Capítulo 28

—¿Cómo van las cosas, nena?

Charlie se sacudió la nieve del cuello, se quitó el abrigo y lo arrojó sobre una silla. Hasta en su barba y en su pelo había nieve.

—¿Y? —insistió, expectante, pero ella se encogió de hombros.

—¿Qué esperas? ¿Encontrarme sentada en una silla, vestida con un tutú de color rosa y que te haga un arabesco cuando llegues?

—Vaya, hoy sí que estamos de buen humor, ¿eh?

—¡Qué te den morcilla!

Él consultó el reloj con expresión meditativa.

—Me encantaría, pero no tengo tiempo. A las dos debo encontrarme con un cliente.

—Muy gracioso.

—Lamento no poder decir lo mismo de ti.

—Bueno, ya dejé de ser graciosa. Así es la vida. Tengo treinta y un años y soy una tullida atada a una silla de ruedas. Eso ni es gracioso, ni divertido, ni elegante.

Hacía tres meses y medio que le recibía en aquel estado. Desde que el idiota de su padrastro le había dado la novedad. Ahora ya no llevaba el yeso, sino unos tensores ortopédicos, y se movía de un lado a otro en una silla de ruedas. Pero ahora le tocaba la parte difícil, los arduos meses de terapia física.

—No tiene por qué ser tan terrible como todo eso, Sam. No tienes que ser forzosamente una «inválida desvalida», como dice tu madre.

—¿No? ¿Por qué no? ¿Vas a hacer un milagro y devolverle la energía a mis piernas? —dijo, golpeándoselas como si fuesen de goma.

—No, no puedo hacer eso, Sam —repuso él, con voz tranquila pero firme—. Sin embargo, conservas la energía en tu mente, en tus brazos y en tus manos… y en tu lengua —agregó, sonriendo—. Podrías hacer muchas cosas con todo eso, si quisieras.

—¿De veras? ¿Qué cosas?

Charlie había ido preparado.

—Resulta, señorita sabihonda, que hoy le he traído un regalo de parte de Harvey.

—Otra caja de bombones y me pongo a gritar.

Parecía una chiquilla petulante, y no la Samantha que él conocía. Pero cabía esperar que terminaría por adaptarse. Los médicos así lo consideraban.

—No te manda bombones, nena, sino trabajo.

Por un instante, los ojos de Sam denotaron sorpresa.

—¿Qué quieres decir con eso de que me manda trabajo?

—Sólo eso. Ayer conversamos con tus médicos, y ellos opinan que no hay razón alguna que te impida trabajar aquí. Te he traído un dictáfono, lápices, bolígrafos, papel y tres proyectos a los que Harvey desea que les eches un vistazo…

Charlie se disponía a proseguir cuando Sam hizo girar la silla de ruedas en redondo y casi lanzó un respingo.

—¿Por qué demonios debería hacerlo?

—Porque has estado aquí sentada sobre tus posaderas sin hacer nada durante demasiado tiempo. Porque tienes una mente lúcida, porque pudiste haber muerto y no fue así, Sam, y por lo tanto no puedes despreciar lo que te ha quedado.

Charlie le hablaba con enojo, y Sam bajó el tono cuando replicó:

—¿Por qué debería hacer algo por Harvey?

—¿Por qué debería él hacer algo por ti? ¿Por qué tuvo que darte cinco meses de vacaciones por el hecho de que te abandonó tu esposo, y luego no reparar en gastos para traerte a Nueva York cuando sufriste el accidente? Debo recordarte que, si no hubiese sido por Harvey, aún estarías pudriéndote en Denver… Y finalmente, ¿por qué tendría que darte un permiso ilimitado por enfermedad y esperar que te reintegres al trabajo?

—¡Porque soy una excelente profesional, por eso!

—¡Zorra! —Era la primera vez en muchos meses que se había enfadado con ella y eso la llenaba de satisfacción—. ¡Harvey necesita tu ayuda, demonios! Está hasta la coronilla de trabajo, y yo también. ¿Vas a calzarte las botas de nuevo y a dejar de compadecerte a ti misma o no?

Samantha guardó silencio durante un largo rato, vuelta de espaldas a él y con la cabeza gacha.

—Aún no lo he decidido —respondió en voz muy baja, y Charlie sonrió.

—Te adoro, Sam.

Y entonces ella se volvió lentamente de cara a él, y Charlie pudo ver que había lágrimas corriendo por sus mejillas.

—¿Qué demonios voy a hacer, Charlie? ¿Dónde voy a vivir? ¿Y cómo? Oh, cielos, mucho me temo que terminaré por irme a vivir con mi madre a Atlanta. Me telefonea todos los días para decirme lo muy desvalida que me encuentro ahora, y eso es lo que no puedo sacarme de la cabeza…, que soy…

—No lo eres. No tienes nada de desvalida. Quizá debas introducir algunos cambios en tu vida, pero nada tan radical como irte a vivir a Atlanta. Diablos, te volvería loca allí. —Ella asintió con la cabeza, y Charlie le tomó la barbilla entre sus dedos—. Mellie y yo no dejaremos que eso suceda y, en último extremo, te vendrás a vivir con nosotros.

