Crane, Harper & Laub ganaron otro Clio ese año por otro anuncio de Sam, y hacia el fin de la temporada la joven había conseguido para la firma dos importantes empresas. Las ominosas premoniciones de su madre no se habían cumplido. Al contrario, Samantha trabajaba más que nunca, cuidaba de su apartamento con toda facilidad, se relacionaba con unos pocos amigos y de cuando en cuando, los sábados por la tarde, se citaba con un jovencito de siete años, Alex, para ir al cine. En general, Samantha estaba contenta con la vida que llevaba…, contenta de haber sobrevivido. Harvey aún era el director creativo y seguía con sus amenazas de retirarse, si bien Sam nunca dio crédito a sus palabras hasta que el primero de noviembre la llamó a su despacho y le señaló distraídamente la butaca.
—Siéntate, Sam.
—Gracias, Harvey, ya estoy sentada —repuso ella, sonriendo muy divertida ante el momentáneo sonrojo de su jefe, que en seguida se echó a reír.
—No me hagas poner nervioso, caramba, Sam, que tengo algo que decirte…, no, que preguntarte…
—¿Quieres proponerme matrimonio después de tantos años?
Aquel era un chiste habitual entre ellos, pues él hacia treinta y dos años que estaba felizmente casado.
—No, demonios, hoy no estoy para bromas, Sam —le replicó él, mirándola casi con fiereza—. Voy a hacerlo. Voy a retirarme el primero de año.
—¿Cuándo los has decidido, Harvey? ¿Esta mañana? —dijo ella sin dejar de sonreír.
Ya no tomaba en serio aquellos anuncios, y por su parte se sentía feliz con su trabajo, sin mayores cambios.
—¿Por qué no te tranquilizas y te vas de vacaciones con Maggie esta Navidad a algún lugar cálido, como el Caribe, y luego regresas totalmente renovado, te arremangas y reanudas el trabajo?
—Porque no quiero hacer eso. —De pronto, parecía un niño brabucón—. ¿Sabes una cosa, Sam? Tengo cincuenta y nueve años, y de repente me he preguntado qué demonios es lo que estoy haciendo. ¿A quién le importan un rábano los anuncios comerciales? ¿Quién se acordará de nada de lo que hacemos el próximo año? Y estoy desperdiciando los últimos años que me quedan con Maggie, sentado en este escritorio, rompiéndome el alma trabajando. Quiero irme a casa, Sam, antes de que sea demasiado tarde. Antes de que pierda el tren, antes de que Maggie enferme, o de que enferme yo, o de que muera alguno de los dos. Jamás pensé en ello antes, pero el próximo martes cumpliré los sesenta años y me dije: que le den morcilla a todo. Voy a retirarme ya, y no podrás convencerme de lo contrario porque yo no lo permitiré. De modo que te he llamado para preguntarte si quieres el puesto, Sam, pues de ser así el puesto es tuyo. De hecho, te lo pregunto sólo por pura formalidad, porque, tanto si lo quieres como si no, el puesto es tuyo.
Ella permaneció un instante callada, con cara de asombro, sin saber qué decir.
—Harvey, eso es todo un discurso.
—Todas y cada una de mis palabras las he dicho completamente en serio.
—Bueno, por curioso que parezca, considero que tienes toda la razón del mundo.
—Entonces, Sam, ¿quieres ser directora creativa?
Era una pregunta directa que reclamaba una respuesta directa, y Sam le miraba con una sonrisa dubitativa.
—Lo divertido del caso es que no lo sé. Me gusta trabajar contigo, Harvey, y me acostumbré a pensar que ser director creativo era como llegar al pie del arco iris. Pero lo cierto es que, en los últimos años, mi vida ha sufrido grandes cambios, al igual que mi escala de valores, y ahora no estoy segura de desear todo lo que el cargo acarrea: las noches de insomnio, las jaquecas, las úlceras…, sobre todo ahora. El otro aspecto que me preocupa es que el director creativo debe viajar, y ahora ya no me siento a gusto cuando lo hago. No me siento segura, y por eso no he ido a visitar a mi amiga en California. No sé, Harvey, quizá ya no soy la persona idónea para ese puesto. ¿Qué me dices de Charlie?
—Él es el jefe de arte, Sam. Ya sabes que no es habitual que el director artístico ocupe el lugar del director creativo. Son cargos separados.
—Tal vez. Pero Charlie es capaz y lo haría bien.
—También tú. ¿No quieres pensarlo un poco?
