—Muy bien, Sam, ahora te toca a ti…
Dos vaqueros la alzaron, en tanto otros dos sujetaban firmemente el caballo. No era Black Beauty el animal que se encontraba entre ellos, ni tampoco Navajo, sino una nueva yegua llamada Pretty Girl. Pero esta vez el nombre no fue un motivo de fastidio para ella. Se sorprendió al constatar lo nerviosa que se sentía, a pesar de que era de suponer que el animal era muy dócil. De repente, se puso contenta. La levantaron rápidamente y la colocaron sobre la silla; Josh la sujetó con unas correas, y luego ella se quedó muy tiesa, encaramada en la silla, bajando la vista hasta ellos como maravillada.
—¡Cielo santo, lo logramos! ¡Mirad, estoy cabalgando!
Estaba exultante como un niño.
—No, aún no —le dijo Josh, sonriendo con evidente satisfacción—. Sólo estás montada en ella. Haz que se mueva un poco, Sam, a ver cómo te sientes.
Ella le miró y en voz baja le dijo:
—Aunque no lo creas, estoy asustada.
Una nerviosa sonrisa disimulaba el miedo que se pintaba en su cara, y al cabo de unos instantes Josh cogió de nuevo la brida y comenzó a pasearla en el manso animal.
—¿Qué tal, Sam? Vamos, yo te llevaré a dar una vuelta por el patio.
—Josh, me siento como una criatura.
Él la observaba por encima del hombro con una sonrisa.
—Lo eres. Tienes que aprender a caminar, antes de poder correr, ¿sabes?
Pero al poco rato, Josh soltó la brida y Samantha empezó a trotar ligeramente, y de pronto en su rostro apareció una amplia sonrisa.
—¡Eh, muchachos, estoy corriendo —gritaba—, estoy corriendo! ¡Mirad!
Estaba tan excitada que no podía controlarse. Por primera vez en un año, no se desplazaba en la silla de ruedas, sino que volvía a correr realmente, y si bien no lo hacía por sus propios medios, el alborozo de correr sintiendo el viento en sus cabellos constituía la sensación más maravillosa que había experimentado en mucho tiempo. A Josh le llevó una hora convencerla de que ya era suficiente. Y cuando la ayudaron a descabalgar, estaba tan eufórica que casi le parecía estar volando. Los ojos le brillaban de alegría, y las delicadas facciones de su rostro eran enmarcadas por los mechones plateados de sus cabellos.
—Realmente, tenías un magnífico aspecto montada en ese caballo, Sam —le dijo Josh sonriendo afablemente, mientras la sentaba en la silla de ruedas.
Ella hizo una mueca y le confesó:
—Al principio estaba muerta de miedo, ¿sabes?
—Es lógico. Después de lo que te pasó, habrías tenido que estar loca para no tener miedo. —Y entonces se quedó mirándola pensativo—. ¿Cómo te sentiste?
—¡Estupendamente, Josh! —respondió cerrando los ojos y sonriendo—. Como si fuese una persona normal de nuevo. —La sonrisa se esfumó al tiempo que ella fijaba la mirada en aquellos viejos y sensatos ojos—. Ha pasado un largo tiempo.
—Sí —comentó él, rascándose la barbilla—. Pero yo sigo pensando que debería volver a pasar tanto tiempo. Sam, podrías volver aquí y dedicarte a dirigir el rancho…
No había pensado en otra cosa en toda la noche, pero ella le observaba pensativa, con la cabeza ladeada.
—¿Quieres saber lo que estuve pensando? —Él asintió—. Charlie y yo estuvimos hablando de ello en Nueva York, y tal vez no sea más que una locura, pero me pregunto si no sería posible convertir esta hacienda en un rancho especial para… —Vaciló, sin saber cómo expresarlo—… para personas como yo. Para niños, principalmente, pero también para algunos adultos. Les enseñaríamos a montar, les ayudaríamos a reintegrarse a una vida normal. Josh, ni siquiera puedo tratar de contarte lo que sentí. Aquí, en la silla de ruedas, soy diferente y siempre lo seré. No obstante montada en aquel caballo, no me sentí distinta de como era antes. Oh, tal vez un poco, pero no será así en cuanto me acostumbre a cabalgar de nuevo. Imagínate lo que sería demostrarle eso a la gente, ofrecerles caballos para montar, enseñarles…
Ella no lo advirtió, pero ambos tenían lágrimas en los ojos. Josh asentía lentamente con la cabeza, mientras recorría las instalaciones con la mirada.
