Eran las seis de la mañana del día siguiente cuando se reunieron todos para tomar el desayuno. Y las siete y media cuando llegaron al rancho. Habían resuelto no filmar la salida del sol el primer día, sino dedicarse de pleno a las otras tomas durante todo el día y, eventualmente, intentar algo con el ocaso. Pero ya casi era mediodía cuando todo estuvo listo a satisfacción de los técnicos y comenzaron a rodar con Henry Johns-Adams, montado en una yegua negra de estupenda estampa, que a Samantha le recordaba el semental de Caroline. No era como Black Beauty, pero se trataba de un magnífico caballo que saldría muy bien en la película. Tenía un armonioso andar, pero parecía tan temperamental como su jinete, y después de repetidas tomas en que trotaba por la ladera de la colina, las cuales se prolongaron a lo largo de todo el día, todo el mundo estaba derrengado, si bien no hubo estallidos de mal humor. Constituían un grupo con el que daba gusto trabajar, y Sam estaba satisfecha con la marcha de la filmación. Fue al encuentro del capataz del rancho con el fin de agradecerle que les hubiera permitido filmar en él. Previamente ya le había enviado un ramo de flores a la esposa del propietario y una caja de botellas de bourbon a este, además de lo que les pagaban diariamente en concepto de arriendo. Ahora le entregó también unas botellas de licor al capataz, que se mostró muy complacido con el obsequio y charló animadamente con ella.
Quedó aún más impresionado cuando se enteró de que Samantha se había pasado la mayor parte del año trabajando en un rancho en California; durante un rato conversaron acerca de los problemas relacionados con la dirección de un establecimiento como aquel, y Sam se sintió de nuevo como pez en el agua. Al cabo de un rato mencionó, como quien no quiere la cosa, a Tate Jordan, preguntándole si por casualidad le conocía, y le explicó que deseaba contratarle para la filmación de un corto publicitario. Le describió como un hombre ejemplar por el que ella sentía un gran respeto. Conociendo la actitud de Tate frente a la posibilidad de que el personal del rancho se enterara de su relación con ella, omitió referirse a esta cuestión. El capataz cogió su tarjeta y le aseguró que con mucho gusto se pondría en contacto con ella si en algún momento se cruzaba con Tate. Luego de la entrevista, Samantha se reunió con los demás y se sentó frente al volante de uno de los furgones, que condujo hasta el motel.
En el transcurso de las tres semanas siguientes, no hubo variación alguna en lo que a la búsqueda de Tate se refería, si bien la filmación de los cortos publicitarios iba viento en popa. El equipo de producción tenía la certeza de que habían obtenido el material más magnífico que hubieran filmado nunca, y hasta el momento no había surgido ningún inconveniente digno de mención. Como consecuencia, reinaba entre ellos una gran cordialidad, la amistad se iba cimentando, gozaban de buen humor y todos se mostraban dispuestos a trabajar horas interminables bajo el ardiente sol, casi siempre sin quejarse.
En un momento en que Sam se había quedado contemplando las montañas, oyó que uno de los hombres le decía a otro que ella había trabajado en el rancho Lord, en California, y el segundo vaquero se quedó observándola con admiración.
—¿De veras? —le preguntó y, al asentir ella con la cabeza, agregó—: Me imaginé que entendía de caballos, pero no sabía explicarme cómo podía ser. La vi cabalgar esta mañana. Tiene usted buenas manos y sabe mantenerse en la silla.
—Gracias.
Sam le dedicó una sonrisa, pero la pena que anidaba en su corazón se reflejó en su mirada, y pareció quedar abatida, como si de pronto le hubiera sobrevenido un gran cansancio, hasta el punto de que el vaquero se mostró sorprendido al verla tan decaída.
—¿Ha visto nuestro nuevo semental? —le preguntó el hombre, hincando el diente en una pastilla de tabaco de mascar—. Lo compramos la semana pasada. Está en la cuadra más alejada.
