A la mañana siguiente, Samantha telefoneó a Martin Pfizer y le explicó lo que Timmie le había dicho. También le contó algunas de las otras cosas que el pequeño le dijo acerca de los golpes y el abandono, cosas que había mantenido en su interior durante demasiado tiempo, durante un período demasiado triste. Pfizer la escuchó meneando la cabeza.
—Detesto decirlo, pero no me sorprende. De acuerdo, veré lo que puedo hacer.
Pero al día siguiente ya sabía que no podía hacer nada. Se había pasado dos horas hablando con la mujer, tratando de hacerla entrar en razón; se había entrevistado con el consejero del establecimiento donde había sido internada, pero ya sabía que era inútil. Con el corazón en un puño, fue a ver a Sam por la tarde y la encontró sola en la casona.
—No quiere ceder, señorita Taylor. Lo intenté todo: razonar, amenazarla, todo. Quiere el niño.
—¿Por qué? Si no le ama.
—Ella opina todo lo contrario. Se pasó horas hablándome de su padre y de su madre, de cómo le pegaban y la maltrataban. Eso es todo lo que ella ha conocido.
—Pero le matará.
—Tal vez sí, tal vez no. No obstante, no podemos hacer nada en absoluto hasta que lo intente.
—¿Pero no puedo demandarla, solicitando la custodia del niño?
A Sam le temblaban las manos mientras esperaba la respuesta.
—Sí. Mas eso no quiere decir que tenga alguna posibilidad de lograrla. Ella es la madre natural, señorita Taylor. Usted es una mujer sola…, y una persona incapacitada. Eso no la favorecerá en los tribunales.
—Pero mire lo que ya he hecho por él. Piense en la vida que podría llevar aquí.
—Lo sé. Eso tiene sentido para usted y para mí, pero existe un elemento prioritario implicado en el caso, y tendrá usted que convencer al juez. Busque un abogado, señorita Taylor, e inténtelo. No obstante, debe ser realista. Considérelo como una prueba, como un experimento. Si pierde, perdió, y si gana se queda con el niño.
¿Acaso estaba loco aquel hombre? ¿No comprendía que ella amaba a Timmie y que el niño la amaba a ella?
—Gracias.
Cuando el niño fue a despertarla al día siguiente, le encomendó que le hiciera varios recados, con el fin de poder telefonear al viejo abogado de Caroline para ver si podía recomendarle a alguien que se hiciera cargo del caso.
—¿Una demanda por la tenencia de un niño, Samantha? —exclamó el hombre, sorprendido—. No sabía que tuvieras hijos.
—No los tengo —repuso ella, sonriendo tristemente—. Todavía.
—Comprendo.
Pero era evidente que no lo comprendía. No obstante, le facilitó el nombre de dos abogados de Los Ángeles, a los que no conocía personalmente, si bien le aseguró que gozaban de una excelente reputación.
—Gracias.
Cuando les telefoneó, se enteró de que el primero se hallaba de vacaciones en Hawai, y el otro debía regresar de la costa del Atlántico al día siguiente. Le dejó un mensaje para que le telefoneara en cuanto llegase, y estuvo sobre ascuas las veinticuatro horas siguientes, esperando la llamada. Sin embargo, el abogado la telefoneó, tal como su secretaria le había prometido, exactamente a las cinco en punto de la tarde.
—¿Señorita Taylor?
La voz era grave y meliflua, y Samantha no supo si pertenecía a una persona joven o vieja. En el más breve tiempo posible, le expuso el problema, le dijo lo que deseaba hacer, lo que Timmie quería, lo que había comentado el asistente social y el lugar donde se encontraba la madre del niño.
—¡Vaya, vaya! Menudo problema, ¿no? —Pero parecía intrigado por lo que Samantha le había contado—. Si no le importa, me gustaría pasar por ahí para ver al niño.
La joven había señalado que tanto ella como el niño andaban en silla de ruedas, mas le había explicado lo que llevaba a cabo en el rancho y lo bien que eso le había sentado al niño.
—Creo que una parte importante de este caso radica en el ambiente, y yo debería conocerlo para llegar a una conclusión sensata. Siempre y cuando usted resuelva que la represente, por supuesto.
Hasta el momento, le había gustado lo que el abogado acababa de decirle.
—¿Qué le parece a usted el caso, señor Warren?
—Bueno, ¿qué le parece si lo hablamos con más detenimiento mañana? En principio, no soy muy optimista, pero podría tratarse de una de esas situaciones sumamente emocionales que se resuelven de la manera más poco ortodoxa que uno pueda imaginarse.
—En otras palabras, que no tengo ninguna posibilidad. ¿Es eso lo que pretende decirme?
Samantha se sintió desalentada.
—No exactamente. Pero no será fácil. Supongo que usted ya se lo imagina.
—Lo supuse a juzgar por lo que me dijo el asistente social. No obstante, me parece absurdo. Si esa mujer es una drogadicta y da malos tratos a su hijo, ¿cómo es posible que se considere siquiera la posibilidad de devolverle la custodia de Timmie?
—Porque ella es la madre natural.
—¿Es eso suficiente?
—No. Pero si fuese su hijo, ¿no desearía usted que todo favoreciera la posibilidad de tenerlo consigo, por muy malvada que usted fuese?
Samantha exhaló un suspiro.
