Capítulo 33

—¿Y bien? ¿Cómo marchan las cosas? ¿Para cuándo es la inauguración?

Charlie la telefoneaba todas las semanas, para descargar en ella toda la angustia que le causaba el trabajo que se acumulaba sobre su escritorio y saber cómo marchaban las cosas por el rancho.

—Dentro de un par de semanas, Charlie.

—¿Cómo se celebra eso? ¿Como en los bancos? ¿Repartiendo brindis y globos y sombreros de papel?

Ella sonrió. En el transcurso de los pasados cinco meses, Charlie no había hecho más que alentarla, y había sido una tarea de largo aliento. En el curso de una vida, cinco meses no significan nada, pero al haber estado trabajando dieciséis y dieciocho horas diarias tenía la impresión de que habían transcurrido diez años. Había derribado viejas construcciones, levantado nuevos cobertizos, restaurado las cabañas, construido rampas y una piscina, vendido la mayor parte del ganado, con excepción de un hato de vacas que proporcionarían leche y diversión a los niños. Hubo que contratar los servicios de un terapeuta, entrevistar enfermeras, hablar con médicos, y hubo que viajar inevitablemente. Sam tomó un avión para Denver, con el fin de ver al médico que la había operado la primera vez, voló a Phoenix, a Los Ángeles y a San Francisco, y luego finalmente a Dallas y Houston, para visitar en cada una de esas ciudades a los más destacados ortopedistas. Viajaba en compañía de una secretaria, lo que le facilitaba los desplazamientos y otorgaba un carácter más formal a las visitas. Su propósito consistía en explicar su programa a los especialistas, con el fin de que enviaran pacientes al rancho, niños que podían pasar allí de cuatro a seis semanas, aprendiendo a gozar de la vida de nuevo, a montar a caballo, a convivir con otros niños con incapacidades similares, y a ser independientes de sus padres y capaces de cuidar de sí mismos.

En sus presentaciones, mostraba fotografías del rancho tal como era y de las maquetas donde aparecía tal como iba a ser. Detallaba las comodidades que ofrecía y los planes de terapia física, exponía las cualidades del personal especializado y daba referencias de sí misma. Y en todas partes le brindaron una cálida recepción y los médicos se mostraron impresionados. Todos ellos la recomendaban a otros facultativos, y la mayoría la invitaban a su casa para que conociera a la esposa y familia. Y en Houston hasta tuvo la oportunidad de aceptar una cita, pero rehusó graciosamente, e incluso se ganó la simpatía y adhesión del médico de marras. Cuando puso fin a la gira, tenía la certeza de que por lo menos cuarenta y siete médicos en seis ciudades enviarían pacientes al rancho.

Aún conservaba el antiguo nombre de rancho Lord, y se había quedado con varios de los viejos vaqueros. Josh fue designado capataz, de acuerdo con lo prometido, y Samantha hasta le había regalado una chapa de bronce para que la pusiera en la puerta de su dependencia; él no pudo disimular su entusiasmo. No obstante, le hacía falta una nueva tanda de peones, y ella y Josh se dedicaron a seleccionarlos cuidadosamente, teniendo en cuenta sus aptitudes para tratar a los niños, para superar los inconvenientes que presentaban las distintas incapacidades y para lidiar con los caballos. No quería a nadie que fuese demasiado viejo, impaciente o intratable, o bien que no tuviese reparos en hacer correr riesgos a los niños o a los caballos. Sólo la elección del personal requirió casi dos meses. Pero ahora Samantha contaba con una docena de vaqueros, dos de la vieja época, y los otros de la nueva camada. Entre todos ellos el favorito de Sam era un «mozo», como decía Josh, de anchos hombros, bien parecido, pelirrojo y de ojos azules, que se llamaba Jeff. Era tímido y muy reservado respecto a su vida íntima, pero siempre estaba dispuesto a conversar durante horas acerca de lo que iban a hacer con el rancho. Por las referencias, Samantha supo que desde los dieciséis años había estado trabajando en haciendas, y hasta la fecha, con sus veinticuatro años, ya había estado en cinco ranchos distintos en tres estados. Cuando ella le preguntó el porqué, el |oven le respondió que solía viajar mucho con su padre, pero que ahora iba por su cuenta, y cuando Samantha telefoneó a los dos últimos ranchos donde había trabajado, le dijeron que era de toda confianza y que, si ella no quería contratarle, que se lo mandara otra vez a ellos. Así, Jeff Pickett se convirtió en ayudante del capataz, y Josh se mostró complacido con el nuevo equipo de gente.