—¿Puedo verlo? —preguntó más por cortesía que porque tuviese verdaderos deseos de ver el animal.
Lo que en verdad deseaba era regresar al motel, hacer el equipaje y volver a casa al día siguiente. Para ella ya no tenía sentido seguir allí. Había concluido la filmación, y no había encontrado a Tate. Pero esforzándose por mostrar interés, siguió al viejo vaquero, y cuando llegó a la cuadra con él, no lamentó haberse molestado en ir hasta allí. Lo que tenía ante ella era uno de los sementales más grandes que hubiera visto nunca: gris con la crin y la cola negras y una alargada estrella blanca en la frente, que acentuaba la fiereza de su mirada mientras piafaba.
—¡Dios mío, qué hermoso es!
—¿Verdad que sí? —El vaquero parecía complacido—. Pero es un demonio para montarlo. Ayer hizo besar el polvo a unos cuantos. —Hizo una mueca—. Incluyéndome a mí.
Sam sonrió.
—Yo también he pasado mucho tiempo sentada en el suelo. Pero ese animal merece la pena.
Le acarició el cuello y el caballo relinchó, como si encontrara placer al sentir la mano de Samantha en su piel y deseara que siguiera acariciándolo. Era un animal tan grande y espléndido que sólo con mirarlo se experimentaba una vibración sensual. Entonces ella le habló al vaquero de Black Beauty, de cómo lo había montado y el placer que le había causado cabalgar en él.
—Un pura sangre, ¿eh? —Ella asintió con la cabeza—. Gray Devil también me parece un magnífico ejemplar. Es veloz como un caballo de carreras, pero demasiado retozón para el trabajo de un rancho. No me extrañaría que el señor Atkins terminase por venderlo. Sería una verdadera lástima. Es un caballo espléndido. —Y entonces, como para hacerle un postrer cumplido a Samantha, se volvió hacia ella y le preguntó—: ¿Quiere montarlo, señorita? Le advierto que puede acabar con las posaderas en el polvo, pero, a juzgar por lo que vi hoy, creo que sabrá dominarlo.
—¿Lo dice en serio? —Samantha se quedó sorprendida ante aquel ofrecimiento, sabiendo que era un cumplido y un regalo al mismo tiempo—. ¿De veras puedo montarlo? —Sería la última vez que lo haría en mucho tiempo—. Me encantaría.
—Adelante, pues. Iré a por la silla.
Así lo hizo, y al cabo de unos instantes lo ensillaba, aunque teniendo sumo cuidado para no recibir una coz. Aquel animal era dos veces más endemoniado que Black Beauty, y parecía ávido por correr libremente.
—Aún no está bien maduro. Vaya con cuidado al principio, señorita…
—Sam.
Ella le sonrió, ansiosa de pronto por subirse al enorme caballo gris. De repente, tuvo la sensación de que Tate estaba a su lado, gritándole como lo había hecho aquella vez que montara el semental negro de Caro, tratando de obligarle a montar caballos como Lady y Rusty. Sonrió para sí misma. Demonios, Tate la había abandonado. Ahora ella podía montar el caballo que se le antojara. Pero mientras lo pensaba, experimentó de nuevo el dolor de haberle perdido. Ayudada por el viejo vaquero, se encaramó en el animal, tensó las riendas y dejó que el pura sangre gris danzara y corveteara en derredor. Ella no cedió ni un ápice la tensión, y los dos intentos del animal para tirarla al suelo fueron infructuosos, para deleite del viejo.
