—Mama, estoy bien… No seas tonta…, no hay razón alguna por la que debas venir aquí… Oh, por el amor de Dios, sí, claro que estoy enyesada, pero estoy bien. No, no quiero que me lleven a Atlanta. Hace tres semanas que me trajeron de Denver, y con eso ya tuve bastante…, porque esta es mi ciudad, madre. En Atlanta no conozco a nadie. Sí, por supuesto, os tengo a ti y a George… ¡Mamá…, basta, por favor…! No tengo nada contra él…
Puso los ojos en blanco al ver entrar a Melinda en la habitación y puso una cara horrible ante el receptor, musitando:
—Mi madre.
Melinda sonrió.
—De veras, mamá, el médico es un encanto, me gusta…, y sé que es competente porque él me lo dijo y su mamá lo ama. ¡Vamos, mamá! Déjame en paz. Estoy bien. Ya te llamaré. Tú también puedes llamarme. Cuando pueda, iré a Atlanta… No sé cuándo podré irme a casa…, pero ya te lo diré. Te lo prometo… No, mamá, ahora tengo que irme…, la enfermera me está esperando… No, no puedes hablar con ella… Adiós, mamá. —Colgó lanzando un suspiro y exclamó—: ¡Hola, Mellie! Santo Dios, ¿qué pecado he cometido para tener que soportar a mi madre?
—Sólo está preocupada por ti, Sam.
—Lo sé. Pero me saca de mis casillas. Quiere venir a verme con George, que quiere consultar con el médico y poner todo el hospital patas arriba. Dime cómo un otorrinolaringólogo de Georgia puede contribuir a curarme la columna fracturada. —Mellie sonrió al pensarlo—. ¿Cómo te trata la vida?
—Muy bien. ¿Cómo te encuentras?
—Aburrida. Quiero irme a casa.
—¿Qué dicen los médicos?
—Que debo tener paciencia. ¿Cómo está mi tocaya?
Se le iluminó el rostro al hablar de la pequeña Samantha.
—Estupendamente —contestó Mellie, sonriendo a su vez—. Hace más cosas a los dos meses que los niños a los cuatro.
—Es por el nombre —le aseguró Sam con una sonrisa—. Procura que no ande por ahí jugando con los caballos. —Mellie no contestó, y Sam lanzó un suspiro—. Quisiera saber cuánto tiempo me tendrán aquí postrada.
Pero Mellie sospechó que en realidad no deseaba saberlo. Charlie le había dicho que probablemente debería permanecer un año en el hospital.
Todo el mundo iba a visitarla, incluyendo a Harvey, que se sentaba nervioso en el borde de la silla y se quedaba mirando a Sam sin saber qué decir.
—No te quedes ahí tan tieso, por el amor de Dios, Harvey; no te voy a morder.
—¿Lo pondrías por escrito con tu firma?
—Con mucho gusto.
Harvey sonrió, y ella le preguntó cuándo pensaba despabilarse y deshacerse de ella.
—No puedo hacer eso, Sam. Te reservo para cuando sea anciano. Además, acabo de ver las pruebas del primer anuncio filmado durante tu gran aventura por el Oeste. Sam… —dijo, casi sin aliento a causa de la admiración—, si no hicieras nada más en toda tu vida que quedarte ahí tendida comiendo bombones, podrías sentirte orgullosa de lo que hiciste.
—¿Tan bueno es?
Por lo general, Harvey no era generoso con las alabanzas. Pero ya Charlie le había dicho por la mañana que el material era increíblemente bueno.
—Mejor. Es soberbio. Y dicen que los demás serán aún mejores. Querida, estoy estupefacto.
Ella se quedó mirándole un largo rato y al fin le sonrió.
—Para que me hables de ese modo, debo de estar agonizando.
—Nada de eso. Lo pasaremos todo a una cinta de video y te lo mostraremos aquí antes de que salga al aire. Pero me temo, señorita Samantha, que después de esto voy a retirarme y a nombrarte director creativo.
—No me vengas con amenazas, Harvey —le dijo ella, fulminándole con la mirada—. No quiero tu maldito puesto. Así que quédate en tu lugar, o no me moveré de aquí en toda mi vida.
—Dios no lo quiera.
Harvey la visitaba una o dos veces por semana; Charlie solía ir a verla a la hora del almuerzo; Henry Johns-Adams ya había estado un par de veces, en una de las cuales le llevó una caja de deliciosos bombones Godiva, y su amigo le había mandado un bonito salto de cama de Bergdorf. Sam no veía llegado el momento de que le quitaran el yeso para poder estrenarlo. Y Georgie, el perro de aguas, le había enviado una tarjeta con sus mejores deseos de que se recuperase pronto, y un libro.