—Tendríamos que efectuar algunos cambios, pero podría ser…
—¿Me ayudarías?
Él hizo un gesto de asentimiento.
—No entiendo mucho de…, no sé mucho acerca de los… —trataba de decirlo con tacto y estuvo a punto de decir «inválidos»—, de las personas como tú pero, demonios, conozco los caballos y, si fuese necesario, sería capaz de enseñarle a montar hasta a un ciego. Cuando mis hijos tenían tres años, ya sabían andar a caballo. —Samantha sabía que eso era cierto, y había sido tan paciente y afectuoso con ellos como el mejor de los terapeutas que ella había tenido—. Sabes, Sam, creo que podríamos hacerlo. ¡Demonios, cómo me gustaría intentarlo!
—A mí también. Pero tengo que reflexionar sobre ello. Se requeriría algo de dinero, y tendría que contratar terapeutas, enfermeras y médicos, y buscar personas que quisieran confiarme a sus hijos…, y eso quizá no sería tan fácil. ¿Por qué deberían hacerlo?
Sin embargo, hablaba más consigo misma que a Josh, y al cabo de un instante Charlie y Mellie les interrumpieron para hacerle más preguntas a Josh sobre el rancho.
El domingo por la mañana llegó muy pronto, y todos parecían lamentarlo cuando se despidieron. Josh estaba desconsolado cuando le estrechó la mano a Sam, antes de que se dirigieran al aeropuerto, con mil interrogantes pintados en el rostro.
—¿Y bien? ¿Vas a conservarlo?
En caso contrario, sabía que no volvería a verla nunca más. Y él no podía consentir que eso pasara. Quería ayudarla a encontrarse a sí misma y a transformar el rancho para la atención de los niños impedidos. Durante aquellos pocos días, se había dado cuenta de lo muy sola y triste que se sentía.
—Aún no lo sé, Josh —le contestó sinceramente—. Debo llevar a cabo algunas averiguaciones, documentarme y consultarlo con la almohada. Te prometo que, en cuanto tome una decisión, te lo haré saber de inmediato.
—¿Cuánto tiempo crees que te llevará eso?
—¿Tienes algún otro empleo a la vista? —le preguntó ella, preocupada.
—Si te digo que sí —repuso él, sonriendo ligeramente—, ¿te pondrás lo bastante celosa como para resolver que lo conservas?
Ella se echó a reír.
—Eres un zorro.
A Josh se le ensombreció la cara.
—Sólo deseo no verte renunciar a este rancho.
—Tampoco yo lo quiero, Josh. Pero no tengo suficientes conocimientos sobre la materia para poder explotarlo convenientemente. Lo único que tendría sentido sería hacer lo que hablamos.
—Bien, ¿por qué no lo hacemos?
—Déjame pensarlo un poco.
—Piénsalo pues.
Se inclinó entonces y le dio un afectuoso abrazo; luego se volvió para despedirse de Charlie, Melinda y los niños.
No dejaron de saludarle agitando la mano hasta que le perdieron de vista. En comparación con el viaje de ida, en el de vuelta reinó una extraordinaria tranquilidad. Los niños estaban exhaustos y contrariados por el hecho de tener que regresar a Nueva York. Charlie y Mellie dormitaron alternativamente durante el viaje de vuelta, y Sam permaneció pensativa hasta llegar a Nueva York. Tenía muchas cosas en que pensar.
Dejó a Charlie y a Mellie en el vestíbulo del edificio y se enclaustró en su apartamento, donde se dedicó a tomar algunas notas, y al día siguiente aún seguía preocupada cuando Charlie llamó a la puerta de su despacho.
