ese mundo era todo muy simple y saludable, y el más acuciante problema que se le planteaba era qué caballo montaría al día siguiente.
Cuando se acostó poco después de cenar, pensó una vez más para sus adentros que aquella era la existencia más sencilla y dichosa que había conocido desde que era una niña. Y entonces, mientras los pensamientos se desvanecían en su mente y justo antes de hundirse en el sueño, oyó que se cerraba una puerta y tuvo la certeza de haber oído también pasos apagados y risas sordas en el pasillo.