Capítulo 3

Con un sol radiante para darle la bienvenida, la aeronave aterrizó en Los Ángeles. Samantha estiró las largas piernas mientras miraba por la ventanilla una vez más. Con un suspiro observó cómo los demás pasajeros comenzaban a desembarcar y, lanzando otro suspiro, se desabrochó el cinturón, cogió el bolso de mano y se puso en fila.

Momentos después, Samantha se encontraba plantada en el aeropuerto de Los Ángeles, mirando a su alrededor con aire de estar desorientada, sin saber adónde ir ni quién iría a buscarla, si es que se habían acordado de ello. Caroline le había dicho que probablemente iría a esperarla Bill King, el capataz, y que si él estaba ocupado lo haría alguno de los peones del rancho. «Búscales. Es imposible que te confundas en ese aeropuerto». Cuando miraba en torno buscando el cartel que indicara el sitio donde debía retirar el equipaje, sintió que una mano se posaba en su brazo. Se volvió sobresaltada, y entonces le vio: era el vaquero alto, de anchos hombros, con indumentaria de cuero, que ella recordó instantáneamente de cuando le había conocido hacía diez años. Se alzaba como un gigante junto a ella, con sus ojos tan azules como el cielo, su rostro marcado como un paisaje y su sonrisa tan amplia como ella la recordaba; una afectuosa calidez emanaba de toda su persona cuando se tocó el ala del sombrero, y luego la abrazó estrechándola fuertemente. Bill King era capataz del Rancho Lord desde que Caroline lo comprara unos treinta años atrás. Tenía sesenta y tantos años y era hombre de escasa instrucción, pero poseía una vasta experiencia, un acendrado sentido común y una cordialidad aún más acendrada. Samantha se había sentido atraída por él en cuanto le vio, y ella y Barbara le consideraban como un individuo muy ducho, que en todo momento se ponía de su parte y las defendía contra viento y marea. Había acompañado a Caroline al entierro de Barbara y se había mantenido retirado de la familia mientras un río de lágrimas se deslizaba por sus mejillas. Pero ahora no había lágrimas en su cara, sino sólo sonrisas para Samantha, al tiempo que su manaza le oprimía el hombro con más fuerza y profería una exclamación de alegría.

—¡Demonios, cómo me alegra verte, Sam! ¿Cuántos años han pasado? ¿Cinco, seis?

—Más bien ocho o nueve.

Samantha le sonreía a su vez, igualmente encantada de verle y súbitamente contenta de haber hecho el viaje hasta allí. Aquel hombre alto y curtido por la intemperie la contemplaba con una expresión que le infundía la impresión de haber llegado a su hogar.

—¿Lista?

Le ofreció el brazo, y ella se prendió de él con una sonrisa y un gesto de asentimiento, y ambos partieron en busca del equipaje, que ya giraba perezosamente en la cinta transportadora cuando ellos llegaron abajo.

—¿Eso es todo? —inquirió él con ojos interrogadores al tiempo que cogía la enorme maleta de cuero negro con la franja roja y verde de Gucci.

—Eso es todo, Bill.

—Entonces quiere decir que no piensas quedarte mucho tiempo —comentó él, frunciendo el ceño—. Recuerdo la última vez que viniste con tu marido. Por lo menos trajisteis siete maletas entre los dos.

Samantha rio al recordarlo, John había llevado suficientes trajes como para pasarse un mes en Saint-Moritz.

—La mayoría eran de mi esposo. Habíamos pasado unos días en Palm Springs.

Él asintió con la cabeza, sin decir nada, y luego abrió la marcha en dirección al aparcamiento. Era hombre de pocas palabras y profundas convicciones. Samantha se había percatado de ello durante sus anteriores visitas al rancho. Cinco minutos después habían llegado a la ranchera roja y acomodado el equipaje en la caja, y cuando salieron lentamente del aparcamiento del Aeropuerto Internacional de Los Angeles, Sam experimentó la sensación de estar a punto de ser puesta en libertad. Por fin, tendría la oportunidad de estar al aire libre, de aislarse, de pasear, de ver árboles y montañas y ganado, y de redescubrir una forma de vida que casi había olvidado ya. Mientras pensaba en ello, una lenta y prolongada sonrisa le iluminó la cara.

—Tienes buen aspecto, Sam.

