El día de San Valentín, Samantha recibió una tarjeta que le enviaba Charlie Peterson desde la oficina y en la que hacía referencia a su despacho vacío. Por primera vez pensó en el trabajo que la aguardaba en Nueva York. Esa noche habló de ello a Tate mientras se encontraba entre sus brazos. Ahora, ello se había convertido en un ritual nocturno. Sam llegaba todas las noches no más tarde de las nueve, después de cenar con tía Caro y bañarse.
—¿Cómo es él?
Tate la observaba con interés mientras ella se dejaba caer en el sofá con una sonrisa de felicidad.
—¿Charlie? —Miró con los ojos entrecerrados al hombre que ahora consideraba como su marido—. ¿Estás celoso?
—¿Debería estarlo? —inquirió él con voz serena.
—¡Diablos, no! —exclamó Sam entre risas—. Él y yo jamás hemos tenido ningún enredo, y además tiene esposa y tres hijos, y ella ya vuelve a estar encinta. Le quiero como a un hermano, ¿sabes?, como se quiere al mejor amigo. Hace años que trabajamos juntos.
Él asintió con la cabeza y luego le preguntó:
—Sam, ¿no echas de menos tu trabajo?
Ella guardó silencio y se quedó pensativa unos instantes antes de responder, y acto seguido meneó la cabeza.
—Pues, ¿sabes?, lo curioso es que no lo echo de menos. Caroline dice que a ella le ocurrió lo mismo. Cuando abandonó su antigua vida, la dejó y listo. Nunca más sintió deseos de volver. A mí me pasa igual: cada día pienso menos en él.
—¿Pero aún piensas un poco?
Tate la había atrapado y, en tanto ella le escrutaba los ojos, él se sentó a su lado, de espaldas al fuego.
—Claro que lo echo un poco de menos. Como a veces echo de menos mi apartamento, o algunos de mis libros o ciertas cosas. Pero no echo de menos la vida que llevaba allí. Ni mi empleo. La mayoría de las cosas que echo de menos son aquellas que podría traer aquí si quisiera. Pero el empleo… Es curioso, pasé todos estos años bregando con tanto tesón, y tratando desesperadamente de ser alguien importante, y ahora… —Se encogió de hombros con un gesto que la hizo aparecer como un duendecillo muy joven y rubio—. Ya no me importa un bledo. Todo lo que me preocupa ahora es que los terneros estén agrupados, si hay trabajo pendiente, si Navajo necesita herraduras nuevas, si se ha caído la cerca del campo de pastoreo del norte… No sé, Tate, es como si hubiera sucedido algo, como si me hubiera convertido en otra persona cuando salí de Nueva York.
—Pero en lo más recóndito de ti misma, Sam, aún sigues siendo aquella otra persona. La que deseaba escribir guiones para anuncios televisivos capaces de ganar premios y ser importante en su profesión. Algún día echarás de menos todo eso.
—¿Cómo lo sabes? —De repente, Samantha se puso furiosa—. ¿Por qué te emperras en acuciarme para que sea lo que ya no quiero ser? ¿Por qué? ¿Acaso pretendes que vuelva a Nueva York? ¿Tienes miedo de comprometerte, Tate, de las consecuencias que esto te pueda acarrear?
—Tal vez. Tengo derecho a tener miedo, Sam, pues eres una mujer endemoniada.
Él sabía que Samantha no estaba dispuesta a mantener su relación en secreto eternamente, que quería proclamar su amor a los cuatro vientos. Y eso le tenía tremendamente preocupado.
—Bueno, pero no me presiones. En este momento no quiero volver. Y cuando cambie de idea, te lo haré saber.
—Eso espero.
Sin embargo, ambos sabían que su licencia en el trabajo sólo era por seis meses. Samantha se había prometido a sí misma tomar una decisión a mediados de marzo. Aún tenía un mes por delante. Pero sólo dos semanas más tarde, cuando regresaban de la cabaña secreta, donde solían pasar idílicos domingos, él adoptó una expresión maliciosa y le dijo que le tenía preparada una sorpresa.
—¿Qué clase de sorpresa?
