Capítulo 23

—¿Todos listos?

Charlie les miró a todos con una amplia sonrisa y luego, con una reverencia, les indicó la aeronave con un gesto de la mano. Iban a abordar un avión comercial rumbo a Arizona, pero eran tantos que se hubiera dicho que ellos solos habían adquirido todos los pasajes de primera clase. Había siete personas de la compañía productora. Henry Johns-Adams —el actor inglés— y su amigo. Henry y su compañero de cuarto llevaban consigo a un perro, un pequeño perro de aguas blanco llamado Georgie.

Además, en Arizona se unirían a ellos una maquilladora y una peluquera, las cuales habían estado trabajando en Los Ángeles, y seguirían con el grupo de Crane, Harper & Laub durante el resto del viaje.

—¿Te parece que habrán cargado todo el equipaje? —le preguntó muy nervioso y en voz baja el amigo de Henry a Samantha, y ella le convenció de que efectivamente todo debía de encontrarse en el avión—. ¡Pero es que había tanto!

—Ya están acostumbrados a estas cosas. Además —le dijo con una sonrisa—, esto es primera clase.

Las bebidas que sirvieron en la aeronave ayudaron a sosegar los nervios y el ánimo de los pasajeros. Charlie estaba en gran forma y les distraía con sus ocurrencias, y por fin, cuando faltaba media hora para llegar a Tucson, todos se relajaron. Ese día no tenían nada que hacer. Debían recorrer unos doscientos treinta kilómetros hasta el lugar de filmación en tres furgones alquilados, con todo el equipo, y luego todos cenarían opíparamente y gozarían de un buen descanso nocturno, para poder empezar a trabajar por la mañana temprano. El tiempo pasado en el rancho le permitiría a Samantha mantenerse en buen estado, pues tenía el propósito de levantarse todos los días a las cuatro y media de la madrugada. Y tenía un plan, al que destinaría un par de horas diarias, después de finalizar la jornada. Ya había confeccionado una lista del personal adicional con el que deseaba conversar, y después de trabajar todo el día en el rancho de turno se entretendría charlando un rato con los peones. Quizás alguno de ellos hubiera trabajado con Tate en algún lugar; tal vez alguien supiera dónde se encontraba actualmente. Valía la pena intentarlo. Cualquier cosa valía la pena. Cuando bajaron el tren de aterrizaje de la aeronave, Sam sonrió, sintiéndose pletórica de esperanzas. Una nunca sabía. Quizás el día menos pensado, al llegar a un rancho, vería a un alto y apuesto vaquero apoyado en una cerca y esta vez no sería un desconocido, sino que sería Tate, con sus enormes ojos verdes, la dulce sonrisa y aquellos labios que ella tanto amaba… Tate…

—¿Te sientes bien, Sam? —le preguntó Charlie, palmeándole el brazo, y cuando ella volvió la cara hacia él, vio que la estaba mirando con expresión de extrañeza.

—¿Eh? —exclamó ella, sobresaltada.

—Hace diez minutos por lo menos que te estoy hablando.

—¡Qué bien!

—Quería saber quién quieres que conduzca los otros dos vehículos.

Ella se concentró de inmediato en el trabajo e impartió instrucciones, pero ya no pensaba en eso cuando aterrizaron y sus ojos se perdieron en el horizonte, mientras se preguntaba si al día siguiente o al otro ya le habría encontrado… «Tate, ¿estás ahí?», sintió deseos de musitar, pero sabía que no obtendría respuesta alguna. No había manera de saberlo. Lo único que podía hacer era seguir buscando. Para eso estaba allí.

Fue de los primeros en descender del aparato, y se aprestó a organizar el grupo rápidamente, eligiendo los furgones, asignando los conductores, entregando mapas, comprando cajas de emparedados para el viaje, repartiendo los resguardos de las reservas hechas en el motel por si acaso llegaban por separado. Había pensado en todo, como de costumbre.

En el furgón que conducía ella, viajaban Charlie, la peluquera. La maquilladora, el astro, su amigo, el perro de aguas y todas las maletas Vuitton, El equipo, el personal técnico y los ayudantes iban en los otros dos furgones.

—¿Todo en orden? —preguntó Charlie, mirando a los de atrás, a quienes en seguida entregó heladas latas de zumos de frutas.

En Arizona hacía más calor que en el infierno y todos se sentían contentos de poder viajar en vehículos con aire acondicionado.

Henry se hallaba embarcado en contar divertidas anécdotas de una gira que había hecho por Inglaterra; su amigo les había tenido a lodos sobre ascuas cuando les explicó lo que había experimentado al descubrir que era homosexual en Dubuque; la peinadora y la maquilladora también tenían muchas anécdotas que contar acerca de su último viaje a Los Ángeles con el fin de brindar sus servicios a una famosa estrella del rock, y así transcurrió placenteramente el viaje hasta el motel. Allí, como era de prever, se desarrolló el primer drama. El propietario no permitía la presencia de perros, observó con desconfianza al amigo de Henry, miró con horror la rojiza cabellera de la peluquera y la franja azul, pintada a la manera de los punk a través de su frente, y frunció el ceño al contemplar «aquellos horrorosos bolsos pardos». El amigo de Henry casi acarició su amada Vuitton, y amenazó con dormir en el furgón si no se le permitía tener a su perro con él. Un billete de cien dólares, que aparecería en la cuenta de gastos generales como propinas y otros, contribuyó a suavizar las cosas de manera que Georgie pudiese gozar también del detestable esplendor que el vinilo color turquesa otorgaba a las dependencias del motel.