A trote lento, Samantha pasó ante el vasto establo, en dirección al viejo corral. Para entonces, ya la estaban observando varios de los vaqueros, al principio con interés, y en seguida comenzaron a lanzar gritos de admiración, al ver cómo dominaba el estupendo animal gris. Samantha notó que se apoderaba de ella la pasión que sentía por los caballos y no tardó en olvidarse de los vaqueros y comenzó a trotar hacia los prados que se extendían más allá del límite de la hacienda. Anduvo al trote poco rato, pues en seguida le concedió a la montura lo que esta deseaba y dejó que galopara libremente, hasta que experimentó la sensación de estar volando, acompañada por el repicar de los cascos en el suelo. Sam, montada sobre Gray Devil, sonreía, con el rostro azotado por el viento y el corazón latiendo agitadamente en su pecho. Montar aquel caballo era como librar una especie de batalla muy especial: contra la fuerza y el espíritu del animal, contando tan sólo con su capacidad y su habilidad como aliados. Sin embargo, las fuerzas parecían equilibradas entre ella y Gran Devil, y aunque varias veces este trató de arrojarla al suelo, no logró salirse con la suya. Por su parte, Sam sintió que toda la tensión, toda la angustia, toda la frustración que había experimentado al no encontrar a Tate se acumulaban en su interior, y entonces comenzó a espolear a Gray Devil, acuciándole para que galopara más velozmente que antes. Si podía, le vencería haciéndole el juego.
Fue entonces cuando la gente que la observaba enmudeció. Hasta aquel momento, Samantha había sido una imagen digna de admiración, con su dorada cabellera flotando al viento, en marcado contraste con las crines y la cola negras de Gray Devil, mientras ambos cruzaban volando los prados. La amazona se balanceaba al unísono con el gigantesco pura sangre, con todos y cada uno de sus músculos reaccionando al mismo ritmo que los del animal. No obstante, ahora uno de los vaqueros saltó la cerca con la intención de detenerla, al tiempo que los demás contenían la respiración, y el capataz la llamó a gritos, como si ella pudiese oírle. Pero ya era demasiado larde. En el extremo del prado corría un arroyo oculto entre los pastizales. Era lo suficientemente estrecho como para poder saltarlo con facilidad, siempre y cuando el jinete lo viese, pero asimismo era bastante profundo y, si el caballo caía, la joven corría el riesgo de estrellarse contra la barranca de roca. El capataz había comenzado a correr, agitando frenéticamente los brazos, y cuando Charlie le vio, se puso a correr también. Se hubiera dicho que ambos sabían lo que ocurriría, y en aquel preciso momento vieron que el caballo se detenía bruscamente al descubrir el arroyo ante él antes que su jinete, y Samantha, cogida por sorpresa, salía despedida de la silla, con los cabellos abiertos en abanico, los brazos extendidos, para describir una suave curva por el aire hasta desaparecer silenciosamente de la vista.
Charlie, al darse cuenta de lo que ocurría, corrió hacia el furgón, hizo gira la llave del contacto, puso la primera y salió disparado, sin importarle un rábano si en aquella maniobra llegaba a atropellar a alguien. La distancia era demasiado grande para salvarla corriendo. Le hizo señas desesperadas al capataz, que se subió a la cabina de un salto, y el vehículo partió raudo, acompañado por el chirrido de los neumáticos sobre la grava, y luego empezó a saltar bruscamente al penetrar en el prado. Charlie profería unos horribles sonidos guturales, como si hablara consigo mismo, cuando en realidad estaba rezando.
—¿Qué hay allí? —le preguntó al capataz, sin apartar la vista de la pradera.
Iba casi a cien, y Gray Devil había pasado como una exhalación hacía un instante, en dirección al establo.
—Una barranca —contestó el capataz, tenso, estirando el cuello para ver más adelante.
No podía distinguir nada aún, pero a los pocos segundos, gritó:
—¡Pare!
Charlie obedeció, y el capataz abrió la marcha entre las matas, por un ligero declive hasta donde Gray Devil se había precipitado en el arroyo. Al principio no vieron nada en absoluto, y luego Charlie la descubrió: tenía la blanca camisa casi arrancada del cuerpo; el pecho, la cara y las manos, lacerados hasta casi resultar irreconocible; los cabellos formaban un abanico sobre el suelo, y ella yacía, sangrando, yerta y terriblemente quieta.
