Al día siguiente del accidente de Sam, el grupo se disgregó, pero después de mantener varias y largas conversaciones telefónicas con Harvey, Charlie resolvió quedarse. Ignoraba el tiempo que debería permanecer allí, y no podía dejar a Mellie sola con los cuatro niños eternamente, pero por el momento sabía que no debía moverse de allí. Samantha se hallaba sola en una ciudad extraña y estaba al borde de la muerte. Harvey se había quedado estupefacto al conocer la noticia. A Charlie no le había costado mucho convencerle para que le dejara quedar allí. Por otra parte, Harvey le había sugerido a Charlie que, por lo menos, tratara de comunicarse con la madre de Sam, en Atlanta. Después de todo, ella era el único familiar de Sam que aún vivía, y tenía derecho a saber que su única hija se hallaba en una sala de cuidados intensivos en Denver con la columna vertebral fracturada. Pero cuando Charlie la telefoneó, se enteró de que la mujer y su esposo se encontraban de vacaciones en Europa por un mes, por lo que poca cosa más podía hacer él al respecto. No había nadie más a quien llamar. Para entonces, ya había hablado con Mellie, por supuesto, que había recibido la noticia con llanto y exclamaciones de pesar. Ambos habían llorado juntos unos instantes, y luego él cortó la comunicación. Deseaba telefonear de nuevo a Harvey, porque quería que averiguase los antecedentes del cirujano que la había operado, a pesar de que ya era un poco tarde para ello. Sin embargo, se sintió aliviado cuando volvió a comunicarse con Harvey. Este había hablado con todos los especialistas en traumatología y cirugía ósea que conocía en Boston, Nueva York y Chicago, y hasta se había comunicado con un amigo que era el jefe de cirugía ortopédica del Metropolitano.
—Demos gracias al cielo por todas tus relaciones sociales, Harvey. ¿Y qué es lo que dijo?
—Cree que el tipo es de lo mejor.
Charlie soltó un largo suspiro y a los pocos minutos colgaba el teléfono. Ahora sólo le restaba volver a su compás de espera. Le permitían verla durante cinco minutos cada hora. Mas poco era lo que él podía hacer realmente. Sam aún no había recobrado el conocimiento, y tampoco lo recobró en todo aquel día.
Fue al día siguiente, alrededor de las seis de la tarde, cuando Charlie entró a verla por octava vez ese día. Él esperaba quedarse sólo unos minutos, como había hecho durante cada hora desde la mañana, para contemplarla allí quieta, con el rostro vendado, y luego, a una señal de la enfermera, cerrar la puerta y marcharse del hospital. Pero esta vez, mientras la observaba, se dio cuenta de que se había operado un cambio. El brazo había cambiado ligeramente de posición y su cara presentaba mejor color. Charlie comenzó a acariciarle los cabellos y a pronunciar quedamente su nombre. Le hablaba como si ella pudiese oírle, diciéndole que estaba a su lado, que todos la querían y que se pondría bien. Y esta vez, antes de que la enfermera le indicase que debía marcharse, Sam abrió los ojos, vio a Charlie y musitó un apagado: «¡Hola!».
—¿Qué? —exclamó Charlie, atónito, y aquella palabra sonó como un estallido en la sala repleta de instrumentos de control—. ¿Qué has dicho?
—He dicho «hola».
Apenas era un murmullo lo que salió de su boca, pero Charlie hubiera querido lanzar un grito de alegría. En lugar de eso, se agachó para que ella pudiese oírle y en voz baja musitó:
—Hola, muñeca, te estás portando muy bien.
—¿De veras…? ¿Qué… sucedió?
Su voz se fue apagando, y él no quiso responder, pero los ojos de Sam no se apartaban de los suyos.
—Te caíste de un maldito caballo.
—¿Black Beauty? —preguntó con voz vacilante y como si estuviese cayendo en la inconsciencia, pero en seguida parpadeó y abrió los ojos—. No…, ahora lo recuerdo… El semental gris… Había una charca…, un arroyo…, algo…
Algo, en efecto. Algo que había transformado toda su vida.
—Sí. De cualquier manera, no importa. Todo eso pasó.
—¿Para qué estoy aquí?
—Para que puedas recuperarte.
Aún hablaban en voz baja, y él le sonrió al tiempo que le tomaba tiernamente una mano. Jamás se había sentido tan feliz de verla como en aquel instante.
—¿Podré irme a casa? —preguntó ella con voz soñolienta, y cerró los ojos de nuevo como una niña.
—Aún no.