La fecha de inauguración, como ella le había dicho a Charlie, fue el siete de junio, y a los pocos días llegaría el resto de los terapeutas, junto con algunos caballos nuevos. La piscina era espléndida, las cabañas acogedoras, y ya tenían reservas confirmadas para treinta y seis niños en un período de dos meses.

—¿Cuándo puedo ir?

—No sé, querido, cuando tú quieras. O mejor será que me dejes tomar aliento después de que todo esté en marcha. Y me parece que estaré muy ocupada por algún tiempo.

Sus palabras resultaron premonitorias. Sam no había imaginado lo atareada que estaría en realidad. Después de la inauguración, cada mañana quedaba enterrada bajo una montaña de papeles: cartas de médicos, solicitudes de padres, etc., y por la tarde se dedicaba a enseñar a los niños, con Josh. Una de las donaciones que había obtenido sirvió para la adquisición de sillas de montar confeccionadas especialmente para los niños. Tenían cincuenta ya, y había solicitado otra donación para otras cincuenta, pues Sam sospechaba que no tardarían mucho tiempo en necesitarlas. Su paciencia con los niños era infinita, mientras les adiestraba en grupos de dos o tres. Invariablemente, después del momento de terror inicial, en que los niños se aferraban con desesperación al pomo de la silla, cuando Josh comenzaba a pasearles, y ellos experimentaban una sensación de libertad de movimientos y tenían la impresión de estar caminando, se apoderaba de ellos una euforia que les hacía chillar de alegría. Sam jamás podía dejar de sentirse excitada y jubilosa al contemplarles, y en más de una ocasión había descubierto a Josh y a los otros vaqueros en el instante de enjugarse furtivamente una lágrima.

Todos los niños parecían sentir adoración por Sam y, al igual que habían hecho los viejos vaqueros dos años atrás, comenzaron a llamarla Palomino por el color plateado de sus cabellos. Al poco tiempo, por todas partes se oían gritos de: «¡Palomino! ¡Palomino!», cuando ella pasaba en su silla de ruedas, controlando a los niños que seguían algún tipo de terapia, en la piscina, al personal que hacía las camas o barría las acogedoras habitaciones de los pequeños en las cabañas. Sam no les perdía de vista nunca, y por la noche, en el comedor general donde cenaban todos juntos, incluyendo a Samantha, se establecían interminables discusiones para determinar quién se sentaría junto a ella a la mesa, quién ocuparía el asiento de su derecha y quién el de la izquierda, y en el fuego de campamento quiénes tendrían el privilegio de estrechar su mano. El mayor de los niños era un muchachito de dieciséis años, que había llegado, mostrándose hosco y hostil, tras haber sido sometido a doce operaciones en el curso de diecinueve meses, por haberse dañado la columna vertebral en un accidente con una motocicleta, en el que había perdido la vida su hermano mayor. A las cuatro semanas de estar en el rancho, el muchacho ya era una persona distinta. El pelirrojo Jeff se había convertido en su mentor, y ambos se hicieron amigos inseparables. La benjamina era una niñita de siete años, con enormes ojos azules, que lloraba con suma facilidad y hablaba con un ligero ceceo. Se llamaba Betty y había nacido con muñones en vez de piernas. Aún demostraba cierto temor a los caballos, pero se divertía mucho en compañía de los demás niños.

A veces, cuando Samantha miraba estupefacta a su alrededor, mientras el verano seguía su curso y el número de niños crecía sin cesar, se maravillaba al constatar el hecho de que la visión de aquellos niños impedidos no la abrumaba ni la acongojaba en absoluto. Había habido una época en su vida en que sólo la perfección le parecía normal y no habría sabido cómo encarar ninguno de los problemas que ahora formaban parte de su vida cotidiana: niños que se negaban a cooperar, miembros artificiales que no se adaptaban, pañales para niños de catorce años, sillas de ruedas que se trababan, tensores ortopédicos que se rompían… Toda aquella mecánica a veces le chocaba como algo extraordinario, pero lo más extraordinario de todo lo constituía el hecho de que ahora se había convertido en una manera de vivir. Y siendo una mujer que anhelaba tener niños, bien podía considerar que sus plegarias habían sido escuchadas, pues a fines de agosto ya tenía cincuenta y tres. Y ahora una nueva faceta se había agregado al programa. Habían adquirido un furgón equipado especialmente, mediante otro donativo, y llegado a un acuerdo con la escuela local de tal manera que, después del Día del Trabajo, los niños que acudieran al rancho, o siguieran en él, podrían asistir a clase. Para muchos de ellos significaría una reincorporación a la escuela con niños normales, y constituiría un lugar ideal para llevar a cabo la adaptación necesaria antes de que regresaran a sus localidades de origen. No había nada en lo que Sam no hubiera pensado, y cuando Charlie y Mellie comparecieron a fines de agosto, quedaron completamente asombrados ante lo que vieron.

