Capítulo 14

Se encontraron a las diez menos cinco en el claro del sur, con las monturas frescas, bajo el cielo azul, y los ojos brillantes de deseo. Tenía algo de locura aquella flamante pasión que ella no podía explicar en forma racional, pues lo único que sentía era la necesidad de estar con él, y estaba dispuesta a pasar junto a él el resto de su vida. Y trató de explicárselo a Tate esa misma mañana, cuando yacían en la cómoda cama de bronce en el dormitorio azul, con el cuerpo fatigado, el corazón ligero, el uno en los brazos del otro.

—No sé, Tate, es como si…, como si siempre hubiese estado esperándote. Como si de repente supiera para qué nací…

—¿Quieres decir para joder? —le preguntó él sonriendo y rizándole la exquisita cabellera.

—¡No lo llames así! —le reprendió ella, herida.

—Lo siento. —La besó dulcemente y le acarició la mejilla—. Para hacer el amor. Eso es lo que es, ¿sabes?, no importa cómo lo llame.

—Lo sé. —Ella se arrebujó aún más en sus brazos y cerró los ojos, sonriendo de satisfacción—. No puede ser que sea tan feliz. Es realmente indecoroso.

Sus párpados se agitaron como alas de mariposa, y él le besó la punta de la nariz.

—¿De veras? ¿Por qué? —Tate parecía ser tan feliz como ella—. ¿Por qué no tenemos derecho a sentirnos así?

—No estoy segura. Pero espero que podamos ser tan felices por largo tiempo.

Ambos pensaron a la vez en Bill y Caroline, que habían ocupado aquella misma cama antes que ellos y aún seguían unidos después de tantos años.

—Es tremendo, Tate; es todo tan reciente lo que nos pasa que casi no parece real, ¿no crees?

—Sí, pero si no dejas de hablar de ello, voy a empezar a tratarte como si ya lleváramos veinte años juntos.

—¿Y entonces qué?

—Te ignoraré.

—Inténtalo —dijo ella, deslizando un dedo por el interior del muslo de su amante hasta llegar peligrosamente cerca de la entrepierna.

—¿Y ahora a qué viene todo esto, señorita Samantha?

—No te muevas y te lo demostraré —le dijo bromeando con voz seductora, y él entonces le puso la mano entre los muslos.

Las bromas y la seriedad se combinaban en ellos de la manera más curiosa, y durante toda la mañana persistió en ellos la impresión de que ya habían estado allí antes y que hacía mucho tiempo que formaban parte el uno del otro. Les resultaba casi imposible hacerse a la idea de que su relación era muy reciente, y Tate parecía sentirse tan cómodo como ella cuando deambulaban desnudos por la cabaña.

—¿Viste el álbum de fotografías, cariño? —le gritó él cuando ella se encontraba en la cocina preparando unos emparedados con las provisiones que Tate había llevado.

Él estaba repantigado en el sofá, con una manta sobre los hombros desnudos y los pies extendidos hacia el resplandeciente fuego. La chimenea no la habían limpiado desde la última vez, de modo que podían estar seguros de que nadie habría de notar que habían estado allí por las cenizas que quedaron en ella.

—Sí, son estupendas, ¿no es cierto?

Había fotografías de Bill y Caroline, así como de otras personas del rancho, que se remontaban a la década de los cincuenta, y los nuevos amantes se reían de corazón cada vez que daban vuelta a una hoja. Había algunas instantáneas del rancho de la época anterior a la construcción de las dependencias más nuevas.

—¡Caramba, qué pequeño era!

Tate sonrió.

—Un día podría ser mucho más grande de lo que es ahora. Este podría ser el rancho más floreciente de todo el estado, quizás uno de los mejores del país, pero Bill King se está volviendo viejo y ya no tiene tantos deseos de verlo crecer como antes.

—¿Y tú? ¿Es eso lo que deseas, Tate? ¿Llegar a dirigir este rancho?

Él asintió lentamente con la cabeza, sincero con ella. Tate Jordan tenía una gran ambición y toda se centraba en torno a aquella hacienda.

—Sí. Un día me gustaría convertirlo en algo muy especial, si la señorita Caro me lo permitiese. Pero no creo que consienta en ello, en tanto Bill esté presente.

Samantha, con voz queda, casi reverentemente, repuso:

—Espero que así sea siempre. Tate, por tía Caro.

Tate movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Yo también lo espero. Pero un día, un día… Hay algunas cosas que me gustaría cambiar en este rancho.