—¿Cuándo? ¿Mañana?
—Ya veremos.
Mañana… Habría varios cientos de mañanas, pero Charlie no sentía pena alguna. ¡Estaba tan contento al ver que había salido con vida del trance! ¡Y consciente! Eso tenía que ser una buena señal.
—Telefoneaste a mi madre, ¿verdad? —le preguntó, mirándole con desconfianza, y él sacudió la cabeza.
—Claro que no —musitó.
—Bien. Su esposo es un asno.
Charlie le sonrió, emocionado por la queda conversación, y entonces apareció la enfermera por la ventanilla y le conminó a salir.
—Ahora tengo que irme, Sam. Pero volveré mañana por la mañana. ¿De acuerdo, pequeña?
—De acuerdo.
Ella le sonrió dulcemente, cerró los ojos y volvió a sumirse en el sueño.
Cuando Charlie regresó al hotel, telefoneó a Mellie y le comentó que por fin Sam había recobrado el conocimiento.
—¿Qué significa eso?
Mellie aún parecía desesperadamente preocupada, mas él estaba exultante por la noticia.
—No lo sé, cariño. Pero en estos momentos es un buen síntoma. Pensé…, llegué a pensar que quizá la perderíamos para siempre.
Mellie movió la cabeza en forma afirmativa en el otro extremo de la línea.
—Yo también.
Charlie permaneció en Denver otras dos semanas, y entonces tanto Mellie como Harvey comenzaron a refunfuñar diciendo que ya era hora de que regresase a Nueva York. Él sabía que debía hacerlo, pues echaba terriblemente de menos a Mellie y a los chicos.
Pero detestaba tener que dejar a Sam. Con todo, comprendía que no podía quedarse en Denver otros tres meses más. No obstante, esa noche, cuando estaba haciendo un esfuerzo con el fin de reservar un pasaje de avión para el fin de semana, se le ocurrió una idea. Y a la mañana siguiente, esperó al médico delante de su despacho y, nervioso, le expuso su plan.
—¿Qué le parece a usted, doctor?
—Que es sumamente arriesgado. ¿Cree que vale la pena? ¿Por qué le parece tan importante trasladarla a Nueva York?
—Porque sus amigos están allí. Aquí no tiene absolutamente a nadie.
—¿Qué me dice de sus padres? ¿No pueden venir aquí?
—No. Están viajando por Europa, y no creo poder comunicarme con ellos hasta dentro de otro mes. —Ahora ya sabía que si debía comunicarse con la familia de Sam, la oficina de su padrastro podría localizarles, pero la joven se había mostrado terminante al respecto. No quería que avisara a su madre—. No quiero dejarla sola aquí, pero tengo imperiosa necesidad de volver.
—Lo comprendo —repuso el médico, pensativo—. Ya sabe que quedará en buenas manos.
—Por supuesto —dijo Charlie, mirándole con afecto—. Pero… ahora…, cuando se dé cuenta de lo que le espera, doctor, va a necesitar tener a su lado a todas las personas que la quieren.
El médico asintió.
—Eso es indiscutible. Por ahora no corre riesgo alguno, siempre y cuando mantengamos una atención constante y procuremos que no contraiga una neumonía.
Ese era el mayor riesgo, mientras siguiera suspendida en aquel enorme aparato con su armadura de yeso —en el «asador», como decía ella—, donde la hacían girar, como un pollo, varias veces al día. Sin embargo, aún no se había imaginado las implicaciones que podía tener lo sucedido, y el médico no quería decírselo hasta que estuviese más fuerte. Consideraba que por el momento no había ninguna necesidad de hacerlo.
—Ha puesto usted el dedo en la llaga, Peterson. En cuanto lo sepa, y no está muy lejos el día, va a necesitarles a todos ustedes. Yo no podré ocultarle la verdad eternamente. Sólo han pasado dos semanas. Pero ahora ya está menos confundida y no tardará en sacar conclusiones, y cuando comprenda que no podrá volver a caminar, recibirá una conmoción sumamente traumática. Me gustaría tenerle a usted aquí.
—O que ella estuviera allí. ¿Qué le parece?
—¿Puede su firma fletar un avión? ¿Harían una cosa semejante?
—Sí. —Por la mañana lo había consultado con Harvey, y este le había contestado que no reparase en gastos—. Una enfermera, un médico, todos los aparatos que considere necesarios. Usted dirige la operación, y nosotros nos hacemos cargo de las facturas.