Bill le había echado una mirada cuando salían del aeropuerto, y ahora puso la cuarta en cuanto llegaron a la carretera.

—No tanto como eso. Ha pasado mucho tiempo.

Su voz se estremeció al recordar la última vez que había visto a Bill y a Caroline Lord. Le pareció que había transcurrido un siglo cuando sintió la mano del capataz en su brazo, y al mirar a su alrededor se dio cuenta de que el paisaje había cambiado radicalmente. Ya no quedaban ni vestigios de la fealdad estética de los suburbios de Los Angeles; de hecho, ya no se veían casas por ninguna parte, sino hectáreas y más hectáreas de tierra, las alambradas que delimitaban las vastas extensiones de las propiedades más grandes y las desiertas reservas de tierras fiscales. Era aquella una hermosa región, y Samantha bajó el vidrio de la ventanilla y olfateó el aire.

—Dios mío, hasta huele de manera distinta, ¿no?

—Claro que sí. —Bill esbozó una cálida sonrisa y condujo un rato en silencio—. Caroline se muere de ganas de verte, Sam. Se ha sentido muy sola desde la muerte de Barb. Siempre habla mucho de ti. Yo no he dejado de preguntarme si volverías alguna vez. Después de la última, pensé que realmente no volverías más.

Habían abandonado el rancho antes de lo previsto, y John no hizo nada para disimular que se había aburrido soberanamente.

—Más tarde o más temprano, habría vuelto. Cada vez que viajaba a Los Angeles por razones profesionales, me hacía el propósito de pasar por aquí, pero nunca tuve tiempo.

—¿Y ahora? ¿Has renunciado a tu empleo, Sam?

Bill tenía sólo una vaga idea de que su trabajo estaba relacionado con los anuncios televisivos, pero no comprendía muy bien en qué consistía, ni tampoco le importaba. Caroline le había dicho que era un buen empleo, y que Samantha se sentía feliz con él, y eso era para él lo que contaba. En cambio, sabía lo que hacía su esposo, por supuesto. Todos los habitantes del país conocían a John Taylor, tanto de cara como de nombre. A Bill King jamás le había gustado, pero, por las barbas de Satanás, sabía quién era.

—No, Billy, no he renunciado. Estoy con licencia.

—¿Por enfermedad? —preguntó con una sombra de preocupación en el semblante.

Sam vaciló sólo un instante antes de responder.

—No exactamente. Digamos que para hacer una cura de reposo. —Por un momento pensó dejarlo así, pero luego decidió contárselo todo—. John y yo nos separamos. Ya hace bastante tiempo, en realidad. Al menos eso es lo que parece. Hace tres o cuatro meses. —Ciento dos días, para ser exactos. Ella los había contado todos y cada uno de ellos—. Imagino que en la oficina supusieron que me convenía tomar un descanso.

Al decirlo, le pareció que aquellas palabras encerraban un sentido amenazador, y se sintió invadida por una repentina oleada de temor, como le había ocurrido por la mañana al hablar con Harvey. Pero cuando miró a Bill King, vio que el capataz asentía con la cabeza, como si a él la medida le pareciera la cosa más razonable del mundo.

—A mí me parece bien, pequeña. —Su voz poseía una entonación sosegadora—. Resulta muy difícil seguir adelante cuando se está apenado. —Calló unos instantes y luego prosiguió—: Eso lo descubrí hace años, cuando falleció mi mujer. Pensé que podría seguir desempeñando mi tarea en el rancho donde trabajaba en aquel entonces. Pero al cabo de unas semanas, el dueño me dijo: «Bill, muchacho, te voy a dar la paga de un mes para que te vayas a casa de tus familiares y vuelvas cuando se te haya terminado el dinero». Has de saber, Sam, que me puse hecho una fiera cuando me lo dijo, pensando que insinuaba que yo no servía para el trabajo; pero el hombre tenía razón. Me fui a casa de mi hermana, en Phoenix, donde permanecí unas seis semanas, y cuando regresé volvía a ser el de siempre. No se puede pretender que un hombre, o una mujer, esté en actividad permanente. A veces hay que darle un descanso para que pueda entregarse a sus penas.