—¿Aún no ha escrito nadie un artículo sobre ti, Sam?

Charlie observaba con estupefacción a un grupo de jinetes adelantados que regresaban de pasar una tarde paseando por las colinas. Los niños, en general, amaban a los caballos, y estos habían sido elegidos por Sam y Josh por su docilidad y temperamento estable.

En respuesta a la pregunta de Charlie, ella meneó la cabeza.

—No quiero publicidad, Charlie.

—¿Por qué no?

Como sea que él vivía en el torbellino de Nueva York, donde todo el mundo trataba de estar en primer plano, se quedó sorprendido.

—No lo sé. Me gusta así, supongo. Con tranquilidad y sin alharacas. No quiero exhibirme. Sólo deseo ayudar a los chicos.

—Diría que eso ya lo estás haciendo —contestó él sonriendo, en tanto Mellie llevaba a pasear a la pequeña Sam por la carretera—. Jamás vi unos niños que parecieran ser tan felices. Les encanta todo esto, ¿verdad?

—Eso espero.

Y así era en efecto, como también les encantaba a los padres, a los médicos y a todas las personas que trabajaban allí. Lo que Sam había hecho era convertir un sueño en realidad. Los niños gozaban de toda la independencia que Sam había querido concederles; los padres engendraban nuevas esperanzas por la recuperación de sus hijos; los médicos lo consideraban como un regalo que podían brindar a los descorazonados padres, y las personas que allí prestaban sus servicios le encontraban un nuevo significado a la vida. Y en la mayoría de los casos, trataban con niños que justificaban todos los esfuerzos. De cuando en cuando, se topaban con uno al que ni los terapeutas ni los consejeros más fervientes, y ni siquiera los amorosos esfuerzos de Sam, lograban brindarle la ayuda que precisaba. Estaban también los que no se encontraban en condiciones o no querían recibir ayuda o quizá jamás aceptarían recibirla. Resultaba penoso aceptar que no podían ofrecer ayuda a un niño, pero a pesar de todo hacían cuanto estaba a su alcance durante la permanencia del niño entre ellos.

Por sorprendente que parezca, a pesar de la magnitud de los problemas y del grado de incapacidad con que tenían que lidiar, el rancho era un lugar donde reinaba la felicidad, donde siempre se veían rostros alegres y se oían risas y chillidos de gozo. La misma Sam jamás en su vida había sido tan feliz ni había gozado de tanta serenidad. Y ahora, cuando conocía a algún hacendado, o charlaba con algún vaquero, o efectuaba entrevistas en busca de nuevo personal, no formulaba preguntas que no tuvieran relación con el asunto en cuestión. La interminable, incansable e infructuosa búsqueda de Tate por fin había encontrado el reposo. Y aceptaba, con una ecuanimidad que aún abrumaba a Charlie, el hecho de que seguiría sola por el resto de su vida, al frente del rancho, y ayudando a «sus niños». Al parecer, eso era todo lo que ella anhelaba, y de cuando en cuando Josh se detenía a pensar que era una verdadera lástima. A los treinta y dos años era una mujer extremadamente hermosa, y le dolía pensar que tenía que vivir sola. Pero ninguno de los hombres que se cruzaban en su camino parecía despertar su interés, y ella siempre ponía sumo cuidado en no alentar a algunos padres de los nuevos pupilos que se interesaban en ella, ni a los terapeutas o médicos. Uno presentía que para Sam la vida amorosa había concluido, que para ella era una puerta cerrada. Sin embargo, resultaba difícil sentir pena por ella, puesto que siempre estaba rodeada de niños que la adoraban y a los que ella parecía amar verdaderamente.

Fue en el mes de octubre cuando la llamaron a su despacho, un día anormalmente caluroso, para que viese a un niño recién llegado que, en cierta manera, constituía una excepción. Había sido enviado al rancho Lord por un juez de Los Ángeles, que estaba enterado de la labor que Samantha llevaba a cabo, y el tribunal se había hecho cargo del «costo de la enseñanza». Sam estaba enterada de su llegada, y sabía también que otras circunstancias especiales rodeaban el caso, pero el asistente social le había dicho por teléfono que se lo contaría todo cuando llegaran al rancho. Se había quedado intrigada por el carácter del caso, pero había tenido que atender otros asuntos con Josh esa mañana, y no quiso esperar en su despacho. Tenía infinidad de cosas que hacer antes de que los niños volvieran de la escuela. Había sesenta y un niños que residían corrientemente en el rancho. En su fuero interno, ya había resuelto que, a la larga, ciento diez sería la cantidad límite, pero mientras tanto todavía había espacio para expandirse.