—Ya lo verás cuando lleguemos a casa.
Se inclinó sobre ella desde la silla del pintado y la besó de lleno en los labios.
—Veamos… ¿Qué puede ser?
Ella puso una cara entre maliciosa y pensativa, y también de joven candor. Llevaba la larga cabellera rubia partida en dos coletas con cintas rojas, y calzaba unas flamantes botas de vaquero de piel de serpiente, rojas también. Tate la había estado embromando terriblemente a causa de ellas, diciéndole que eran aún más horribles que las verdes de tía Caro, pero después de haber condenado al limbo del armario las prendas de Blass y Ralph Lauren y Halston desde su llegada al rancho, aquellas botas constituían la única compra que había efectuado en tres meses.
—¿Me compraste un nuevo par de botas? ¿Violetas esta vez?
—Oh, no… —exclamó él mientras se dirigía al rancho.
—¿De color rosa?
—Me parece que voy a vomitar.
—Está bien, será otra cosa. A ver… ¿un molde para hacer barquillos? —Él meneó la cabeza—. ¿Una tostadora nueva? —insistió ella sonriendo, pues se le había prendido fuego a la que tenía—. ¿Un cacharro? —inquirió anhelante, pero Tate sonrió y denegó con la cabeza—. ¿Una tortuga? ¿Una serpiente? ¿Una jirafa? ¿Un hipopótamo? —siguió preguntando ella riendo, coreada su risa por él—. ¡Demonios, me rindo! ¿Qué es?
—Ya lo verás.
Resultó ser un aparato de televisión en color, que había adquirido por conducto de un cuñado de Josh en la ciudad vecina. Josh había prometido llevárselo a la cabaña de Tate el domingo. Tate le pidió que lo dejara allí cuando él estuviera ausente. Y cuando Tate y Samantha traspusieron el umbral, aquel lo señaló con el dedo, con una expresión de orgullo mezclada con alegría.
—¡Tate! ¡Cariño, es fantástico! —Pero estaba bastante menos emocionada de lo que aparentaba. Había sido perfectamente feliz sin televisor. Y entonces, simulando estar enfurruñada, dijo—: ¿Significa eso que la luna de miel ha concluido?
—¡Diablos, no!
Él se aprestó a demostrárselo en seguida, pero luego enchufó el televisor. En aquel momento daban el noticiario del domingo. Se trataba de un resumen de los principales acontecimientos de la semana, generalmente, estaba a cargo de otro locutor, pero que esa noche, por alguna razón, era John Taylor quien se encargaba de realizarlo. En cuanto Samantha le vio, se quedó mirándole fijamente, como si le viera por primera vez. Todo aquel terrible dolor había desaparecido y todo lo que restaba de él ahora era una vaga sensación de incredulidad. ¿Era realmente aquel el hombre al que ella había amado? ¿Había amado realmente a aquel hombre durante once años? Mientras le contemplaba, pensó que le encontraba pomposo y artificial, y de repente se dio cuenta por primera vez de lo muy ególatra que era y se preguntó cómo nunca lo había advertido antes.
—¿Te gusta, Sam?
Tate la observaba con interés; su anguloso y rudo rostro, en marcado contraste con la carita aniñada y de tez suave del joven rubio que aparecía en la pantalla del televisor. Y con una sonrisita enigmática, Sam meneó lentamente la cabeza y luego se volvió de cara a Tate.
—No, no me gusta.
—Pues le estabas mirando con suma atención. —Y con una mueca, Tate agregó—: Vamos, puedes decirme la verdad. ¿Te atrae?
Esta vez fue Samantha quien hizo una mueca. Sonrió con expresión de alivio y de liberación, y por fin, súbitamente, comprendió que todo había pasado. Ya no había lazo alguno que la atara a John Taylor. Ahora volvía a ser dueña de sí misma, y era a Tate Jordan a quien amaba. De hecho, le importaba un bledo que tuvieran un hijo, y la tenía sin cuidado si no volvía a ver a John o a Liz durante el resto de su vida. Pero Tate parecía dispuesto a insistir, mientras la observaba, tendido en la amplia cama que había comprado para poder hacerse el amor con más comodidad, con la suave manta azul subida hasta el pecho.