Cerrando el álbum cuidadosamente, comenzó a detallárselas. Al cabo de una hora, echó una mirada al reloj eléctrico de la cocina y enmudeció.

—Escucha, Sam, podría seguir hablando así durante horas y horas.

Ella le sonrió tímidamente, pero era evidente que había gozado escuchándole.

—Me gusta escucharte. —Y después de una pausa, preguntó—: ¿Y por qué no organizas tu propio rancho?

Pero él se echó a reír y meneó la cabeza.

—¿Con qué, palomino? ¿Con buenos deseos y latas de cerveza vacías? ¿Tienes idea de lo que puede costar poner las bases para un rancho decente? Una fortuna. No podría hacerlo con mi paga, nena. No; todo lo que yo deseo es ser un buen capataz, no su ayudante. El hombre que manda. Demonios, la mayoría de los peones no saben distinguir su trasero de un agujero en el suelo. El capataz es quien hace que las cosas marchen.

—Eso es lo que tú haces aquí.

Samantha le miraba con orgullo, y él le acarició dulcemente el cabello y luego le tomó la barbilla con la mano.

—Lo intento, palomino, lo intento cuando no corro detrás de ti. Por tu causa podría llegar a detestar el trabajo. Todo cuanto anhelaba ayer era venir aquí contigo, hacerte el amor y sentarme plácidamente frente al fuego.

Samantha fijó la vista en los troncos que ardían en la chimenea con ojos soñadores.

—Lo mismo me ocurrió a mí. —Y al cabo de unos instantes volvió la mirada hacia él—. ¿Qué vamos a hacer, Tate?

—¿Acerca de qué? —le preguntó con ánimo de bromear, pues había entendido a qué se refería.

—No te hagas el vivo. Ya sabes lo que quiero decir. —Y entonces soltó una risita—. El otro día tuve una visión en la que tú y Bill entrabais de puntillas en la casa y os dabais de narices el uno contra el otro en la oscuridad.

Ambos rieron al imaginar la escena, y Tate la atrajo hacia él, con una pensativa expresión en la cara. Ya había estado sopesando las posibilidades, y todas eran complicadas; ninguna parecía ser la ideal.

—No lo sé, Sam. Sería mucho más fácil si estuviéramos en verano. Podríamos venir aquí todas las noches después del trabajo y regresar cabalgando a la luz de la luna, bajo las estrellas. Pero ahora está oscuro como boca de lobo cuando terminamos, y no quisiera correr el riesgo de que alguno de los caballos tropezara y se lastimase.

—Podríamos llevar linternas.

—Claro —replicó él, sonriendo—. O alquilar un helicóptero, ¿por qué no?

—¡Oh, calla! Bueno…, ¿y qué vamos a hacer? ¿Quieres tratar de meterte a hurtadillas en casa de tía Caro?

Él denegó con la cabeza.

—No. Nos oirían, tal como tú dijiste que le oías entrar todas las noches. Y mi cabaña está en un lugar tan abierto… Bastaría que te viese alguien una vez, y todo habría terminado para nosotros.

—¿Eso crees? —inquirió Samantha más bien tensa—. ¿Tan terrible sería que se enteraran? —Él asintió moviendo lentamente la cabeza—. ¿Por qué?

—Porque no está bien, Sam. Tú eres quien eres y yo soy quien soy. Tú no quieres que haya habladurías ni yo tampoco.

Pero la verdad era que a ella le importaba un rábano. Ella creía que le amaba, y le importaba un comino lo que dijera la gente. ¿Qué podían hacer para lastimarles en sus sentimientos? Pero por la expresión de su rostro comprendió que se trataba de una regla sagrada. Las hacendadas no se enamoraban de los peones.

Samantha miró a Tate de hito en hito.

—Yo no pienso entrar en el mismo juego que ellos, Tate; no para siempre. Si seguimos juntos, quiero que la gente lo sepa. Quiero poder sentirme orgullosa de lo que tenemos y no temerosa de que alguien pueda descubrirlo.

—Ese puente lo cruzaremos más adelante.

Pero ella tuvo la impresión de que Tate no estaba preparado para avanzar ni un paso en su dirección, y de repente se irguió y la luz de sus ojos denotó una obstinación semejante a la de él.

—¿Por qué? ¿Por qué no comenzamos a enfrentarlo ahora? De acuerdo, comprendo que no es necesario que anunciemos a los cuatro vientos, en este mismo momento, que mantenemos relaciones. Pero, diablos, Tate, no pienso andar jugando al escondite eternamente.

—No —repuso él en voz muy baja—. En última instancia, te volverás a Nueva York.