En esta ocasión, cuando Jeff fue a reunirse con ella, tenía una rara expresión en el rostro, y cuando Sam llegó a su despacho comprendió la razón. En una destartalada sillita de ruedas se encontraba un desmañado niño rubio de grandes ojos azules, con los brazos llenos de moretones, que se abrazaba a un raído osito de felpa. Cuando Sam le vio, casi se detuvo en seco. Durante los pasados cinco meses, Samantha no había hecho más que ver niños impedidos que, al llegar allí, habían gritado, berreado, discutido, llorado y pataleado. Unos no querían ir a la escuela, otros tenían miedo a los caballos; algunos no comprendían por qué tenían que hacerse su propia cama, pero no importaba lo mucho que protestaran o el grado de adaptación que demostraran lograr en última instancia; lo que todos tenían en común era que habían sido atendidos solícitamente, a veces hasta el extremo de mimarles en exceso, por unos padres que les amaban y estaban transidos de dolor por lo que les había deparado el destino. Nunca tuvieron en el rancho niño alguno tan evidentemente falto de cariño y tan vapuleado tísica y espiritualmente como aquel. Samantha acercó la silla para charlar con él y le tendió las manos, pero el niño se cubrió la cara y comenzó a berrear. Ella dirigió una rápida mirada al asistente social y luego al niño que aferraba el osito de trapo, y le habló con ternura.

—No temas, Timmie. Nadie va a lastimarte. Me llamo Sam. Y este es Jeff —dijo señalando al joven pelirrojo, pero Timmie cerró los ojos con más fuerza aún y lloró con desesperación—. ¿Tienes miedo? —le preguntó con voz tan dulce que era casi un susurro, y el niño al cabo de un rato abrió un ojo y asintió con la cabeza—. La primera vez que vine aquí, yo también tuve miedo. Antes de quedar imposibilitada, solía montar a caballo todo el tiempo, pero al principio los caballos me daban miedo. ¿Es eso lo que te causa miedo? —El niño sacudió la cabeza vigorosamente—. ¿No? —Él volvió a menear la cabeza—. ¿Entonces de qué tienes miedo? —El pequeño abrió el otro ojo y la miró aterrado—. Vamos, a mí puedes decírmelo.

—De ti —respondió en un murmullo apenas audible, sin apartar la vista de ella.

Sam se quedó estupefacta, y con la mirada indicó a Jeff, al asistente social y a su secretaria que se retiraran.

—¿Por qué me tienes miedo, Timmie? Yo no te haré daño. Estoy en una silla de ruedas como tú.

Él la miró durante un rato y luego asintió.

—¿Por qué?

—Sufrí un accidente. —Evitaba decirles que había sido arrojada al suelo por un caballo, pues ello podía resultar contraproducente cuando lo que se proponía era enseñarles a montar—. Pero ahora estoy bien. Puedo hacer muchísimas cosas.

—Yo también. Puedo cocinar para mí.

¿Acaso tenía que hacerlo?, se preguntó Samantha. ¿Quién era aquel niño que parecía tan maltratado?

—¿Qué es lo que te gusta preparar para comer?

—Espaguetis. Vienen en lata.

—Aquí también comemos espaguetis.

El pequeño asintió tristemente con la cabeza.

—Lo sé. Siempre sirven espaguetis en la cárcel.

Samantha se estremeció y, extendiendo los brazos, le tomó la mano entre las suyas. Esta vez el niño no la retiró, aunque con la otra seguía aterrado al raído osito.

—¿Pensaste que esto era como una cárcel? —Él asintió—. Pues no lo es. Es más bien como un campamento. ¿Alguna vez fuiste de campamento?

El niño denegó con la cabeza, y Samantha observó que parecía tener cuatro años, y no los seis que figuraban en su ficha. Sabía que había contraído la polio a los doce meses de edad. Había quedado totalmente paralítico de ambas piernas desde la cadera.

—Mi mamá está en la cárcel —dijo espontáneamente.

—Lo lamento.

Él movió la cabeza en gesto afirmativo.

—Tiene que estar allí noventa días.