—Muy bien —dijo el médico, con aire meditativo—, muy bien; si su estado se mantiene estable los próximos días, haré los preparativos necesarios y la transportaremos a Nueva York este fin de semana.
—¿Vendrá usted también? —preguntó Charlie, cruzando los dedos, y cuando el médico asintió con la cabeza, él exclamó—: ¡Aleluya! Gracias, doctor.
El médico sonrió, y Charlie se apresuró a ir a contárselo a Sam.
—Te vas a casa, nena.
—¿Yo? ¿Y puedo irme? —exclamó ella, sorprendida y emocionada a la vez—. ¿Y qué pasará con mi «asador»? ¿No nos cobrarán un dineral por exceso de equipaje?
A pesar de que bromeaba, Charlie se dio cuenta de que estaba nerviosa ante la perspectiva de marcharse de allí. Comenzaba a comprender el riesgo que había corrido y que aún no estaba completamente fuera de peligro. Lo único que realmente comprendía era lo que pasaba con sus piernas.
—No te preocupes por eso —repuso él, con una mueca—. Nos llevamos el «asador» con nosotros. Harvey dice que podemos alquilar un avión.
—Pero, Charlie, eso es una locura. ¿No pueden hacerme andar con muletas o algo parecido o, en el peor de los casos, meterme en un sillón de ruedas con mi estúpido cuerpo enyesado y dejarme volver a casa en un avión comercial?
—¿Acaso quieres que sufra un infarto? Mira, Sam, lo cierto es que estuviste a punto de estirar la pata; entonces, ¿por qué correr riesgos? ¿Por qué no regresar a casa a lo grande?
—¿Un avión alquilado? —dijo ella, como vacilando, pero Charlie asintió sonriendo.
—Claro que tendremos que ver cómo evolucionas durante un par de días.
—Todo irá bien. Lo único que quiero es salir de aquí. —Le sonrió benignamente—. Sólo quiero volver a mi propia casa.
Entonces él se dio cuenta de que al decir «casa», ella había entendido que se refería a su apartamento, cuando él sólo había querido decir a Nueva York. Más tarde se lo comentó al médico, quien le tranquilizó diciendo:
—Me temo que muchas veces le pasará una cosa parecida, señor Peterson. La mente humana es algo muy curioso. Sólo reconoce aquello que puede resistir. El resto queda acumulado en un rincón en espera del momento en que podrá ser tolerado. En algún sitio, en lo más profundo de su ser, ella sabe que aún está demasiado grave como para regresar a su casa, pero no está lista para aceptarlo. Cuando llegue ese momento, lo hará, sin necesidad de que tenga que decírselo. Por lo menos, aún no. Si es necesario, hablaremos de eso en el aeropuerto de Nueva York. Pero no dude de que lo reconocerá cuando llegue el momento, del mismo modo que aceptará el hecho de que no podrá caminar nunca más.
Charlie exhaló un leve suspiro.
—¿Cómo puede estar tan seguro de que lo comprenderá?
Siguió una pausa al cabo de la cual el médico contestó:
—No tiene otra alternativa.
Charlie asintió pausadamente con la cabeza.
—¿Cree usted que podremos trasladarla?
—Más pronto o más tarde, sí —repuso el médico con calma.
—Me refiero a este fin de semana.
—Tendremos que ver cómo están las cosas, ¿no le parece?
El médico sonrió y se fue a hacer la ronda.
Los días que siguieron parecían no tener fin, y Samantha comenzó a impacientarse. Ella quería regresar a su casa, pero tenía problemas. El yeso la agobiaba, tosía ligeramente, le había salido un sarpullido en los brazos a causa de algún medicamento y la cara le escocía terriblemente ahora que todas las heridas habían cicatrizado y se le caían las costras.
—¡Demonios, Charlie, parezco un monstruo!
Parecía irritada por primera vez desde que se encontraba allí, y cuando Charlie entró en el cuarto, tuvo la impresión de que ella tenía los ojos enrojecidos.
—A mí no me lo pareces. Yo creo que estás estupenda. ¿Qué hay de nuevo?
—Nada.
Pero parecía fastidiada, y Charlie la observó con detenimiento mientras deambulaba con naturalidad por la habitación. Ya no estaba en la sala de cuidados intensivos, sino en un cuarto pequeño, casi completamente ocupado por la cama, y en un rincón había una mesa cubierta de flores, de Henry y de su amante, Jack, de los demás integrantes del equipo, otro ramo de Harvey y otro más de Mellie y él mismo.
—¿Quieres que te cuente algunas porquerías de la oficina?