Bill no le contó que, veinticinco años después, cuando ya trabajaba en el Rancho Lord, se había tomado un respiro de tres meses, al morir su hijo en los primeros tiempos de la guerra del Vietnam. Durante tres meses estuvo sumido en tal estado de depresión que apenas lograba articular palabra. Fue Caroline quien le cuidó, quien le escuchó, quien se preocupó por él y quien, finalmente, le encontró en un bar de Tucson y le llevó a casa a rastras. Tenía trabajo en el rancho, le había dicho ella, y ya era hora de dejarse de tonterías. Le gritó desaforadamente como un sargento instructor y le agobió con tanto trabajo que él llegó a pensar que en cualquier momento se caería muerto. Caroline le gritó, le increpó, discutió con él y le atormentó tanto que un día llegaron a las manos en un prado del sector sur. Ambos habían descabalgado, ella le descargó un puñetazo, él reaccionó y la dejó sentada en el suelo, y entonces, súbitamente, Caroline se echó a reír, y siguió riendo hasta saltársele las lágrimas, y él se contagió de su risa, se arrodilló junto a ella para ayudarla a levantarse, y fue entonces cuando la besó por primera vez.

En agosto se habían cumplido dieciocho años de ello, y él jamás había amado a otra mujer como la amaba a ella. Caroline era la única mujer que le quitaba el sueño, la única a quien deseaba, la única con quien reía, trabajaba y soñaba, y era la única a la que respetaba más que a cualquier hombre. Pero es que Caroline Lord no era una mujer común. Caroline Lord era una mujer muy especial, una supermujer. Era aguda y divertida, atractiva, amable, compasiva e inteligente. Y él jamás había logrado comprender por qué se había liado con un peón de su rancho. Sin embargo, ella lo resolvió en el primer momento, y nunca se arrepintió de la decisión. Durante casi veinte años ella había sido secretamente su mujer. Y, si él se lo hubiera permitido, ella ya haría años que habría anunciado públicamente su relación. Pero Bill consideraba que la posición de ella como dueña del Rancho Lord era sagrada, y aunque aquí y allá se sospechaba lo que estaba sucediendo, nadie tenía la absoluta certeza de que fueran amantes, y lo único que podían asegurar era que les unía una sincera amistad. Ni siquiera Samantha pudo estar nunca segura de que existiese algo más entre ellos, si bien ella y Barbara habían concebido sus sospechas y a menudo proferían secretas risitas, pero jamás pudieron averiguarlo a ciencia cierta.

—¿Cómo está Caroline, Bill?

Le observó con una cálida sonrisa y vio aparecer un resplandor especial en sus ojos.

—Recia como siempre. Ella es la más fuerte de todos los que viven en el rancho.

Y la más vieja. Caroline era tres años mayor que él. A los veinte había sido una de las mujeres más deslumbrantes y elegantes de Hollywood, casada con uno de los más importantes directores de la época. Las fiestas que habían celebrado figuraban entre las primitivas leyendas del medio, y la mansión que habían hecho construir en las colinas de Hollywood aún constituía un centro de atracción turística. Había cambiado de dueño varias veces, pero todavía seguía siendo un edificio notable, un monumento a una era pasada con el que difícilmente podrían compararse las construcciones de los últimos años. Pero a los treinta y dos años, Caroline Lord se quedó viuda y, después de este infausto hecho, para ella la vida en Hollywood jamás volvió a ser la misma de antes. Permaneció allí dos años más, pero fueron años de dolor y soledad, y luego, repentinamente, desapareció sin dar explicación alguna. Pasó un año en Europa, y luego seis meses más en Nueva York. Le llevó otro año más resolver lo que realmente deseaba hacer, pero un día que llevaba horas viajando en su Lincoln Continental, de pronto supo dónde anhelaba estar: en el campo, al aire libre, en contacto con la naturaleza, lejos del champaña y de las fiestas y de la ostentación. Todo ello había dejado de tener sentido para ella desde la muerte de su esposo. Todo ello había terminado ya para ella. Estaba dispuesta a emprender una nueva vida, una nueva aventura, y aquella primavera, después de echar un vistazo a todas las propiedades de un valor razonable en un radio de trescientos kilómetros desde Los Ángeles, compró el rancho.