—¿Es por eso que te enviaron aquí?

¿Dónde estaba su padre…, su abuela…, cualquiera, alguien que amara a aquel chiquillo? Era el primer caso que se le presentaba que le causaba aquella agobiante impresión. Sentía deseos de estrangular a alguien por lo que le habían hecho a aquella criatura.

—¿Te quedarás con nosotros todo el tiempo que ella deba estar allí?

—Tal vez.

—¿Te gustaría aprender a montar a caballo?

—Tal vez.

—Yo podría enseñarte. Adoro los caballos, y tenemos algunos que son realmente hermosos. Podrías elegir uno de esos. —Cada niño montaba siempre el mismo caballo mientras permanecía en el rancho—. ¿Qué te parece eso, Timmie?

—¡Ajá! Sí… —Pero el niño no cesaba de mirar a Jeff con recelo—. ¿Quién es ese?

—Ese es Jeff.

—¿Es un poli?

—No —repuso Samantha, resuelta a usar su mismo lenguaje—. Aquí no tenemos polis. Jeff sólo ayuda con los niños y los caballos.

—¿Les pega a los niños?

—No —contestó ella, azorada, y entonces le acarició la mejilla—. Aquí nadie te hará nunca daño, Timmie. Jamás. Te lo prometo. —El niño asintió, pero era evidente que creía que era mentira—. ¿Qué te parece si tú y yo nos quedamos juntos un rato, eh? Podrías ver cómo enseño a montar y podríamos nadar en la piscina.

—¿Tienes una piscina? —inquirió, y los ojos comenzaron a iluminársele.

—Claro.

Pero el primer baño ella quería dárselo en la bañera. Estaba sucio de pies a cabeza. Parecía que llevaba semanas sin bañarse.

—¿Te gustaría ver tu cuarto?

Él se encogió de hombros, pero Samantha vio que se le despertaba el interés y, con una sonrisa, le dio un libro para colorear y una caja de lápices de colores, y le dijo que esperara allí.

—¿Adónde vas? —le preguntó él, con recelo y un renovado temor.

—Creo que el hombre que te trajo aquí quiere que le firme unos papeles. Después de que lo haya hecho, te llevaré a tu cuarto y te enseñaré la piscina. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

El pequeño comenzó a sacar los lápices de la caja, y Samantha cruzó la sala en la silla de ruedas, le indicó al asistente social que la siguiera al despacho de la secretaria y en voz baja le pidió a Jeff que se quedara allí.

El asistente social era un hombre de aspecto fatigado, de unos cuarenta años. Parecía estar de vuelta de todo, y aquel niño no era peor que los demás. Sin embargo, un niño en el estado en que se encontraba Timmie constituía una novedad para Sam.

—Santo Dios, ¿quién ha estado a cargo de esta criatura?

—Nadie. Su madre fue encerrada en la cárcel hace dos semanas, y los vecinos creyeron que el niño se encontraba en algún otro lugar. La madre en ningún momento les habló del niño a los policías que la detuvieron. Él se quedó en el apartamento, mirando la televisión y comiendo productos envasados. A pesar de todo, conversamos con la madre. —Lanzó un suspiro y encendió un cigarrillo—. Es heroinómana. Ha estado varias veces en la cárcel, en centros de rehabilitación, en hospitales y Dios sabe en cuántos sitios más. Nunca hizo vacunar a su hijo. Por eso contrajo la polio.

El asistente social parecía fastidiado, y Sam confundida.

—¡Es terrible!

—Además, la madre es una prostituta —añadió el hombre—; ella no sabe quién es el padre.

—¿Por qué se le permite conservar la tenencia del niño? ¿Por qué la corte no se lo quita?

—Podría hacerlo. El juez está considerando esa posibilidad. De hecho, la madre ha pensado en darlo en adopción. Se cree una mártir, por tener que cargar con un hijo paralítico, por haber tenido que alimentarle durante seis años… —Vaciló un instante, y luego miró a Samantha fijamente a los ojos—. También podría decirle que estamos ante un caso de malos tratos. Los moretones en los brazos…, le pegó con un paraguas. Casi le partió la espalda.

—¡Oh, Dios mío! ¿Y aún consideran la posibilidad de devolvérselo a ella?

—Ahora está rehabilitada —dijo el asistente social, con todo el cinismo propio de su profesión.

Sam jamás se había encontrado en una situación semejante.

—¿Se le ha prestado ayuda psiquiátrica al niño?

El asistente social meneó la cabeza.