—¿Y qué me dice del bien del niño?
—Ese será nuestro mejor argumento, señorita Taylor. Ahora dígame dónde está usted e iré a verla mañana. ¿La ruta doce dice usted? Veamos, ¿a qué distancia está eso de…?
Ella le dio las indicaciones precisas, y el abogado se presentó en el rancho al día siguiente, al mediodía. Samantha no pudo disimular una sonrisa cuando le vio. ¡Había trabajado tantos años entre gente como él! Le tendió la mano desde la silla de ruedas.
—Discúlpeme, ¿pero no es usted de Nueva York?
Sam no podía quedarse con la duda.
—¡Ya lo creo, así es! —exclamó el abogado, riendo—. ¿Cómo lo supo?
—Yo también lo soy, aunque ya no lo parezco.
Sin embargo, llevaba un holgado suéter lila con sus tejanos en vez de la habitual camisa de franela, y las botas de vaquero azul oscuro eran nuevas.
Se estrecharon la mano e intercambiaron algunos cumplidos, y Samantha le condujo a la casona, donde tenía preparados unos emparedados y café caliente, y había un pastel de manzana que había «robado» del comedor general adónde había llevado a Timmie a almorzar hacía unos minutos. El niño se mostró muy enfadado cuando ella le dejó allí, pero Samantha le explicó que esperaba a una persona para almorzar con ella en la casona.
—¿Por qué no puedo conocerle yo también?
Había puesto una mala cara terrible cuando le dejó con Josh y los demás niños que no iban a la escuela. Todos aceptaban a Timmie como su mascota, puesto que era el más pequeño de todos, y tan parecido a Samantha que le consideraban como a su verdadero hijo, lo cual ella también hacía.
—Ya le conocerás, pero primero debo hablar yo con él.
—¿De qué?
—De negocios. —Ella le sonrió en respuesta a la pregunta que el pequeño no se atrevía a formular—. Y no, no es un poli.
Timmie lanzó una carcajada.
—¿Cómo sabías que eso era lo que estaba pensando?
—Porque te conozco, tonto. Ahora a comer.
Le prometió que iría a buscarle en cuanto hubiesen terminado de hablar de negocios.
Y mientras Samantha almorzaba con Norman Warren le contó todo cuanto sabía acerca del niño.
—¿Puedo verle? —preguntó finalmente el abogado.
Cuando fueron a buscarle al comedor principal, Warren lo miraba todo con gran interés, y no cesaba de dirigir fugaces miradas a la hermosa joven del suéter lila. El mero hecho de estar allí constituía una experiencia para Norman Warren, y al ver cómo era dirigido el establecimiento y la felicidad de la gente que la rodeaba, se dio cuenta de que lo que Samantha había hecho era un éxito. Pero lo que más le sorprendió fue ver a Timmie, cuando el niño montó a caballo con ayuda de Josh, o cuando vio a Sam cabalgando junto a él con Pretty Girl, o cuando los otros chicos llegaron de la escuela y tomaron las lecciones de equitación. Norman Warren no se fue hasta después de cenar, y aun entonces lo hizo con gran renuencia.
—Desearía quedarme aquí para siempre.
—Lo siento. No puedo adoptarle a usted también —le dijo Samantha, riendo con él—. Y por fortuna no reúne las condiciones para inscribirse como alumno. Pero siempre que quiera venir a visitarnos y a cabalgar con nosotros, será bien recibido.
Como avergonzado, el abogado dijo casi en un susurro:
—Los caballos me dan un miedo atroz.
—Nosotros le quitaríamos ese miedo —repuso ella, también en un murmullo.
—No, no lo crea. Yo no se lo permitiría.
Y así riendo, el abogado partió.
Habían llegado a un acuerdo: ella le pagaría diez mil dólares de honorarios para que la representara en el juicio. Le había caído simpático, y al parecer él simpatizaba con el niño, y todo hacía suponer que Samantha tenía una remota posibilidad de ganar; en caso contrario, podría apelar. Warren insistió en señalar que no sería cosa fácil, pero tampoco era un imposible, y había varios factores sentimentales a su favor, en particular el amor que sentían el uno por el otro, y confiaba en que el hecho de que ambos anduvieran en silla de ruedas contribuiría a acentuar el lado dramático de la cuestión en beneficio de ella y del niño. Eso, empero, era algo que estaba por verse. Esa tarde, Samantha firmó los papeles. Él presentaría la demanda en Los Ángeles a la mañana siguiente, y obtendría una audiencia lo antes posible.
—¿Crees que podrá ayudarnos, Sam? —le preguntó Timmie con triste expresión, mientras ella le acompañaba a su cuarto.
Samantha le había explicado quién era Norman Warren y lo que iba a hacer por ellos.
—Así lo espero, cariño. Ya veremos.
—¿Y si no puede hacer nada?
—Entonces te secuestraré y nos ocultaremos en las montañas.
La joven bromeaba, pero tenía los ojos húmedos cuando abrió la puerta de la habitación y encendió las luces.
—De acuerdo.
Sólo cuando abandonó el cuarto del niño comenzó a preguntarse lo mismo… ¿Y si no lo lograba? Pero tenía que lograrlo…, tenía que ganar el caso. No podría soportar la pérdida de Timmie. Cuando llegó a su habitación, ya estaba convencida de que jamás lo lograría.