Pagó una fortuna por él, contrató a un asesor y los mejores vaqueros disponibles. Les ofreció un espléndido sueldo a todos, les hizo construir viviendas cómodas y acogedoras, y les brindó una suerte de cordialidad y de bienestar que pocos hombres podían rechazar. Y a cambio, ella pedía sanos consejos y enseñanzas útiles, pues aspiraba a poder dirigir el rancho algún día, y esperaba que todos trabajaran tanto como lo haría ella misma. Bill King la conoció en el curso del primer año de estar en el rancho, ocupó el puesto vacante y le enseñó todo lo que él sabía. Bill era uno de esos capataces por los que cualquier hacendado sería capaz de dar la vida, y fue a parar al Rancho Lord de una manera puramente accidental. Y más aún lo fue el hecho de que él y Caroline Lord se convirtieran en amantes. Todo lo que Samantha sabía acerca de la historia de Bill en el rancho era que había estado en él desde los primeros tiempos y contribuido a convertirlo en un éxito financiero.

Samantha sabía que mientras se encontrara allí, también debería realizar ciertas faenas. Nadie iba a la hacienda sólo a holgazanear. Ello hubiera resultado indecoroso, teniendo en cuenta cómo se esforzaba todo el mundo en llevar a cabo las tareas habituales del rancho.

Cuando Sam telefoneó a Caroline, esta le había dicho que en aquel momento les estaban faltando dos hombres y que ella sería bienvenida porque podría echarles una mano. Para Samantha serían unas vacaciones muy agitadas, de eso ella estaba segura. Suponía que se encargaría principalmente de hacer pequeñas faenas en los establos, cuidar algunos caballos y tal vez ayudar en la limpieza de las cuadras. Sabía cuán improbable era que tuviese la oportunidad de hacer algo más que eso. Y no porque ella no fuese capaz. Samantha había demostrado fehacientemente su habilidad en la silla de montar. A los cinco años ya sabía cabalgar, a los siete participaba en competiciones de equitación, a los doce se presentó en el Madison Square Garden, y muy pronto se hizo acreedora a tres cintas azules y una roja; a partir de ese momento, tomó parte en concursos de saltos, y durante un par de años soñó con participar en los Juegos Olímpicos, puesto que se había pasado la mayor parte de su vida montada en su propio caballo. Pero en cuanto ingresó en el college, ya no le quedó mucho tiempo para pensar en caballos. El sueño de los Juegos Olímpicos se desvaneció y en los años que siguieron casi nunca disponía de un instante para la equitación. Sólo las veces que visitó el rancho en compañía de Barbara, o en alguna que otra oportunidad en que conoció a gente que poseía caballos, tuvo la suerte de poder sentarse en una silla de montar. Pero estaba segura de que, como «chica de ciudad», los vaqueros de la hacienda no verían con muy buenos ojos que trabajara con ellos, a menos que Caroline interfiriera en su favor.

—¿Has montado mucho últimamente? —le preguntó Bill, como si le hubiese leído los pensamientos, inclinándose hacia ella con una sonrisa.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Sabes que no creo haber montado un caballo desde hace dos años?

—Entonces, mañana a esta hora, no sabrás cómo sentarte.

—Es probable. —Intercambiaron una ligera sonrisa—. Pero seguramente será una agradable sensación.

Rodillas fatigadas y tobillos doloridos… ¡Cuán distinto del cansancio espiritual que soportaba desde hacía varias semanas!

—Tenemos algunos nuevos palominos, un flamante caballo pinto y toda una tropilla de Morgans, que Caroline compró este año. Y luego —casi gruñó al decirlo—, tiene ese condenado caballo loco. No me preguntes por qué lo compró, como no sea por esa estupidez de que se parece a un caballo que aparecía en una película que dirigió su esposo. —Miró a Sam con aire reprobador—. Se compró un pura sangre. Es un animal estupendo, claro. Pero en un rancho no hace ninguna falta un caballo como ese. Parece un caballo de carreras… y corre como si lo fuera. Se va a romper la crisma con ese animal. De eso no hay ninguna duda. Yo mismo se lo he dicho.

Sus ojos tenían una expresión airada, y Samantha sonrió. Se imaginaba a la elegante Caroline en su pura sangre, cabalgando a través de las llanuras como si fuese una jovencita. Sería maravilloso volver a verla, estar allí de nuevo, y súbitamente sintió que la invadía una oleada de profundo agradecimiento.