—Nosotros estimamos que es normal, salvo por la parálisis, claro. Pero mentalmente está bien. Tan bien como cualquiera de ellos. Además, la madre ya hace dos semanas que está en la sombra, y descontando el tiempo que le rebajen por buena conducta y por el tiempo cumplido, saldrá dentro de un par de meses. El niño se quedará aquí sesenta días.

Como un animal, como un automóvil, como un aparato alquilado. A Sam todo aquello la asqueaba.

—¿Y después?

—La madre se hará cargo de él, a menos que el tribunal resuelva lo contrario, o que ella no lo quiera. No sé, quizás usted podría quedárselo en calidad de madrina, si quiere.

—¿No podría adoptarlo alguna familia decente?

—No, a menos que ella renuncie a la custodia, y no se le puede obligar a hacer una cosa semejante. Además —agregó el hombre, encogiéndose de hombros—, ¿quién puede querer adoptar a un niño en silla de ruedas? Como quiera que se mire, ese chico acabará en alguna institución.

Sam se quedó apesadumbrada mientras el asistente social se dirigía a la puerta.

—Nos alegramos de tenerle entre nosotros. Y lo tendré aquí más tiempo si es necesario. Tanto si el tribunal paga como si no.

El asistente social movió afirmativamente la cabeza.

—Si tiene problemas, háganoslo saber. Siempre cabe la posibilidad de mantenerle en una institución para menores hasta que ella salga.

—¿No es eso como una cárcel? —preguntó Samantha horrorizada.

—Más o menos —repuso él, encogiéndose de hombros de nuevo—. ¿Qué otra cosa cree usted que podemos hacer con ellos, mientras los padres están en la cárcel? ¿Enviarles a un campamento?

Pero lo bueno del caso era que ya lo habían hecho.

Sam giró en redondo y regresó a su despacho, donde Timmie había arrancado una página del libro y estaba garabateándolo incansablemente con un lápiz marrón.

—Listo, Timmie, todo arreglado.

—¿Dónde está el poli? —preguntó, con una entonación de voz que hacía pensar en un pistolero liliputiense, y Sam se echó a reír.

—Se fue. Y no es un poli, sino un asistente social.

—Es lo mismo.

—Bueno, sea como fuere, vamos a tu cuarto.

Samantha trató de empujar la silla del niño, pero a los pocos metros una de las ruedas se quedó atascada y uno de los brazos se cayó al suelo.

—¿Cómo te las arreglas para andar en esto, Timmie?

Él la miró con extrañeza.

—Nunca voy a ninguna parte.

—¿Nunca? —exclamó ella, asombrada—. ¿Ni siquiera con tu mamá?

—Ella nunca me saca a pasear. Duerme mucho. Está siempre muy cansada.

—Comprendo. Bueno, me parece que lo primero que te hace falta es una silla de ruedas nueva.

Aunque allí no disponían de sillas sobrantes, ella conservaba una de repuesto en la furgoneta, por si acaso le ocurría algo a la suya.

—Tengo una que puedes usar por ahora. Es un poco grande, pero mañana te conseguiremos otra. Jeff —le dijo sonriendo al joven pelirrojo—, ¿quieres hacer el favor de ir a buscar mi otra silla? Está en mi furgoneta.

—Por supuesto.

A los cinco minutos, Jeff estaba de vuelta con la enorme silla gris, en la que acomodaron a Timmie. Sam salió junto a él, con el fin de ayudarle con las ruedas.

A medida que pasaban por delante de las edificaciones, ella le explicaba lo que eran. Se detuvieron unos instantes en el establo para que él pudiese ver los caballos, y entonces se fijó en uno de los animales y luego en el pelo de Sam.

—Ese es como tú.

—Lo sé. Algunos de los chicos me llaman Palomino. Ese caballo es un palomino.

—¿Eso eres tú? —preguntó, divertido.

—A veces simulo que lo soy. ¿No lo haces tú también, eso de simular que eres otra cosa?

Él meneó la cabeza tristemente mientras se dirigía a su cuarto. Ahora Samantha se alegraba de haberle reservado aquel dormitorio. Era espacioso y soleado, y estaba decorado con tonos azules y amarillos. La colcha era de colores alegres y había dibujos de caballos enmarcados en las paredes.

—¿De quién es este?

El niño parecía asustado de nuevo al tiempo que ella entraba en la estancia.

—Tuyo. Mientras estés aquí.

—¿Mío? —exclamó, abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿En serio?

—En serio.