—Y bien, vaquera, ¿ya has tomado una decisión?
—¡Chitón!
Le impuso silencio llevándose un dedo a los labios y le hizo seña para que entrase. En la oficina nadie sabía una palabra del asunto, y Samantha tenía particular interés en que Harvey no se enterara por el momento.
—¿Qué piensas hacer, Sam? —Se dejó caer en el sofá y le dirigió una cordial sonrisa—. ¿Quieres saber lo que haría yo si estuviese en tu lugar?
—No. —Ella trató de mostrarse aborrecible, pero Charlie siempre terminaba por hacerla reír—. Quiero resolverlo por mí misma.
—Eso es razonable. Pero no cometas el error de contarle a tu madre lo que te propones hacer. Sería capaz de hacerte encerrar en un manicomio.
—Tal vez haría lo más acertado.
—Lo dudo. O por lo menos, no por ese motivo —le dijo sonriendo, y en aquel momento apareció la secretaria de Harvey en el umbral.
—El señor Maxwell desea verla.
—¿Dios en persona? —exclamó Charlie, fingiendo asombro.
Mientras él regresaba a su despacho, Sam siguió a la secretaria de Harvey por el pasillo.
Al llegar a su despacho, le encontró pensativo y con aire fatigado. Había una montaña de papeles sobre su escritorio y sólo levantó la vista cuando concluyó unas anotaciones.
—Hola, Sam.
—¿Qué tal, Harvey? ¿Qué sucede?
Pasó otro minuto antes de que le prestara de nuevo su atención, y entonces le habló primero con vaguedad antes de abordar el teman por el que la había llamado.
—¿Cómo pasaste el Día de Acción de Gracias?
—Muy bien. ¿Y tú?
—Bien. ¿Con quién lo pasaste?
La pregunta era intencionada, y Sam se sintió nerviosa de pronto.
—Con los Peterson.
—¡Qué bien! ¿En su casa o en la tuya?
—En la mía.
—Eso es estupendo, Sam —le dijo él, sonriendo—. Te estás portando maravillosamente bien.
—Gracias.
Aquel cumplido significaba mucho para ella, y por un instante intercambiaron una sonrisa.
—Lo cual me lleva al motivo por el que te he llamado. Todavía no me has dado tu respuesta —le dijo con actitud expectante, y Samantha exhaló un suspiro y se recostó contra el respaldo de la silla de ruedas.
—Lo sé, Harvey… Y lo lamento, pero necesitaba tiempo para pensarlo.
—¿Acaso tienes otra alternativa? —Parecía sorprendido—. Si aún te preocupa lo de los viajes, lo único que tienes que hacer es contratar a un ayudante competente, tal como hice yo —le dijo sonriendo—, y todo quedará solucionado. Lo demás tú puedes manejarlo perfectamente. ¡Rayos, Sam, si hace años que realizas tu trabajo y el mío!
Harvey estaba bromeando, pero Sam le apuntó con el dedo acusadoramente al tiempo que le decía:
—¡Así que al fin lo reconoces! Debería pedirte que lo pusieras por escrito.
—Ni lo sueñes. Vamos, Sam, quítate esta espina. Dame tu respuesta. —Se repantigó en el sillón con una sonrisa en los labios—. Quiero irme a casa.
—Lo malo del caso, Harvey —repuso ella, mirándole con tristeza—, es que a mí me pasa lo mismo.
Sin embargo, era evidente que él no la comprendía.
—Pero esta es tu casa, Sam.
Ella meneó la cabeza con lentitud.
—No, Harvey, acabo de darme cuenta de que no lo es.
—¿Estás incómoda en la firma? —inquirió él, estupefacto.
Samantha se apresuró a denegar con un gesto.
