Capítulo 26

Charlie contuvo la respiración cuando el avión despegó del aeropuerto de Denver el sábado por la mañana. Viajaba con ellos el cirujano ortopedista, así como un joven residente, dos enfermeras, una unidad auxiliar para la respiración artificial, y oxígeno suficiente como para que todos saltaran en pedazos, pero Samantha estaba tranquila, gracias a los sedantes, y entusiasmada por volver a Nueva York. El médico parecía satisfecho con su estado, y ya había hecho los arreglos necesarios con el hospital Lenox Hill para que enviaran una ambulancia al aeropuerto, donde esperaría su llegada. Además, tenían vía libre en toda la ruta y se comunicaban con el control de tráfico aéreo de un sector a otro. Si Sam llegase a precisar algún tipo de atención que no le pudiesen proporcionar a bordo, se les permitiría aterrizar en cualquier parte de la ruta en cuanto tuviesen noticia del hecho. Se habían tomado todas las medidas posibles, y ahora sólo restaba llegar sanos y salvos a Nueva York.

Era un soleado día de agosto, y Sam no cesaba de hablar acerca del regreso a casa. Por efecto de los sedantes estaba ligeramente aturdida, pero reía sin sentido y contaba chistes insulsos que todos celebraban, con excepción de Charlie, que tenía los nervios destrozados. De nuevo sentía el peso de la responsabilidad sobre sus espaldas, y pensaba que si algo sucedía él sería el culpable. Se arrepentía de haberles presionado, de haber insistido; debió haber dejado que permaneciera en Denver. A mitad del viaje, el médico se le acercó cuando él se encontraba mirando por una ventanilla de atrás, le tocó ligeramente el hombro y le habló en voz baja para que Sam no pudiera oírle en el caso de que despertase, pues acababa de quedarse dormida.

—Todo en orden, Peterson. Ya casi hemos llegado. Y ella se encuentra bien. Muy bien.

Él se volvió de cara al médico, sonriendo.

—Sam quizá lo resista, pero ¿y yo? Tengo la sensación de haber envejecido veinte años en las dos últimas semanas.

—También para la familia es una experiencia muy ardua. No se muestre excesivamente protector con ella, Peterson. Eso sería un tremendo error. Cuando llegue el momento, deberá sostenerse por sí misma, por así decirlo. No está casada, ¿verdad?

Charlie meneó la cabeza.

—Ya no. Y en eso precisamente estaba pensando. Será muy duro para ella.

—Lo será por un tiempo. Pero se acostumbrará. Otros lo han hecho. Podrá llevar una vida plena y satisfactoria. Podrá ayudarse a sí misma, podrá ayudar a otras personas, si lo desea, y con el tiempo podrá reanudar su trabajo. A menos que sea bailarina profesional, no la afectará para nada, salvo psicológicamente. Ahí reside el problema. Ahora bien, en el Lenox Hill no le darán el alta hasta que esté en perfectas condiciones, tanto psíquicas como físicas. Le enseñarán a cuidar de sí misma, a ser independiente. Ya lo verá. Es una joven hermosa, fuerte y con un gran espíritu, por lo que no veo razón alguna para que no se adapte perfectamente. —Al cabo de unos instantes le oprimió el hombro afectuosamente, y sonriendo agregó—: Tomó usted la decisión adecuada, en ambas ocasiones. Habría sido un crimen no operarla y dejar que se perdieran ese espíritu y esa inteligencia tan brillante. Por lo demás, su sitio está en Nueva York, rodeada de sus amigos y personas queridas.

Charlie le miró con una expresión de gratitud en los ojos.

—Gracias por sus palabras, doctor.

El médico no dijo nada más. Le dio una palmada en la espalda y fue a ver cómo seguía su paciente.

Al cabo de dos horas aterrizaban en el aeropuerto Kennedy. El traslado hasta la ambulancia se hizo sin inconvenientes y, después de acomodar el equipo, subieron los auxiliares y el vehículo partió. La luz roja centelleaba intermitentemente, pero la sirena no fue conectada mientras recorrían la autopista a toda velocidad. Media hora más tarde, llegaba al hospital Lenox Hill sin novedad.

Sam sonreía a Charlie mientras salvaba la última etapa del viaje.

—De esta manera es más rápido; nada de lidiar con el equipaje ni con los taxistas…

—Mira, —le dijo Charlie con una mueca— la próxima vez hazme el favor de lidiar con el equipaje y tomemos un taxi.

Ella sonrió, pero en cuanto llegaron al hospital ya no la dejaron tranquila. Tardaron dos horas en completar todos los requisitos de internación y dejarla instalada en su habitación.

—¿Te parece que estarás bien ahora, Sam?

Charlie la contemplaba con una fatigada sonrisa mientras ella dejaba que le aplicaran una inyección, que de inmediato surtió efecto, pues Sam comenzó a sumirse en el sueño.

—Sí, cariño…, claro… Estaré estupendamente… Dile a Mellie que la quiero mucho…, y gracias…

Cinco minutos más tarde, Charlie bajaba en el ascensor en compañía del médico, se metía en un taxi y al cabo de diez minutos se encontraba en la calle 81 Este, estrechando a su esposa fuertemente entre sus brazos.

—¡Oh, amor mío…, amor mío…!

Se sentía como si acabase de llegar de la guerra, y de repente se dio cuenta de cuán desesperadamente la había echado de menos y de cuán exhausto estaba. La tragedia de Sam y la responsabilidad que había asumido constituían una tremenda carga, y él no se había detenido a pensarlo hasta el momento en que lo único que deseaba era hacerle el amor a su esposa. Esta había tenido el buen juicio de llamar a una niñera para que cuidara a los niños, y después de dejar que estos asaltaran como correspondía a su padre, jugaran y bromearan con él, les envió fuera del dormitorio con la niñera, cerró la puerta de la habitación, le preparó el baño, le dio un masaje y se hicieron el amor, antes de que él se quedara dormido con una beatífica sonrisa en el rostro. Al cabo de un par de horas, Mellie le despertó con la cena, una botella de champaña y un pastel que ella había preparado y que decía: «Te amo. Bienvenido a casa».

—¡Oh, Mellie, te amo tanto!

—Yo también te amo.

Y luego, cuando saboreaba el pastel, Mellie le preguntó:

—¿Te parece que deberíamos telefonear a Sam?

Pero Charlie denegó con la cabeza. Ya le había brindado todo cuanto podía darle durante bastante tiempo. Ahora, por esta noche, él deseaba estar a solas con Mellie. No quería recordar el horrible accidente, el caballo gris que se le aparecía en sueños como un espectro, ni quería pensar en Sam con su armadura de yeso ni en su «asador», ni en el hecho de que no volvería a caminar jamás. Sólo quería estar con su esposa, y hacer el amor con ella, hasta quedar rendido en sus brazos, lo que le ocurrió poco después de medianoche, tras dedicarle un soñoliento bostezo y una amplia sonrisa.

—Bienvenido a casa —musitó ella, al tiempo que le daba un beso en el cuello y apagaba la luz.