A fines del primer mes, Timmie ya montaba su bonita y pequeña yegua palomino. Se llamaba Daisy, y el niño la quería como cualquier chiquillo puede amar a su primer caballo. Pero, mucho más que a ella, amaba a Samantha; la quena con una pasión que sorprendía por su vehemencia e intensidad.
Todas las mañanas se dirigía a la casona, llamaba a la puerta de su habitación y aguardaba a que ella fuese a abrirle. Unas veces ella tardaba más que otras, porque en algunas ocasiones ya estaba preparando el café. Pero en cuanto la veía, su carita se iluminaba, y cuando entraba en la silla de ruedas que ella le había comprado, siempre miraba en torno, como un cachorro que ha pasado toda la noche fuera de casa. Entonces mantenían una interesante charla matutina. A veces, él le contaba sus sueños, o lo que había hecho alguno de los niños a la hora del desayuno, o cómo había reaccionado la yegua al pasar él en su silla de ruedas ante la cuadra para saludarla. Y Samantha le contaba lo que haría por la mañana, se refería a las lecciones de equitación, y un par de veces ella, le preguntó si había cambiado de opinión respecto a la escuela, pero él se mantenía en sus trece en relación con ese tema. Timmie quería estar en el rancho, no en la escuela con los demás, y Samantha consideró que el primer mes, por lo menos, sería conveniente que el niño se saliese con la suya.
Los moretones que su madre le había causado ya hacía tiempo que se habían desvanecido, y el asistente social telefoneaba una vez por semana para saber de Timmie, y cuando a fin de mes compareció por el rancho su mirada saltó de Timmie a Samantha y de Samantha a Timmie, evidentemente asombrado.
—En nombre del cielo, ¿qué ha hecho usted con este chico? —le preguntó el hombre cuando estuvieron a solas.
Apartar a Timmie de Samantha no era tarea fácil, pero ella le había enviado a ver cómo estaba Daisy y decirle a Josh que saldrían a caballo dentro de unos minutos, para demostrarle al asistente social los progresos que había hecho.
—Parece otro niño.
—Es otro niño —repuso Samantha con orgullo—. Es un niño que ha recibido afecto, y se le nota.
Sin embargo, el asistente social la miró con tristeza.
—¿Sabe usted el mal que le ha hecho?
La joven supuso que estaba bromeando y comenzó a esbozar una sonrisa, pero al advertir que hablaba en serio frunció el entrecejo.
—¿Qué quiere decir?
—¿Sabe lo duro que será para él volver a un apartamento en una casa de vecindad, con una madre toxicómana que le alimenta a base de galletas y cerveza?
Sam exhaló un suspiro y miró por la ventana. Deseaba replicarle. Pero no sabía si era el momento oportuno.
—Yo quería conversar con usted sobre este asunto, señor Pfizer. —Se volvió de nuevo de cara a él—. ¿Qué posibilidades hay de que no tengamos que enviarle de nuevo a su casa?
—¿Y dejarle aquí? —Ella asintió, pero él comenzó a menear la cabeza—. No creo que el juez consienta eso. El tribunal se ha hecho cargo de los gastos, por ahora, pero se trata de una especie de juicio, ¿comprende usted?
—No me refería a resolverlo por esa vía.
Suspiró hondo de nuevo y resolvió preguntárselo. ¿Qué podía perder? Nada. Y podía ganarlo todo…, todo… Por tercera vez en su vida, Sam se había enamorado. Y esta vez no de un hombre, sino de un niño de seis años. Le amaba como no había amado a ningún otro ser humano en toda su vida: con una profundidad que ni siquiera sospechaba que pudiera poseer, como si surgiera de un pozo que penetraba hasta las profundidades de su espíritu, más allá de los alcances de su corazón, y ahora pudiera brindarlo todo como no había podido hacerlo con los hombres que la habían abandonado. Ahora podía ofrecérselo a Timmie, de todo corazón.
—¿Y si le adoptara?
—Ya veo.
El asistente social se dejó caer pesadamente en una butaca y fijó la mirada en Samantha. No le gustaba lo que detectaban sus ojos. Se daba cuenta de que la joven amaba al niño.
—No sé, señorita Taylor. Detestaría hacerle concebir esperanzas. Tal vez su madre aún quiera tenerlo con ella.
Una extraña luz se reflejó en los ojos de Samantha.
—¿Con qué derecho, señor Pfizer? Si no recuerdo mal, ella le pegaba, por no mencionar su adicción a las drogas…
—Está bien, está bien…, ya lo sé. —¡Oh, demonios, sólo le faltaba eso hoy! La gente sólo engendraba sufrimientos al pensar como aquella mujer. En realidad, lo más probable era que su madre siguiera teniéndole consigo, tanto si a Samantha le parecía bien como si no—. El caso es que ella es su madre natural. Los tribunales se inclinan por respetar ese hecho.
—¿Hasta dónde llega su inclinación? —replicó ella, con voz glacial que denotaba temor a la vez.
El asistente social la miró compasivo.
—A decir verdad, llega bastante lejos.
—¿No podría yo hacer algo?
