Durante el resto de la semana, Sam no se movió de la casona, y el primer día ni siquiera salió de su habitación. Norman había ido a retirar las cosas de Timmie para entregárselas a su asistente social, pero Samantha se negó a verle. Josh se encargaba de todo en su lugar. Dos veces aquella mañana Norman llamó a su puerta. Incluso había tratado de comunicarse con ella por teléfono. Pero ella no quería ver a nadie sino a Timmie. Acababa de perder el último amor de su vida.
—¿Estará bien? —le había preguntado Norman a Josh con expresión dolorida, y el viejo meneó la cabeza con lágrimas en los ojos.
—No lo sé. Es muy valiente, pero es mucho lo que ha perdido. Y esto… ¡Usted no sabe cómo le quería!
Norman asintió con tristeza.
—Sí, lo sé.
Por primera vez en su carrera, al abandonar la sala del tribunal la tarde anterior, había apretado el acelerador de su Mercedes a fondo, y mientras se dirigía a su casa a 125 kilómetros por hora, también había llorado.
—Me gustaría verla cuando esté recobrada. Y quiero hablarle de la apelación. Creo que valdría la pena. Este es un caso inaudito, porque lo que ella tiene en contra es el hecho de que está divorciada y es inválida. Pero resulta increíble que el tribunal falle en favor de una prostituta y toxicómana porque es la madre natural y en contra de una mujer como Sam. No quiero cejar hasta llegar al Tribunal Supremo.
—Se lo diré —le aseguró Josh, compartiendo la opinión del abogado—, cuando la vea.
Y entonces, de repente, Norman adoptó una grave expresión.
—No cometerá una locura, ¿verdad?
Josh se quedó pensativo unos instantes.
—No lo creo.
Lo único que Samantha deseaba era estar muerta, pero una ligera esperanza, por irracional que fuese, de poder recuperar a Timmie algún día la refrenaba de cometer una verdadera locura. En vez de ello, se limitó a quedarse acostada en la cama, sin moverse, sin comer, durante dos días completos. Sólo lloraba y dormía, y seguía llorando cuando despertaba, y al término del segundo día la despertaron unos golpes dados en la puerta de la casona. Ella guardó silencio, dispuesta a no contestar, y entonces oyó ruido de vidrios al romperse y comprendió que alguien había traspuesto el umbral de la puerta.
—¿Quién es? —preguntó con voz que denotaba miedo.
Quizás era un ladrón, pensó. Pero cuando se incorporó en la cama, presa de la confusión y el espanto, se encendieron las luces del pasillo y vio a Jeff con su mata de cabellos rojizos. Le sangraba el brazo y parecía desconcertado, y como siempre se puso colorado como una remolacha.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Vine a verte. No podía aguantar más, Sam. Hace dos días que no veo luz en tu habitación y no me contestaste las otras veces que llamé a tu puerta… Pensé que tal vez… Temí que… Quería saber si estabas bien.
Ella asintió, sonriéndole por su interés, y luego aparecieron de nuevo las lágrimas, y entonces Jeff la tomó en sus brazos y la estrechó fuertemente. Lo raro era que ella tuvo la sensación de que él ya la había abrazado antes, como si aquellos brazos, aquel pecho y aquel cuerpo ella ya los conociera; pero sabía que eso era absurdo. Se separó de él y se sonó la nariz.
—Gracias, Jeff.
Él se sentó en el borde de la cama sin dejar de mirarla. Aun después de los dos días que había pasado en la cama, estaba adorable. Por un instante sintió el impulso de besarla, y sólo de pensarlo volvió a ruborizarse. Entonces ella se echó a reír entre las lágrimas, y Jeff la miró azorado.
—¿De qué te ríes?
—Cuando te turbas, tu cara se pone colorada como un rábano.
—Muchas gracias —repuso él, con una mueca—. Me han llamado pelirrojo muchas veces en mi vida, pero nunca cara de rábano. —Y con una dulce sonrisa, le preguntó—: ¿Te encuentras bien, Sam?
—No, pero ya pasará, supongo. —Y entonces nuevas lágrimas se deslizaron por sus mejillas—. Sólo espero que Timmie esté bien.
—Josh dice que tu abogado quiere apelar, hasta llegar al Supremo.
—¿Ah, sí? —exclamó ella, con expresión airada y con cierto cinismo—. Está loco. No tiene ni la más remota posibilidad de ganar. El hecho es que yo estoy divorciada y soy una inválida. Tal vez no les importe que no tenga esposo, pero lo que cuenta es que soy una inválida. Eso es suficiente. Las prostitutas y las toxicómanas pueden ser mejores madres que las inválidas, ¿o no lo sabes?
—¡Un cuerno! —casi gruñó Jeff.
—Bueno, eso es lo que resolvió el juez.
—El juez es un imbécil.
Samantha rio al escuchar aquella irreverencia, y entonces se dio cuenta de que el aliento de Jeff olía a cerveza. Entonces le miró frunciendo el ceño.
—¿Estás bebido, Jeff?
Él pareció turbado y se sonrojó de nuevo, pero denegó con la cabeza.
—Sólo he tomado dos cervezas. Necesito más que eso para emborracharme.
—¿Cómo es eso?
—Por lo general, sólo comienzo a estar un poco achispado después de tomar cinco o seis.
—No —replicó Sam riendo—, quise decir cómo es que tomaste esas dos cervezas.
No le gustaba que los hombres bebiesen en presencia de los niños y Jeff lo sabía, pero ella advirtió, por la oscuridad reinante en el exterior, que aquellas eran sus horas de descanso.
—Es la víspera de Año Nuevo, Sam.
—¿De veras?