Había un pupitre, una silla, una cómoda y una mesita para jugar. Disponía de su propio cuarto de baño, y estaba provisto de un micrófono especial para el caso de que tuviera algún problema y necesitara ayuda de alguno de los asistentes.

—¿Te gusta?

Todo lo que el niño pudo hacer fue lanzar una exclamación de alegría.

Samantha le mostró la cómoda y le dijo que podía guardar sus cosas en ella.

—¿Qué cosas? —preguntó sorprendido—. Yo no tengo nada.

—¿No trajiste una maleta con algunas prendas de ropa?

Entonces ella se dio cuenta de que no había visto ninguna.

—No —respondió él, mirándose la manchada camiseta deportiva que en algún momento debió de ser azul—. Esto es todo lo que tengo. Y a Teddy —añadió, estrechando al osito entre sus brazos.

—Te diré lo que vamos a hacer —dijo Sam, echando una rápida mirada a Jeff y fijando de nuevo los ojos en el niño—. Ahora te conseguiremos algunas prendas prestadas, y más tarde yo iré a la ciudad a comprarte unos tejanos y otras chucherías. ¿Te parece bien?

—Claro —repuso el pequeño, aunque no parecía importarle mucho, pues ya era muy feliz con su cuarto.

—Ahora, a tomar un baño.

Se dirigió al soleado cuarto de baño y abrió el grifo después de pulsar un conmutador especial que interrumpiría el chorro al llegar a un nivel determinado. Todas las instalaciones eran especiales, y el inodoro estaba provisto de agarraderas en los costados.

—Y si quieres usar el retrete, no tienes más que apretar ese botón y acudirán a ayudarte.

Él la miró fijamente, sin comprender.

—¿Por qué tengo que tomar un baño?

—Porque es algo muy agradable.

—¿Me bañarás tú?

—Puedo pedirle a Jeff que lo haga, si quieres.

No estaba segura de si a los seis años sería muy pudibundo, pero al parecer no lo era porque en seguida sacudió con energía la cabeza.

—¡No, no! Tú.

—De acuerdo.

Para ella aquello era una nueva aventura. Sólo había tardado diez meses en aprender a bañarse sola, pero bañar a un niño desde una silla de ruedas iba a resultar muy problemático.

Envió a Jeff a buscar algunas prendas de la talla de Timmie, se arremangó y le explicó al niño cómo debía mantenerse en la bañera, pero cuando el pequeño lo hizo y ella trató de ayudarle, casi se cayeron los dos al suelo. Por fin logró meterlo en el agua, remojándose toda ella, y cuando le ayudó a salir, logró que se sentara en la silla al tiempo que ella perdía el equilibrio y se caía de la suya. Y por alguna razón, cuando se encontró en el suelo, se echó a reír y el niño coreó su risa.

—¡Qué tonta! ¿No?

—¡Y yo que pensaba que tú tenías que enseñarme cómo hacerlo!

—Bueno, tenemos gente que se ocupa de eso.

Samantha se levantó del suelo mojado con extremo cuidado y volvió a sentarse en la silla.

—¿Y tú qué haces?

—Enseño a montar.

El niño asintió, y ella se preguntó qué estaría pensando, pero de todos modos se alegraba de que ya no le tuviera miedo. Cuando Jeff llegó con las prendas que había pedido prestadas en varias cabañas, Timmie casi parecía otro niño. Mas como ella estaba empapada, tenía que volver a su habitación a cambiarse.

—¿Quieres venir a ver mi casa?

Él asintió con cierta vacilación y, después de ayudarle a vestirse, Sam abrió la marcha. Ahora había una rampa que facilitaba el acceso a la casa, y él la siguió a la sala de estar y a lo largo del pasillo hasta su dormitorio, donde ella extrajo unos tejanos y una blusa del armario, que había sido reconstruido totalmente para adaptarlo a su nuevo estado. Conservaba la antigua habitación de Caroline como cuarto de huéspedes selectos, pero casi nunca lo utilizaba, y ella lo visitaba tan pocas veces como podía. Aún experimentaba un profundo dolor al percibir el vacío que había dejado su vieja amiga.

—Tienes una casa muy bonita —comentó Timmie, mirando en torno con interés. El osito de felpa seguía haciéndole compañía—. ¿Quién duerme en las otras habitaciones?

—Nadie.

—¿No tienes niños? —le preguntó asombrado.

—No. Salvo todos los que viven aquí en el rancho conmigo.

—¿Tienes marido?

Muchos niños le hacían aquella pregunta, y cuando ella les contestaba en forma negativa, allí concluía todo.

—No.

—¿Por qué no? Tú eres bonita.