Aquellas palabras le cayeron a Samantha como un balde de agua fría, y cuando volvió a hablar el tono de su voz era glacial y traducía un profundo dolor.

—¿Por qué estás tan seguro de ello?

—Porque allí está tu lugar, del mismo modo que aquí está el mío.

—¿De veras? ¿Y eso cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que no soy como Caroline, que he resuelto que ya no deseo volver nunca más a aquella clase de vida?

—¿Sabes cómo lo sé? —le respondió él, mirándola con toda la gravedad de sus cuarenta y tantos años de experiencia—. Porque cuando Caroline vino aquí era viuda y quería renunciar a la vida que había compartido con su marido, porque él ya no estaba a su lado. Y tenía cuarenta años, Sam, que no es lo mismo que tener treinta o treinta y uno. Tú eres joven, aún tienes mucho por vivir. Aún tienes que crear muchos anuncios, cerrar muchos negocios, tomar muchos autobuses, hacer muchas llamadas, telefónicas, perder muchos aviones, asistir a muchas fiestas…

—¿Y no podría hacer muchas de esas cosas aquí?

Samantha parecía herida, y los ojos de él la contemplaron dejando traslucir toda su comprensión, toda su ternura, todo su amor.

—No, pequeña, no podrías. Este no es lugar para esas cosas. Viniste aquí para que cicatrizaran tus heridas, Sam, y eso es lo que está ocurriendo, y es posible que yo sólo sea una parte del tratamiento. Te amo. Hace tres semanas ni siquiera sabía que existías, y hacía años que las mujeres me importaban un bledo, pero ahora sé que te amo. Lo supe el primer día que te vi. Y espero que tú también me ames. Pero lo que les pasó a Bill y a Caro es un milagro, Sam. Ellos no son el uno para el otro, y nunca lo serán. Ella es instruida, y él no. Ella ha llevado una vida endemoniadamente lujosa, y en cambio la idea de clase que tiene él consiste en usar un mondadientes de oro puro y fumar cigarros de cincuenta centavos. Ella es propietaria de esta hacienda, y él no tiene donde caerse muerto. Pero ella le ama, y él la ama a ella, y eso es todo lo que ella quería. A mi juicio, ella estaba un poco chiflada, pero como va había vivido otra clase de vida quizá se conformó con esto y le pareció que era suficiente para ella. Tú eres diferente, Sam; tú eres mucho más joven, y tienes derecho a pretender mucho más que lo que yo te puedo brindar.

Era una locura; hacía menos de un mes que se conocían y sólo eran amantes desde hacía veinticuatro horas, y sin embargo hablaban del futuro como si realmente importara, como si hubiera una remota posibilidad de seguir juntos durante el resto de su vida. Samantha le miraba con estupefacción, y luego esbozó una sonrisa.

—Estás loco, Tate Jordan. Pero te amo. —Y entonces le tomó la cara entre las manos y le besó, con pasión, en los labios, y luego se echó hacia atrás y se cruzó de brazos—. Y si deseo estar aquí, si esta es la clase de vida que quiero, ya tenga treinta, ochenta o dieciocho años, es una decisión que debo tomarla yo. Yo no soy Caroline Lord, ni tú eres Bill King, y puede usted ahorrarse esos abnegados discursos, señor, porque cuando llegue el momento voy a hacer ni más ni menos lo que me dé la gana. Si no quiero regresar a Nueva York, tú no puedes obligarme a hacerlo, y si quiero estar contigo el resto de mi vida, te seguiré hasta el último confín de la tierra y no cejaré hasta que lo anuncies a los cuatro vientos, a todos los vaqueros de este rancho y a Caroline y a Bill. No vas a deshacerte de mí tan fácilmente como quisieras. ¿Me has entendido? —Samantha le sonreía, pero percibió una sombría expresión de resistencia en sus ojos. Ello no importaba, pues él no la conocía, y lo cierto era que, salvo en una reciente excepción, Sam Taylor siempre conseguía lo que deseaba—. ¿Lo entendió, señor?

—Sí, lo entendí.

Y sin decir nada más, esta vez fue él quien la besó y la obligó a enmudecer al tiempo que se quitaba la cálida manta y cubría los cuerpos de ambos con ella. Al cabo de un instante estaban de nuevo con las piernas y los brazos entrelazados mientras se unían sus cuerpos y sus labios, y el fuego crepitaba junto a ellos. Y cuando todo hubo terminado, Tate separó sus labios de los de ella, jadeando, y la llevó en brazos al pequeño dormitorio azul donde empezaron otra vez. Eran más de las seis cuando se dieron cuenta de que estaba oscureciendo. Habían pasado toda la tarde haciendo el amor y descansando, y ahora Tate le dio una palmada en el trasero y de mala gana se levantó para ir a llenar la bañera con agua caliente. Tomaron un baño juntos y, en tanto él le rodeaba el cuerpo con sus largas piernas, ella reía y le contaba divertidas anécdotas de los primeros veranos pasados en el rancho.