Al trasponer el portón de entrada del rancho, Samantha exhaló un suspiro de alivio…, de dolor…, de un sinfín de sentimientos. El camino se extendía un par de kilómetros más después de dejar atrás el cartel que decía Rancho Lord, con una hermosa L labrada que usaban como marca. Samantha se sentía como una niña ansiosa cuando contuvo el aliento, esperando ver aparecer súbitamente la casa, pero transcurrieron aún diez minutos más antes de doblar la última curva de la carretera particular, y entonces, de repente, allí estaba. Parecía el edificio de una antigua plantación: una monumental casona blanca, con postigos de color azul oscuro, una chimenea de ladrillos, un porche en la parte anterior, al que se llegaba por una amplia escalinata, bordeada por canteros de flores, que en verano se convertían en una delirante combinación de colores, y, detrás de todo ello, se alzaba un verdadero muro de gigantescos y magníficos árboles.

—Y bien, jovencita, ¿qué le parece? —La furgoneta se había detenido, y como siempre solía hacer, Bill miraba en torno con evidente orgullo—. ¿Lo encuentras cambiado?

—No.

Samantha sonrió mientras miraba a su alrededor en la oscuridad. Pero la luna estaba alta y la casa bien iluminada; había luces prendidas en las cabañas de los peones y en el caserón principal donde comían y jugaban a cartas; había una potente luz en los establos, y era fácil darse cuenta de que pocas cosas habían cambiado.

—Se han introducido algunos adelantos técnicos, pero ahora no puedes apreciarlos.

—Lo celebro. Temí que estuviese todo cambiado.

—Nada de eso.

Hizo sonar el claxon dos veces; se abrió la puerta de la casa y apareció en el umbral una mujer alta, esbelta y de blancos cabellos, que le sonrió primero a Bill y luego instantáneamente a Samantha. Sufrió una momentánea vacilación mientras examinaba a la joven con la mirada, y luego bajo ágilmente los escalones, extendió los brazos y estrechó fuertemente a Samantha.

—Bienvenida a tu casa, Samantha, bienvenida a tu casa.

Y súbitamente, al tiempo que percibía la fragancia a rosas del perfume de Caroline Lord y notaba el roce de sus fuertes cabellos blancos en la mejilla, Samantha sintió que las lágrimas acudían a sus ojos y que la embargaba la sensación de haber vuelto al hogar. Acto seguido, las dos mujeres se separaron, y Caroline dio un paso atrás y la contempló con una sonrisa en los labios.

—¡Santo Dios, qué bonita eres, Sam! Te encuentro mucho más bonita que la última vez.

—Estás loca. ¡Y loado sea Dios, mírate tú!

La anciana era alta y delgada y se mantenía tan erguida como siempre, tenía los ojos brillantes y toda su persona daba la impresión de chispeante vitalidad. Se conservaba tan bonita como la última vez que Sam la había visto cuando tenía cincuenta y tantos años, y ahora a los sesenta y seis aún parecía más bella, y a pesar de los tejanos y la camisa de algodón de corte muy varonil que llevaba, no podía negarse que tenía estilo. Llevaba un pañuelo azul eléctrico atado al cuello, un viejo cinturón indio y unas botas de vaquero de color verde jade. Samantha fijó casualmente la vista en ellas cuando subía la escalinata tras los pasos de Caroline y soltó una exclamación de sorpresa.

—¡Oh, cielos, son estupendas, Caroline!

—¿No es cierto? —Caroline había captado en seguida a qué se refería con su exclamación y se contempló las botas con una sonrisa aniñada—. Me las hice confeccionar especialmente. Es categóricamente una extravagancia a mi edad, pero ¡qué demonios!, puede ser mi última oportunidad.

A Samantha le chocó que hiciera aquella observación y le sorprendió que pensara de aquella manera. Samantha guardó silencio mientras entraba en la casa, y Bill las seguía cargado con el equipaje.

—¿Necesitas algo más de leña, Caroline?

Bill bajó la vista hacia ella desde su imponente estatura, luciendo su melena blanca como la nieve al haberse quitado el Stetson de alas anchas, que sostenía en la mano. Caroline le sonrió, meneando la cabeza, y su rostro pareció tornarse aún más fresco, al reflejarse en sus ojos la luz que encendía los del capataz.

—No, gracias, Bill. Tengo suficiente para el resto de la noche.

—Bien. Entonces, si las señoras lo permiten, las veré por la mañana.