—No, no estoy incómoda. No se trata de eso…, sino… Bueno, no sé si sabré explicarlo, pero está relacionado con Nueva York…
—Sam —la atajó Harvey, levantando la mano—, te lo advierto: si me dices que te vas a ir a vivir a Atlanta con tu madre, me va a dar un infarto. Si eso es lo que tienes que decirme, ya puedes llamar al médico.
Ella no pudo dejar de reír y sacudir la cabeza.
—No, no se trata de eso, te lo juro.
—Entonces, ¿de qué se trata?
—No quise decírtelo antes, Harvey —respondió, mirando a su jefe, que lo había sido durante diez años, con ojos que dejaban traslucir un sentimiento de culpa—. Mi amiga Caroline me legó el rancho.
—¿Te lo legó? —exclamó él, asombrado—. ¿Y qué vas a hacer, venderlo?
Samantha meneó pausadamente la cabeza.
—No lo creo. De eso se trata.
—No pretenderás conservarlo, ¿verdad, Sam? ¿Qué podrías hacer tú con un rancho?
—Muchas cosas. —Y en ese momento, se dio cuenta de cuál era la decisión que debía tomar—. Es algo que tengo que hacer ineludiblemente. Quizá no pueda llevarlo a cabo, quizá sea superior a mis fuerzas, quizá todo termine en un soberano fracaso, pero quiero intentarlo. Quiero convertirlo en un establecimiento para enseñar a los niños impedidos a montar a caballo, a ser independientes, a trasladarse de un sitio a otro en un medio que no sea una silla de ruedas: en un caballo. —Harvey se había quedado observándola pensativo—. Crees que estoy loca, ¿no es cierto?
Él sonrió tristemente.
—No. Estaba pensando que me gustaría que fueses mi hija. Porque entonces te desearía suerte y te ofrecería todo el dinero que tengo para que realizaras ese sueño. Ojalá pudiese decir que estás loca, Sam, pero no puedo hacerlo. Sin embargo, entre eso y ser una directora creativa en Madison Avenue hay un abismo. ¿Estás segura de que es eso lo que quieres hacer?
—Lo curioso es que no estaba segura hasta este momento, pero ahora sé que lo estoy. —Y con un breve suspiro, agregó—: ¿Qué vas a hacer con respecto al cargo? ¿Dárselo a Charlie?
Tras meditarlo un instante, él asintió con la cabeza.
—Eso creo. Charlie hará una buena labor.
—¿Estás seguro de que quieres retirarte, Harvey?
Tenía que reconocer que así era en efecto y que ella en su lugar habría hecho lo mismo.
—Sí, Sam, estoy seguro —repuso él—. Tan seguro como puedes estarlo tú con respecto al rancho, lo que quiere decir que deseo retirarme y que siempre causa un poco de temor enfrentarse a lo desconocido. Uno nunca está completamente seguro de que hace lo correcto.
—Pienso que tienes razón.
—¿Te parece que Charlie aceptará el puesto?
—Le encantará.
—Entonces es para él. Porque así tiene que ser. Uno debe estar dispuesto a trabajar quince horas diarias, a llevarse trabajo a casa los fines de semana, a renunciar a las vacaciones y a comer, beber y soñar anuncios comerciales. Yo ya estoy harto de todo eso.
—Yo también. Pero Charlie no.
—Entonces ve a decirle que tiene un nuevo puesto, ¿o quieres que se lo diga yo?
—¿Me permites que lo haga yo?
Sería lo último que haría en la firma que tendría algún sentido para ella.
—¿Por qué no? Eres su amiga más íntima. —Y mirando a Sam con cara triste, le preguntó—: ¿Cuándo piensas dejarnos?
—¿Qué tiempo te parece razonable?
—Prefiero que eso lo decidas tú.
—¿A principios de año?
Faltaban cinco semanas, y a Harvey le pareció un lapso suficiente.
—Entonces nos retiraremos juntos. Maggie y yo podríamos ir al rancho a visitarte. Mi avanzada edad podría considerarse un suficiente grado de incapacidad como para que podamos inscribirnos como huéspedes.
