Alex fue dado de alta del hospital en abril. Volvió a casa con sus padres, y luego a la escuela de nuevo. Le escribía a Sam una carta por semana, contándole que se sentía otra vez como los otros chicos, y que todos los domingos iba a ver un partido especial de béisbol con su padre, y con un grupo de niños en sillas de ruedas. Alex le dictaba las cartas a su madre, y Sam las guardaba todas archivadas en una carpeta. Ella también le enviaba cartas y goma de mascar y fotografías de caballos y toda chuchería que encontraba en la tienda de regalos que suponía podía ser de su agrado. Su relación con el niño en cierto modo le daba fuerzas para seguir adelante. Pero la hora de la prueba para Sam llegó cuando, a fin de mes, el médico la puso en la disyuntiva de marcharse a casa.
—Bien, ¿qué le parece? ¿Cree que ya está preparada?
Ella, presa del pánico sólo de pensarlo, sacudió la cabeza.
—Aún no.
—¿Por qué no?
—No lo sé… No creo poder arreglármelas sola… No estoy… Mis brazos no son lo suficientemente fuertes…
De repente, se le ocurrían miles de excusas, pero el médico ya sabía que eso era normal. La joven se sentía segura y protegida en su capullo, y ya no quería salir de allí. El doctor Nolan sabía que, cuando llegara el momento, tendría que presionarla ligeramente, y ella, por su parte, se resistiría hasta el último momento.
En efecto, se había instalado en una cómoda rutina que ella misma se había creado. Tres horas de ejercicios de rehabilitación por la mañana y tres horas de trabajo para la oficina por la tarde. Los anuncios, que la habían hecho acreedora de siete nuevos galardones, entre los cuales figuraba el muy codiciado Clio, hacía tiempo que habían salido al aire, y ahora ella agregaba a la campaña nuevos conceptos. Henry Johns-Adams y su amigo, con Charlie, se disponían a partir hacia el oeste para filmar dos anuncios más.
Una noche, Sam telefoneó a Caroline para tratar una vez más de conseguir su permiso para utilizar el rancho —pensando que así Caroline se distraería un poco y no pensaría tanto en Bill—, pero se encontró con una novedad que le causó una tremenda conmoción. Caroline levantó el aparato y, al oír la voz de Sam, se desmoronó y comenzó a llorar en forma desgarradora, con sollozos que parecían proceder de lo más profundo de su alma.
—¡Oh, Sam…, Dios mío…, ya no está…, ya no está!
Samantha se quedó sin saber qué decir —¿qué podía decirle?—, por lo que se limitó a seguir en contacto y a tratar de levantarle el ánimo. Ahora, al cabo de unos meses, Caroline se sentía completamente perdida sin él, y a Sam se le partía el corazón al ver que estaba tan acongojada, tan desanimada y con el alma hecha pedazos, al haberse quedado sin el hombre al que había amado durante tantos años. Le tocó ahora a Sam confortarla para que siguiera adelante, para que no desfalleciera y lograra sobreponerse.
—Pero ya no me queda nadie, Sam. No tengo ninguna razón que me impulse a seguir viviendo. Toda mi familia falleció…, y ahora Bill…
—Aún te queda la hacienda y me tienes a mí, y hay muchas personas que te quieren.
—No sé, Sam —repuso con voz fatigada—. Me siento como si se me hubiese terminado la vida. Ni siquiera tengo deseos de salir a cabalgar con los vaqueros. He dejado todo en manos del nuevo capataz. Nada tiene sentido sin Bill, y… —Samantha percibió los sollozos entrecortados— todo ello me pone muy triste.
Caroline le había hecho enterrar en el rancho, donde se había celebrado un servicio religioso. Él se había mantenido en sus trece hasta el final. Había muerto como capataz del rancho Lord, y no como esposo de Caroline, aunque eso ya no tenía ninguna importancia.
Por supuesto, no tenía noticia alguna de Tate Jordan. Sam ni siquiera se lo preguntó. Sabía que, de haber tenido alguna noticia, Caro se lo habría dicho. De cualquier manera, ahora no tenía ningún sentido tratar de encontrarle. Ya no tenía nada que ofrecerle y, por lo tanto, tampoco consentiría que se quedara junto a ella. Ahora sería Sam la que huiría de él. Pero ello no sería necesario. Ya hacía más de un año que Tate Jordan se había marchado.
Fue en primavera cuando por fin la arrojaron del nido, a despecho de las protestas de su madre. El médico la dio de alta del hospital el primero de mayo, un espléndido y cálido día de sol, y fue a ver su nuevo apartamento por primera vez. Tuvo que depender de Charlie y Mellie una vez más, recurrir a una empresa de mudanzas y embalar todas sus pertenencias. Como en el antiguo apartamento había escaleras, sabía que allí no tendría manera de valerse totalmente por sí misma, y tuvo la suerte de encontrar un apartamento que se acababa de desocupar en el mismo edificio donde vivían Melinda y Charlie. Estaba en la planta baja y tenía un pequeño jardín muy soleado y de fácil acceso, y había portero, por lo que sería perfecto para ella. Era exactamente lo que el médico le había recomendado, y Samantha les había pedido a los de la mudanza que colocaran los muebles de acuerdo con el diagrama que ella misma había dibujado y que dejaran las cajas de embalaje para que ella pudiese vaciarlas. Ahí se enfrentaría con su primer desafío desde que saliera del hospital, y en verdad se trataba de un desafío tremendo.