—Pareces fatigada, Sam.

Charlie se repantigó en el sofá de la habitación de la joven y se quedó observando cómo ella examinaba unas hojas prendidas en una tablilla con un sujetapapeles. Samantha levantó la cabeza sonriendo y le arrojó una bola hecha con una hoja de papel, que le dio en la oreja izquierda.

—Debes de estar bromeando. ¿Yo fatigada? ¿Por qué debería estarlo? Si simplemente ando recorriendo todo el país llevando a rastras un hato de excéntricos y un perro de aguas. ¿Por qué habría de estar fatigada, Charlie?

—Y o no me siento cansado —dijo él, poniendo cara de virtuoso, y Samantha le hizo una mueca.

—No me extraña. No trabajas nunca.

—No es culpa mía. Aquí sólo soy el director artístico, el que debe procurar que la película sea artísticamente bella. No tengo la culpa de que tú seas una perra ambiciosa y aspires al puesto de director creativo.

Charlie lo decía en broma, pero Samantha tenía una expresión grave cuando se sentó en la cama.

—¿Es eso lo que crees, que quiero llegar a ocupar el puesto de director creativo?

—No, querida —repuso él, sonriendo dulcemente—. No creo que eso sea realmente lo que tú quieres. Pero pienso que llegarás a ese puesto. Eres demasiado eficaz en tu trabajo. De hecho, por mucho que me cueste admitirlo, a veces eres brillante. Y eso Harvey lo sabe, los clientes lo saben, yo lo sé y todos los que están en el mundo de la publicidad lo saben, y más tarde o más temprano recibirás tu merecido. O bien alguien te contratará con un salario que no vas a poder rechazar, o bien Harvey se retirará, como viene amenazando con hacer desde hace tiempo, y tú pescarás el cargo de director creativo.

¡Director creativo…! Sólo de pensarlo, Samantha se sentía aterrada.

—No creo que sea eso lo que yo quiero. Ya no.

—Entonces será mejor que hagas algo al respecto mientras te sea posible, antes de que se convierta en un hecho consumado y ya no puedas hacer nada para evitarlo. —Y tras meditarlo un instante, le preguntó—: ¿Qué es lo que tú quieres, Sam?

Ella se quedó mirándole largamente y después repuso:

—¡Oh, Charlie, eso es una larga historia!

—Lo presentía —replicó él, sin quitar los ojos de los suyos—. Hubo alguien en California, ¿no? ¿En el rancho? —Ella asintió con la cabeza—. ¿Y qué pasó?

—Me dejó plantada.

—¡Oh, mierda! —exclamó Charlie, pensando que justamente había tenido que pasarle inmediatamente después de lo de John, y entonces comprendió por qué parecía sentirse tan desgraciada y tan tensa cuando regresó a Nueva York—. ¿Para siempre?

—No lo sé. Aún estoy buscándole.

—¿No sabes dónde está? —Ella denegó con la cabeza, y Charlie puso cara triste—. ¿Qué vas a hacer?

—Seguir buscando —respondió Samantha con serena determinación, y Charlie movió afirmativamente la cabeza.

—Buena chica. Eres una mujer fuerte, ¿sabes, Sam?

—No sé, Charlie. —Sonrió y lanzó otro suspiro—. A veces tengo mis dudas.

—Deséchalas —le dijo él, mirándole con orgullo—. No creo que haya nada en este mundo que tú no puedas superar. Recuérdalo cuando las cosas se pongan demasiado negras, muñeca.

—Recuérdalo tú.

—Lo haré.

Intercambiaron una cálida sonrisa y Sam se alegró de que Charlie hubiese ido con ella; era el mejor amigo que tenía. Al principio, cuando regresó de su estancia en el rancho, se dio cuenta de que tenía que ponerse a prueba de nuevo, no sólo como ayudante del director creativo, sino como persona, como amiga de ellos. Y ahora, en tan breve tiempo, se daba cuenta de que se había reintegrado al círculo de su respeto y afecto. Eso significaba mucho para ella, por lo que se puso de pie, se acercó a Charlie y le dio un beso en la mejilla.

—Últimamente no me has contado casi nada de mi tocaya.

—Es soberbia. Se cepilla los dientes, baila claqué, lava la ropa…

—¡Oh, calla tonto! Hablo en serio. ¿Cómo está?

—Preciosa como un pimpollo. No hay duda de que las niñas son distintas de los niños.

—Eres muy observador, querido. Por cierto, ¿aún no tienes hambre? Yo estoy famélica, y vamos a tener que llevar a todos nuestros tesoritos a comer unos tacos en el bar del final de la calle, o comenzarán a berrear.

—¿Eso es lo que quieres darles para cenar? ¿Tacos? —exclamó Charlie, asombrado—. No creo que al «señor Vuitton» le gusten mucho, para no hablar del perro de aguas.

—No seas malo. Además, en esta ciudad dudo que haya alguna otra cosa que comer.

—¡Estupendo!

Pero resultó que todos lo pasaron a las mil maravillas, saboreando los tacos, tomando cerveza y contando chistes, que fueron subiendo de color a medida que ellos se iban sintiendo más cansados y relajados, hasta que por fin regresaron al motel y se acostaron. Charlie se despidió de Sam con un saludo al meterse en su aposento, y ella se quedó durante media hora revisando las notas que había preparado personalmente sobre el trabajo del día siguiente, y luego, bostezando, apagó la luz.