—Vamos, Sam, ¿te atrae?
—En absoluto —respondió por fin con tono triunfal y luego comenzó a besarle el cuello, juguetonamente—. Pero tú sí.
—No te creo.
—¿Estás bromeando? —preguntó ella, desternillándose de risa—. Después de lo que hicimos durante el día, ¿todavía dudas de que me atraes? ¡Tate Jordan, estás looooccooo!
—No me refiero a eso, tonta. Me refiero a él. Mira…, mira qué guapo es y qué rubio —seguía embromándola él, y Sam seguía riendo—. ¿No lo deseas?
—¿Por qué? ¿Acaso puedes conseguir que me haga un trato especial? Probablemente duerme con una redecilla en el pelo, tiene sesenta años y le han hecho dos veces la cirugía plástica en la cara.
Por primera vez en su vida se divertía burlándose de John. Él siempre se había tomado a sí mismo muy en serio, y ella le había seguido la corriente. La cara, el cuerpo, la imagen, la vida y la felicidad de John Robert Taylor siempre habían sido cosas de capital importancia para ambos. Pero, y con respecto a ella, ¿qué? ¿Cuándo se había preocupado por ella? ¡Por cierto, no en el último momento, cuando se fue con Liz! Al recordarlo, su rostro se ensombreció.
—Yo creo que te gusta pero eres demasiado cobarde para admitirlo.
—No. Te equivocas, Tate. No me gusta en absoluto.
Pero lo dijo con tanto convencimiento que él volvió la cabeza con una expresión inquisidora que no tenía antes.
—¿Acaso le conoces?
Ella asintió con la cabeza, pero sin denotar emoción alguna. Más bien parecía indiferente, como si estuviera hablando de una planta o de un auto usado.
—¿Le conoces bien?
—Le conocía. —Vio que Tate se encrespaba, y quiso bromear un poco a su costa. Apoyó una mano sobre su pecho desnudo y luego le sonrió—: No te excites, amor mío. No fue nada importante. Estuvimos casados durante siete años.
Por un instante, pareció que todo se detenía en la habitación. Ella sintió que el cuerpo de Tate se ponía tenso. Luego él se incorporó en la cama y la miró compungido.
—¿Me estás tomando el pelo, Sam?
—No.
Ella le miraba serena, inconmovible ante su reacción, pero no muy segura de lo que esta significaba. Probablemente se debía tan sólo a la sorpresa.
—¿Él fue tu esposo?
Sam asintió de nuevo con la cabeza.
—Sí.
Y entonces consideró que la ocasión exigía más explicaciones. No todos los días se podía contemplar al exesposo de la amante de turno en la pantalla del televisor, cuando uno se metía en la cama por la noche. Samantha se lo contó todo.
—Pero lo curioso del caso es que, mientras estaba contemplándole, me di cuenta de que ya no me importaba un comino. Cuando estaba en Nueva York, solía ver ese maldito programa todas las noches. Les veía a ambos, a John y Liz, haciendo su numerito, y hablando de su precioso bebé como si todo el mundo estuviese pendiente de su embarazo, y a mí se me revolvían las tripas. Un día, al entrar en la casa, me encontré con que Caro estaba viendo el noticiario, y casi vomité. ¿Y sabes lo que me pasó esta noche al ver ese rostro de plástico en la pantalla? —Se quedó mirando a Tate, expectante, pero no obtuvo respuesta alguna—. Absolutamente nada. Nada. No sentí nada en absoluto. Ni tuve ganas de vomitar, ni me puse nerviosa, ni me consideré burlada, ni me sentí abandonada. Nada. —Esbozó una amplia sonrisa—. Simplemente, me importa un bledo.
Entonces Tate se levantó, cruzó la estancia en dos zancadas y apagó el televisor.