Le ofreció una cálida sonrisa a Sam, saludó respetuosamente a Caroline con una inclinación de cabeza, y a grandes zancadas cruzó rápidamente la sala de estar y se retiró. Oyeron cerrarse silenciosamente la puerta a sus espaldas, y al igual que en infinidad de ocasiones Samantha y Barbara habían llegado a la conclusión de que no existía una íntima relación entre Caroline y Bill, también ahora ella se dijo una vez más, para sus adentros, que si se saludaban con tanto respeto era porque no les unía vínculo sentimental alguno.

Pero antes de que Samantha pudiese ir más lejos en sus elucubraciones, Caroline depositó una bandeja en una mesita cerca del fuego, vertió chocolate caliente en una taza, destapó un plato de emparedados y con un gesto de la mano le indicó a Samantha que se sentara.

—Vamos, Sam, siéntate y ponte cómoda. —Y luego, mientras Samantha hacía lo que ella le había dicho, su amiga le sonrió de nuevo—. Bienvenida a casa.

Por segunda vez en aquella velada a Samantha se le llenaron los ojos de lágrimas y tendió la mano a Caroline. Se quedaron con las manos unidas unos instantes, y Samantha le estrechó fuertemente los delgados dedos.

—Gracias por dejarme venir.

—No digas eso. —Caroline soltó la mano de la joven y le alcanzó la taza de chocolate—. Me alegro de que me telefonearas. Siempre te he querido… —Titubeó unos segundos, con la mirada fija en el fuego y luego volvió a mirar a Sam—. Tanto como quería a Barb. —Y luego con un profundo suspiro, agregó—: Perderla a ella fue como perder a una hija. —Samantha movió la cabeza, y entonces Caroline le sonrió—. Celebro no haberte perdido a ti también. Me encantaban tus cartas, pero todos estos años estuve preguntándome si volvería a verte alguna vez.

—Quise venir antes, pero… estuve muy ocupada.

—¿Quieres hablarme de todo eso o estás demasiado cansada?

—No estoy demasiado cansada… Sólo que no sé por dónde empezar.

—Entonces empieza por tomar el chocolate caliente. Luego sigue con los emparedados. Y después, habla.

Las dos mujeres intercambiaron otra sonrisa, y entonces Samantha no pudo resistir la tentación de tenderle las manos, y Caroline le dio un afectuoso abrazo.

—¿Sabes el gozo que me da tenerte otra vez aquí?

—Sólo la mitad de lo que siento yo por haber venido. —Le dio un buen mordisco a un emparedado y luego se recostó en el respaldo del sofá con una amplia sonrisa—. Bill dice que tienes un flamante pura sangre. ¿Es hermoso?

—¡Oh, Sam, vaya si lo es! —Y se echó a reír de nuevo—. Mucho más que mis botas nuevas. —Se las contempló muy divertida y en seguida volvió a mirar a Sam con ojos chispeantes—. Es un semental tan fogoso que apenas si puedo montarlo. Bill piensa que me mataré cabalgando en él, pero cuando lo vi no pude resistir el deseo de comprarlo. Casi es un pecado montarlo por placer, pero no puedo evitarlo. Tengo que hacerlo. Me importa un rábano la artritis o que los demás me tomen por loca. Es el único caballo que he tenido en toda mi vida que desearía montar hasta caerme muerta.

—¿Cómo se llama?

Caroline soltó una sonora carcajada, se puso de pie y se acercó al fuego para calentarse las manos.

—Black Beauty, por supuesto.

—¿Alguien te ha dicho últimamente cuán hermosa eres, tía Caro?

Así era como Barbara solía llamarla, y esta vez brotaron lágrimas de los ojos de Caroline.

—Bendita seas, Sam. Sigues tan ciega como siempre.

—¡Un cuerno!

Sam hizo una mueca y se comió el resto del emparedado antes de tomar un sorbo de chocolate que Caroline le había servido.

—Y bien. —La cara de la joven se ensombreció paulatinamente—. Supongo que deseas saber lo que ocurrió con John. No creo que haya mucho más que contar que lo que te dije la otra noche por teléfono. Tuvo un amorío, la dejó embarazada, me abandonó, se casaron y ahora aguardan el nacimiento de su primer hijo.

—No podrías haberlo expuesto más brevemente. —Después de una pausa, inquirió—: ¿Le odias?