—Sí. —Lanzó un suspiro—. Podría usted contratar un abogado y pleitear con ella, si es que la madre aún lo quiere. Pero podría usted perder… Probablemente perderá usted. —Y entonces se le ocurrió preguntarle por el niño—. ¿Y qué dice el niño? ¿Se lo ha preguntado a él? Eso podría influir en los tribunales, a pesar de que es muy pequeño. La madre natural tiene mucho a su favor, por degenerada que sea. El caso es que, como sea que el estado la ha rehabilitado, no se podrá argüir que no es una mujer normal. Si lo hiciéramos, sería reconocer que todo el sistema de rehabilitación no funciona, tal como realmente sucede. Pero la situación resulta comprometida. ¿Comprende lo que quiero decir? —Ella asintió vagamente—. ¿Y qué me dice del niño, se lo ha preguntado? —Ella denegó con la cabeza—. ¿Por qué no lo hace?
—Lo haré.
—Bien. Entonces, telefonéeme después. Si él quiere volver con su madre, debe dejarle ir. Pero si quiere quedarse aquí… —Calló, reflexionando—. Entonces iré a conversar con su madre personalmente. Quizá no ponga objeción alguna. —Y le dedicó una fría sonrisa—. Ojalá no ponga inconvenientes, pues estoy seguro de que el niño estará mejor aquí.
Entonces salieron para ver cabalgar a Timmie, y tal como solía ocurrir con los padres que veían montar a caballo a sus hijos por primera vez, Martin Pfizer, el asistente social endurecido, fatigado y cargado de años, tuvo que enjugarse una lágrima furtiva. Resultaba increíble constatar la transformación que había sufrido el pequeño. Era un niño hermoso, muy rubio, limpio y feliz, que se pasaba el tiempo riendo, contemplaba a Sam con adoración y hasta hacía bromas, y lo más curioso del caso era que incluso se parecía a ella.
Cuando Martin Pfizer se marchó al fin de la jornada, le habló en voz baja a Sam y le oprimió el brazo.
—Pregúntele y telefonéeme.
Luego, tras alborotarle el cabello al pequeño, estrechó la mano a Sam y se despidió agitando el brazo por última vez, mientras el coche se alejaba raudo.
No se lo preguntó hasta después de cenar esa noche, cuando acompañó a Timmie a su habitación, mientras le abotonaba el pijama y le quitaba los soportes ortopédicos.
—¿Timmie?
—¿Sí?
Sam le miraba, sintiendo que algo temblaba en su interior. ¿Y si no la quería? ¿Y si prefería regresar junto a su madre? No estaba segura de poder soportar el rechazo, pero tenía que preguntárselo. Y eso sólo sería el comienzo.
—¿Sabes? Eloy se me ocurrió una cosa. —El niño escuchaba con expresión intrigada—. Estuve preguntándome qué te parecería quedarte aquí… —No se había imaginado que le resultaría tan difícil preguntárselo—. Bueno, para siempre, como si dijéramos… Quiero decir…
—¿Quieres decir quedarme aquí contigo?
Sus ojos se agrandaron en el moreno rostro.
—Sí, eso es lo que quiero decir.
—¡Oh, caramba!
No obstante, Samantha comprendió que el pequeño no la había entendido. Él suponía que sólo se refería a una extensión de tiempo de visita, y se dijo que tenía que advertirle que ello acarrearía el tener que renunciar a su madre.
—Timmie… —El niño tenía los brazos alrededor de su cuello, y ella le apartó para poder verle la cara—. No quiero decir que puedas quedarte sólo como los otros niños que están aquí. —Él se quedó perplejo—. Quiero decir… —Aquello parecía una proposición de matrimonio—. Quiero adoptarte, si me lo permiten. Pero tú también tienes que quererlo. Yo jamás haría nada que tú no quisieras.
Sam tuvo que contener las lágrimas, y el niño la miró sorprendido.
—¿Quieres decir que me quieres? —preguntó, como asombrado.
—Claro que te quiero, tonto. —Le estrechó fuertemente entre sus brazos, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas—. Eres el mejor niño del mundo.
—¿Y mi mamá?
—No sé, Timmie. Esa sería la peor parte.
—¿Vendría ella a verme?
—No lo sé. Quizá podríamos arreglarlo, pero creo que eso aún haría las cosas más complicadas para todos.
Quería ser absolutamente sincera con él; tenía que serlo. Era un gran paso el que el niño tenía que dar.
Mas cuando bajó la vista hacia él, vio que estaba asustado y que se había puesto a temblar.
—¿Vendría a verme y a pegarme?
—¡Oh, no! —exclamó ella, angustiada—. Yo no lo permitiría.
Entonces, de repente, el niño comenzó a llorar y a contarle cosas que no le había dicho antes con respecto a su madre y a lo que le había hecho. Cuando hubo concluido, se quedó en los brazos de Sam, agotado, pero ya no estaba asustado, y después de que ella le hubo subido el embozo de la cama hasta la barbilla, permaneció sentada junto a él durante casi una hora, sólo velando su sueño y dejando brotar las lágrimas. Las últimas palabras que el pequeño le había dicho antes de que se cerraran sus ojos fueron:
—Quiero ser tuyo, Sam.
Aquello era todo lo que ella deseaba oír.