—Claro que lo pensaré. Hablas en serio esta vez, ¿no? ¿Cuándo deseas que te dé la respuesta?
—En un par de semanas.
Ella asintió con la cabeza y siguieron charlando durante un rato. Cuando Samantha salió del despacho estaba resuelta a darle a Harvey una respuesta al cabo de las dos semanas. Pero diez días después, la vida le jugó una mala pasada, y se sintió como si el cielo se hubiera abatido sobre ella. En verdad, esa sensación la había experimentado más de una vez en el curso de los dos últimos años.
Saliendo de su despacho, con la carta que acababa de recibir del abogado de Caroline en la mano, Samantha enfiló el pasillo en la silla de ruedas en dirección a la oficina de Charlie y, al llegar ante la puerta, se detuvo con una expresión de estupefacción en el rostro.
—¿Ocurre algo malo?
Charlie dejó lo que estaba haciendo y salió prestamente a su encuentro. La pregunta era estúpida, pues Sam estaba blanca como el papel. Ella asintió con la cabeza y entró en la estancia, sosteniendo la carta en la mano. Charlie la tomó y, después de leerla, se quedó mirando a la joven con la misma expresión de estupor que tenía ella.
—¿Lo sabías?
Ella, que estaba llorando en silencio, denegó con la cabeza y luego respondió:
—Ni siquiera pensé nunca en ello…, pero supongo que no existe ninguna otra persona. —Y entonces, de pronto, le tendió los brazos a Charlie y este le cogió las manos—. ¡Oh, Charlie, se fue para siempre! ¿Qué voy a hacer ahora?
—Tranquilízate, Sam, tranquilízate.
Sin embargo, Charlie estaba tan estupefacto como ella. Caroline Lord había fallecido la semana anterior. Por un instante. Samantha se sintió herida por el hecho de que nadie la hubiese telefoneado… ¿Dónde estaba Josh? ¿Por qué no se lo habían hecho saber?
De acuerdo con el testamento de Caroline, el rancho pasaba a ser propiedad de Samantha. Ella había expirado mientras dormía, sin experimentar dolor alguno, apaciblemente. Y Charlie tuvo la sospecha, que Sam también compartió, de que Caroline había deseado la muerte. No había querido seguir viviendo sin tener a Bill King con ella.
Samantha hizo girar lentamente el sillón de ruedas y lo dirigió hacia el ventanal.
—¿Por qué tuvo que dejarme el rancho a mí, Charlie? ¿Qué demonios voy a hacer yo con él? Ahora no puedo hacer nada allí.
Su voz se apagó como si por su mente pasaran todos los momentos felices que había vivido en él, y las lágrimas fluyeron más abundantes de sus ojos.
—¿Qué quieres decir con eso de que no puedes hacer nada allí?
—Porque por mucho que simule ser una persona normal, con mi trabajo y mis amigos, y viviendo sola y desplazándome en taxis sin ayuda, la realidad es que, como dice mi querida madre, soy una inválida. ¿Qué diablos podría hacer yo con un rancho? ¿Contemplar cómo montan a caballo? Un rancho es un lugar para gente sana, Charlie.
—Tú eres una persona tan sana como la que más. El caballo tiene cuatro patas, Sam… Tú no necesitas para nada las piernas. Que camine él. Tiene mucho más estilo que una silla de ruedas.
—Eso no es gracioso.
Samantha pareció ofenderse por sus palabras, hizo girar la silla en redondo y abandonó el despacho.
Pero a los cinco minutos, Charlie se presentó en su despacho, dispuesto a discutir el asunto, por mucho que a ella le doliera y por mucho que gritase.
—¡Déjame en paz, maldita sea! Acaba de fallecer una de las amigas que más he querido, y tú vienes aquí a importunarme y a decirme que debería ir al rancho y montar a caballo… ¡Déjame en paz!
Le habló a gritos, pero Charlie no se inmutó.
—No, no pienso dejarte en paz. Porque creo que la verdad es que, aunque es muy penoso que haya fallecido, te dejó un legado para toda tu vida, no por lo que pueda valer, sino porque es un sueño hecho realidad, Sam. Te he estado observando desde que volviste de allí, y has demostrado ser tan competente como siempre, pero lo cierto es que, a mi juicio, todo esto ya no te importa un comino. No creo que quieras seguir estando aquí. Pienso que después de haberte enamorado de aquel vaquero y de trabajar en el rancho, lo único que te interesa es esa vida, Sam. Tú no quieres quedarte aquí. Y ahora que tu amiga te lo da servido en bandeja, tú te empeñas en querer jugar a la inválida. Pues bien, ¿sabes lo que eres? Una cobarde, y no estoy dispuesto a consentir que representes ese papel.