—Aún no hemos resuelto nuestro problema, ¿sabes?

—No sabía que teníamos un problema.

Tate apoyó la cabeza en el borde de la bañera y entrecerró los ojos, gozando del baño caliente.

—Me refiero a que aún no sabemos dónde y cómo podremos vernos.

Él guardó silencio un largo rato mientras reflexionaba sobre el particular y luego meneó la cabeza.

—¡Ojalá lo supiera, maldita sea! ¿Qué crees tú que podríamos hacer, Sam?

—No lo sé. ¿En mi habitación, en casa de tía Caro? Podrías entrar por la ventana. —Sam rio nerviosamente. Todo ello le causaba la impresión de estar sucediendo como si ella tuviera dieciocho años y fuese un poco «ligera de cascos»—. ¿En tu cabaña?

Él asintió lentamente.

—Eso creo. Pero no me gusta. —De repente se le iluminó la cara—. ¡Ya lo tengo! Hace dos meses que Hennessey anda fastidiando con su casa, diciendo que es demasiado pequeña para él, que está en un lugar abierto a los vientos y demasiado lejos del comedor principal. Nos ha estado volviendo locos a todos.

—¿Y?

—Le propondré un cambio. Su cabaña está en el extremo del campo, casi detrás de la de Caro. Por lo menos si fueras allí, nadie te vería. Es mucho mejor lugar que donde estoy ahora.

—¿No crees que llegarán a sospechar?

—¿Por qué? —Le sonrió entre el vapor que se elevaba de la bañera—. No tengo intención de pellizcarte el trasero todos los días a la hora del desayuno o de darte un beso en los labios antes de salir a trabajar.

—¿Por qué no? ¿No me amas?

Él no respondió, sino que se inclinó sobre ella, la besó tiernamente y le acarició los pechos.

—Da la casualidad, palomino, de que te amo con toda el alma.

Ella se puso de rodillas dentro de la vieja bañera y luego le miró fijamente a los ojos con toda su pasión.

—Yo también. Tate Jordan. Yo también.

Regresaron después de las siete, y Sam sintió un gran alivio al saber que Caroline había ido a cenar a una hacienda cercana. De no ser así, su amiga habría estado desesperada. Pero el día se les había pasado volando, charlando, bromeando y amándose, y ahora que Sam se dirigía a la casa experimentaba una sensación de vacío por el hecho de no estar junto a él. Era extraño sentirse de aquella manera respecto de un hombre al que hacía tan poco tiempo que conocía, pero, aislados como estaban del resto del mundo, sus sentimientos adquirían una inusitada intensidad, y cuando se sentó sola en la casona, se apoderó de ella el deseo de estar nuevamente junto a Tate. Caroline le había dejado una nota en la que manifestaba inquietud por su larga ausencia, pero no parecía estar preocupada, y también le había dejado una cena caliente en el horno, de la cual Sam sólo comió un poco antes de acostarse a las ocho y media, para quedarse tendida en la oscuridad, pensando en Tate.

Cuando esa noche Caroline llegó acompañada de Bill King, penetraron de puntillas en la casa sumida en la oscuridad, y Bill se dirigió de inmediato a la habitación de la tía Caro. La presencia de Sam en la casa había tornado la situación un tanto embarazosa, y Caroline tenía que recordarle todas las noches que no cerrara con tanto estrépito la puerta de entrada, pero él no la escuchaba. Ahora Caroline caminó despacio hasta la habitación de Sam, abrió la puerta, escrutó las sombras atenuadas por la luz de la luna y vio a la hermosa joven dormida en su lecho. Permaneció contemplándola unos instantes, con la sensación de que su propia juventud se le aparecía para atormentarla. Creía saber lo que estaba sucediendo; sin embargo, como había experimentado por sí misma, aquello era algo que no podía evitarse ni alterarse. Uno tenía que vivir su propia vida. Se quedó largo rato mirando fijamente a Samantha, que yacía con la cabellera esparcida sobre la almohada, con una expresión de felicidad y despreocupación en el rostro y lágrimas en los ojos. Caroline extendió el brazo y acarició la mano a la joven durmiente. No trató de despertarla y, sin hacer ruido, se alejó de la habitación.