Mas al cabo de una semana recibió una visita que terminó con todas las visitas. A pesar de las protestas de Sam, su madre llegó de Atlanta acompañada de su esposo e hizo cuanto pudo para poner el hospital patas arriba. Se pasó varias horas tratando de convencer a Sam de que debía demandar a la firma, pues si no la hubiesen enviado a filmar aquellos malditos anuncios, ella no habría hecho el viaje. Su insistencia enfureció tanto a Samantha que esta le pidió que se marchara, pero luego tuvo que ceder cuando su madre lloró y declaró que su hija era una sádica ingrata que estaba decidida a destrozar el corazón de su pobre madre. En definitiva, fue un encuentro agotador, que dejó a Samantha pálida y temblorosa, mas no tan trastornada como lo estuvo cuando su madre y George volvieron al día siguiente. Entraron en el cuarto de Sam con la misma expresión fúnebre del día anterior; era evidente que su madre había estado llorando, y en cuanto se sentó volvió a ponerse a sollozar desconsoladamente.
—Santo Dios, mamá, ¿qué sucede?
Sam se puso nerviosa sólo de verla, y ya estaba algo trastornada. Esa mañana había telefoneado a Caroline Lord para saber cómo se encontraba Bill, y entonces se enteró de que este había sufrido otro ataque cardíaco, esta vez más grave que el anterior. Encadenada a la cama del hospital Lenox Hill, en su armadura de yeso, ella no podía hacer nada para ayudar a Caro, y de repente se sintió inútil y aprisionada. Sin embargo, Caro aún se quedó más trastornada al enterarse del accidente que ella había sufrido. Le quitó importancia al asunto, pensando que Caro ya tenía bastante con su preocupación, pero era evidente que Charlie se lo había contado con más detalles, y Caro se puso frenética debido a la inquietud. Al igual que todas las personas que suelen tratar con caballos, Caroline conocía los riesgos que ello entrañaba, pero a pesar de todo el accidente sufrido por Samantha le había causado una profunda conmoción. Le hizo prometer a Sam que la telefonearía de nuevo. Y si no, sería ella quien la llamaría cuando Bill le diera un respiro.
Pero ahora, al enfrentarse con su madre, tía Caro dejó de ocupar sus pensamientos.
—¡Oh, Samantha…! —se lamentaba su madre, mientras George le tomaba la mano, caída, casi inerte, contra el respaldo de la silla.
—Por el amor de Dios, ¿qué pasa?
De pronto, Sam experimentó una rara desazón, que se expandió por todo su cuerpo, como si algo terrible fuera a sucederle o hubiera sucedido ya.
—¡Oh, Samantha…!
—¡Dios!
Si hubiera podido, habría gritado o quizá sólo golpeado con el pie en el suelo. Pero sus pies se limitaban a colgar como carne muerta desde que le habían envuelto el cuerpo con aquella coraza que parecía de cemento. Todas las enfermeras le decían que era normal que se sintiera así al estar enyesada, y eso la había confortado. Durante un tiempo, pensó que sus piernas estaban paralizadas.
—¿Se puede saber qué pasa, señores? —Les dijo, mirándoles con irritación y hostilidad—. No me tengáis sobre ascuas.
Por toda respuesta, su madre se echó a llorar todavía con más desconsuelo. Fue su padrastro quien dio el primer paso.
—Samantha, esta mañana hablamos largo y tendido con tu médico.
—¿Con cuál de ellos? Tengo cuatro.
Se sentía como una irritable maleducada adolescente mientras les observaba con desconfianza. Lo único que deseaba era que se largaran y la dejaran tranquila.
Sin embargo, su padrastro era un hombre preciso.
—De hecho, hablamos con dos de ellos, el doctor Wong y el doctor Josephs. Ambos se mostraron muy comunicativos y amables.
El hombre la miraba con evidente compasión, y su esposa le dirigió una mirada angustiada antes de que él siguiese hablando.
—¿Dijeron algo que provocó todo este histerismo? ¿Algo que yo deba saber?
Samantha miró a su madre con expresión intrigada y luego volvió los ojos hacia George de nuevo.
—Sí, así es. Y a pesar de lo mucho que nos duele, consideramos que es hora de que lo sepas. Los médicos han estado esperando… el momento oportuno. Pero ahora, ya que estamos nosotros aquí…
Por el modo de decirlo, parecía el comienzo de un panegírico, y Samantha sintió deseos de mirar a su alrededor para ver quién estaba en el féretro.
—Ahora que nosotros estamos aquí, consideramos que ha llegado el momento de que lo sepas.
—¿Qué es lo que tengo que saber?
—La verdad.
De súbito, ante aquellas palabras, a Sam le pareció que se disparaba una alarma en algún lugar muy cercano a su corazón. Era como si ella ya lo supiera. Como si lo hubiera sabido todo el tiempo, sin tener conciencia de ello, como si presintiera lo que iban a decirle.