—No.
Sam cerró los ojos, y él la observó, rogando para que no se estuviese agravando su estado. Pareció que transcurría un largo tiempo hasta que volvió a abrirlos, y cuando lo hizo, parecía entallada, y Charlie advirtió que de nuevo tenía lágrimas en los ojos.
—¿Qué sucede, nenita? Vamos, cuéntaselo a papá, ¿eh?
Se sentó en una silla junto a la cama y le tomó la mano.
—La enfermera de la noche…, la que lleva esa ridícula peluca pelirroja… —las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas—, dice que cuando vuelva a casa… —Sam ahogó un sollozo y le estrujó la mano, y Charlie se alegró al comprobar que podía hacerlo—. Dijo que no iría a mi casa…, sino a otro hospital… en Nueva York… ¡Oh, Charlie! —Comenzó a berrear como una chiquilla—. ¿Es eso cierto?
—Sí, pequeña es cierto.
—¡Charlie, yo quiero ir a mi casa!
Sollozaba presa de la angustia y luego se encogió por el dolor.
—Es bueno llorar, pero no lo hagas con tanto ahínco, que te va a doler todo el cuerpo, tonta.
Charlie trataba de bromear, a pesar de que le entristecía lo que estaba sucediendo. Para Sam, aquello era el comienzo de un largo y difícil camino que apenas empezaba a recorrer. Su antigua vida había concluido en un segundo, a los pies de un caballo gris.
—Vamos, Sam, el mero hecho de volver a Nueva York es como dar un paso en la dirección adecuada, ¿no?
—Supongo que sí.
—Por supuesto.
—Sí, pero yo quiero volver a casa. No quiero ir a un hospital.
—Bueno —repuso él, torciendo los labios en una mueca—, al menos sabemos que no has perdido el juicio. Está bien, el caso es que tienes que pasarte una temporada en un hospital, ¿y qué? Yo podré ir a visitarte, y Mellie y Harvey, y quien tú quieras…
—¡Mi madre no! —le atajó Sam, poniendo los ojos en blanco y riendo entre sollozos—. ¡Oh, mierda, Charlie! ¿Por qué tuvo que pasarme esto a mí?
La sonrisa se esfumó y volvieron a aparecer las lágrimas. Durante un largo rato, Charlie se limitó a sostenerle la mano, y luego le dijo lo único que supo decirle.
—Te quiero, Sam. Todos te queremos. Y estamos a tu lado.
—Eres un excelente amigo, y yo también te quiero.
Al decir eso ella lloró aún más, pero en ese momento entró la enfermera con el almuerzo.
—He oído decir que nos abandona usted, señorita Taylor. ¿Es eso cierto?
—Por lo menos lo intentaré —contestó Sam, sonriéndole a Charlie—. Pero volveré. Por mis propios medios la próxima vez, sólo para visitarles.
—Eso espero.
La enfermera sonrió y salió del cuarto, mientras Charlie lanzaba un sordo suspiro de alivio. Por un instante, temió que a la enfermera se le escapara algo cuando Sam dijo «por mis propios medios».
—Entonces —dijo Sam, sorbiendo la sopa—, ¿cuándo partimos?
—¿Te parece bien el sábado o tienes otros planes?
Charlie le sonreía, inmensamente complacido. Sam se esforzaba por sobreponerse. ¡Oh, Dios, lo estaba intentando!
—No, el sábado me parece bien.
Ella también le sonreía, y Charlie no pudo dejar de pensar que el médico había tenido razón. Cuando llegara el momento de aceptar algo, lo haría. Se preguntó cuándo estaría lista para poder encararse con lo más grave.
—Sí, el sábado me parece estupendo. ¿A qué hospital me van a llevar, Charlie?
—No lo sé. ¿Te importa eso?
—¿Puedo elegir?
—Lo averiguaré.
—Mira si puede ser el Lenox Hill. Está en un buen sector y cerca del metro. De esa manera, podrán venir a verme todos aquellos que yo quiera. —Sonrió ligeramente—. Hasta Mellie, quizá. —Y agregó—: ¿Te parece que podrá traer a la niña?
Cuando Charlie asintió con la cabeza, tenía lágrimas en los ojos.
—La esconderé bajo el abrigo y diré que es tuya.
—Un poco lo es, ¿sabes? —Pareció aturullarse un poco—. Bueno, después de todo…, lleva mi nombre.
Charlie se inclinó sobre ella y le dio un beso en la frente, pues si hubiese querido decir algo habría prorrumpido en sollozos.