—¡Oh, Dios mío…, Dios mío! —exclamó Charlie, abalanzándose sobre ella, pero el capataz ya se encontraba arrodillado a su lado, con dos dedos apoyados ligeramente en el costado del cuello de la joven.
—Aún vive. Suba al coche, vuelve a la casa, telefonee al comisario y pídale que mande un helicóptero en seguida. Y si consigue alguno, que traiga algún auxiliar médico, un médico o una enfermera… —Por la posición en que se encontraba, era evidente que Samantha se había fracturado varios huesos, y posiblemente el cuello o la columna—. ¡Vamos, hombre, muévase rápido!
Charlie se enjugó la cara con la manga, regresó al furgón, hizo marcha atrás por un corto trecho y giró bruscamente al tiempo que apretaba el acelerador, atormentado por la incógnita de si Samantha sobreviviría.
—¡Maldito caballo! —gritaba para sí mismo, mientras se dirigía al sitio donde los demás aguardaban en tensión.
Al llegar allí, saltó del vehículo y comenzó a dar órdenes. Acto seguido volvió junto a Sam y se arrodilló a su lado, para tratar de restañar la sangre que manaba de las heridas de la cara con una toalla que había encontrado en el furgón. Y cuando subió al helicóptero junto a ella al cabo de veinte minutos, su rostro se había ensombrecido. Los dos ayudantes se quedaron a cargo de los demás, con instrucciones de reunirse todos con él en el hospital, en Denver, por la noche.
El viaje hasta Denver se hizo interminable, y cuando llegaron allí era evidente que la vida de Samantha corría grave peligro. Un auxiliar médico había viajado con ellos, y se había pasado los últimos diez minutos del viaje haciéndole la respiración artificial, ante los ojos atónitos del angustiado Charlie. Este quería preguntarle si creía que lograría sobrevivir, pero no se atrevía, tenía miedo, por lo que no dijo nada y se limitó a observar y seguir orando. La depositaron tan suavemente como pudieron sobre el parterre de césped del Hospital St. Mary, tras haber alertado a todo el tráfico aéreo de que estaban llegando e iban a tomar tierra con un caso de código azul. Charlie trató desesperadamente de acordarse de lo que eso significaba, y creyó recordar que se refería a una persona que se encontraba en estado comatoso: literalmente, casi muerta.
Un médico y tres enfermeras aguardaban en el patio con una camilla de ruedas, y Samantha fue introducida en el hospital en cuanto aterrizaron, seguida por Charlie, que corría tan aprisa como podía.
La única cosa reconocible de la forma alargada envuelta con sábanas que vio minutos más tarde era la masa revuelta de cabellos dorados, como el pelo de un palomino. Fue entonces —mientras dos enfermeras se dedicaban a controlar sus signos vitales antes de sacarle radiografías y posiblemente someterla a alguna operación quirúrgica— cuando Charlie se dedicó a formular la pregunta. Los médicos ya habían comprobado que las lesiones de la cara eran superficiales y podían esperar.
—¿Sobrevivirá?
Su voz no fue más que un gruñido ronco en la sala brillantemente iluminada.
—¿Cómo dice?
Su voz había sido apenas audible, y la enfermera le hizo la pregunta sin apartar los ojos de Samantha.
—¿Sobrevivirá?
—Lo ignoro —repuso la joven con voz queda—. ¿Es usted pariente cercano? ¿Su esposo?
Charlie meneó la cabeza en silencio.
—No, yo soy… —Y entonces comprendió que le convenía decir que era un familiar, pues así tal vez le dirían algo—. Soy su hermano. Ella es mi hermana.
Le parecía absurdo estar allí de pie, con náuseas y medio mareado, al darse cuenta de que Sam podía morir. Por su aspecto, se hubiera dicho que ya estaba muerta. Pero aún respiraba levemente, le dijo la enfermera, y antes de que pudiese decirle algo más, aparecieron dos residentes, un médico y un ejército de enfermeras, que se llevaron a Sam.
—¿Adónde la llevan? ¿Adónde…?