—Me parece estupendo. Estuviste casada con uno de los jóvenes héroes más bien parecidos de los Estados Unidos, el famoso y atildado John Taylor de la televisión, y cuando este te abandonó, encontraste un vaquero, viejo y cansado, diez o doce años mayor que nuestro héroe, sin un maldito centavo en el banco, que se dedica a remover estiércol en un rancho, ¿y tú tratas de decirme que esta relación es la suprema felicidad? Y no sólo eso, sino que es la eterna felicidad. ¿No es así, Samantha? —Tate estaba cada vez más sulfurado, y Samantha se sentía desfallecer al observarlo—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Por qué? ¿Qué importancia tiene eso? Además, no es tan famoso ni tiene tanto éxito como pareces suponer.
Sin embargo, eso no era totalmente cierto.
—Patrañas. ¿Quieres ver mi cuenta bancaria, nena, y compararla con la de él? ¿Cuánto gana él por año? ¿Cien de los grandes? ¿Doscientos? ¿Trescientos? ¿Sabes cuánto gano yo, Samantha? ¿Quieres saberlo? Mil ochocientos sin descontar los impuestos, y eso representa un buen sueldo porque soy el ayudante del capataz. Tengo cuarenta y tres años, por todos los diablos, y comparado con él soy una mierda.
—¿Y qué? ¿A quién le importa?
De pronto Samantha se puso a gritar tanto como él, pero se dio cuenta de que lo hacía porque estaba asustada. Algo había cambiado en la actitud de Tate al enterarse de que ella y John habían estado casados, y ello la asustaba. No había imaginado que lo tomara tan a pecho.
—La cuestión es… —comenzó a decir, haciendo un esfuerzo por bajar la voz al tiempo que alisaba la manta sobre sus piernas, en tanto Tate se paseaba por el cuarto—. Lo importante es lo que ocurrió entre nosotros, lo que éramos el uno para el otro, lo que sucedió al fin, el motivo por el que él me abandonó, mis sentimientos con respecto a John, a Liz y al niño. Eso es lo que importa, no cuánto gana ni el hecho de que esté trabajando en televisión. Además, ellos trabajan en televisión, Tate, no yo. ¿Qué importancia tiene eso? Y si estás celoso de él, sólo tienes que mirarle, maldita sea, es un estúpido. Es un pavo de plástico que ha triunfado. Ha tenido suerte, eso es todo: tiene cabellos rubios, una cara bonita, y a todas las mujeres norteamericanas les gusta eso. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver contigo y conmigo? Si quieres saber lo que pienso, yo creo que no tiene absolutamente nada que ver con nosotros. Y John Taylor a mí me importa una mierda. Yo te amo a ti.
—Entonces, ¿cómo es que no me dijiste con quién estabas casada?
Tate la miraba con desconfianza, y ella se dejó caer de espaldas sobre la cama, tirándose los pelos, y tratando de no gritar antes de volver a incorporarse para enfrentarse con él, lo que hizo con una expresión en la mirada casi tan feroz como la que tenía él.
—Porque no consideré que fuese importante.
—Patrañas. Sabías que me sentiría como una porquería, ¿y sabes una cosa, hermana? —Cruzó la habitación y comenzó a ponerse los pantalones—. Tenías razón. Así es como me siento.
—Entonces es que estás loco —le gritó ella a voz en cuello, tratando de borrar sus imaginaciones con la verdad—. Porque tú vales más que cien John Taylors. ¡Es un bastardo egoísta que me hirió en lo más profundo de mi alma, por todos los cielos! Eres un hombre maduro, inteligente y bueno, y no has hecho más que mostrarte generoso conmigo desde que nos conocimos.
Samantha miró en torno de la habitación donde habían pasado tantas veladas juntos en el curso de los últimos meses, y vio los cuadros que él había comprado para hacer más alegre el ambiente para ella, las bonitas sábanas entre las cuales se hacían el amor, los libros que él supuso serían de su agrado. Vio las flores que él cortaba para ella cuando sabía que nadie podía verle, la fruta cogida del huerto, el boceto que le había hecho un domingo junto al lago… Recordó las horas, los momentos y los gestos, las películas que había filmado y los secretos que habían compartido, y por enésima vez se dijo que John Taylor no le llegaba a Tate Jordan ni a la suela de sus botas. Había lágrimas en sus ojos cuando volvió a hablar y su voz sonaba ronca y grave.