—A veces. —La voz de Samantha se redujo a un murmullo—. La mayor parte del tiempo sólo le echo de menos y me pregunto si estará bien. Me pregunto si ella sabrá que es alérgico a los calcetines de lana. Pienso si le comprará la marca de café que a él le gusta, si estará enfermo o sano, si será feliz o desgraciado, si se acordará de llevarse la medicina para el asma cuando sale de viaje…, si… si lo lamenta… —Enmudeció y entonces volvió la cabeza hacia Caroline, que aún seguía de pie junto al fuego—. Eso parece un disparate, ¿no? Quiero decir que ese hombre me abandonó, me engañó, se burló de mí y ahora ni siquiera me telefonea para saber cómo estoy, y yo aún me preocupo porque su esposa podría cometer el error de comprarle calcetines de lana. ¿No es eso absurdo? —Se echó a reír pero un sollozo le ahogó la risa—. ¿No lo es?

Y entonces cerró los ojos con fuerza, al tiempo que comenzaba a sacudir la cabeza, conservando los ojos firmemente apretados, como si con ello pudiese dejar de ver las imágenes que durante tanto tiempo la habían estado atormentando.

—¡Santo cielo, Caro, fue todo tan desagradable y se hizo tan público! —Abrió los ojos—. ¿No lo leíste en los periódicos?

—Sí, una vez, pero sólo era uno de esos chismes vagos que daba a entender que os habíais separado. Tuve la esperanza de que fuese mentira, una publicidad estúpida para acrecentar su atractivo. Sé cómo son esas cosas, cómo las lanzan sin tener fundamento alguno.

—Esta vez lo tenía. ¿No les viste juntos en el noticiario?

—Nunca lo veo.

—Yo tampoco lo veía. —Samantha adoptó una expresión apesarada—. Pero ahora sí.

—Deberías poner fin a eso.

Samantha asintió en silencio.

—Sí, eso haré. Hay muchas cosas a las que debo poner fin. Creo que por eso vine aquí.

—¿Y tu trabajo?

—No lo sé. De alguna manera he logrado descuidarlo durante la crisis. Al menos eso debo suponer a juzgar por lo que me dijeron cuando me fui. Pero a decir verdad, no sé cómo lo hice. Actuaba como una zombie durante todo el tiempo que pasaba en la oficina. —Hundió el rostro entre las manos con un sordo suspiro—. Quizá sea preferible que me haya ido.

Al cabo de un instante, sintió la mano de Caroline en el hombro.

—Yo también lo creo así, Sam. Tal vez aquí tendrás tiempo de recapacitar y para que se te cicatricen las heridas. Has sufrido un trauma tremendo. Lo sé, porque yo también pasé por ello cuando falleció Arthur. Me pareció que no lograría sobreponerme. Pensé que me moriría yo también. No fue exactamente lo mismo que te sucedió a ti, pero de alguna manera la muerte es una suerte de rechazo. —Frunció ligeramente el ceño al decir las últimas palabras, pero en seguida fue borrado por una franca sonrisa—. Pero tu vida no ha terminado, ¿sabes, Samantha? En ciertos aspectos, quizá sólo acaba de empezar. ¿Cuántos años tienes ahora?

—Treinta —gruñó Samantha, con un tono como si hubiese dicho que tenía ochenta.

Caroline rio, y el sonido delicado y argentino de su risa llenó la bonita estancia.

—¿Esperabas impresionarme?

—Sólo que te compadecieras de mí —repuso Samantha con una mueca.

—A mi edad, querida, eso es pedir demasiado. A lo sumo, podría sentir envidia, tal vez. —Se quedó contemplando soñadoramente el fuego—. ¡Qué no daría yo por tener tus años!

—¡Qué no daría yo por tener tu aspecto, a pesar de los años!

—Lisonjas, lisonjas… —Pero era evidente que se sentía halagada, y se volvió hacia Samantha con una expresión interrogadora en la mirada—. ¿Saliste con algún otro hombre después de lo sucedido? —Samantha se apresuró a sacudir la cabeza—. ¿Por qué no?

—Por dos muy buenas razones. Ningún hombre decente me lo ha pedido, y yo tampoco lo he querido. En el fondo de mi corazón, aún sigo casada con John Taylor. Si saliera con otro hombre, me parecería estar haciéndole víctima de un engaño. Aún no estoy preparada para eso. ¿Y sabes una cosa? —Miró a su amiga con expresión sombría—. No creo que pueda llegar a estarlo nunca. Simplemente no lo deseo. Es como si una parte de mi ser hubiese muerto cuando él salió por aquella puerta. Ya no me importa. Me importa un bledo que nadie vuelva a amarme. No me siento digna de ser amada. No quiero ser amada… si no es por él.