Parecía sorprendida, y mentalmente contó los días que habían pasado: la audiencia se había celebrado el veintiocho, el veredicto se dio a conocer el veintinueve y ya habían pasado dos días más.
—¡Oh, demonios, es cierto! ¿Y tú te vas a celebrarlo? —le preguntó, sonriendo con ternura.
—Sí. Voy al rancho Bar Three. ¿Te dije que trabajé allí?
—No, pero según parece has trabajado en todos los ranchos del Oeste.
—Me olvidé de nombrarte ese.
—¿Tienes alguna cita?
—Sí, con Mary Jo.
Esta vez se puso rojo como un pimiento.
—¿La hija de Josh? —exclamó ella divertida, y él le sonrió.
—Sí.
—¿Y qué dice Josh a eso?
—Qué si la emborracho, me dará una patada en el trasero. Pero, diablos, ya tiene casi diecinueve años. Ya es mayor de edad.
—Yo en tu lugar abriría bien los ojos, pues si Josh dijo que te daría una patada en el trasero, puedes tener por seguro que lo hará. —Entonces su cara se ensombreció de nuevo—. ¿Cómo está Josh?
—Preocupado por ti. —La voz de Jeff adquirió una dulce tonalidad en el silencio del cuarto—. Todos lo estamos…, los que conocemos el caso. Tu abogado estuvo ayer aquí.
—Supuse que vendría. ¿A recoger las pertenencias de Timmie? —Jeff vaciló y luego asintió con la cabeza—. ¿Se llevó todos los regalos de Navidad? —Comenzó a llorar de nuevo—. Quiero que lo reciba todo.
—Ya lo tiene todo en su poder, Sam.
Y entonces, no sabiendo qué más hacer por ella, Jeff la estrechó entre sus brazos, y ella apoyó la cabeza en su pecho y siguió llorando. Él deseaba decirle que la amaba, pero no se atrevía. La amaba desde el primer día en que la vio, con aquella increíble cabellera plateada. No obstante, Sam tenía nueve años más que él, y además se comportaba como si los hombres no le interesaran. A veces se preguntaba si ella aún podría hacerlo, mas eso a él no le importaba, pues sólo deseaba abrazarla y, un día, poder decirle que la amaba. Así permanecieron largo tiempo, hasta que las lágrimas dejaron de brotar.
—Gracias —le dijo ella, mirándole en silencio un buen rato, conmovida por su fuerza y su joven apostura—. Ahora será mejor que te marches o acabarás pasando la Nochevieja conmigo en vez de hacerlo con Mary Jo.
—¿Sabes una cosa? —La voz de Jeff sonó grave y seductora—. Eso me encantaría.
—¿Ah, sí? Conque te encantaría, ¿eh?
En los ojos de Sam había una expresión burlona, pero se dio cuenta de que los de Jeff eran graves. Sabía que lo que ella sentía no era lo más conveniente para el muchacho. No era una mujer mayor, y además inválida, lo que él necesitaba. Jeff era joven. Tenía toda una vida por delante, repleta de muchachas como Mary Jo. Sin embargo, se sentía tan sola que la dominaba el deseo de abrazarle y, antes de cometer una locura, resolvió despedirse.
—Muy bien, jovencito, vete a celebrar la Nochevieja a lo grande.
Se sentó en la cama y esbozó una sonrisa forzada.
—¿Y tú qué piensas hacer, Sam?
—Yo voy a tomar un baño caliente, me prepararé algo de comer y volveré a meterme en la cama. Quizá mañana me anime a salir de mi madriguera y enfrentarme al mundo.
—Celebro oírte decir eso. Ya me tenías asustado.
—Soy fuerte, Jeff, o así lo creo. Los años dan temple.
Los años, los disgustos y las pérdidas.
—¿De veras? Creo que además te vuelven más bella.
—Vete, Jeff —le dijo con inquietud—. Es hora de que te marches.
—No quiero dejarte, Sam. Quiero quedarme aquí.
No obstante, ella se mantuvo firme; sacudió la cabeza sin quitarle los ojos de encima, le tomó la mano, la apoyó contra su mejilla y luego le besó suavemente las puntas de los dedos antes de soltársela.
—No puedes quedarte, Jeff.
—¿Por qué no?
—Porque yo no lo permitiré.
—¿Crees que los vaqueros y los hacendados no deben mezclarse, verdad?
Jeff estaba nervioso como un potrillo, y ella sonrió.
—No, no se trata de eso, cariño. Es sólo que yo ya viví mi vida, y tú aún no. No es esto lo que te conviene.
—Estás loca. ¿Sabes el tiempo que hace que te quiero?
Ella le puso un dedo sobre los labios.
—No quiero que me lo digas. Es Nochevieja, y en noches como esta la gente dice cosas que no debería decir. Quiero que seamos amigos por muchos años, Jeff. No lo eches todo a perder, te lo ruego. —Y con lágrimas en los ojos de nuevo, prosiguió—: En estos momentos me haces mucha falta. Tú y Josh, y los niños, pero sobre todo tú y Josh. No hagas nada que pueda alterar esta situación. Yo… ya no lo soportaría… Te necesito demasiado.
Él la abrazó nuevamente, le dio un beso en la frente, se incorporó y la miró de hito en hito.
—Me quedaré si tú lo quieres, Sam.
Samantha fijó la mirada en sus brillantes ojos verdes y sacudió la cabeza.
—No, cariño, está bien. Vete.
Él movió lentamente la cabeza, se volvió a mirarla al llegar al umbral, y luego Samantha oyó el taconeo de sus botas de vaquero que resonaban en el pasillo y se confundían con el ruido de la puerta de entrada al cerrarse.