—Yo no te comparo con él, Tate. Te amo. Y a él ya he dejado de quererle. Eso es lo que importa. Te ruego que trates de comprenderlo. Eso es lo único importante para mí.
Le tendió los brazos, pero él conservó la distancia, y al cabo de unos instantes los dejó caer a los costados y se quedó arrodillada y desnuda sobre la cama con lágrimas corriendo lentamente por sus mejillas.
—¿Y crees que todo eso seguirá siendo importante para ti dentro de cinco años? ¡Oh, señora, no sea usted tan ingenua! Dentro de cinco años, yo seré tan sólo un vaquero más, y él seguirá siendo uno de los personajes más importantes de la televisión del país. ¿Crees acaso que no te quedarás todas las noches con la vista clavada en el televisor mientras lavas los platos, preguntándote cómo pudiste enredarte conmigo? Esto no es ninguna comedia, ¿sabes? Esto es la vida real. Vida de hacienda. Trabajo arduo y penoso. Ningún beneficio en metálico. Esto no es un anuncio televisivo que está usted haciendo, señora, esto es real.
Ante la violencia de esas palabras, Samantha se puso a llorar con mayor desconsuelo.
—¿Acaso crees que no es real para mí?
—¿Cómo podría serlo, por todos los diablos? ¿Cómo podría serlo, Sam? Sólo tienes que mirar el sitio de donde procedes y cómo vivo yo. ¿Cómo es tu apartamento en Nueva York? ¿Un ático con jardín en la Quinta Avenida?
—No, es el último piso de una casa de suburbio, sin ascensor, si eso te hace sentirte mejor.
—Y está lleno de antigüedades.
—Tengo algunas.
—Seguro que quedarían muy bien aquí —dijo Tate con amargura y se volvió para ponerse los zapatos.
—¿Por qué demonios estás tan enfadado? —Ella gritaba de nuevo y lloraba al mismo tiempo—. Lamento no haberte dicho que estuve casada con John Taylor. Al parecer, estás mucho más impresionado tú que yo. Simplemente, no creí que tuviese tanta importancia como tú le das.
—¿Hay algo más que no me dijiste? ¿Que tu padre es el presidente de la General Motors, que te criaste en la Casa Blanca o que eres una heredera?
Tate la miraba con hostilidad, y ella, totalmente desnuda, saltó de la cama como un ágil y hermoso felino.
—No; soy epiléptica y me va a dar un ataque por tu culpa.
Pero él ni siquiera sonrió ante aquel intento de hacerle cambiar de humor con una broma; se limitó a encerrarse en el cuarto de baño, mientras Sam se quedaba aguardando, y cuando salió, Tate le dirigió una mirada de impaciencia.
—Vamos, vístete.
—¿Por qué? No quiero. —Sintió que el terror se apoderaba de su corazón—. No pienso marcharme.
—Sí, vas a marcharte.
—No, no me iré —insistió ella, sentándose en el borde de la cama—. No hasta que hayamos aclarado esto. Quiero que sepas de una vez por todas, que comprendas que ese hombre no significa nada para mí y que es a ti a quien quiero. ¿No puedes meterte eso en tu dura cabezota?
—¿Eso qué importa?
—Me importa a mí. Porque te amo, tonto —repuso ella bajando la voz y sonriéndole con dulzura.
Pero él no le devolvió la sonrisa. En vez de ello, la miró fijamente y eligió un cigarro, aunque sólo jugueteó con él sin prenderlo.
—Deberías regresar a Nueva York.
—¿Para qué? ¿Para perseguir a un marido al que no quiero? Estamos divorciados, ¿recuerdas? Y así quiero que sea, porque estoy enamorada de ti.
—¿Y qué me dices de tu empleo? ¿También vas a renunciar a él a cambio de vivir en un rancho?
—En realidad… —Exhaló un profundo suspiro y casi se puso a temblar. Lo que iba a decir era lo más importante de todo, y sabía que aún no lo había madurado lo suficiente, pero había llegado el momento de decirlo. No le quedaba más tiempo para seguir pensándolo— eso es precisamente lo que pensaba hacer. Renunciar a mi empleo y quedarme a vivir aquí.