—Tonto. —Samantha contorneó el escritorio en la silla de ruedas y se le acercó para darle un beso en la mejilla—. Nunca serás tan viejo como para eso, Harvey, por lo menos hasta que tengas ciento tres años.
—Los cumpliré la semana entrante. —Le pasó un brazo por los hombros y la besó—. Estoy orgulloso de ti, Sam. Eres una gran chica. —Y luego tosió con embarazo, comenzó a cambiar torpemente las cosas de lugar sobre su escritorio y la despidió con un gesto de la mano—. Ahora ve a decirle a Charlie que tiene un nuevo puesto.
Sin responder ni una sola palabra más, Sam salió del despacho y recorrió el largo pasillo con una amplia sonrisa en los labios. Se detuvo ante el despacho de Charlie, en el que reinaba el caos de costumbre, e irrumpió en el momento en que él estaba empeñado en la búsqueda de la raqueta de tenis bajo el sofá.
—¿Qué andas buscando, patán? No comprendo cómo puedes encontrar las cosas en este revoltijo.
—¿Eh? —exclamó él, levantando la cabeza por una fracción de segundo—. ¡Oh, eres tú! En realidad, no las encuentro. ¿Por casualidad no tendrás una raqueta de tenis de más?
Esa clase de bromas sólo se las toleraba a Charlie.
—Claro. Juego dos veces por semana. También practico patinaje sobre hielo y tomo lecciones de cha-cha-cha.
—¡Oh, cierra el pico! Eres repelente. ¿Qué pasa? ¿Ya no te queda ni un ápice de decencia ni de buen gusto?
La miró con simulado desprecio, y ella comenzó a reír.
—Hablando de decencia y buen gusto, ya puedes ir haciendo un buen acopio de ellos, porque los vas a necesitar.
—¿Qué? —exclamó él intrigado.
—Buen gusto.
—¿Para qué? Nunca sentí la necesidad de tener buen gusto.
—Porque nunca fuiste director creativo de una importante agencia de publicidad.
Charlie se quedó mirándola, sin comprender.
—¿Qué estás diciendo? —El corazón le latió aceleradamente unos segundos. Pero no podía ser. Harvey le había ofrecido el puesto a Samantha…, a menos que…— ¿Sam?
—Ya ha oído lo que le he dicho, señor director creativo.
—¿Sam…? ¡Sam! —exclamó Charlie, poniéndose en pie de un salto—. ¿Acaso él…? ¿Soy…?
—Eso hizo. Lo eres. Pero ¿y tú?
Parecía sorprendido. ¿Acaso no se lo había querido dar a ella? En ese caso, él no lo aceptaría. Renunciarían los dos, y juntos podrían poner una agencia por su cuenta, podrían…
Samantha se dio cuenta de lo que pasaba por su mente y levantó la mano, diciendo:
—Tranquilízate. El puesto es tuyo. Yo me voy a California, Charlie, a dirigir un rancho para niños impedidos. Y si te portas bien conmigo, quizá te invite a venir con los chicos a pasar los veranos y…
Él no la dejó terminar. Corrió hacia ella y la estrechó entre sus brazos.
—¡Oh, Sam, te decidiste! ¡Te decidiste! ¿Cuándo tomaste la decisión?
Estaba tan emocionado por su resolución como por su propio nombramiento. Casi saltaba de alegría como un chiquillo.
—No lo sé —contestó ella, riendo entre sus brazos—. Creo que lo he decidido ahora mismo, en el despacho de Harvey…, o anoche en el avión…, o ayer por la mañana mientras conversaba con Josh… No sé cuándo ocurrió, Charlie. Pero el caso es que lo hice.
—¿Cuándo partes?
—Cuando tú te hagas cargo del nuevo puesto. El primero de enero.
—¡Dios mío, Sam! ¿Lo dijo en serio? ¿Yo, director creativo? ¡Pero si sólo tengo treinta y siete años!
—Eso no tiene importancia; aparentas cincuenta —le tranquilizó ella.
—¡Cielos, gracias!
Aún estaba radiante cuando descolgó el teléfono para llamar a su esposa.