—¿Oh? —fue todo lo que acertó a decir.
—Sí. El accidente… Bien, Sam, fue muy grave el daño que sufriste al caer. Tu columna vertebral se fracturó gravemente en dos sitios. Fue un verdadero milagro que no fallecieras a causa del shock y de las fracturas, y también que no sufrieras ningún daño cerebral, cosa de la que ahora están seguros.
—¡Caramba, gracias! ¡Qué suerte! ¿Y en cuanto al resto?
El corazón le latía aceleradamente, pero la emoción no se reflejaba en su cara.
—Como verás, con respecto al resto no fuiste tan afortunada, o no estarías metida en ese lamentable envoltorio de yeso. —Suspiró levemente y prosiguió—: Lo que tú no sabes, sin embargo, y nosotros consideramos que debes saber, como lo consideran los médicos, diría yo… En realidad, ya es hora de que lo sepas. Lo que no sabes, Samantha, es que… —titubeó sólo una fracción de segundo antes de descargar el golpe— ahora eres parapléjica.
Siguió un momento de silencio durante el cual Sam se quedó mirándole fijamente.
—¿Qué quiere decir eso exactamente, George?
—Que no volverás a caminar nunca más. Conservarás el pleno movimiento del torso, de los brazos, hombros, etcétera, pero el daño grave lo sufriste de la cintura hacia abajo. Eso puede verse perfectamente en las radiografías —explicó con ínfulas de profesional—. Eso es definitivo. Podrás tener cierto grado de sensación, como supongo que ya tienes ahora, pero eso es todo. No tendrás dominio muscular, o sea que no podrás usar las piernas. Tendrás que desplazarte en una silla de ruedas. —Y entonces le disparó la andanada final—: Desde luego, tu madre y yo hemos resuelto esta mañana que vendrás a vivir con nosotros.
—¡No, eso no!
Fue un chillido de pánico, y tanto su padrastro como su madre se quedaron pasmados.
—Claro que sí, querida.
Su madre le tendió una mano, y Sam se apartó de ella como un animal herido que trata de huir. Les miraba con ojos desesperados. Ellos no tenían derecho a decirle aquellas cosas. Aquello no era verdad…, no podía serlo…, nadie se lo había dicho… Sin embargo, ella sabía que era cierto aun antes de oírlo…, y que se lo había estado ocultando a sí misma casi desde el momento en que recobró el conocimiento en Denver. Aquella era una de las cosas que nadie se atreve a decir. Salvo aquellas dos personas. Ellas se habían presentado allí para decírselo, como si esa fuera su misión, y ella no quería oír nada de lo que le habían dicho.
—Yo no quiero ir, mamá —le dijo con los dientes apretados.
Mas ellos se negaban a comprenderlo.
—Pero ya no podrás cuidar de ti misma nunca más. Estarás tan desvalida como un bebé.
El cuadro que le pintaba su madre despertaba en Samantha deseos de morir.
—¡No iré! ¡No iré, maldita sea…! ¡Antes me mataré! —decía Samantha, gritando.
—Samantha, ¿cómo te atreves a decir una cosa semejante?
—Lo haré si me da la gana, ¡maldita sea! No consentiré que me condenen a esta vida de lisiada. ¡Y no quiero ser desvalida como un bebé, viviendo en Atlanta con mis padres a los treinta y un años! ¿Cómo pudo sucederme esto a mí, maldita sea…? No puede haber sucedido. No dejaré que suceda…
Su madre estaba de pie junto a George, quien, adoptando el aire más profesional de que era capaz, trataba de tranquilizar a Samantha, pero esta aún gritaba más fuerte, y su madre buscó con la mirada los ojos de su esposo y le imploró que se marcharan de allí.
—Tal vez debamos volver luego para conversar acerca de esto… —Se acercaron lentamente a la puerta—. Necesitas tiempo para reflexionar, Samantha, para adaptarte… Ya tendremos tiempo de discutirlo, pues no nos vamos hasta mañana, y los médicos no creen que puedas salir de aquí hasta mayo o junio.
—¿Qué?
Aquello fue el golpe de gracia.
—Samantha…
Su madre hizo un amago de querer acercársele, y Samantha comenzó a gritar desde la cama:
—¡Fuera de aquí, por todos los cielos…! ¡Te lo ruego, vete! Empezó a llorar desconsoladamente. Sus padres salieron de la habitación, y ella quedó sola con el eco de sus propias palabras. Media hora más tarde, una enfermera la encontró cuando trataba desesperadamente de abrirse las venas de las muñecas con el borde de un vaso de plástico.
El daño que se hizo fue subsanado con unos puntos de sutura, pero las heridas que le causaron su madre y su padrastro tardaron varios meses en cicatrizar.