—Eso es ridículo.
—¿Por qué?
—Porque este no es tu lugar —replicó él con tono fatigado—. Tu sitio está allí, en tu apartamento, trabajando en tu formidable empleo, enredándote con algún alto personaje de tu mundo. Tú no tienes nada que hacer junto a un vaquero, viviendo en una cabaña de un solo ambiente, rastrillando estiércol y enlazando terneros. Además, por todos los diablos, tú eres una dama.
—Como tú lo dices, suena muy romántico.
Samantha trató de mostrarse sarcástica de nuevo, pero las lágrimas le causaron escozor en los ojos.
—No es romántico, Sam. En absoluto. Esa es la cuestión. Tú te imaginas que es una fantasía, y no lo es. Como tampoco lo soy yo. Soy de carne y hueso.
—Y yo también. Ahí radica el problema. Rehúsas aceptar que también yo soy real, que tengo necesidades verdaderas y soy una persona de carne y hueso, que puede vivir lejos de Nueva York, de su apartamento y de su trabajo. Rehúsas comprender que puedo querer cambiar mi estilo de vida, que tal vez Nueva York ya no me satisface, que esto es mejor y que esto es lo que quiero.
—Entonces, cómprate un rancho, como hizo Caroline.
—¿Y luego qué? ¿Creerás que soy de carne y hueso?
—Quizá puedas ofrecerme un puesto.
—¡Vete al diablo!
—¿Por qué no? Entonces podría entrar y salir a hurtadillas de tu cuarto durante los próximos veinte años. ¿Es eso lo que quieres, Sam? ¿Terminar como ellos, con una cabaña secreta a la que no podrás ir porque serás demasiado vieja y te sentirás demasiado cansada, y todo lo que te quedarán serán sueños secretos? Tú mereces algo mucho mejor, y si no eres lo suficientemente inteligente para darte cuenta, yo sí que lo soy.
—¿Qué quieres decir con eso?
Le miró con temor, pero él eludió su mirada.
—Nada. Sólo quise decir que te vistas. Te llevaré a casa.
—¿A Nueva York?
Sam trató de adoptar un tono frívolo, pero no lo logró.
—No te quieras pasar de lista, y vístete.
—¿Por qué? ¿Y si no quiero?
Samantha parecía una chiquilla asustada y desafiante. Tate se dirigió al sitio donde ella había dejado caer la ropa en un montón cuando momentos antes se hicieron el amor; lo recogió todo y lo arrojó en el regazo de la joven.
—No me importa lo que tú quieras o no quieras. Eso es lo que yo quiero. Vístete. Al parecer, yo soy la única persona adulta que hay aquí.
—¡Un cuerno! —exclamó ella, poniéndose de pie de un salto y arrojando la ropa al suelo—. ¡Estás encerrado en tus viejas y anticuadas ideas acerca de los hacendados y sus peones, y yo no estoy dispuesta a oír hablar de esas tonterías nunca más! Es una claudicación, una estupidez, y tú estás equivocado.
Samantha, sollozando, se puso en cuclillas, recogió la ropa, prenda a prenda, y empezó a vestirse. Si él se ponía así, ella regresaría a la casa de Caroline. Que se consumiera en su propio jugo.
Al cabo de unos instantes ya estaba vestida. Tate la contemplaba con pena e incredulidad, como si esa noche hubiera descubierto una faceta desconocida de aquella mujer a la que amaba, como si súbitamente se hubiese convertido en otra persona. Ella le miró embargada por la pena y luego se dirigió pausadamente a la puerta.
—¿Quieres que te acompañe?
Samantha estuvo a punto de acceder, pero en seguida resolvió no hacerlo.
—No, gracias, puedo arreglármelas sola. —Se demoró en el umbral, tratando de calmarse—. Cometes un error, ¿sabes. Tate? —Y luego no pudo evitar musitar muy quedamente—: Te amo.
Con los ojos llenos de lágrimas, cerró la puerta y se dirigió corriendo a la casa.