—Pero yo no quiero ser una desvalida, Charlie. Quiero cuidar de mí misma.

—Entonces hazlo. ¿No es eso lo que te enseñan aquí?

Ella asintió pausadamente con la cabeza.

—Sí. Pero va muy lento, tardará una eternidad.

—¿Cuánto tiempo es una eternidad? ¿Seis meses? ¿Un año?

—Más o menos.

—¿Y no vale la pena, con el fin de no tener que ir a Atlanta?

—Sí. —Se enjugó las lágrimas con la manga del coquetón salto de cama—. Con tal de no ir allí, sería capaz de resistir este suplicio cinco años más.

—Entonces dedícate a ello, aprende lo que debes aprender y luego reincorpórate al mundo y cumple con tu cometido, Sam. Y mientras tanto… —agregó sonriendo y consultando el reloj—, hazme el favor y léete esos proyectos y memorándums. Hazlo por Harvey.

—Ahórrate el «hazlo por Harvey». Ambos sois una porquería. Ya sé lo que os proponéis, vosotros dos, pero lo intentaré. Dile que le quiero.

—Él también te quiere. Vendré a verte mañana.

—Dile que no se olvide de traerme más libros de Mickey Spillane.

Ella y Harvey eran adictos lectores de novelas policiacas, y Harvey le enviaba docenas de ellas para que se distrajera.

—¡Vaya par de chiflados! —exclamó Charlie, mientras bregaba por ponerse el pesado abrigo, levantaba el cuello del mismo y la saludaba con la mano desde la puerta.

—Adiós, Papá Noel. Dale un beso a Mellie.

—Como ordene la señora.

Charlie saludó y se fue. Samantha estuvo largo tiempo revisando los proyectos. Ya casi era Navidad otra vez, y se había pasado la mañana pensando en Tate. Sólo un año atrás, ella se encontraba en el rancho Lord, y Tate hacía de Papá Noel para los chicos. Había sido entonces cuando comenzó a conocerle realmente, cuando todo había empezado. Fue el día de Navidad cuando él la llevó a la oculta cabaña. Al pensar en él, revivía todos los momentos que habían pasado juntos y volvía a experimentar el dolor que le causaba el no saber dónde se encontraba.

Aquella misma mañana había hablado con Caroline. Bill había sufrido un ligero ataque después del Día de Acción de Gracias, y en los últimos meses su estado no había hecho más que agravarse. Mientras la ponía al tanto de los tristes sucesos, Sam no quiso importunar a Caro con preguntas acerca de Tate Jordan, pero finalmente no pudo evitar hacerlo, y como en otras ocasiones su amiga no tenía noticia alguna. Caroline, por su parte, estaba muy deprimida por el estado de salud de Bill. Acababa de contratar a un nuevo capataz, un joven casado y con tres hijos, y al parecer estaba haciendo un buen trabajo. Como siempre le dio ánimos a Sam para que siguiera adelante sin desfallecer. La terapia física a que Sam estaba sometida le exigía los esfuerzos más intensos que jamás había tenido que hacer en su vida, y se preguntaba si ello tendría algún objeto, si valía la pena; fortalecía los brazos para poder trasladarse de la cama a la silla de ruedas y viceversa, de la silla de ruedas al inodoro y viceversa, en una palabra, todo lo necesario para poder vivir sola. Si ella prestaba su cooperación, le aseguraban que la capacitarían para poder deambular con total independencia. Al principio, se había resistido, rehusando la ayuda que le brindaban —en el fondo de su ser sentía que ya nada importaba realmente—, pero ahora, de pronto, le pareció importante hacer el esfuerzo. Charlie tenía razón. Había logrado sobrevivir; eso era un motivo más que suficiente para hacer el esfuerzo.

El día de Navidad constituyó una fiesta difícil para ella. Apareció Harvey Maxwell, y Charlie y Mellie fueron a verla con los niños. La enfermera les hizo pasar a todos, y Sam pudo sostener en sus brazos a la niña, que ya tenía casi cinco meses y estaba más hermosa que nunca. Cuando todos se hubieron ido, se sintió desesperadamente sola. Al caer la tarde, le pareció que no podría soportarlo, y llevada por la desesperación abandonó la habitación en la silla de ruedas y enfiló el pasillo. Cuando llegó al final del mismo, se topó con un niño en una silla de ruedas como la suya, que contemplaba tristemente la nieve por la ventana.

—Hola. Yo soy Sam —le dijo, compadeciéndose de él.

El niño se volvió. No debía de tener más de seis años, y sus ojos aparecían anegados en lágrimas.

—Ya no puedo jugar más en la nieve.

—Yo tampoco. ¿Cómo te llamas?

—Alex.

—¿Qué regalos has tenido por Navidad?

—Un sombrero de vaquero y una cartuchera. Pero tampoco puedo montar a caballo.

Ella movió la cabeza en señal de asentimiento, mas de repente se quedó pensativa.

—¿Por qué no?

El niño la miró como si creyera que era una estúpida.