Cuando llegó a su propia alcoba, Bill la estaba esperando en pijama y dando la última chupada a su cigarro.

—¿Dónde te habías metido? ¿Aún tienes hambre después de lo que has comido en la cena?

—No —repuso Caroline, meneando la cabeza y extrañamente serena—. Quería estar segura de que Sam se encontraba bien.

—¿Y está bien?

—Sí, está durmiendo.

Así lo había supuesto al ver la casa a oscuras.

—Es una buena chica. Ese tipo con quien estaba casada debe de ser un condenado estúpido para haberse ido con esa otra mujer.

Al parecer, la aparición de Liz en TV no le había impresionado. Caroline asintió en silencio y se dijo que muchos de ellos eran unos condenados estúpidos. Ella, por haber permitido que Bill la obligara a mantener en secreto su relación durante dos décadas; Bill, por vivir como un delincuente, entrando y saliendo a hurtadillas, cuando iba a verla a ella, durante más de veinte años; Samantha, por enamorarse de un hombre y un estilo de vida que eran extraños para ella y posiblemente tan peligrosos como saltar desde el Empire State Building, y Tate Jordan por enamorarse de una joven que no podría conservar junto a él. Porque Caroline sabía con certeza lo que estaba pasando. Lo sentía en los huesos, en las entrañas y en el alma. Lo había descubierto en los ojos de Sam antes de que esta se hubiera dado cuenta de lo que sucedía, y lo había presentido en Navidad cuando vio cómo Tate miraba a Sam mientras ella estaba ocupada en otro quehacer. Caroline lo veía todo, pero tenía que simular que no veía nada, que no sabía nada, y de pronto se dio cuenta de que ya estaba harta de tanto fingir.

—Bill —le dijo, mirándole de una manera rara, y él se quitó el cigarro de la boca y lo dejó en el cenicero—, quiero que nos casemos.

—Claro, Caro —repuso Bill, sonriendo y acariciándole el seno izquierdo.

—Estate quieto. —Le apartó la mano de un manotazo—. Hablo en serio.

Y algo le dijo a Bill que efectivamente era así.

—¡Te has vuelto senil! ¿Por qué tendríamos que casarnos ahora?

—Porque a nuestra edad, ya no deberíamos estar entrando y saliendo a hurtadillas a medianoche. Esto me altera los nervios y agrava mi artritis.

—Estás loca.

Bill se dejó caer hacia atrás y se apoyó en la cabecera de la cama con una expresión de estupefacción.

—Tal vez. Pero te diré una cosa. A estas alturas de los acontecimientos, no creo que a nadie le sorprendiera la noticia. Y lo que es más: no creo que a nadie le importara un rábano. Nadie se acordaría de quién era yo antes ni de dónde provengo; por lo tanto, todos tus antiguos argumentos son absurdos. Al cabo de tantos años, lo único que saben es que soy Caroline Lord, y tú Bill King, del rancho Lord. Punto.

—Nada de punto —replicó él con una súbita expresión de ira—. Lo que ellos saben es que tú eres la propietaria, y yo el capataz.

—¿Y a quién diablos le importa eso?

—A mí. Y a ti también debería importarte. Y a los peones también les importa. Existe una diferencia, Caro. Después de tantos años, ya deberías saberlo. ¡Y que me cuelguen antes de que por mi culpa seas el hazmerreír de la gente! —agregó casi con un rugido—. Fugarse y casarse con el capataz… ¡y un cuerno me prestaré yo a eso!

—Bien —dijo Caroline, mirándole airada—. Entonces te despediré y luego podrás volver como mi esposo.

—Estás loca, mujer. —Eso Bill ni siquiera estaba dispuesto a discutirlo—. Ahora apaga la luz. Estoy cansado.

—Yo también… —replicó ella con tono dolorido—. De esconderme, de eso es de lo que estoy cansada. ¡Quiero casarme, maldita sea, Bill!

—Entonces cásate con un hacendado.

—¡Vete al diablo!

Caroline le fulminó con la mirada, y él apagó la luz y así concluyó la conversación. Era la misma conversación que habían mantenido un centenar de veces en los pasados veinte años, sin que nunca hubiera un vencedor. Y mientras Caroline se acurrucaba en su lado de la mesa, los ojos se le llenaban de lágrimas, y de espaldas a él pidió fervientemente al cielo que Samantha no se enamorase de Tate Jordan, porque sabía que su idilio no tendría un final muy diferente de aquel.