Sudó y resopló mientras se enfrentaba con las cajas de embalaje, y una vez se cayó de la silla de ruedas al intentar colgar un cuadro. Pero se levantó, lo colgó, vació los cajones, se hizo la cama, se lavó el pelo e hizo todas las cosas que le habían enseñado a hacer. El lunes por la mañana se sentía tan victoriosa que, cuando se presentó en la oficina con su falda negra y un suéter también negro con cuello de cisne, las elegantes botas negras de gamuza y un lazo rojo en el pelo, parecía más joven y saludable que en ningún otro momento de aquel terrible año. Cuando su madre telefoneó al mediodía para lamentarse del triste sino de su hija, ella se encontraba en una animada reunión. Al término de la misma, fue a almorzar al Lutéce con Charlie y Harvey para celebrar su retorno, y al finalizar la semana ya se había entrevistado con su primer cliente, al cual había tratado con habilidad y gracia. Lo que la intrigaba era constatar que los hombres aún la miraban como si la encontrasen atractiva, y a pesar de que la aterraba pensar que aquellas miradas podían estar preñadas de compasión, ello no paliaba el placer de saber que, si bien ya no era una mujer fisiológicamente completa, aún existía su feminidad… La cuestión de salir con hombres se había negado a tratarla con el psiquiatra del hospital. Consideraba que aquello era una puerta cerrada, y por el momento dejaron el tema de lado y se centraron en lo demás. Había progresado tanto en otros aspectos que el médico suponía que, tarde o temprano, también superaría aquel escollo. Después de todo, sólo tenía treinta y un años y era increíblemente bonita. Resultaba improbable que una mujer como Sam Taylor tuviese que pasar el resto de su vida sola, a pesar de lo que ella dijese ahora.
—Bien —dijo Harvey luciendo una de sus raras sonrisas y levantando la copa de champaña—, propongo un brindis por Samantha. Que vivas cien años más, sin faltar un solo día a tu trabajo en Crane, Harper & Laub. Gracias.
Hizo una reverencia, y los tres se echaron a reír. Luego Sam brindó por ellos. Al terminar de almorzar estaban todos achispados, y Sam comenzó a hacer chistes malos acerca de que no sería capaz de conducir la silla de ruedas. En el camino de vuelta a la oficina, casi atropelló a dos peatones, y entonces Charlie se hizo cargo de la conducción de la silla de ruedas, no tardando en chocar contra un policía, que trastabilló y casi cayó de rodillas al suelo.
—¡Charlie, por el amor de Dios! ¡Vigila lo que haces!
—Estaba… Yo creo que está borracho. ¡Qué vergüenza, un agente de servicio borracho como una cuba!
Los tres se reían como niños, y tuvieron dificultades para adoptar el aire grave de personas sobrias cuando llegaron a la oficina; terminaron por renunciar a ello y se retiraron temprano. Había sido un gran día.
Ese sábado, Sam llevó a Alex a almorzar fuera, y los dos pasearon muy campantes tomando el sol en sus sillas de ruedas. Comieron perros calientes con patatas fritas, y luego fueron al cine. Se colocaron uno al lado del otro en el pasillo del Radio City, y Alex disfrutó de la película, que siguió con los ojos muy abiertos. Cuando le acompañó a casa, al fin del día, Samantha experimentó una punzada en el corazón al dejarle con su madre, y entonces buscó refugio en casa de Mellie, donde se puso a jugar con la niña. De pronto, Sam hizo rodar lentamente la silla de ruedas a través de la sala, y entonces la pequeña Sam se puso de pie y, de puntillas y con los brazos extendidos, siguió a la «gran Sam» —como la llamaban en presencia de la niña—, quien no pudo contener una exclamación de sorpresa. Y luego, cuando la pequeña cayó sentada sobre la alfombra, Sam llamó a Mellie, que llegó justo a tiempo de ver cómo la niña repetía la hazaña, a pesar de tener sólo diez meses.
—¡Ya camina! —gritó Mellie, sin dirigirse a nadie en particular—. ¡Ya camina…, Charlie! ¡Sam camina!
Charlie apareció en el vano de la puerta con expresión de estupor, pues no había entendido que se trataba de la niña. Sam le miró admirada con lágrimas corriendo por sus mejillas y acto seguido, esbozando una sonrisa, tendió los brazos a la alegre muñequita.
—¡Oh, sí, ya camina!