—Porque estoy en esta silla de ruedas, tonta. Me atropelló un coche cuando iba en bicicleta, y ahora tengo que estar en esta silla para siempre. —Entonces la observó con curiosidad—. ¿Y a ti qué te pasó?

—Me caí de un caballo en Colorado.

—¿De veras?

El niño la miró con interés, y Sam sonrió.

—De veras. ¿Y sabes una cosa? Apostaría a que aún puedo volver a montar, y apostaría a que tú también puedes hacerlo. Una vez leí un artículo en una revista con ilustraciones donde aparecían personas como nosotros montando a caballo. Creo que usaban sillas especiales, pero el caso es que montaban.

—¿Tenían caballos especiales?

El niño parecía encantado por la idea, y Sam sonrió, meneando la cabeza.

—No lo creo. Sólo caballos mansos.

—¿Fue un caballo manso el que te tiró al suelo? —le preguntó el pequeño, echando una mirada a las piernas de Samantha y luego a sus ojos.

—No, no era un caballo manso. Pero yo cometí la torpeza de montarlo. Era un animal muy malo, y yo hice muchas cosas estúpidas mientras cabalgaba en él.

—¿Qué cosas?

—Galopar por todos lados y correr muchos riesgos.

Era la primera vez que se mostraba tan sincera consigo misma. También era la primera vez que hablaba del accidente, y se sorprendió al ver que no le resultaba demasiado doloroso.

—¿Te gustan los caballos, Alex?

—Claro. Una vez fui a ver un rodeo.

—¿Ah, sí? Yo trabajé en un rancho.

—No, eso no es cierto —dijo Alex con aire de fastidio—. Las mujeres no trabajan en los ranchos.

—Sí que trabajan. Yo lo hice.

—¿Te gustaba? —inquirió, aunque no muy convencido.

—Me encantaba.

—¿Entonces por qué lo dejaste?

—Porque volví a Nueva York.

—¿Y eso por qué?

—Porque echaba de menos a mis amigos.

—¡Oh! ¿Tienes hijos?

—No —contestó ella, sintiendo una especie de punzada en el alma y pensando con añoranza en la pequeña Samantha—. ¿Y tú tienes hijos, Alex?

—Claro que no —rio el niño—. Eres tonta. ¿Te llamas realmente Sam?

—Sí. Bueno, en realidad mi nombre es Samantha. Mis amigos me llaman Sam.

—El mío es Alexander. Pero sólo mamá me llama así.

—¿Vamos a dar un paseo?

Samantha se sentía inquieta y el niño sería tan buena compañía como cualquier otra persona.

—¿Ahora?

—Claro. ¿Por qué no? ¿Esperas visitas acaso?

—No. —Una expresión de tristeza le ensombreció momentáneamente el rostro—. Mis padres acaban de irse ahora mismo. Les estaba observando desde la ventana.

—Bien, entonces ¿por qué no damos una vuelta por ahí?

Le sonrió maliciosamente, le dio un empujón para que se pusiera en marcha y le dijo a la enfermera de guardia que se iba con Alex a dar una vuelta. Todas las enfermeras del piso les saludaron con la mano cuando se dirigían al ascensor para descender a la planta baja donde se encontraba la tienda de regalos. Sam le compró a su nuevo amiguito un pirulí y dos barras de caramelo, y seleccionó unas revistas para sí misma. Luego resolvieron comprar también goma de mascar y volvieron al piso haciendo globos y jugando a las adivinanzas.

—¿Quieres conocer mi cuarto?

—Claro.

Alex tenía un arbolito de Navidad decorado con figuritas de Snoopy, y las paredes estaban cubiertas de tarjetas que le habían enviado sus compañeros de la escuela.

—Voy a volver, pues el médico dice que no es necesario que vaya a una escuela especial. Si hago los ejercicios de la terapia, seré casi como cualquier otro chico.

—Eso es lo que dice mi médico también.

—¿Tú vas a la escuela? —preguntó el niño, intrigado, y ella se echó a reír.

—No, yo trabajo.

—¿Qué es lo que haces?

—Trabajo en una agencia de publicidad y hacemos anuncios televisivos.

—¿Te refieres a esos que ofrecen toda esa basura para los niños? Mi mamá dice que las personas que escriben los guiones para esas cosas son unos irresperonsa…, ruspensorables, o algo por el estilo.

—Irresponsables. En realidad, yo escribo guiones para vender basura a los mayores, como automóviles, pianos, lápices de labios o alguno de esos productos para que huelas bien.

—¡Uf!

—Sí, bueno…, tal vez algún día vuelva a trabajar en un rancho.

El niño asintió aprobador, pues aquello le parecía más razonable.

—¿Estás casada, Sam?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque nadie me quiere, supongo —dijo bromeando, pero Alex hizo un gesto de asentimiento con cara seria—. ¿Y tú estás casado, Alex?

—No —repuso él, sonriendo—. Pero tengo dos novias.

—¿Dos…?

Y la conversación se prolongó durante horas y horas. Esa noche cenaron juntos, y Sam fue a darle el beso de las buenas noches y a contarle un cuento, y cuando regresó a su habitación sonrió beatíficamente y se puso a trabajar con entusiasmo.