—Bueno, será mejor que hagas algo al respecto, Samantha. —Caroline la observaba reprobadoramente—. Tienes que ser realista; no puedes andar por ahí como un muerto andante. Tienes que vivir. Eso es lo que me dijeron a mí, ¿sabes? Pero lleva tiempo, lo sé. ¿Cuántos meses han pasado ya?

—Tres y medio.

—Tómate otros seis. —Sonrió dulcemente—. Y si para entonces no estás locamente enamorada, tomaremos medidas radicales.

—¿Qué clase de medidas? ¿Hacerme una lobotomía?

Samantha tenía una expresión grave mientras tomaba otro sorbo de chocolate.

—Pensaremos algo, pero no creo que llegue a ser necesario.

—Afortunadamente, para entonces ya estaré de vuelta en la avenida Madison, matándome a mí misma con quince horas de trabajo diario.

—¿Eso es lo que tú quieres hacer? —le preguntó Caroline, mirándola con tristeza.

—No lo sé. Supongo que sí. Pero ahora que lo recuerdo, pienso que quizá quería competir con John. Con todo, tengo la posibilidad de llegar a ser directora creativa de la agencia, y ello entrañaría una enorme satisfacción personal.

—¿De veras te gusta tu trabajo?

Samantha asintió, sonriendo.

—Me encanta. —Y entonces ladeó la cabeza y su sonrisa se tornó más bien tímida—. Pero ha habido veces que he gozado más con esta clase de vida. Caro… —Vaciló, pero sólo un instante—… ¿podré montar a Black Beauty mañana?

Súbitamente, pareció transformarse en una niñita. Pero Caroline meneó ligeramente la cabeza.

—Aún no, Sam. Debes foguearte un poco con alguno de los otros. ¿Cuánto tiempo hace que no te acercas a un caballo?

—Unos dos años.

—Entonces no sería sensato comenzar con Black Beauty.

—¿Por qué no?

—Porque darías en el suelo antes de trasponer la verja. Es un animal difícil de dominar, Sam. —Y luego con voz más afable, añadió—: Incluso para ti, según sospecho.

Años atrás, Caroline había podido comprobar que Sam era una excelente amazona, pero sabía por experiencia que Black Beauty era un caballo fuera de lo común. Aún a ella le había hecho pasar un mal rato, y tanto el capataz como los demás hombres del rancho le tenían terror.

—Tiempo al tiempo. Y te prometo que te dejaré montarlo cuando vuelvas a estar segura de ti misma. —Ambas sabían que eso no le exigiría mucho tiempo. Había pasado demasiadas horas con caballos como para que su enmohecimiento durara mucho tiempo—. ¿Sabes una cosa? Deseaba con toda el alma que te sintieras dispuesta a cabalgar en serio. Bill y yo nos hemos pasado las tres últimas semanas devanándonos los sesos con los papeles del rancho. A fin de año son muchos los cabos que quedan sueltos. Y, como te dije, por si esto fuera poco nos faltan dos hombres. Nos vendría bien que nos echaras una mano. Si quieres, podrías salir con los hombres.

—¿Hablas en serio? —Samantha se quedó estupefacta—. ¿De veras me dejarías hacer eso?

Sus enormes ojos azules brillaban a la luz del fuego y sus cabellos dorados parecían encenderse bajo su resplandor.

—Por supuesto. De hecho, te lo agradecería mucho. —Y con una dulce sonrisa, agregó—: Tú eres tan competente como ellos. O lo serás dentro de un par o tres de días. ¿Crees que sobrevivirás si te pasas un día entero sentada en la silla?

—¡Pues claro, demonios!

Samantha sonrió, y Caroline se le acercó con una expresión de afecto en los ojos.

—Entonces, a la cama, jovencita. Tienes que levantarte a las cuatro de la madrugada. En verdad, estaba tan segura de que me dirías que sí, que le dije a Tate Jordan que te esperara. Bill y yo tenemos que ir a la ciudad. Bienvenida a casa, querida.

—Gracias, tía Caro.