Nadie le hizo caso, y él se quedó allí plantado con lágrimas corriendo por sus mejillas. Nada podían decirle, pues tampoco ellos lo sabían.
Al cabo de una hora y media regresó el equipo de médicos, y le encontraron inmóvil en una butaca de la sala de espera con la expresión de un niño perdido. No se había movido de allí, no había fumado y ni siquiera había tomado una taza de café. Sólo había permanecido allí sentado, esperando, sin atreverse siquiera a respirar.
—¿Señor Peterson?
Alguien había tomado nota de su nombre cuando le pidieron que firmara los papeles de internación.
—Sí. —Se puso en pie de un salto—. ¿Cómo está? ¿Se encuentra bien?
—Está con vida. Apenas.
—¿De qué se trata? ¿Qué pasó?
—Para decirlo crudamente, señor Peterson, se rompió el espinazo. Tiene la columna vertebral fracturada en dos sitios. Los huesos están aplastados. Existe una fractura en las cervicales, pero eso podrá ser superado. El problema reside en la columna. Hay varios huesecillos quebrados que debemos operar con el fin de aliviar la presión. De lo contrario, podría sufrir daños cerebrales irreversibles.
—¿Y si operan?
Charlie se había dado cuenta de inmediato de que la espada tenía dos filos.
—Si operamos, quizá sobreviva. —El médico se sentó y le indicó a Charlie que hiciera lo propio—. El problema consiste en que si no lo hacemos, casi puedo garantizarle que vivirá en estado vegetativo el resto de su vida, con probabilidad de que quede cuadripléjica.
—¿Y eso qué significa?
—Parálisis total. Quiere decir que no tendrá control ni de los brazos ni de las piernas, pero probablemente podrá mover la cabeza.
—¿Y si operan, no será así?
El médico sopesaba sus palabras antes de contestar.
—Ciertamente no volverá a caminar jamás, señor Peterson; mas si operamos, tenemos la posibilidad de salvar el resto de sus facultades. A lo sumo, puede quedar parapléjica, o sea que no podrá utilizar la parte inferior del cuerpo. Pero, si tenemos suerte, podremos salvar su mente. Si la intervenimos en seguida, tal vez no quede reducida al estado vegetativo. —Vaciló por un instante que se hizo interminable—. Aunque el riesgo es mucho mayor. Su estado es pésimo, y podríamos perderla. No puedo prometerle nada.
—Todo o nada, ¿no es así?
—Más o menos. En honor a la verdad, debo decirle que aun cuando no hiciéramos nada por ella, o incluso haciendo lo que podamos, podría no pasar de esta noche. Su estado es sumamente crítico.
Charlie asintió lentamente con la cabeza, comprendiendo de pronto que era él quien debía tomar la decisión. Sabía que Sam tenía familiares, pero había dejado que las cosas llegaran hasta allí, y además, ella estaba más íntimamente allegada a él que a ningún otro… ¡Oh, pobre y dulce Sam!
—¿Espera que yo le dé una respuesta, doctor?
—Así es —asintió este.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
«¿Pero cómo sé que es usted un buen cirujano?», quiso preguntarle Charlie. «¿Qué otra opción te queda?», le dijo otra voz.
—Adelante.
—¿Cómo dice?
—Que la opere. ¡Opere, maldita sea…, opere!
Charlie seguía gritando cuando el médico se alejaba por el pasillo. Luego se dio la vuelta y comenzó a golpear la pared con los puños. Más calmado, fue a comprar cigarrillos y café, y seguidamente se acurrucó en un rincón, como un animal asustado, con la mirada clavada en el reloj. Una hora…, dos horas…, tres…, cuatro…, cinco…, seis…, siete… A las dos de la madrugada, el médico volvió. Charlie tenía los ojos muy abiertos, y estaba aterrado y lívido de angustia, pues creía que Sam ya había muerto y nadie había querido decírselo. Jamás se había sentido tan aterrado en toda su vida. Él la había matado al tomar aquella maldita decisión. Debió decirle al médico que no operase, llamar a su exesposo, a su madre… Ni siquiera había comenzado a pensar en las consecuencias de su decisión. El médico le había exigido una respuesta…
—¿Señor Peterson?