—¿Y cómo crees que vas a lograr que deje de «jugar a la inválida», como tú dices?
—Metiéndote un poco de sensatez en la sesera, si es que a mí aún me queda un poco. Llevándote allí y restregándotelo todo por la cara, para que recuerdes lo mucho que amabas todo aquello. Personalmente, creo que estás loca y para mí todo lo que hay al oeste de Poughkeepsie es como el África oriental, pero en cambio tú estás chiflada por todo ello. Diablos, el año pasado, durante la filmación, los ojos se te ponían resplandecientes como bombillas cada vez que veías un caballo o una vaca, o charlabas con un capataz. A mí me enloquecía, y tú estabas encantada, ¿y ahora pretendes renunciar a todo eso? ¿No sería mejor que trataras de hacer algo con ello? ¿Hacer que un sueño se vuelva realidad? ¿Cuántas veces le has hablado al pequeño Alex de esas clases de equitación sobre las cuales leíste un artículo en una oportunidad? La última vez que vino a buscarte para ir a almorzar, me dijo que tú le habías asegurado que un día podría montar a caballo, y que quizá le llevarías tú misma… ¿Por qué no transformar el rancho en un lugar para gente como tú y Alex, por qué no hacer algo de eso?
Sam miraba a su amigo con asombro mientras las lágrimas dejaban de correr por las mejillas.
—Pero yo no podría hacer una cosa semejante, Charlie… ¿Cómo haría para comenzar, cómo podría hacerlo? No tengo la menor noción acerca de todo eso.
—Podrías aprender. Conoces a los caballos. Tienes una cierta experiencia en andar en una silla de ruedas. Habría mucha gente que te ayudaría a dirigir el rancho; todo lo que tú tendrías que hacer sería coordinar el trabajo, como cuando hay que filmar uno de esos anuncios monstruos, y ¡demonios, en eso eres una campeona!
—Charlie, tú estás loco.
—Tal vez —repuso él, mirándola con una sonrisa en los labios—. Pero, sinceramente, Sam, ¿no disfrutarías haciéndote un poco la loca también?
—Quizá —contestó, sinceramente. Aún le contemplaba con una expresión de asombro—. ¿Qué debo hacer ahora?
—¿Por qué no haces un viajecito y das una ojeada a todo aquello de nuevo, Sam? ¡Diablos, eres la dueña!
—¿Ahora?
—En cuanto tengas un poco de tiempo.
—¿Sola?
—Si lo deseas…
—No sé…
Volvió la cabeza y se quedó con la vista perdida en el espacio, pensando en el rancho y en tía Caro. Resultaría doloroso volver a verlo sin la presencia de ella, esta vez. La visita se poblaría de recuerdos de personas que ella había amado y que ya no estarían allí.
—No quiero ir sola, Charlie. Creo que no lo soportaría.
—Entonces que te acompañe alguien —repuso él, con toda naturalidad.
—¿A quién sugerirías? —le preguntó ella, mirándole con escepticismo—. ¿A mi madre?
—¡Dios nos libre! Rayos, no sé, Sam, llévate a Mellie.
—¿Y los niños?
—Entonces, llévanos a todos. O no «nos lleves»; iremos por nuestra cuenta. A los niños les encantará, y a nosotros también, y cuando estemos allí te daremos nuestra opinión.
—¿Lo dices en serio, Charlie?
—Completamente. Creo que esta será la decisión más importante de toda tu vida, y detestaría que lo echaras todo a perder.
—Yo también. —Le miró con gravedad y entonces se le ocurrió algo—. ¿Qué me dices del Día de Acción de Gracias?
—¿Qué quieres que te diga?
—Es dentro de tres semanas. ¿Y si fuéramos para esa fecha?
Él lo pensó un instante y luego le sonrió.
—Trato hecho. Telefonearé a Mellie.
—¿Crees que ella querrá ir?
—¡Cielos, claro! Y si no —hizo una mueca—, iré yo solo.
Pero Mellie no opuso objeción alguna cuando Charlie la telefoneó, y tampoco lo hicieron los niños cuando se lo dijeron, y luego no se lo comentaron a nadie más. Hicieron la reserva de pasajes secretamente para una estancia de cuatro días. Samantha ni siquiera se lo comunicó a Harvey. Temía inquietarle, y aún no le había dado la respuesta con respecto al puesto.