—Gracias. Simplemente no tengo.

—¿No deseas casarte?

Ella suspiró quedamente contemplando al hermoso niño rubio. Ahora que estaba limpio, era verdaderamente guapo.

—Me parece que no tengo deseos de casarme, Timmie. La vida que llevo es muy especial.

—Igual que mi mamá —repuso el niño, comprensivo, y Sam, que en un primer momento se quedó cortada, se echó después a reír, si bien se abstuvo de decirle: «Pero no de la misma manera».

Entonces Sam trató de explicarle sus motivos.

—Sencillamente, creo que no dispondría de tiempo suficiente para atender a un esposo con todo el trabajo que tengo aquí en el rancho para cuidar de vosotros, los niños, y de todas las otras cosas.

Sin embargo, el pequeño la miraba fijamente y, señalando la silla de ruedas de Samantha, le dijo:

—¿Es a causa de eso?

Lo que acababa de preguntarle el niño le causó el efecto de un puñetazo en el estómago, porque era la verdad aunque ella no quería reconocerlo ante nadie, y apenas ante sí misma.

—No, no es a causa de esto.

Pero se preguntó si el niño se daría cuenta de que estaba mintiendo, y entonces, sin darle tiempo a formular más preguntas, le llevó de nuevo al exterior. Visitaron los establos y el comedor general, contemplaron las vacas en su cuadra y se dirigieron a la piscina, donde Samantha le acompañó en una breve zambullida antes de ir a almorzar. Había sólo unos pocos niños pequeños en el rancho a aquella hora del día, en el mes de octubre. Los demás se encontraban todos en la escuela, donde habían sido conducidos por el enorme autobús adaptado que Samantha había conseguido con ese fin. No obstante, los niños presentes recibieron a Timmie con muestras de afecto e interés, y cuando volvieron los demás a las tres y media, él ya había perdido casi por completo su timidez. Presenció las clases de equitación, les vio deslizarse por las rampas hasta la piscina en sus sillas de ruedas y perseguirse los unos a los otros por las espaciosas pistas de juegos. Le presentaron a Josh, y él le estrechó solemnemente la mano. No perdió de vista a Samantha mientras ella daba las lecciones, y cuando concluyó, él aún seguía cerca de ella.

—¿Aún estás aquí, Timmie? Pensé que te habías retirado a tu cuarto. —Él meneó la cabeza, aferrando fuertemente el osito de trapo, al tiempo que la miraba con sus enormes ojos—. ¿Quieres venir a mi casa antes de la hora de cenar?

Él asintió y le tendió la mano, y así, cogidos de la mano, se dirigieron en sus sillas de ruedas a la casona, donde Samantha le leyó unos cuentos, hasta que sonó la vieja campana de escuela, anunciando la hora de cenar.

—¿Puedo sentarme a tu lado, Sam?

De nuevo el niño tenía una expresión preocupada, pero ella le tranquilizó. Sospechaba, sin embargo, que ya debía de estar cansado después de su primer día en el rancho. Sentado a su lado, el niño comenzó a bostezar abiertamente, y antes de que sirvieran el postre ella volvió la cara y le vio con la cabeza caída, la barbilla en el pecho, y hundido en la enorme silla de ruedas gris. Aún estrechaba el osito entre sus brazos, y Samantha sonrió, se quitó el grueso suéter que llevaba, se lo colocó como si fuese una manta y abandonó la mesa para llevarle a su cuarto. Una vez en él, le levantó de la silla y le acostó en la cama haciendo un prodigioso esfuerzo. Le quitó la ropa, mientras él se removía ligeramente, le sacó los soportes ortopédicos de las piernas, le cambió los pañales, apagó la luz y le acarició los rubios cabellos. Por un instante, se acordó de los hijos de Charlie, de sus dulces caritas y grandes ojos azules, y de pronto experimentó el acendrado anhelo que había hecho presa en ella la primera vez que tomó en brazos a su hijita, la pequeña Samantha, y cómo entonces había comprendido que había un vacío en su vida que jamás podría colmar. Ahora, contemplando a Timmie, sintió que se estremecía su corazón y no pudo dejar de estrecharle en sus brazos como si fuese hijo suyo. El pequeño se movió ligeramente cuando ella le dio un beso en la trente y musitó:

—Buenas noches, mamá… Te quiero…

Sam sintió el escozor de las lágrimas en los ojos. Por aquellas palabras ella habría sido capaz de dar la vida. Luego, con la cabeza gacha, salió haciendo rodar la silla de ruedas y cerró la puerta de la cabaña.