—¡Hum!
Charlie miraba al facultativo como si estuviera en trance.
—Señor Peterson, su hermana está bien.
Le tocó afectuosamente el brazo, y Charlie asintió con la cabeza. Luego la movió de nuevo, y entonces las lágrimas acudieron a sus ojos.
—¡Dios mío… Dios mío! —era todo lo que podía musitar, al tiempo que aferraba al médico por el brazo—. Creí que había muerto.
—Ella está bien, señor Peterson. Ahora usted debería marcharse a su casa y descansar un poco. —Y al recordar que era de Nueva York, le preguntó—: ¿Tiene algún lugar adónde ir? —Charlie denegó con la cabeza, y el médico garabateó el nombre de un hotel en un pedazo de papel—. Ahí estará bien.
—¿Qué ha pasado con Sam?
—Es poco lo que puedo decirle. Ya conoce cuáles eran las probabilidades. Reconectamos todo lo que pudimos. Su cuello quedará bien. La columna…, bueno, ya sabe…, quedará parapléjica. Estoy casi seguro de que no sufrió daño cerebral alguno, ni a causa de la caída ni como consecuencia de la presión anterior a la operación. Pero ahora sólo nos resta esperar. Fue una larga operación. —Eso podía advertirse en su cara—. Tendremos que esperar.
—¿Cuánto tiempo?
—Cada día sabremos un poco más. Si resiste hasta mañana, las probabilidades serán mayores.
—Si…, si sobrevive, ¿cuánto tiempo deberá permanecer aquí, hasta que podamos trasladarla a Nueva York?
—¡Ohhh…! —El médico exhaló lentamente el aire, con la mirada en el suelo, mientras pensaba, y luego levantó la vista hacia la cara de Charlie—. Eso es realmente muy difícil de decir. Sin embargo, me atrevería a asegurar que, si reacciona de manera excepcionalmente bien, estaremos en condiciones de transportarla en una ambulancia aérea dentro de tres o cuatro meses.
¿Tres o cuatro meses?
—¿Y luego? —se aventuró a preguntar.
—La verdad es que es aún demasiado pronto para pensar en todo eso —arguyó el médico—, pero cabe pensar que deberá pasar por lo menos un año en el hospital, señor Peterson. Si no más. Va a tener que efectuar una serie de adaptaciones. —Charlie meneó la cabeza tristemente, comenzando a comprender lo que el destino le tenía reservado a Sam—. Pero, primero, veamos cómo pasa la noche.
Y se marchó, dejando a Charlie solo, sentado en un rincón de la sala de espera, aguardando la llegada de los demás desde Steamboat Springs.
Llegaron todos a las tres y media de la madrugada y encontraron a Charlie dormido, doblado sobre sí mismo con la cabeza caída sobre el pecho y roncando suavemente. Le despertaron para saber las novedades. Les contó lo que sabía, y sus palabras fueron acogidas con un ominoso silencio. Acto seguido se marcharon todos juntos en busca del hotel. Al llegar allí, Charlie se sentó en una butaca, presa de angustia, contemplando desde la ventana la vista de Denver que desde allí se le ofrecía. Y sólo cuando Henry y su amigo fueron a verle, dio rienda suelta a sus emociones, a todo el dolor, el terror, la inquietud, la culpa, la confusión y la pena, y se pasó casi una hora sollozando en brazos de Henry. Y a partir de aquel momento, en que se quedaron junto a él y le proporcionaron consuelo, se convirtieron en verdaderos amigos. Aquella fue la noche más terrible que Charlie había pasado en su vida, pero cuando por la mañana telefonearon al hospital, fue Henry quien hundió el rostro entre las manos y se echó a llorar. Samantha aún estaba con vida.